XII

LAS PRIMERAS LLUVIAS

El americano, el capitán, el chino y el polaco, aturdidos aún por el repentino ataque, se apresuraron a replegarse hacia la tienda, que los bandoleros hablan dejado vacía. No sabían aún con cuántos bandidos tenían que habérselas, y si bien ansiaban desquitarse de la ofensa sufrida, no juzgaban prudente empeñarse en una persecución a través de densos bosques y con aquella oscuridad,

El americano estaba frenético, a punto de estallar. Dejarse burlar y robar por chinos era cosa inaudita, enorme.

—Si cae entre mis uñas uno de esos perros, le arranco el corazón —repetía fuera de sí.

—Calma, James —dijo el capitán—. Nos han robado bien poca cosa, puesto que poco era lo que poseíamos.

—Pero los ladrones son chinos.

—¿Qué te importa el que sean chinos, tonkineses o malayos?

—No puedo evitarlo. Oigamos lo que piensas hacer.

—Permanecer aquí, dispuestos a responder.

—¿Temes que vuelvan?

—No me extrañaría.

—¿Pensarán hacernos otra jugarreta?

—Es muy probable.

—¿Dónde se habrán escondido?

—En el bosque, quizá nos estén espiando.

—¿Por qué no hacemos una escapada hacia el bosque?

—¿Para hacernos matar?

—¡Silencio! —dijo el chino.

En lontananza se oía un sordo rumor, semejante al galope de varios caballos, acompañado de un tintineo de campanillas.

—Preparad los fusiles —dijo el capitán—. Esos bribones vuelven.

En la linde del bosque aparecieron algunos jinetes, que se lanzaron a la carrera a través de la llanura. El capitán y sus compañeros se incorporaron como un solo hombre, haciendo fuego contra el grupo más numeroso de la banda. Un jinete agitó las manos en el aire y fue a dar en tierra.

Los otros, al cabo de algunos arcabuzazos, volvieron grupas y se alejaron al galope.

Durante algunos minutos se oyeron las pisadas de los caballos y los gritos de los bandidos; después todo quedó en silencio.

—¡Eh! ¡Eh! —exclamó el americano, frotándose alegremente las manos—. Me parece que esos ladrones no son muy valientes. ¡Oh! Allá veo un hocico amarillo que se mueve. ¿Será un moribundo?

—Podemos acercamos —dijo el capitán—. Los miao-tse, después de una acogida tan poco cortés, no volverán.

—Aprisa, Jorge.

—Despacio, James. Quizás el bandido no esté muerto ni herido mortalmente.

—Lo remataremos entonces con la culata de la carabina.

Los dos amigos, recomendando mucha vigilancia a sus compañeros, llegaron a la orilla de un riachuelo, en medio del cual, caído en el agua, se revolcaba el bandido. El americano se acercó a él. Tenía el rostro cubierto de sangre, y la frente rota de un balazo.

—¡Vete al infierno, canalla! —dijo, zambulléndolo en la corriente.

Volvieron a la tienda, ante la cual iba y venía el polaco, blasfemando en diez lenguas.

—¿Qué es eso, muchacho? ¿Qué te pasa que gruñes tanto? —preguntó James.

—Esos perros de bandoleros no nos han dejado nada —respondió Casimiro.

—¿Nos queda al menos la marmita?

—Afortunadamente, sí —dijo el polaco.

—Entonces somos ricos aún. Mañana temprano la cargaremos de carne.

—Pero ni siquiera hay un mal filete.

—Ahí tenemos dos caballos muertos. Nos los comeremos y espero que harás los honores a la comida.

—Es carne de caballo, sir James.

—Carne excelente, muchacho. Yo sería capaz de comerme una tarántula de Tejas. La carne es siempre carne.

—Bravo, sir James; hasta mañana, pues.

—Hasta mañana:

El americano volvió a su lecho, y sus compañeros se tendieron al aire libre, con las carabinas a punto, pero ningún bandido tuvo a bien presentarse. Sin duda, amedrentados por la violenta acogida, se habían retirado definitivamente.

A la mañana siguiente, la marmita, bien repleta de carne de caballo, hervía alegremente, despidiendo un olor gratísimo. Saciaron su hambre, y a las diez levantaron el campamento.

—Ánimo, James —dijo el capitán.

—No tengo necesidad de estímulos —respondió el americano—. Me siento bastante fuerte para llevaros a cuestas hasta las fuentes del Si-Kiang.

—¿Y las piernas?

—¡Oh! Mis piernas son de hierro, y de hierro bien batido. Adelante, yo daré el ejemplo.

