LA INUNDACIÓN
Los caballos que el generoso Teon-Kai regalara a los viajeros eran buenos ejemplares, de raza tonkinesa, pequeños, como los cuartagos de Cerdeña, de piel rojiza, cabeza ligera, ojos vivos e inteligentes y corvejones de hierro.
No son muy veloces los caballos tonkineses, pero resisten las marchas lo mismo en llano que en monte, bastándoles un puñado de hojas y un poco de agua en la primera parada.
El bandido había regalado a los expedicionarios, con los caballos, provisiones abundantes, que había hecho cargar detrás de las sillas chinas, de estriberas cortas, a usanza oriental, con una amplia gualdrapa de grueso paño que también podía servir de manta de campaña.
El bravo yankee, entusiasmado aún por la munificencia de Teon-Kai, no estaba tranquilo un momento. Gritaba, fustigaba el caballo, probaba las provisiones, metiéndose en la boca puñados de frutas secas, y besaba, con excesivo entusiasmo quizá, los frascos de chou-chou, que en gran número colgaban de las sillas.
—¿Quién hubiera dicho —exclamó— que el bandido, después de amenazarnos con hacernos pedazos, nos había de regalar todo esto? Ese tonkinés, ya os lo decía yo, amigos míos, es el más grande hombre de toda Asia. Estoy asombrado y confuso. ¡Bravo por Teon-Kai! ¡Hurra!
—No te entusiasmes así, James —dijo el capitán, riendo—, Teon-Kai es el granuja más grande que he visto en mi vida.
—¿Cómo dices? —preguntó el americano, escandalizado—. ¿Quieres empequeñecer a ese gran hombre?
—Es usted demasiado severo, capitán —dijo el polaco, no menos entusiasmado que el yankee.
—Soy justo, amigos míos —rebatió Jorge—. No me sorprendería que esta noche sus hordas cayeran sobre nosotros.
—¡Exageras! —exclamó el testarudo americano—. Un hombre tan generoso no puede alimentar en su cerebro semejantes ideas.
—¿No has oído, James, las palabras que nos dirigió al despedirnos? Y su mirada, ¿no te has fijado en ella?
—En efecto, tienes razón, ahora que pienso en ello. ¿Qué nos dices tú, Min-Sí, de ese hombre?
—¡Sié! —respondió simplemente el chino.
—¿Sié? ¿Qué significa esa palabra? ¿Excelente hombre, quizá?
—Todo lo contrario, James —dijo Jorge—. Sié quiere decir embustero, falso, hombre de dos lenguas y dos conciencias.
—¿Debo creerlo?
—En todo.
—Si tú lo dices, debe ser verdad, porque sin duda conoces a los bandidos mejor que yo.
—¿Por qué razón? —preguntó Jorge, sorprendido.
—Eres italiano, e Italia es la patria de los bandoleros —respondió el americano.
—¿Italia la patria de los bandoleros? ¿Tú también eres de los que creen esas tonterías?
—Me lo afirmó con toda seriedad un inglés que cayó en sus manos cuando viajaba por los Abruzzos —dijo el americano.
—Aquel inglés era un bromista, James. Si hacemos caso a franceses e ingleses, Italia es un hormiguero de bandidos, mientras que, en realidad, hay muchos más en España, Londres o París.
—Ciertamente, esas dos capitales no andan escasas de asesinos ni de ladrones. ¡Ah!
—¿Qué sucede?
—Vuelve a llover.
—Mala cosa, James. ¡Vamos!, fuera las mantas y apresuremos el paso; en este terreno me siento poco seguro.
Los caballos, después de atravesar algunas colinas, entraron en una extensa llanura, cubierta a trechos de bosquecillos de ananás, magníficas plantas adornadas desde la base hasta la copa de grandes hojas de un metro de longitud, cuando menos, y de tres o cuatro pulgadas de anchas, del centro de las cuales se destacaban unos tallos carnosos, gruesos, cubiertos alrededor de grandes racimos de frutas, revestidas de escamillas triangulares.
