DOS DÍAS EN LA GRUTA DE KOO-TCHING
El empuje de las aguas fue verdaderamente terrible. Los expedicionarios, despedidos, después de tropezar en menos de diez segundos más de veinte veces contra las estalactitas de la galería, dejándose en ellas los vestidos y lastimándose en varias partes, fueron rechazados al fondo de la gran cúpula, con tal furia que sus rostros sangraban y sus cuerpos se hundieron en las aguas.
El fuego se había extinguido súbitamente y la oscuridad no podía ser más absoluta. No obstante, los cuatro hombres, saliendo a flote en seguida, nadaron vigorosamente para buscar un refugio.
El primer pensamiento del capitán fue dirigirse hacia la galería para salir, pero pronto hubo de convencerse de que la comunicación con el exterior había desaparecido.
Aquel descubrimiento le aterró.
—Estamos en una tumba —murmuró.
Trató de agarrarse a una de las muchas estalactitas, y llamó a voces a sus compañeros, que iban de un lado a otro, sin saber dónde estaban.
—¡James, Min-Sí, Casimiro! —gritó—. ¿Dónde estáis?
—¡Jorge! —exclamó el americano—. ¿Cómo estamos? No veo nada y estoy medio destrozado.
—Buscad un apoyo, compañeros, y hablad bajo. El eco es tan fuerte que no es posible entenderse. James, ¿sabes dónde te encuentras?
—Imposible saberlo, ni lo sabré de aquí un mes. Y tú, ¿dónde estás?
—Si no me equivoco, estoy encima de la galería.
—¿Cómo? ¿Encima de la galería? ¿Dónde está la galería?
—Debajo de mí, a diez pies de profundidad, por lo menos.
—¡Diez pies! —exclamó el americano, espantado.
—¿Te dan miedo diez pies de agua?
—No es eso lo que me aterra, pero pienso que si tanta agua hay sobre la galería, mucha más habrá debajo de ella.
—Lo mismo da. Vamos, amigos míos, busquemos una de las rocas blancas, que a mi parecer no todas estarán cubiertas por el agua. Si no recuerdo mal, en medio de la gruta había una muy alta y voluminosa.
—Yo estoy extraviado —dijo el polaco.
—No lo estoy menos yo, muchacho —dijo el americano—. ¡Si tuviese ojos de gato!
—Ya nos arreglaremos sin ellos —dijo el capitán—. ¡Vamos, nadad! yo silbaré para guiaros.
El capitán comenzó a silbar, y los otros, despojándose de los zapatos, que se colgaron, después de mucho esfuerzo, a la cintura, se pusieron a nadar, chocando contra las estalactitas y estalagmitas.
—Me he roto las narices contra una columna —exclamó el americano, después de algunas brazadas—. ¡Que el diablo la lleve! ¿Dónde estoy? No avanzo más.
—¡Cuerpo de un cañón! —rugió el polaco, que por poco no se ensarta en una punta agudísima—. Voy a empalarme como un turco. ¡Ay! ¡Ay!
—¡Valor, amigos míos! —dijo Jorge.
—Es fácil decir eso —dijo el americano—. Me parece que me he quedado cojo.
—Silencio, James, o no podréis oírme.
Volvieron a callar y todo quedó en silencio otra vez. Otras mil vueltas y revueltas entre estalactitas, columnas y rocas; y al cabo, el polaco, el americano y Min-Sí pudieron llegar junto al capitán, que se mantenía firme sobre la galería.
Una vez reunidos se pusieron a buscar la roca, que debía encontrarse en el centro de la gruta. El capitán siguió por algún espacio a lo largo de las paredes y torció después hacia adentro, dando con las narices en un objeto duro, que le pareció el anhelado refugio. Ayudándose unos a otros, los cuatro nadadores se izaron a la cumbre, que sobresalía unos dos metros de la superficie del agua.
—¡Ah! —exclamó el americano, respirando libremente—. Ya empezaban a faltarme las fuerzas.
—¿Acaso cree que yo estaba mejor? —dijo el polaco, sacudiéndose el agua de encima—. Ya navegaba como un buque desarbolado, chocando contra mil escollos. Estoy más desollado que San Bartolomé.
—No nos desollaremos más, muchacho. Haremos casa de esta roca y comeremos y dormiremos sin más cuidados. Si tuviera comida diaria, un barrilito de whisky y una lámpara, me establecería para siempre en esta gruta y fundaría…
—Una colonia americana —le interrumpió el polaco, desternillándose de risa.
—Sí, burlón.
