XIII

EL BANDIDO TEON-KAI

El campamento de los salteadores estaba situado en medio de una selva de gigantescos alcanforeros.

Se componía de una treintena de chozas coronadas de banderas multicolores de todos tamaños y adornadas con lanzas, mosquetones de mecha, arcos, aljabas repletas de flechas, grandes sables, yataganes, espadas japonesas y cuchillos de varias formas, aún ensangrentados.

En todo el campamento reinaba una confusión indescriptible, y se veían bueyes, caballos, gansos, ánades y pollos, que hacían un estrépito infernal; tendidos en el suelo, o recostados en los árboles, o bien jugando y bebiendo, se encontraban unos ciento cincuenta bandidos de todas las razas. Había tonkineses de cara achatada, tez bronceada o más bien aceitunada, y baja estatura, los cuales reían como locos, enseñando sus dientes pintados de negro; chinos de ojos muy oblicuos, con la cabeza adornada con el pen-se y vestidos de largas togas; conchinchinos ricamente ataviados con casacas amarillas y adornos de raso encarnado, con los cabellos rematados en penachos pintados de varios colores; malayos de faz aceitunada, mirada feroz y sombría, y armados del terrible kriss de envenenada punta; y, finalmente, siameses de cabeza romboidal, color terroso, labios gruesos y descoloridos y dientes dorados.

Al aparecer los prisioneros, todos aquellos hombres se levantaron y acudieron a su encuentro, mirándolos con curiosidad y señalándose unos a otros los ojos del americano y de los europeos, al mismo tiempo que estallaban en prolongadas carcajadas. Parecía ser la primera vez que viesen hombres de tez blanca y ojos horizontales en vez de oblicuos.

El americano arrugaba la nariz y se permitía dar algún manotazo a los más curiosos, sin que ellos, por su parte, lo tomaran a mal.

—Nos miran como a bichos raros —refunfuñaba el yankee—. No es de gente educada reírse en la cara de uno.

Los prisioneros atravesaron el campamento, y fueron luego internados en el bosque, donde había un sendero apenas visible.

—¿A dónde nos conducís? —preguntó Jorge a los bandidos que les rodeaban.

—A ver al jefe —respondió uno de los chinos.

—¿Habita en el bosque?

—Sí, pero en un palacio principesco. Camina y calla.

Durante diez minutos caminaron bajo aquellos árboles, y finalmente desembocaron en una magnífica llanura circundada de montañas cortadas a pico y surcada por varios arroyuelos que desaguaban en pintorescas lagunas.

Allí, en el mismo centro, se elevaba una mansión soberbia, pintada de vivos colores, cargada con adornos de porcelana amarilla y azul, y rodeada por magníficas terrazas rebosantes de flores, sostenidas por esbeltas columnas.

El tejado, arqueado, estaba cuajado de caballetes y puntas agudas, mástiles portadores de dragones monstruosos que ondeaban con un chasquido áspero, y astas que sostenían banderas multicolores.

Los prisioneros se detuvieron a admirar aquella obra maestra de la arquitectura china.

—¿Con qué tipo de bandido hemos tropezado? —se preguntó el americano, que no acertaba a comprender lo que veía.

—Adelante —dijeron los bandidos, empujándolos con las astas de sus lanzas.

Les hicieron entrar por una puerta adornada con tres cabezas de dragón y los condujeron a través de largos corredores, cuyas paredes estaban artísticamente pintadas. El americano a cada paso miraba al suelo, temiendo que alguna trampa lo engullese.

—Pero ¿adonde nos llevan estos hombres? —preguntó, cada vez más inquieto.

—Nos van a presentar al jefe, según me han dicho —respondió Jorge.

Poco después, los prisioneros eran introducidos en un elegante saloncito, tapizado con papel florido de tung y abierto a la luz por cuatro ventanitas, cuyos cristales estaban constituidos por pliegos de papel aceitado. El mobiliario, que se reflejaba sobre el brillante pavimento de mármol azul, era sencillísimo y raro. Allí se veían mesitas de bambú muy bajas y ligerísimas, repletas de vasitos que contenían materias colorantes y pomadas preciosas, jarras de porcelana transparente con ramos de peonías de un hermoso color fuego; jicaras de Ming, color «cielo-después-de-la-lluvia»; tarros de porcelana multicolor, y bolitas de marfil pacientemente agujereadas.