El americano, a pesar de ir cargado de provisiones, hizo una recogida de aquellas frutas, y las encontró excelentes; no en vano la llaman «reina de las frutas» los mismos habitantes de Indochina.
A mediodía, después de haber recorrido una veintena de millas, echaron pie a tierra para dar reposo a los caballos y preparar la comida.
El americano volvió a hacerse cargo de sus funciones de gran cocinero de la expedición, y colocó sobre las brasas un enorme filete de seis kilogramos, que halló suspendido de la silla de Min-Sí.
Mientras él y su ayudante se afanaban en torno al fuego, el capitán y el chino inventariaban víveres. Allí había en sacos de cuero más de treinta kilogramos de arroz menudo, de forma alargada, transparente, famoso por su excelente calidad y delicado sabor, motivo por el cual los chinos lo dan a comer a los enfermos. En el caballo del polaco, el capitán encontró cerca de cuarenta kilogramos de peces secos de río, que se consumen muchísimo en todo el Sur de China, y especialmente en Tonkín. Además, en la carga de los otros caballos había nidos de golondrina, aletas de tiburón, enormes filetes sanguinolentos, frutas secas, chou-chou y una discreta provisión de azúcar en jarabe.
El americano, encarnado como una peonía de China, interrumpió el inventario, poniéndole en las narices al capitán el enorme filete que acababa de retirar de las brasas.
La comida fue apresurada, y los expedicionarios la remojaron con algunos tragos de jarabe y de chou-chou; apenas terminada, volvieron a montar a caballo, deseosos de alejarse de las hordas de Teon-Kai. A medida que avanzaban, siempre bajo una lluvia torrencial, la llanura aparecía cada vez más baja, cubierta de arrozales y de pantanos, llenos de bambúes tulda, en medio de los cuales revoloteaban bandadas de picazas, agachadizas y gallinetas.
El capitán, para resguardarse algo del agua, condujo a sus compañeros por medio de un bosque de alcanforeros, árboles colosales que, en cuanto a espesor, ceden en poco a los famosos baobab del África Central.
El americano se quedó estupefacto ante aquellos colosos, que veinte hombres no hubiesen podido abarcar.
Los chinos dan a estos preciosos árboles el nombre de tchang, y el alcanfor que de ellos extraen tiene un valor algo inferior al de Borneo. Lo obtienen por destilación, cortando primeramente las ramas, que maceran durante tres días en una tina de agua de lluvia, y ponen después a hervir en una marmita. Pasa luego un mes largo antes de que el alcanfor se endurezca, siendo necesaria una nueva cocción para purificarlo. En China hacen de él un uso enorme, y sobre todo emplean mucho la madera, que conserva su olor años y años, adaptándose sobremanera a la construcción de cofrecillos y también a la de barcas y juncos.
El americano tuvo por un instante la idea de hacer alto para apoderarse de algunos trozos de aquella preciosa materia; pero desistió de la descabellada empresa por miedo a ser alcanzado por los bandidos. Pasaron la noche en medio de aquellos árboles, bajo una lluvia incesante, que no permitió dormir a hombres ni a caballos.
Amaneció el día siguiente y continuaba lloviendo a cántaros. El cielo seguía cubierto de negros nubarrones, y a intervalos se dejaba sentir un viento fuerte, tan abrasador, que casi se le hubiese creído procedente de los tórridos desiertos de Persia o de África. Los relámpagos se sucedían y el trueno retumbaba sin cesar en la profundidad de la bóveda celeste. Como la llanura descendía cada vez más, el capitán y Min-Sí no disimulaban su creciente inquietud.
—Esto va mal —dijo Jorge, observando atentamente el horizonte de Norte a Sur.
—¿Tienes miedo de la lluvia? —preguntó el americano, que goteaba como si acabase de salir de un río—. ¡Bah! Esto no es nada.
—No es la lluvia lo que me intranquiliza.
—¿Entonces, qué? ¿Acaso las fiebres? No tengas cuidado: somos de hierro.
—Temo una inundación, James. Ya sabes que tenemos el Si-Kiang al Norte y el Po-Kiang al Sur; estos dos ríos suelen desbordarse en la estación de las lluvias.