Dejaron la llanura y penetraron en una espesísima plantación de bambúes tulda, planta de fuerte y fino tallo y hojas anchísimas, que en el breve espacio de treinta días alcanzan la imponente altura de cincuenta pies.

La marcha a través de aquellas gigantescas gramíneas no era fácil ni mucho menos. Los viajeros se veían obligados a escurrirse como peces bajo una continua semioscuridad, y a manejar sin tregua el cuchillo; por si fuera poco, tocaban frecuentemente con la cabeza en grandes telarañas tejidas por asquerosos arácnidos.

El americano, empapado en sudor, bufaba.

—¡Uf! —exclamó, deteniéndose por centésima vez, para librarse de una telaraña que le envolvía la cabeza—. Este es el reino de las arañas. ¿No acabarán nunca estos malditos bambúes? ¡Que el diablo se los lleve a todos!

—¡Eh, eh! —dijo el capitán, en tono de reproche—. No desprecies tanto estas plantas.

—¿Por qué?

—Si supieras para lo que sirven, no hablarías tan mal de ellas.

—¡Sí que sé! Sirven para desesperar a las buenas gentes que van a sus quehaceres.

—Eso son blasfemias, James.

—Hablo como un libro abierto.

—Un chino bendeciría lo que tú maldices.

—Chino es tanto como bestia. Querría saber qué es lo que hacen con estas varas, que irritarían al inglés más flemático.

—Pues hacen miles de cosas. Extraen de ellas una bebida deliciosa; se comen la médula, que es riquísima; los renuevos son como los espárragos y tienen un sabor parecido; con las hojas se fabrican magníficas esteras, y con las ramitas, elegantes canastillas, cojines, labores de lujo, sillas ligerísimas; papel muy bonito, mezclándolas con un poco de algodón y ciertas sustancias grasas; instrumentos musicales, etc. Y con los tallos hacen escalas, vasos, tuberías de agua, canoas, balsas y hasta cabañas. ¿Qué más quieres sacar de una planta?

—¡Pero entonces, estas plantas son milagrosas!

—Casi, James.

—¿Me permitirás probar esos espárragos?

—Cuando quieras. Bastará cortar los vástagos tiernos y hacerlos cocer.

—Esta noche vamos a coger una indigestión de espárragos. ¡Hurra por los bambúes!

—¡Hurra por los espárragos! —tronó el polaco,

—¡Silencio! —dijo el capitán, inclinándose hacia el suelo.

—¡Oh! ¡oh! —exclamó el americano—. ¿Qué hay de nuevo? ¿Por ventura los bandidos que vuelven?

—Me parece haber oído un disparo de arcabuz.

—Sisón los bandidos me los como a todos.

—Basta de chanzas, James. Fusil preparado bajo el brazo y adelante.

Se reanudó la marcha con mayor rapidez, abatiendo a diestro y siniestro aquellas gigantescas cañas, que se derrumbaban con mil chasquidos, y dos horas después los viajeros llegaban a la falda de una cadena de montañas que corría de Norte a Sur.

El americano no podía más. Las heridas, no cerradas aún por completo, le hacían sufrir lo indecible, pero no se quejaba. Declararse agotado él, un yankee pura sangre, le parecía una enormidad y una vergüenza. A Birmania hubiese ido, antes que confesarse debilitado.

La ascensión de la cordillera comenzó hacia el mediodía, pero muy lentamente, por la fuerte inclinación de la pendiente. Y ni senderos, ni veredas, ni trazas de algo parecido. No había más que peñas y más peñas, que era necesario escalar con gran fatiga y riesgo, cubiertas aquí y allá de arbustos espinosos y de algún grupo de dragos.

De cuando en cuando se veían obligados a detenerse para dar reposo al pobre americano, aprovechando las paradas para tender la vista sobre el paisaje extendido a sus pies. Con gran sorpresa, por ninguna parte lograron distinguir un solo poblado en pie. Varios había al borde de las plantaciones, pero todos en ruinas o incendiados.

—¿Habrá estallado la guerra? —se preguntó el capitán, deteniéndose al pie de un berrocal altísimo que tenían que escalar.

—Será preciso creerlo —respondió Min-Sí—. Varias veces he pasado por estos lugares, y siempre vi populosas aldeas.

—¿Y con quién la guerra? —preguntó el americano.

—¡Cualquiera sabe! Quizá con Tonkín, que no está muy lejos. O acaso se trate de bandas de ladrones, que al Sur son numerosas.