En los rincones del aposento se veían sillones de mármol y algunos objetos que el polaco calificó de escupideras. Del techo pendía una gran linterna de talco y una peuka, la cual, agitando las alas de percaliña pintada, mantenía una corriente de aire fresco. Los prisioneros, con gran sorpresa suya, quedaron solos en la habitación.

—No entiendo nada —dijo el americano, que caía de las mismas nubes—. ¿Con qué tipo de bandidos nos las habernos? Esta morada es propia de un príncipe, no de un bergante que desvalija a los viajeros e incendia los poblados. ¿Será un mago?

—Comienzo a creerlo así, James —respondió el capitán—. Nunca me había encontrado en una situación semejante.

—De todos modos, la aventura de ahora es magnífica.

—Siempre que el bandido no tenga la mala idea de cortarnos el cuello.

—Un bandido que nada en esta magnificencia…

—Silencio —balbució Min-Sí—. Ahí está Teon-Kai.

Un trozo de pared se había movido de improviso, y en el umbral de aquella puerta secreta apareció un hombre vestido de seda azul y ceñido por una faja repleta de pistolones y de kriss malayos, con la cabeza cubierta por un sombrero cónico de fieltro, rematado en un gran penacho. Era más bien bajo, pero membrudo y robusto como un toro, a juzgar por su apariencia. Su rostro era ancho, de pómulos muy salientes; la frente espaciosa, surcada por una cicatriz, y los ojos oblicuos, vivos, centelleantes.

Se detuvo bajo el dintel, observando atentamente a los prisioneros, y adelantó el paso hacia ellos con la sonrisa más graciosa que jamás vieran ojos humanos en labios de un tonkinés; después, cruzando las manos sobre el pecho y moviéndolas lentamente, pronunció el acostumbrado:

—¡Isin! ¡Isin!

El capitán y sus compañeros, muy sorprendidos por aquella acogida, que ni de lejos hubieran esperado, se apresuraron a responder al saludo. Teon-Kai les hizo señal de tomar asiento en los sillones de piedra, y, después de meditar breves momentos, preguntó con voz armoniosa:

—¿Qué vientos os han traído a estos lugares a vosotros, que, si el color no me engaña, pertenecéis a pueblos bañados por los mares de Occidente?

—Una apuesta —respondió el capitán, que miraba con curiosidad al extraño bandido.

—¿Sois europeos?

—Tú lo has dicho.

—¿Qué camino lleváis? —preguntó el bandido.

—El que conduce a Yuen-Kiang.

—¿Y qué vais a hacer allí?

—Buscar la Cimitarra de Buda.

Teon-Kai enarcó las cejas y en su rostro se dibujó la sorpresa más profunda.

—¡La Cimitarra de Buda! —exclamó.

—¿Te extraña?

—Puede ser.

Teon-Kai calló y pareció sumergirse durante algunos instantes en profundos pensamientos. Permaneció de aquella manera breves minutos, con la cabeza inclinada sobre el pecho; al cabo, levantándola con brusco gesto, dijo:

—¿De modo que buscáis la Cimitarra de Buda?

—Sí, y he jurado encontrarla, aunque tuviera que revolver Yun-Nan y Birmania.

—¿Sabes dónde se halla?

—En Yuen-Kiang, según me han dicho.

—¿Y el lugar en que fue escondida?

—Lo ignoro.

—Escúchame, extranjero. Yo también me he ocupado de esa arma, y más de una vez me ha movido el deseo de marchar a Yuen-Kiang con mis hombres. ¿Sabes, ante todo, quién la robó?

—Un fanático budista…

—También se dice que fue un audaz bandido; pero, fanático o bandido, la cimitarra fue robada. Por cuanto pude averiguar, llevaron el arma a Yuen-Kiang, pero aquí se perdieron las huellas. Frente a ti se presentan tres caminos; si quieres encontrarla, será preciso que los recorras todos.

—El camino no me inquieta, ni me detienen los obstáculos.

—Lo creo —dijo el bandido—. Préstame atención y graba en tu mente lo que voy a decirte.

—Habla.

—Un rumor dice que la Cimitarra de Buda está escondida en el templo budista de Yuen-Kiang; otro, asegura que se halla oculta en el Kiumdoge del gran siredo de Amarapura; y por fin, un tercero afirma que la emparedaron bajo la «T» de hierro de la pirámide de Choé-Madú del Pegú.