—Nos daremos un baño.
—Espera a que los dos ríos se desborden sobre esta llanura y verás qué baño. Será tanta el agua, que hasta un pan-kee tendrá dónde ahogarse.
—¡Bah! —exclamó el tozudo americano—. Cuatro brazadas y todos a salvo inmediatamente.
—Eres un gran hombre, James. Pero ¡por Baco!, me gustaría verte atravesar a nado cien leguas de agua.
—¿Cien leguas dices? ¡Una inundación de cien leguas!
—Me parece, sir James —dijo el polaco—, que la distancia espantaría a un yankee tan fuerte como un rinoceronte.
—Entonces nos vamos a ahogar. Sería muy desagradable ahogarse en un río chino. ¡Si al menos fuera un río de América…!
—¿Quizá le respetaría por ser americano? —preguntó el pequeño guía.
—No digo eso, pero… en fin, sería un río americano. Hay que librarse a toda costa de la inundación. ¿Y si construyésemos una balsa?
—Si no tienes inconveniente en cargar con ella, manos a la obra —dijo el capitán—. Tienes ideas originalísimas, amigo James.
—Se trata de salvar la piel. Si al menos encontrásemos algún refugio.
—No veo ninguno.
—Ahora que recuerdo, yo conozco uno —dijo Min-Sí.
—¿Dónde está? —preguntaron los tres blancos con gran ansiedad.
—En los confines de la provincia, cerca de Yun-Nan. Se trata de una caverna magnífica, la de Koo-Tching. En dos días podemos llegar a ella.
—¿Y estaremos seguros allí?
—En la caverna, no, pero sí en la colina.
—Si es así, estamos en buen puerto —dijo el capitán—. En marcha, sin perder tiempo.
La esperanza de alcanzar el prometido refugio reanimó a los expedicionarios, que, sin cuidarse de las rachas de agua, pusieron los caballos al galope en dirección al Oeste.
Los pobres animales avanzaban penosamente, por estar el terreno empapado. Hasta los corvejones se hundían en los barrizales, enredándose en las hierbas acuáticas y resbalando en el fango de las charcas, lagunas y torrentes, que a cada instante aumentaban en número.
Por la noche, los viajeros, cansados, ateridos, maltratados por la lluvia, acamparon debajo de un banano que se alzaba triste y solitario en la húmeda llanura.
Fue una noche terrible. En torno a ellos el viento rugía, caía la lluvia a torrentes y la tienda chorreaba por todas partes; bajo la corteza terrestre fluían las aguas, que, atravesando los poros, extinguían el fuego y bañaban a hombres y animales. Hubiérase dicho que un gran lago se extendía bajo el suelo y que sufría las oscilaciones de las mareas; acercando el oído a tierra se percibían sordos rumores, como si las aguas subterráneas se alborotasen.
No fue posible dormir a causa del viento, de la lluvia y del temor a verse sorprendidos por la inundación. Veinte veces el capitán, muy inquieto, se levantó y trepó a lo alto del banano, tratando de descubrir lo que sucedía en los límites del horizonte, y veinte veces incorporóse asustado el americano, temeroso de que el suelo se hundiese bajo el peso de los acampados.
A las seis de la mañana, después de beber un poco de té, los viajeros reanudaron la fatigosa marcha con el anhelo de llegar a la gruta de Koo-Tching, única que podía salvarlos de la inminente inundación.
Los caballos estaban cansados, aun antes de ponerse en camino, y muy inquietos. Sólo a latigazos podía hacérseles ir al trote, y con frecuencia volvían la cabeza y trataban de huir hacia el Este.
El terreno era igual al recorrido el día anterior, sin un bosque; más aún, sin un árbol. No se veían más que cañas palustres de pocos días y míseros arbustos. Ni una cabaña, ni un recinto, ni un solo animal en cuanto abarcaba la vista.
Hacia el mediodía, los jinetes hicieron alto cerca de algunos arbustos abatidos; masticaron algo de arroz, bebieron un sorbo de chou-chou y continuaron la marcha, siempre bajo la lluvia.
