I

EL «MIAO»

La provincia de Yun-Nan, que sucede a la de Kuang-Si, es una de las más vastas, fértiles y bellas, aunque también de las menos conocidas, del gran Imperio chino.

Se extiende entre los 21° 41' y los 28° de latitud Norte, y los 96° y 103° de longitud Este, en una superficie de doscientas leguas de largo por ciento cincuenta de ancho. Está dividida en veinte departamentos o fu, como se denominan en China, pero apenas se conocen sus nombres, hallándose muy deficientemente delineados en los mapas; algunos de ellos son muy populosos; otros, en cambio, casi despoblados o salvajes, faltos de vías de comunicación, recorridos aquí y allá por cadenas montañosas ricas en minas de oro, plata, rubíes, zafiros y otras piedras preciosas, en árboles de goma buscadísimos y en plantas medicinales, de las cuales se exportan grandes cantidades. Las ciudades se pueden contar con los dedos de una mano, pero son muy populosas e industriales. La de Yun-Nan, de la que toma el nombre la provincia, es vastísima, habitada por más de dos millones trescientas mil almas, situada en una agradable posición, a orillas de un lago, y comunicada con otros centros populosos por medio de numerosos canales. Goza de fama por su industria de metales, tapices y ciertos tejidos de seda que se llaman tonhaitoanesc.

Hay otras ciudades importantes en la provincia, entre ellas está y no en último lugar, la de Yuen-Kiang, dentro de cuyos muros los arriesgados aventureros que dirigía el capitán Jorge Ligusa esperaban hallar la famosa cimitarra del dios asiático y ganar la apuesta de veinte mil dólares establecida una noche de mayo entre Ligusa y el boliviano Cordonazo.

Hacia quince días que el capitán y sus compañeros, James, Casimiro y el pequeño artillero Min-Sí, después de escapar indemnes de la inundación y de los bandidos, marchaban a través de la extensa provincia, por senderos extraviados, atravesando grandes llanuras, bosques espesísimos, bajo los cuales rugían corpulentos tigres, corrían los rinocerontes, gruñían en gran número los tapires, o se veían obligados a vadear cursos de agua en balsas, o atravesar salvajes montañas, donde con frecuencia perdían el rumbo y sufrían hambre y sed.

Hacia mediados de agosto, extenuados por la larga marcha, enflaquecidos por las privaciones, amarillos por efecto de los aires malsanos de los pantanos, los volvemos a encontrar acampados en la falda de una cordillera, cuyas cumbres hacía una hora que habían desaparecido entre las sombras de la noche.

Los desgraciados llevaban once horas sin comer, y no tenían ni un puñado de arroz, ni un poco de té, ni un sorbo de licor.

—Señor cocinero —dijo el americano, que no había perdido su buen humor—, ¿qué me darás para cenar?

—Un trago de agua fresca y un trozo de caña de azúcar, —respondió el polaco.

—¡Uf! —exclamó el yankee, rascándose furiosamente la cabeza—. ¡Ya hace tres días que no comemos otra cosa! A poco que sigamos así, pronto iré a ver a Belcebú. ¿No tienes una chuletita, aunque sea de ganso?

—Ni siquiera de palomo.

—La cosa es seria.

—No digo que no.

—Si me echo a dormir sin cenar, mañana amaneceré muerto. ¡Y ni un mal bicho a la vista, terrestre o volátil! Esto no puede continuar, y te digo claramente, querido Jorge, que si veo un pueblucho no pasaré de largo sin hacer provisiones para por lo menos doce meses.

—Y te harías matar —dijo el capitán—. Bastará que nos dejemos ver en cualquier pueblo para que todos sus habitantes empuñen sus armas y griten «¡Muerte a los extranjeros! ¡Al río! ¡Mata! ¡Quema!».

—Pues yo no huiré más, lo repito, y haré frente a los habitantes y a los soldados si es necesario. ¡Qué diablo! ¿Qué somos nosotros? Tengo las piernas que ya se niegan a moverse, el vientre siempre vacío, los dientes estropeados por culpa de esa eterna caña de azúcar, que hace tanto tiempo constituye el plato principal y único de nuestras míseras comidas.