—¡En la pirámide de Choé-Madú! —exclamó el capitán.

—¿Qué encuentras de extraño en ello?

—Jamás había oído esa tercera versión.

—Ahora no dirás lo mismo. ¿Tendrás valor para ir al Pegú?

—Iría a la India, si fuera preciso.

Teon-Kai le miró con la mayor sorpresa.

—¡Qué hombre! —exclamó con sincera admiración—. ¿Querrías quedarte conmigo?

El capitán, al oír aquella pregunta, hecha a quemarropa, se estremeció.

—No —dijo con voz firme.

—¿Y si te obligase? —le dijo, frunciendo el ceño.

—Me haría matar antes de ser un bandido.

—¿Te repugna esta profesión?

—Rehúso porque es necesario que encuentre la Cimitarra de Buda. He empeñado mi palabra.

Teon-Kai se incorporó, se acercó al capitán y, poniéndole las manos en los hombros, le dijo:

—Eres un valiente. Mañana partirás.

Dio dos golpes en un gong colgado en el marco de una puerta. Un bandido de extraña vestimenta apareció trayendo una bandeja llena de jicaras de porcelana verde mar y una gran tetera adornada con el retrato de Badhidharama, de pie en la legendaria balsa.

El té sin leche ni azúcar, a la usanza china, se escanció en las tazas. Teon-Kai dio ejemplo sin ceremonias, bebiendo varias de ellas; el americano no tardó en imitarle, vaciando más de cincuenta, y aún acercó la tetera para vaciar, si podía, otras tantas.

El amable bandido se detuvo aún algunos minutos conversando con sus prisioneros, hablando de su banda y de sus sanguinarias empresas, y se retiró después, advirtiéndoles que les esperaba a la hora de comer.

—¡Por Baco! —exclamó el americano, que seguía bebiendo té como un descosido—. ¡Qué gran hombre! En mi vida he encontrado una persona que se parezca a este bandido. Os juro, amigos míos, que sería capaz de estimarlo a pesar de sujeta amarilla y de sus bigotes lacios.

—¡Y yo le abrazaría! —exclamó el polaco, entusiasmado—. Palabra de honor que he de abrazarlo si nos prepara un almuerzo luculiano.

—Es hombre capaz de hacer que nos preparen un almuerzo de príncipe, muchacho. Todo consiste en que la cocina sea buena.

—No temas, James —dijo el capitán—. No faltarán en él los famosos nidos de golondrina ni el trepang, ni copiosos y excelentes licores; pero te ruego moderación en la bebida, para no dar el espectáculo de un extranjero embriagado.

—¡Oh! ¡Me ofendes! Me portaré como un legítimo americano, como un perfecto caballero. Y mientras, ¿qué haremos hasta la hora de comer?

—Os propongo una siestecilla —dijo el polaco.

Dicho y hecho. Los cuatro prisioneros, si así podía llamárseles, se dirigieron al departamento más próximo, donde se tendieron en sillas de bambú medio ocultas entre las plantas, y cerraron los ojos, invitados por el parloteo de unos cuarenta hoo-mei o pájaros cantores de Mongolia, que brincaban sobre el musgo de los floreros.

Hacia las cuatro, un bandido los despertó, y después de hacerles recorrer un laberinto de biombos, los introdujo en otro saloncillo cuyas paredes estaban cubiertas de tela blanca pespunteada de seda, y en el centro del cual se encontraba una mesa aderezada, que se curvaba bajo el peso de los platos de porcelana colocados sobre un mantel de papel florido. Teon-Kai los esperaba. Sentóse a la cabecera de la mesa, colocando al capitán a su izquierda, que equivale al puesto de honor en China; al americano a su diestra, y a los otros dos enfrente.

La comida dio comienzo con un prolongado trago de vino blanco, insípido, ligeramente tibio, y a continuación se sucedieron hasta diez platos, uno caliente y dos fríos, alternando, para dar reposo a los convidados, pues los chinos están habituados a comer sólo de los primeros.

Aquellos platos se componían de arroz cocido en agua, de excelente calidad, pasteles azucarados, raíces de nenúfar confitadas, cigarrones fritos, huevos de ánade escalfados, agallas de esturión, nervios de ballena en salsa azucarada, cangrejos guisados y mollejas de gorrión.