—¿No va a acabar nunca este tiempo de perros? —exclamó el americano.
—Paciencia, James —dijo el capitán—. Esta noche nos guareceremos en la gruta.
—Daría un año de vida por una cacerola de arroz hirviendo. Si continúa esta vida de perros me voy a quedar flaco como una sardina y amarillo como un melón,
—Esta noche tendrás fuego y arroz caliente.
A las siete, cuando oscurecía, el chino, que cabalgaba delante de todos, señaló con el dedo una altura que apenas se distinguía a través de la densa cortina de agua.
—¿Qué hay?
—Allí está la colina de Koo-Tching —dijo Min-Sí.
—¡Ya era hora! —exclamó el americano—. No podía más.
Los caballos, fustigados despiadadamente, se precipitaron hacia adelante, hendiendo las aguas que los sofocaban/ cegados por los relámpagos, y ensordecidos por los truenos. A las ocho, los pobres animales, ensangrentados, calados por la lluvia y el sudor, llegaban a la falda de la loma, deteniéndose ante una negra abertura.
—La gruta —dijo el chino.
Los jinetes echaron pie a tierra y se introdujeron en aquel antro, llevando a los caballos de la brida. Algunos instantes más tarde se detuvieron en lo alto de una pendiente muy inclinada, resbaladiza, húmeda.
—¡Diantre! —exclamó el americano, que no veía más allá de sus narices—. ¿Dónde estamos?
—Esperad un poco que encienda fuego —dijo el chino—. Ven, Casimiro.
El polaco y el chino salieron y treparon por la colina, recogiendo dos haces de leña y algunas ramas resinosas que debían arder como antorchas.
Min-Sí encendió una de aquellas ramas, cuya llama rojiza iluminó vivamente la cueva.
—Seguidme —dijo—. Dejemos aquí los caballos y entremos en la segunda gruta, que es más grande y más seca.
Los expedicionarios, después de lanzar una mirada inquieta a la gran llanura, barrida por la tormenta, tomaron sus fusiles y municiones, sus mantas y cuantos víveres pudieron, y siguieron al pequeño chino, que iluminaba el camino.
La primera gruta era bastante amplia, de más de cuarenta pies de altura y no menos de cien de ancha, y muy húmeda. Al fondo se advertía un negro corredor que descendía suavemente, repleto de soberbias estalactitas, de las cuales caía el agua con rumor lento, mesurado, monótono. El eco era muy sonoro, y las pisadas y voces de los viajeros repercutían varias veces en el interior de la caverna.
Diez minutos después, llegaban a la segunda gruta, a cuya vista lanzaron un grito de estupor. Era una especie de cúpula, cubierta de maravillosas incrustaciones pétreas, de más de ochenta pies de altura y gran capacidad. Del suelo surgían extrañas columnas que parecían esculpidas por la mano de algún gran artista, finas, acanaladas, contorsionadas, transparentes como alabastro; rocas de ordinario contorno unas, socavadas las otras y cubiertas de curiosas incrustaciones amarillas, azules, rojas, y de pequeñas plantas petrificadas, más maravillosas aún, con sus hojitas delgadas, en las cuales se podían apreciar todavía las nervaduras. De la bóveda pendían largas estalactitas nudosas, transparentes, como de vidrio, algunas de ellas sutiles como agujas y otras rematadas en forma de gota; y allá, en lo alto, relampagueaban minúsculas facetas, tan perfectas que podían tomarse por pequeños astros.
—¡Magnífica! ¡Soberbia! —exclamó el americano.
—Confieso que nunca vi nada semejante —dijo el capitán—. ¡Es estupenda!
—Decid que es encantadora; esto es el palacio de alguna hada, y hemos de estar en él muy cómodos, importándonos un bledo el aire y la lluvia —dijo Casimiro.
—Todavía estaremos mejor cuando hayamos encendido un buen fuego —dijo Min-Sí.
—Hablas como un libro, pequeño. ¡Ánimo carga la marmita!