—Sería estupendo que tropezásemos con una de esas bandas.

—Que Buda las retenga lejos, sir James —exclamó Min-Sí.

—¿Tendrías miedo, artillerito? Cuatro tiros, y ya no saben por dónde huir. ¿No has visto cómo escapaban los que nos atacaron la otra noche?

—Silencio —exclamó Jorge, que involuntariamente se sobresaltó.

Un disparo se había oído entre los montes.

—¡Los bandidos! —exclamó el americano.

En lontananza estallaron gritos agudísimos: parecía que pidieran socorro.

—Casimiro —dijo el capitán—, sube a esta peña y mira lo que pasa en la vertiente opuesta de la montaña.

El polaco, aguijoneado por los gritos que el eco de los montes repetía, ayudándose con los pies y manos, agarrándose a los salientes y a las raíces, escaló la peña y, desde la cima, miró hacia abajo.

En medio de un pequeño valle, una aldea ardía como un haz de paja. En tomo a las casas, el polaco distinguió a unos cincuenta hombres extrañamente vestidos y muy bien armados, varios de ellos ocupados en azuzar manadas de bueyes y caballos, y otros en dar caza a algunos grupos de campesinos que, cargados de sus mejores cosas, trataban de ganar la montaña.

—¡Eh, muchacho del demonio! —chilló el americano, que no podía permanecer quieto más tiempo—. ¿Qué ves?

—Un espectáculo soberbio, sir James. Un pueblo que arde como yesca y además… ¡Mil rayos! ¡Si son bandidos!

—¿Bandidos? —exclamó el yankee.

—Sí, bandidos, y por lo visto no pierden el tiempo. Se han cargado de botín y se marchan.

—¿A dónde van? ¿Son muchos? ¡Habla, muchacho, habla!

—Van hacia el Oeste y son más de cincuenta, montados a caballo y bien armados. Veo picas y arcabuces.

—Son los bandidos de anoche —dijo el americano—. Vamos a reventarlos.

—Calma, James —dijo el capitán—. Deja que vayan a sus asuntos.

—Si no son más que cincuenta…

—¿Y te parecen pocos?

—¿Y tú quieres que nos quedemos aquí?

—Todo lo contrario, marcharemos inmediatamente, pero sin luchas. Vamos allá, escalemos la roca y veamos lo que sucede.

Ayudándose unos a otros, después de correr veinte veces el peligro de romperse las costillas, alcanzaron la cima del peñasco que formaba la cumbre del monte, y se detuvieron a admirar el espantoso espectáculo que se presentaba a sus ojos.

Allá abajo, al pie de la montaña, ardía un gran poblado. Enormes lenguas de fuego, amarillentas y rojas, se alzaban entre torbellinos de humo por encima de los tejados en ruinas, con zumbido sordo y prolongado. De vez en cuando una pared se derrumbaba con fragor confuso, se venía abajo un tejado, caía una terraza, se demolía un campanario, y de aquellas ruinas se elevaban hacia el cielo columnas de humo y nubes de chispas que el viento arrastraba hasta las crestas de los montes.

El capitán y sus compañeros bajaron a toda prisa la montaña y llegaron a la aldea. Algunos chinos se agitaban alrededor de las cabañas incendiadas, penetrando audazmente a través del humo y las llamas para salvar los últimos restos de su riqueza. Al ver a los recién llegados se desparramaron por el valle; pero tranquilizados por las palabras amistosas de Min-Sí y la actitud pacífica del capitán, no tardaron en volver, refiriendo que los saqueadores pertenecían a la banda del tonkinés Teon-Kai. Al oír que el capitán pensaba proseguir la marcha, trataron de disuadirle.

—Si vais más lejos —dijo uno de aquellos pobres diablos—, encontraréis, sin duda, al feroz bandido, que os despojará de todo. Creedme, cambiad de ruta o volveos atrás.

—Es imposible —repuso el capitán—. Además, somos cuatro, todos valientes y bien armados.

—Sin contar con que estarán borrachos —añadió el americano—. Los exterminaremos y les haremos vomitar tanta sangre como chou-chou hayan bebido.

—¿Cuántos eran los bandidos? —preguntó Jorge.

—Cincuenta o sesenta, armados de lanzas, sables y mosquetes.

El americano hizo un gesto. También él encontraba demasiado grande el número de bandidos, para sólo cuatro hombres.

—¿Qué hacemos Jorge? —preguntó.

—Avanzar. Retroceder no se puede.

—¿Y si nos atacan?