El americano, nada acostumbrado a servirse de los palillos de marfil que en China suplen, aunque mal, a las cucharas y tenedores, se vio comprometidísimo para comer su plato de arroz; pero se ayudó con una cuchara de dimensiones extraordinarias, y entonces, ¡qué bocados! El digno yankee, ciego a los gestos del capitán, que le recomendaba moderación, y sordo a los tímidos consejos de Min-Sí, devoraba por cuatro, utilizando frecuentemente los dedos y aun a veces la lengua para limpiar los platos. Vaciaba uno y sin perder un instante se acercaba a un segundo, y después un tercero y un cuarto; trituraba los huesos igual que un perro con hambre atrasada; metía los dedos en todos los guisados y empinaba las salseras llenas de líquidos negros, amarillos, y rojos, trasegándolos como si bebiera whisky o vino. Parecía querer dar al bandido una prueba de la capacidad de su estómago sin fondo; y el polaco, por su parte, no se quedaba atrás.

Después del primer servicio, los criados pusieron en la mesa unas cuarenta grandes garrafas llenas de jugo de naranjas, jugo de ananás y agua dulce. El americano y el polaco, que habían contado con cincuenta botellas de vino por lo menos, se vieron desconcertados; pero hicieron honor a todos aquellos líquidos, de tal modo que en pocos instantes estuvieron vacías la tercera parte de las garrafas.

El segundo servicio, también de diez platos, se componía de nidos de golondrinas en gelatina, que ambos glotones declararon excelentes, ranas, ojos de carnero con ajo, rabanillos en leche, agallas de esturión en compota, aletas de tiburón, huevos de paloma, yemas de bambú en su jugo y cochifrito de ginseng con ensalada azucarada.

Todos estos platos pasaron por el insaciable gaznate del americano, quien los devolvió vacíos a los sirvientes, y aun discretamente lamidos y rebañados con lengua y dedos.

Teon-Kai parecía bastante sorprendido y no acertaba a desviar la vista de aquel Gargantúa, que continuaba engullendo con creciente voracidad.

—Es un verdadero elefante —repetía el amable bandido, riendo.

La tercera parte de aquella comida, verdaderamente pantagruélica para los extranjeros, pero en todo naturalísima para un tonkinés o un chino, constaba de otros diez platos, calientes todos ellos, colocados encima de recipientes con carbones encendidos. Lo último fue el té, servido en jicaras delicadísimas de porcelana azul.

El bandido se excusó de no haberse procurado una compañía dramática, sin la cual no hay banquete acabado, pues los habitantes del Celeste Imperio, lo mismo que los de Tonkín, añaden a la satisfacción del paladar la de la vista y el oído.

—No importa —dijo el americano, que hacía crujir su silla, de puro inflado—. Yo prefiero una pipa y una botella de licor a una compañía dramática.

El generoso bandido comprendió al vuelo el deseo de su insaciable invitado, e hizo traer varias garrafas llenas de espirituosos licores, pipas y un bote de tabaco oloroso. La conversación se entabló pronto, muy animada.

El americano, que había comido por diez, charlaba como un descosido. ¡Había que oírle narrar las batallas de la independencia americana! ¡Qué confusión!

También Min-Sí hablaba sin reposo; el chino tenía igualmente oscuras las ideas, y al hablar de literatura china confundía los versos del célebre Licu-Yen con las poesías de Pan-hoei-pan, y los versículos de Confucio con los de Kiai-Giu-Y o con las fábulas de Su-Ma-Kuang.

Por su parte el polaco se desahogaba hablando de buques, bergantines, goletas, barcas, corbetas, anclas, cañones; pero de vez en cuando perdía el hilo, no lo recobraba más y acababa por dejarse caer en la silla, dando tales suspiros que parecía haberse enfermado.

Los invitados se retiraron hacia medianoche a las habitaciones que les fueron asignadas, pero, a excepción de Jorge, todos ellos muy inseguros de piernas y con la cabeza pesada. Lo cual no impidió que al romper el día siguiente estuvieran todos en pie y dispuestos para la marcha.

El bandido los esperaba en el salón con una bandeja repleta de jicaras de té. Pero ya no era el hombre del día anterior, que sonreía de continuo y parloteaba gustoso; estaba serio, taciturno, pensativo, de mal humor.