El chino, ayudado por el polaco, se puso a trabajar, y aun cuando la leña estaba muy húmeda, encendió una gran hoguera, capaz de asar un buey.
Las rocas, las columnatas, las estalactitas y estalagmitas se tiñeron de rojo, y la bóveda de la cúpula centelleó como si estuviera esmaltada en diamantes.
La cacerola, llena hasta los bordes, comenzó a hervir, despidiendo en torno un apetitoso olor.
No hay que decir que cada cual hizo honor a la comida, remojada con la última botella de chou-chou, que el previsor capitán guardaba en reserva desde hacía una semana. James vació su taza por la prosperidad y libertad de Italia, y Jorge bebió la suya a la salud de América.
—Amigos míos —dijo el yankee, siempre de buen humor—, yo os propondría quedarnos aquí hasta el fin de la estación lluviosa. Nos queda arroz y pescado seco para quince días o más, y una buena provisión de té. Aquí no hace frío, ni llueve, y se puede dormir. ¿Qué más queremos?
—También he pensado lo mismo —dijo el capitán—. ¿Y por qué no…?
—Porque nos amenaza la inundación —le interrumpió Min-Sí.
—¡Al diablo la inundación! —exclamó el americano—. Me tiene sin cuidado.
—Pues no debe tenernos sin cuidado, sir James; estamos a sesenta metros bajo la superficie del suelo, y si la crecida nos alcanza pereceremos ahogados.
—¿Y quieres que vayamos a dormir a la intemperie?
—No digo eso.
—Min-Sí tiene razón —dijo el capitán—. Pero por esta noche nos quedaremos aquí. El fragor del agua nos despertará si llega el caso, y escaparemos a tiempo.
—Bueno. Entonces me acurrucaré junto al fuego y cerraré los ojos —dijo el americano—. Ya hace dos noches que no duermo.
El yankee extendió su manta en el suelo y se echó sobre ella, con los pies dirigidos hacia el fuego. Sus compañeros, que se caían de sueño, no tardaron en imitarle.
El capitán, no obstante, fue incapaz de pegar un ojo, aunque se sentía destrozado por el cansancio. Inquietudes siniestras le asaltaban y le mantenían en vela. Su pensamiento no se apartaba de la inundación, que de un momento a otro podía llegar y cubrir la inmensa llanura confinada entre los dos gigantescos cursos de agua.
Varias veces salió a examinar el horizonte, y varias veces acercó el oído a la tierra, pareciéndole oír sordos rumores. En cuclillas un momento junto al fuego, sacudió su modorra el pataleo y el continuo relinchar de los caballos, al tiempo que un lejano fragor, por instantes más próximo. Se incorporó de un salto, saliendo a la galería con el oído atento.
Se oía en lontananza un sordo mugido, un rumor semejante al de un río que irrumpe en la campiña, inundándola,
o al del mar en un día de tempestad.
—¡Alerta! ¡Alerta! —gritó, corriendo hacia sus compañeros.
—¿Qué sucede? —preguntó el americano, despertando sobresaltado.
—¡La crecida! ¡Arriba todo el mundo!
No hacía falta más para obligarles a levantarse. Con gran prisa cargaron con armas, mantas, municiones, sin olvidar la marmita, y se lanzaron hacia la galería. El rumor sordo que anunciaba el desbordamiento, continuaba acercándose con la rapidez del rayo y resonaba en el interior de la caverna con intensidad tal que parecía que las bóvedas fueran a derrumbarse.
Tropezando unos con otros, cayendo y levantándose, chocando contra las paredes y las estalactitas, jadeantes, perdidos, aterrorizados, se precipitaron al exterior, tratando de ganar la colina; pero no tuvieron tiempo.
El Po-Kiang se había desbordado e invadía la llanura. Una ola gigantesca, espumeante, mugiente, subía desde el Sur, arrancando árboles, cañas, arbustos y matas, mientras avanzaba con increíble velocidad.
Con horrísono fragor llegó a la falda de la colina y se estrelló contra la altura en violentísimo choque, irrumpiendo en la caverna y envolviendo a hombres y caballos.