LOS NADADORES
¿Qué había sucedido? ¿De dónde procedía aquella corriente de aire, que libraba de la muerte a los cuatro desgraciados? ¿Se habría abierto una hendidura en la colina, o bien las aguas, luego de haber alcanzado su nivel máximo, bajaban ya, dejando libre la galería? No era posible saberlo por el momento, y ninguno de ellos se ocupaba en averiguarlo. Respiraban, sentían el aire entrar libremente, y eso les bastaba.
—¡Respiremos, respiremos! —repetía el americano, que abría la bocaza de tal modo que asustaría a un tiburón—. Respiremos, que hay para todos.
Y respiraban, absorbían el aire como fuelles, cual si temiesen que les faltara nuevamente. Pero cuando se convencieron de que sus pulmones funcionaban y de que no disminuía el aire en la caverna, que por poco se convierte en tumba para ellos, se dedicaron a buscar el resquicio por el cual penetraba.
—Debe existir una comunicación con el exterior —dijo el capitán—. Busquémosla, amigos, y, si es posible, huyamos de este maldito lugar.
—Este maldito sepulcro —corrigió el americano—. Nunca hubiera creído que una bocanada de aire fuese tan necesaria. Me he sentido renacer de golpe a la vida. ¡Y yo que tuve en mis manos la pistola para saltarme los sesos! ¡Qué loco hubiera sido!
El capitán se levantó y miró con cuidado a todas partes, arriba, abajo, a derecha e izquierda; pero no vio grieta alguna: todo estaba oscuro como boca de lobo.
—¡Es extraño! —exclamó—. No veo ningún rayo de luz que indique un agujero.
—¿Vendrá de la galería? —preguntó el polaco.
—Puede ser —respondió el capitán—. Veamos a qué altura está el agua.
El americano le sujetó por las muñecas y le suspendió con precaución a un lado de la roca, sin que el capitán llegase a tocar agua.
—Las aguas se han retirado —dijo Jorge, haciéndose elevar de nuevo—. El aire penetra por la galería.
—Entonces podemos irnos —dijo el americano, que ya no quería en modo alguno permanecer allí hasta el fin de la estación de las lluvias.
—No sé si podremos pasar. He encontrado un obstáculo bastante grande detenido entre las estalactitas, cuando traté de ganar la primera gruta.
—De todos modos es necesario salir. ¿Quieres quedarte aquí para siempre?
—Todo lo contrario, James.
—Ensayaré de nuevo yo —dijo el polaco—. Quizá se hayan refugiado fieras en la primera gruta.
—Y yo te acompañaré.
—¡Fieras! —exclamó el americano—. Entonces voy yo también con mis pistolas y mi carabina.
—Es inútil, James —dijo el capitán—. Aparte de que te verías obligado a bañar las armas. Desnúdate, Casimiro.
Los dos marinos, armados de cuchillos, bajaron de la roca y se sumergieron con precaución en aquellas aguas, llenas de fragmentos de bambú, de ramas de árbol y de largas hierbas. Aquella segunda excursión fue más difícil. Por tres veces los nadadores tuvieron que dar la vuelta a la caverna antes de encontrar la galería, escondida tras un cúmulo de hierbas y de cortezas de árboles.
Descubierta al fin, se internaron audazmente bajo la negra bóveda, casi enteramente sumergida, erizada de agudas estalactitas y obstruida, además, por troncos de árboles y escombros de toda especie, contra los cuales se herían las cabezas de los intrépidos nadadores.
Recorrieron cincuenta pasos, y se detuvieron delante de una masa enorme que obstruía el paso por completo.
—¿Es éste el obstáculo que encontró? —preguntó el polaco, volviéndose hacia el capitán, que iba detrás.
—Creo que era eso —respondió Jorge.
—¿Qué será? Parece un trozo enorme de roca.
—Prueba a empujarlo.
El polaco apoyó las manos contra la negra masa, sintiéndola ceder.
—¡Cuerpo de una bombarda! —exclamó—. ¿Adivina lo que es?