Cuando los aventureros hubieron saboreado el té, su actitud se entenebreció aún más. Se le diría embarazado, indeciso; de pronto, se aproximó al capitán.

—¿Quieres quedarte conmigo? —le preguntó.

—No —respondió Jorge, nada extrañado de la repentina pregunta—. Debo encontrar a toda costa la Cimitarra de Buda, ya te lo dije.

El bandido arrugó el entrecejo y, tras Una breve pausa, continuó:

—¿Y si te nombrase jefe de mi banda? ¿Si tus amigos se hicieran también amigos míos?

—No puede ser. ¿Me entiendes? Es preciso que yo sea libre, absolutamente libre, para regresar más tarde a Cantón.

—¡Libre! —exclamó el bandido, en cuyos ojos brilló un relámpago amenazador—. ¡Libre…!

Teon-Kai —dijo el capitán gravemente—, ¿eres acaso hombre que faltes a tus promesas cuando apenas hace doce horas que las has formulado?

—¿Y si faltase a mi promesa de ayer?

—En tal caso no daría una taza de té por tu vida.

El bandido miró fijamente al capitán, que sostuvo impávido aquella mirada de fuego, y oprimió los hombres de Jorge con tal fuerza, que se oyó el crujir de los huesos.

—Pero ¿no sabes que tengo ciento cincuenta bandidos? —dijo en un tono que producía escalofríos—. ¿No sabes que esos ciento cincuenta hombres son otros tantos tigres, prontos, a mi menor señal, a despedazaros a todos?

El capitán guardó silencio. Min-Sí, James y Casimiro, estupefactos al oír cómo se explicaba el bandido, así de repente, y del mal giro que tomaban las cosas, apenas osaban respirar.

—Escucha —continuó el bandido con voz descompuesta—. Tú eres valiente, lo leo en tus ojos, pero poseo ciertos bártulos que arrancan gritos a los más valientes. ¿Qué dirías si te hiciese aplastar lentamente entre dos piedras? ¿Qué dirías si te hiciese abrir el vientre y echar en la herida aceite hirviendo? ¿Y si te hiciera aserrar vivo? ¿Me comprendes, altivo extranjero?

—Te comprendo —respondió el capitán tranquilamente—. De un bribón es lícito esperarlo todo.

—Eso es un insulto que pagarás muy caro.

—Si se trata de sacarnos dinero, fija la suma.

—No se trata de dinero. Quiero quedarme con uno de tus compañeros.

—¡Teon-Kai! —exclamó el capitán rechazando al bandido—. Si insistes juro que no saldrás vivo de aquí.

—¡Ah!, ¿me amenazas? Pues bien, ahora verás —exclamó el bandido.

Un silbido agudo hendió los aires. Levantóse una cortina y aparecieron veinte hombres, que apuntaban sus arcabuces contra los viajeros.

—Y bien, ¿por qué no me abrasas los sesos? —preguntó el bandido riendo.

El capitán y sus compañeros, sorprendidos, espantados, habían retrocedido, empuñando sus pistolas.

—¿Consientes en cederme uno de los tuyos? —preguntó Teon-Kai.

—No y mil veces no —respondió el capitán—. No puedo, Teon-Kai.

El bandido, con un gesto, hizo bajar los arcabuces, tomó por un brazo al capitán y le llevó hacia la puerta, mostrándole desde allí cuatro caballos cargados de víveres. De las sillas pendían las cuatro carabinas y grandes frascos que, sin duda, contenían pólvora y balas.

—Eres un valiente —le dijo—. He querido tentarte, pero eres de hierro, y tu valor no tiene par. Mi deber es hacerte un regalo: toma esos caballos; tuyos son, pues estás libre.

—Ya sabía yo que Teon-Kai era un hombre generoso —dijo el capitán—. Déjame estrechar tu mano.

Un instante después, los cuatro viajeros estaban sobre sus caballos.

—Partid —dijo Teon-Kai, casi colérico—. Partid y no volváis atrás… Fuera de mi campamento no respondo de lo que os suceda.

Los jinetes comprendieron la amenaza y se alejaron al galope.

Teon-Kai permaneció en el umbral de la puerta, con los brazos cruzados y la mirada centelleante; se diría que maquinaba un siniestro proyecto.