—Dejemos a un lado las bromas y pensemos en el medio de salir de aquí —dijo el capitán—. Nuestra situación no tiene nada de buena; si el agua sube, no sé cómo escaparemos.
—Tengo un plan que nos permitirá salir sin tardar mucho —dijo el americano.
—¿Cuál?
—Perforar las paredes.
—Es un plan muy americano, James, pero por el momento, no es factible. No sé cómo te las arreglarías para taladrar con un cuchillo diez, veinte, acaso cien metros de roca.
—Lo mejor que podemos hacer es dormir hasta que las aguas bajen —dijo el chino—. Salir no será posible mientras esté obstruida la galería.
—¿Y cuántos días tendremos que esperar? —preguntó James.
—Quizá dos, tres o cinco, o quién sabe si ocho.
—¡Ocho días! Entonces cierro los ojos y voy a dormir.
—¿Y si las aguas suben? —preguntó Casimiro.
—Reventaremos durmiendo. ¡Vamos! A la cama, señores. ¡Mira! Ni siquiera tenemos que molestamos en apagar la luz.
El americano, Jorge, Casimiro y Min-Sí ocuparon unos hoyos que parecían hechos expresamente para sus cuerpos, y trataron de conciliar el sueño.
No habían transcurrido seis horas cuando el capitán se despertó. Notaba un malestar inexplicable, bostezaba de tal modo que parecía que sus mandíbulas iban a saltar, el pulso le latía lentamente, se le ofuscaba la vista y se sentía aturdido y mareado.
—¿Qué es esto? —se preguntó, pasándose la mano por la frente, bañada en sudor—. Diría que los pulmones me duelen y funcionan mal. ¿Qué es lo que sucede?
Se levantó del hoyo y extendió las manos hacia la izquierda, donde oía a uno de sus compañeros respirar penosamente.
—¿Qué te pasa? —le gritó zarandeándolo.
—¿Eres tú, Jorge? —preguntó el americano.
—Sí, amigo mío. ¿Por qué roncas así?
—¿Por qué…? No sé qué tengo, pero no estoy bien. Parece como si tuviera una piedra de cien toneladas encima del estómago. ¿No sientes nada tú?
—Sí; se me va la cabeza y noto un malestar general.
—¿A qué lo atribuyes?
—No sé qué puede ser.
Casimiro y el chino, al oír hablar a sus compañeros, se incorporaron. Tampoco se encontraban bien y aspiraban el aire con ansia, sin conseguir llenar los pulmones.
—Min-Sí —dijo el capitán—, ¿son insalubres las aguas del Po-Kiang?
—No —respondió el chino—. Todo el mundo las bebe y se consideran excelentes.
—Es extraño.
Los cuatro aventureros se callaron, prestando atención al monótono goteo del agua y buscando la explicación de aquel singular fenómeno.
De pronto, el capitán lanzó una sorda exclamación.
—¿Qué te sucede? —preguntó el americano.
—Min-Sí, ¿a qué altura se halla la galería con relación al nivel del plano exterior? —preguntó el capitán.
—Si no me engaño, el arco de la bóveda no tiene más de cuatro pies de altura —respondió el chino.
—¿Qué significa esa pregunta? —preguntaron el americano y el polaco.
—Significa, amigos míos, que estamos separados del aire exterior por más de cien metros de agua.
—¿Y qué tiene que ver…? —preguntó el americano, que no comprendía nada.
—Pues tiene que ver que los dolores de cabeza y la opresión que padecemos se deben a la falta de aire.
—¡Entonces estamos perdidos! —dijo James.
—Es muy posible —respondió el capitán.
—¿Y no tienes un plan? Pronto, ¿qué debemos hacer?
—¿Qué piensa, capitán? —exclamaron a coro Min-Sí y el polaco.
—Escuchadme bien —dijo el capitán—. La galería tiene, si no me equivoco, ochenta metros de longitud y otros treinta la gruta exterior: en total son ciento diez metros de agua que atravesar. Me parece que la empresa no es muy difícil.
—¡Atravesar ciento diez metros de agua sin una bocanada de aire! —exclamó el americano—. ¡Es demasiado!
—Es preciso intentarlo, James. Quien se quede aquí está perdido. Yo iré el primero.
—No lo hagas, Jorge. Te ahogarás.
—Soy muy buen nadador para ahogarme. Valor, amigos míos, dadme un abrazo.
—¡Jorge! —exclamó el americano aterrado—. ¿Y si no vuelves?
—Volveré, no corro peligro alguno. Abrazadme.
El polaco, el americano y hasta el chino, se arrojaron en sus brazos, y el arriesgado marino, desnudándose, se sumergió en el agua.