—No se me ocurre.
—Es uno de nuestros caballos.
—¿No se puede retirar?
—Resiste todos mis esfuerzos.
—Pasemos por debajo.
Los dos nadadores se sumergieron, deslizáronse entre las patas del cadáver y volvieron a la superficie diez pasos más allá. Con cuatro brazadas vigorosas alcanzaron la gruta, avanzando hasta la entrada.
Hasta donde su vista alcanzaba, no distinguían más que aguas fangosas, rojizas, sobre las cuales flotaban y entrechocaban centenares de troncos de árboles, algunos de dimensiones gigantescas; barcas desfondadas, restos de juncos, tejados de cabañas, trozos de empalizadas, montañas de bambúes, raíces desmesuradas, montones de arbustos y cadáveres de bueyes, caballos, tapires y ciervos.
Sobre aquellas extrañas balsas, que marchaban lentamente a la deriva, los dos marineros pudieron advertir, no sin estremecerse, familias enteras de tigres que alegremente celebraban un festín.
—¡Qué destrucción! —exclamó el polaco—. La crecida ha arruinado toda la provincia. ¡Pobres chinos!
—¡Buen banquete, en cambio, para los tigres! —exclamó el capitán—. Apenas se hayan retirado las aguas se arrojarán sobre estos innumerables despojos.
—Corremos un peligro bastante serio. Esta caverna se va a convertir en el cubil de todas las fieras de los alrededores.
—No te asustes. James se encargará de alejarlas.
—¿Cuándo podremos partir?
—Dentro de veinticuatro o treinta y seis horas. No hay más que un metro de agua sobre la llanura.
Los dos nadadores hubieran deseado quedarse una hora donde estaban, para «embriagarse de sol», como decía Casimiro; pero, pensando en que sus compañeros les aguardaban con viva impaciencia, se decidieron a volver.
Dando un adiós al sol y a la gran llanura, que poco a poco iba descubriéndose por el continuo descenso de las aguas, regresaron a la helada galería, de la cual pasaron a la segunda gruta.
—¿Habéis salido, pues? —preguntó rápidamente el americano.
—Sí, y puedo deciros que las aguas se retiran rápidamente.
—Habréis visto árboles, restos…
—Y muchos bueyes, tapires y ciervos ahogados —añadió el polaco.
—¿Y no os habéis traído a remolque un tapir?
—No se puede, James —dijo el capitán—. La galería está casi enteramente tapada por uno de nuestros caballos.
—¿Hay peligro de perecer asfixiados?
—En absoluto, y haremos bien en dormir mientras se retiran las aguas.
—No pido otra cosa.
Los cuatro aventureros, que se sentían verdaderamente extenuados, no tardaron mucho en entregarse, a un reparador sueño.
El chino, que fue el primero en despertarse, después de una tirada de veinticuatro horas largas, se sorprendió mucho al advertir una claridad rojiza muy viva que se reflejaba en las alabastrinas columnas.
—¡Eh! —exclamó—. ¿De dónde viene esa luz? ¡Capitán! ¡Sir James!
Jorge, el americano y el polaco se despertaron al oír las voces, y si el chino estaba maravillado, no lo fueron menos ellos.
—He aquí un buen descubrimiento —dijo el americano—. ¿Será un rayo de sol?
—No —respondió el capitán—. Es un fuego encendido delante de la galería.
—¿Y quién lo habrá encendido?
—Hombres, de seguro.
—Pero ¿qué hombres?
Iba a responder el capitán, cuando una gran risotada resonó en la caverna.
—¡Oh! —exclamó el americano—. Se ríen.
—Esto indica que esas personas son alegres —dijo el capitán.
—Es necesario ir a ver quién es esa buena gente y comprarles licor y víveres —dijo el americano.
—¿Y si fueran bandidos? —observó el pequeño guía.
—¡Tanto mejor! —exclamó el americano—. Nos esconderemos en la galería y haremos fuego sobre ellos.
—¿Te olvidas que un caballo la obstruye? —preguntó el capitán.