—Un poco de paciencia, James.

—Se me ha acabado la paciencia, y si no cambian las cosas no daré ni un paso más. Has dicho que estamos cerca de una ciudad que se llama Tou-Fou-Tcheou. Lleguémonos hasta allá para proveernos de caballos y víveres.

—¿Olvidas que allí encontraremos soldados?

—¡Bah! ¡Soldados chinos! —exclamó el americano, con profundo desprecio—. Bastarán unos cuantos tiros, y los haremos correr asustados.

—¿Ya has olvidado la retirada por los tejados de Tchao-King?

—No, pero aquí en Yun-Nan, y además, somos blancos y hemos demostrado nuestro valor, mientras que los chinos son lentos y cobardes.

—Exageras, James, y la prueba está en que los chinos han conquistado más de media Asia.

—Entonces, son tontos.

—¿Qué dices? Creo firmemente que este pueblo que tú tanto desprecias, no es inferior al que tú perteneces.

—¡Alto ahí! —exclamó el yankee, que comenzaba a acalorarse—. ¿Quieres decir que los americanos están al nivel de los chinos?

—Sí, James, y lo puedo demostrar, e incluso añadir que los chinos eran ya un gran pueblo, muy civilizado y desarrollado cuando todavía no se sabía que existiera América.

—No te creo.

—Pues es así, James. Los chinos pertenecen a una raza que se adentró por el camino de la civilización antes que los egipcios, los griegos y los romanos; a una raza que ya era numerosísima cuando la blanca apenas existía, una raza, en fin, que cuando la blanca haya exterminado con su terrible civilización a los malayos, hindúes, africanos y pieles rojas, presentará dura batalla antes de dejarse absorber. Nuestra raza debe estar en guardia, James; puede ocurrir que, roída por los vicios, minada por los partidos y dividida, sucumba el día del choque definitivo. Nosotros somos muchos, es cierto, pero desunidos; mientras los chinos, son igualmente muchos y además están unidos.

El americano iba a replicar, cuando llamó su atención una luz viva que brillaba sobre la cima de una montaña no muy lejos del campamento.

—¡Oh! —exclamó—. ¿Qué veo allá? ¿Un castillo o una aldea? Amigos míos, huelo a chuletas.

El capitán, Casimiro y Min-Sí, miraron en la dirección indicada, y a la claridad de los numerosos fuegos distinguieron un edificio de estilo chino, provisto de pequeñas torrecillas terminadas en puntas encorvadas, situado en la cima de un peñasco que parecía cortado a pico.

—Es un castillo —dijo Casimiro.

—No —respondió el pequeño chino después de observar atentamente aquel extraño edificio—, es un miao.

—¡Un miao! —exclamó James—. ¿Qué significa eso?

—Es una especie de monasterio reservado a los bonzos o sacerdotes de Buda —respondió el capitán.

—¿Y ahí arriba encontraremos algo que poner entre los dientes?

—Así lo espero, James. Los bonzos suelen acoger bien a los viajeros.

—Pero ¿cómo es que hay un monasterio en esta salvaje y desierta región?

—En China estos monasterios acostumbran a encontrarse, por lo general, en lugares deshabitados y a veces casi inaccesibles.

—¿Y hay muchos como éste?

—Muchísimos, a millares, y algunos de ellos contienen enormes riquezas y torres cubiertas de láminas de oro y centenares de ídolos de oro y plata.

—Entonces vamos al miao —dijo el americano—. ¿Encontraremos el camino?

—Lo encontraremos —respondió Min-Sí.

—Pues, en marcha.

Levantaron el campamento y emprendieron el camino hacia la montaña, donde se distinguían los fuegos.