—¡Vuelve pronto! —le gritó el americano—. A tu lado estoy seguro de morir más tranquilo.
El capitán hendió las aguas, levantando una ola que se estrelló contra las estalactitas y las paredes con sordo fragor. Avanzó con cuidado, tratando de evitar las numerosas aristas que amenazaban clavársele y se detuvo en la pared opuesta, precisamente encima de la galería.
—Amigos míos —dijo—, voy a hundirme. ¡Que Dios me proteja!
—¡Que la fortuna te guíe! —respondieron a coro sus compañeros.
El capitán aspiró cuanto aire pudo y se zambulló, enfilando la galería.
Sus compañeros, anhelantes, presas de las angustias más atroces, medio asfixiados, se habían arrastrado hasta el borde de la roca, y desde allí, con los ojos fijos en las profundas tinieblas, la boca abierta, el corazón paralizado, atento el oído, escuchaban. Pasó un minuto, que pareció un siglo. El americano estrechó convulsivamente la mano del polaco.
—¿No oyes nada, muchacho? —le preguntó con voz entrecortada.
—No…, esperemos —respondió el polaco—. Es fuerte, tan fuerte como Lord Byron…
Otro medio minuto transcurrió. El americano sintió que las fuerzas le faltaban y que sus cabellos se erizaban.
—¿Le habrá ocurrido alguna desgracia? —balbuceó.
En aquel mismo momento se oyó en el fondo de la gruta el rumor de un cuerpo al salir a flote.
Los tres hombres se pusieron en pie, gritando:
—¡Jorge! ¡Jorge! ¡Jorge!
Una voz estrangulada respondió a sus gritos. Pronto se oyó el batir vigoroso de dos brazos sobre el agua.
—¿Es usted, capitán? —preguntó Casimiro, inclinándose hacia la negra superficie.
—Sí…, yo soy…, yo… —respondió una voz que reconocieron ser la de Jorge.
—¿Y qué? —preguntaron con ansia sus camaradas.
El capitán no respondió a aquel terrible «¿Y qué?», y siguió nadando con mayor energía, hasta que llegó a la roca. Sus compañeros le izaron jadeante.
—Amigos… —dijo el desgraciado, casi muerto de asfixia—, la galería está tapada… Hay obstáculos en ella…, árboles…, bestias… No sé…, amigos míos… ¡No hay esperanza ninguna!
—¡Ninguna! —exclamó el americano, tendiendo alrededor una mirada feroz—. ¡Y moriremos…, moriremos en esta oscura gruta!… No es posible; es preciso salir de esta tumba. ¿Pero no hay algún medio?
—Sí, que se retiren las aguas —balbució Jorge—. ¡Quien sabe!… Esperemos y confiemos.
—¡Esperar! —exclamó el polaco—. ¿No nos queda otro recurso?
El capitán guardó silencio y se dejó caer en su hoyo. Sus compañeros, aterrados, medio asfixiados ya, se acurrucaron a su lado, presas de sombría desesperación.
La muerte se acercaba a pasos de gigante. Media hora más tarde, el capitán, el chino y el polaco habían perdido el sentido y yacían inertes en sus improvisadas fosas.
Sólo el americano resistía aún, si bien entregado a un fuerte delirio.
Rugía como una fiera, llenaba la tumba de furiosos gritos y se debatía como si alguien tratase de estrangularle.
Pasaron algunos minutos más. De repente el americano, con desesperado esfuerzo se incorporó. En su mano empuñaba una pistola.
Apoyó el cañón en la sien, pero súbitamente se detuvo, con el dedo en el gatillo, presa de la perplejidad explicable que al hombre más resuelto invade antes de tan extremo paso.
Ya estaba para disparar, cuando sintió una bocanada de aire húmedo, fresco, respirable, que le azotaba el rostro, penetraba en su garganta, llenaba y hacía revivir sus extenuados pulmones.
Dejó caer el arma y se precipitó hacia adelante, con los brazos extendidos, desencajados los ojos, creyendo soñar.
¡No, no soñaba! Una corriente de aire puro invadía la caverna, y el desventurado la sentía entrar en sus pulmones, cargada de oxígeno.
Un grito, el grito más formidable que jamás se haya oído, salió de su garganta.
—¡Aire, aire! —tronó.
—¡Aire, aire! —repitieron sus compañeros, que rápidamente volvían a la vida.
Y respiraron a pleno pulmón, sin palabras, sin gestos, para no perder un sólo hálito. ¡Parecía que quisieran embriagarse de aire!