—¡Maldito animal! ¿Entonces habrá que zambullirse para salir?
—Sí, James, y tendremos que mojar los fusiles y las pistolas.
—Los atacaré con mi cuchillo.
—¿Para que te maten?
—¿Y quién irá a ver qué clase de gente es esa?
—Yo —respondió Min-Sí.
—Bravo, artillerito —dijo el capitán—. Tú puedes averiguar mejor que nosotros si son bandidos u honrados comerciantes.
El chino se desnudó y entró en el agua, que estaba más baja. Guiado por la claridad que se reflejaba en las estalactitas y las rocas, se dirigió a la galería, delante de la cual se detuvo.
—¿Qué ves? —preguntó el impaciente americano.
—Un gran fuego, sir James.
—Si necesitas un buen compañero, no tienes más que llamar.
El chino no contestó y penetró en la galería, nadando con suma precaución para no hacer ruido. A medida que avanzaba, iba oyendo varias voces de hombres, exclamaciones, y fuertes risotadas.
Pasó por debajo del caballo muerto y nadó hacia una especie de columna, tras la cual se escondió. Desde allí pudo ver un gran fuego que ardía casi delante de la galería, y en torno a la hoguera, sentados en pedruscos o echados en el suelo, diez o doce hombres de aspecto cruel, cubiertos de togas azules destrozadas y llenas de fango y de casacas amarillas provistas de anchas mangas, y armados de arcos, sables y cuchillos, pistolones y arcabuces antiguos de mecha y pedernal. El pequeño chino, a la primera ojeada comprendió que aquellas malas fachas eran bandoleros tonkineses.
Permaneció algunos minutos escuchando las sangrientas hazañas que aquellos hombres referían, relatos de saqueos, de delitos, de combates y de emboscadas; después, se metió en el agua y volvió a la roca.
—¿Y bien? —preguntó el americano, ayudándole a subir—, ¿qué has visto, artillerito mío?
—Bandoleros de la peor laya, sir James —respondió el chino.
—¿Son muchos?
—Una docena.
—¿Con caballos?
—Con caballos y muchas armas.
—Jorge, ¿los atacamos?
—Sería insensato, James —dijo el capitán.
—Si no los ahuyentamos no vamos a salir nunca de aquí.
—Con un poco…
—¡Silencio! —dijo el polaco.
El capitán y el americano callaron y aguzaron el oído. Se percibía el pataleo de los caballos y sus relinchos, mezclados con los gritos de los bandidos y el chasquido de sus látigos.
—Se van —dijo el chino, que escuchaba atentamente, inclinado sobre el borde de la roca.
—Sí, se van —confirmó el capitán.
—¡Qué desgracia! —exclamó el americano, dando un suspiro.
Los gritos y los relinchos parecían cada vez más lejanos, y la luz que despedía la hoguera iba palideciendo. El capitán y sus compañeros tomaron sus fusiles, sus mantas, sus ropas y los escasos víveres que les quedaban, con la marmita milagrosamente salvada por el americano; y, dejando la roca, embocaron la galería.
Dos minutos después, los cuatro aventureros, escapados a la inundación, a la asfixia y, por último, a los bandidos, llegaban a la primera gruta, que estaba ya completamente seca, y en la cual ardían todavía algunos tizones. En dos saltos se abalanzaron hacia la salida.
Los doce bandidos, montados en sus caballos, galopaban hacia el Norte, tan de prisa, que en pocos instantes desaparecieron en las nieblas del horizonte.
—¿Hacia dónde se dirigen? —preguntó James a Min-Sí.
—Hacia Yun-Nan —respondió el chino.
—¿Dónde está esa provincia?
—Mirad allá abajo aquella línea de montañas; la cordillera divide las dos provincias de Kuang-Si y de Yun-Nan.
—Entonces ¿mañana cambiaremos de país?
—Así será, si el Ser Supremo nos ayuda.
—Nos ayudará, mi bravo chino. Vamos, un poco de descanso aún, y mañana moveremos las piernas, derechos a Yuen-Kiang.