Después de mil vueltas y revueltas a través de hondonadas y barrancos, después de perderse un sinfín de veces y descansar a menudo para dar reposo a sus cansadas piernas, descubrieron el sendero que conducía al miao hacia el alba. Era una fuerte pendiente, y estaba cortado por fosos, torrenteras y profundos barrancos, lleno de pedruscos puntiagudos; pero los viajeros, acuciados por el hambre y por la necesidad de un buen reposo, con un último esfuerzo, vencieron todos aquellos obstáculos, y a las ocho se detenían ante el edificio, el cual, estaba construido, en parte de madera y en parte de ladrillos crudos, y se apoyaba en una roca que Min-Sí aseguraba que estaba socavada.

—Cuidemos de no mostrarnos muy curiosos —dijo el chino—. Si los bonzos nos toman por espías, son capaces de poner venenos fulminantes en nuestra comida.

La puerta estaba abierta; entraron dirigiendo su mirada alrededor. El templo era de dimensiones reducidas, mal iluminado y repleto de ídolos de todos tamaños, ante los cuales ardían en recipientes de bronce preciosos inciensos y polvos de sándalo de agradable perfume.

Un bonzo, vestido con una larga túnica de seda amarilla, un sombrero armenio en la cabeza y rosarios de huesos en los costados, sin demostrar sorpresa alguna fue a su encuentro saludándoles cortésmente.

Min-Sí se apresuró a explicarle lo que deseaban él y sus compañeros, o sea, comida, víveres y, a ser posible, caballos para continuar el viaje. El bonzo le escuchó en silencio y luego, sorprendido al ver que eran tan pocos y con tan menguado equipo para continuar tan largo viaje, aseguró que les proporcionaría víveres en abundancia y caballos, que se ocuparía de hacer comprar en una aldea no muy distante.

Mientras preparaban la comida, el buen bonzo invitó a los viajeros a visitar el templo, introduciéndoles en una vasta gruta, capaz de alojar a más de doscientas personas, alumbrada por unas cincuenta lámparas de talco. En el centro se elevaba una peña, bastante alta, socavada en mil formas, con una escalinata para subir a su cima, y llena de inscripciones extrañas y de gran número de nichos, en los cuales se ocultaban idolillos de madera, de piedra, cobre y plata. En lo alto sobresalía Fo, el patrono del templo, un coloso de dos metros, de piedra negra y de horribles facciones.

Terminada la visita, el bonzo condujo a los viajeros a una tercera gruta, mucho más pequeña, iluminada por pequeñas troneras abiertas en la roca; en el centro se encontraba una mesa muy baja, llena de abundantísimos platos de porcelana llenos de pastelillos de arroz, pescado seco con salsa picante, fruta confitada y castañas de agua.

Los alimentos no eran muy variados, pero eran suficientes para alimentar a veinte hombres del tipo de James, ¡imaginemos si los viajeros, que tenían el estómago vacío, no lo aprovecharon!

Al final de la colación, otros tres bonzos vinieron a hacer compañía a los aventureros, obsequiándoles con grandes tortas hechas de una especie de harina que se extrae del tronco de un árbol muy común en Kuang-Si y en Yun-Nan.

El americano, siempre glotón, se comió una docena de estas tortas, encontrándolas excelentes.

Durante el té, la conversación se entabló animadísima.

Se habló de China, de la Cimitarra de Buda, de Europa, de América, y, sobre todo, de las numerosas religiones chinas.

—Dígame —dijo en cierto momento el capitán—. ¿Admiten que antiguamente tuvieran los chinos una única religión?

—Ciertamente —repuso uno de los bonzos, que parecía mucho más culto que los restantes—. No diré que entonces adorasen a Fo, Buda o Confucio, pero sí rendían homenaje a Tien (el cielo) y a Chan-ti (el Ser Supremo), que creó la Tierra y los astros, como vuestro Dios, y que fue padre de todos los pueblos. Eterno, justo inmutable, Chan-ti lo veía todo, penetraba en lo más profundo del corazón humano, dirigía el movimiento de la Tierra y de los otros mundos, castigaba el delito y el vicio, premiaba la virtud, elevaba o precipitaba a los emperadores y advertía a los hombres de su cólera para que se arrepintieran a tiempo. Una parte de esta religión se conserva todavía actualmente.