—Nos dejaremos apresar, si son muchos. Ya verás cómo salimos del paso sin pagar un impuesto exagerado.

—Adelante, pues —dijo el polaco.

Obsequiaron a los desgraciados chinos con un puñado de taels y prosiguieron la marcha, siguiendo el sendero por donde los saqueadores desaparecieron hacia el Oeste.

De trecho en trecho encontraban el rastro de los bandidos. El suelo estaba pisoteado por los caballos y las manadas de ganado arrebatado a los habitantes de la aldea, y aquí y allá aparecían objetos que los ladrones habían perdido sin darse cuenta. Entre estos últimos se contaban cortezas de nueces de coco, cerradas con un tapón y llenas de un licor muy fuerte, obtenido del arroz fermentado por medio de la cal.

El americano y el polaco, notando que aquel licor no difería mucho del chou-chou, se apresuraron a recogerlas.

—Los bandidos roban, y nosotros recogemos —dijo el yankee—. Ese animal de Teon-Kai debía dejarse olvidado algún buey. Dime, Jorge, ¿son valientes los tonkineses?

—En absoluto.

—Entonces podremos atacar a los bandidos sin que nos hagan una resistencia seria.

—Pero ¿crees que la banda se compondrá solamente de tonkineses? Habrá habitantes de Laos, siameses, malayos y quizá también rajaputranos, que son guerreros formidables.

—Pero ¿qué dices, Jorge? ¿Guerreros de Rajaputra en Tonkín?

—¿Y por qué no?

—Pero Rajaputra está en la India.

—Y, sin embargo, hay rajaputranos en Indochina. El rey de Siam tiene en su corte dos compañías de estos guerreros y una veintena de tártaros. Algunos pueden muy bien haberse unido a la banda de Teon-Kai, y si nos encontramos delante de gente como ésa, te aconsejo que depongas las armas.

—Será una vergüenza más que añadir a los garrotazos y a las fugas…

—Por los tejados —interrumpió maliciosamente el polaco.

—Sí, grandísimo pillastre, por los tejados…

—Y por tejados chinos…

—Sí, bribón, por tejados chinos. ¡Uf! Esta Cimitarra de Buda nos está costando ya inmensos sacrificios.

Oscurecía cuando llegaron a la linde de una sombría floresta de bananos. El capitán, viendo que el lugar era desierto y a propósito para acampar sin peligro de ser descubiertos, mandó hacer alto. La tienda, una mísera manta toda agujereada que habían comprado en la aldea saqueada, fue montada, y todos se cobijaron en ella, sin osar encender fuego por temor de llamar la atención de los bandidos.

Ningún saqueador apareció durante la noche, ni sé oyó disparo alguno.

—Tenemos suerte —decía al día siguiente el americano.

—Tanto mejor —respondió el capitán—. Los saqueadores han cambiado de rumbo, por lo que parece.

—Por mi parte, no me hubiera disgustado conocer personalmente a Teon-Kai. ¡Diantre! ¡Es simpático ese nombre!

—Que huele a bandido a una legua de distancia. Vamos, amigos míos, que hemos dormido demasiado. Hoy haremos una buena jornada.

De nuevo se pusieron en camino, internándose en el bosque, tan espeso que a veces obstruía el paso, y cubierto de fruta caída de los árboles.

Apenas habían recorrido media milla cuando el capitán se detuvo bruscamente. Había visto un hombre precipitarse de las ramas de un árbol y esconderse detrás de unas matas.

—Despacio, muchachos —dijo montando su carabina.

No había acabado de decirlo, cuando una fragorosa detonación resonó a su costado, envolviéndolo en una nube de humo. El americano había hecho fuego.

—¡Los bandidos! —había gritado, disparando su carabina.

Seis hombres, vestidos estrambóticamente, armados de lanzas, arcos y mosquetones, surgieron de improviso de los arbustos.

Los cuatro viajeros descargaron al unísono sus carabinas y retrocedieron a toda prisa, dándose a la fuga. Detrás de ellos se lanzaron varios jinetes, espoleando rabiosamente sus caballos.

—¡Huyamos! ¡Huyamos! —gritó Min-Sí, encomendándose a la rapidez de sus piernas.

No habían recorrido cien pasos, cuando cincuenta jinetes les rodearon, apuntándoles con sus arcabuces. El americano y sus compañeros, que prudentemente habían escondido las pistolas bajo sus vestidos, entregaron las carabinas a los bandidos, así como los cuchillos, y se dejaron prender. Cinco minutos después, rodeados siempre de la banda, llegaban al campamento de Teon-Kai.