—¿Estos primeros pueblos ofrecían sacrificios a Chan-ti?

—Efectivamente —respondió el bonzo—. Se construían, en el centro de un círculo de ramas de árbol y de terrones, dos altares sencillísimos, llamados tañe, sobre los cuales, el emperador ofrecía sacrificios a los espíritus superiores y a los antepasados.

—En aquel tiempo ¿no se conocía la religión de Fo?

—No, porque la religión de Fo no se introdujo en China hasta el año 65 de vuestra Era, en tiempos del Emperador Han-Min-Ti.

—¿Y de dónde procedía esta nueva religión?

—De la India, y la importó a China un bonzo que traía las imágenes del dios y los cuarenta y dos artículos de la religión pintados sobre una tela. Aquel hombre intrépido hizo tantos prosélitos que al llegar la décima luna del mismo año ya se había levantado una estatua a Fo. Las poblaciones, en su totalidad, la adoptaron con inmenso entusiasmo, y fue apoyada calurosamente por el príncipe de Tcheon, y se fundaron en casi todas las provincias gran número de miaos y de boncerías.

—¿En qué consiste esta religión? —preguntó el americano.

—En el amor y la piedad de los hombres hacia todo ser humano, sin excluir a los animales más pequeños.

El americano estuvo a punto de estallar en una carcajada. Una rápida e imperiosa mirada del capitán cerró a tiempo su boca.

—El alma de todo hombre y de todo animal que muere —continuó el bonzo—, pasa a otro cuerpo más noble o más repugnante, según los méritos del difunto.

—¿O sea, que después de muerto, usted puede revivir en el cuerpo de un rinoceronte? —preguntó el americano, que a duras penas podía contener la risa.

—Es posible —respondió gravemente el bonzo.

—Pero ¿es bien vista por el actual emperador vuestra religión? —preguntó Jorge.

—Para desgracia nuestra, no. Si pudiese expulsar a todos los adeptos a Fo, lo haría.

—¿Y por qué no os expulsa? —preguntó el americano.

—Porque tendría que expulsar a la mitad de su pueblo. Por otra parte, no vayáis a creer que todos los emperadores han visto con malos ojos nuestra religión. Contamos con un emperador y con una emperatriz que abrazaron la grande y verdadera religión de Fo: Cu-Ti, de la dinastía de los Leang, que entró en una boncería, y allí hubiera seguido toda la vida si no le hubiesen rescatado los grandes, quienes hubieron de pagar una fuerte suma de dinero para desligarle del juramento, lo cual fue un golpe terrible para nuestra secta, pues gran número de prosélitos, indignados, renunciaron y maldijeron la religión; la emperatriz Hou-Ki, esposa del emperador Leangouti, la cual después de haber levantando un magnífico templo a Fo, se hizo bonza, cortándose sus hermosos cabellos. Desgraciadamente fue arrestada por el emperador Yung-tse-gu y ahogada en el Hoang-ho.

—O sea, que ninguno de los dos murió siendo bonzo —dijo el americano en tono burlón.

—Ninguno —respondió el bonzo, frunciendo ligeramente las cejas.

Min-Sí creyó apreciar un relámpago amenazador en los ojos del bonzo, y temiendo un conflicto, cortó el coloquio, pidiendo permiso para retirarse a descansar, a fin de reanudar la marcha al día siguiente al alba.

Los bonzos condujeron a los viajeros a una pequeña estancia tapizada de cojines de bambú y fresquísima, donde suaves esteras hacían las veces de lechos. James, el capitán, el polaco y el chino, después de asegurarse bien de que no había entrada secreta alguna y de atrancar la puerta, se tendieron en las esteras y se durmieron profundamente.

El capitán, sin embargo, lo hizo después que los demás, porque las burlonas réplicas del americano, pese a los esfuerzos que había hecho él mismo para reprimirlas, podían haber ofendido a los bonzos, y le resultaba difícil olvidar las palabras admonitorias de Min-Sí: «son capaces de poner venenos fulminantes en nuestra comida».