LOS MIAO-TSE
El capitán llegó al campamento hacia el crepúsculo, con media docena de esclavos de agua, algunos ánades y media docena de tordos de melodioso canto.
Los unió a los cangrejos pescados por sus compañeros en las lagunas, que, según Min-Sí, debían ser no menos excelentes que los de Macao.
El polaco, que encendía el fuego, se sorprendió al ver al cazador volver sin su compañero.
—¿Se ha quedado sir James para remolcar un elefante? —preguntó.
—No —respondió el capitán, riendo—; le impide venir un tapir que jura haber herido.
—¡Cáspita! Tenemos chuletas a la vista. Si es así vale la pena esperar un poco.
—Si aguardas las chuletas de tapir, no cenarás nunca. Ya lo verás: regresará tarde y sin un mal filete.
—Entonces, fuego a la marmita.
—Procura que la cena sea abundante.
—Déjeme pensar a mí, capitán. Conozco la capacidad de ese tragón.
El buen muchacho, ayudado por el chino, preparó un espléndido fuego y puso a asar pájaros y ánades en cantidad suficiente para alimentar a quince personas. También la cacerola, bien llena de cangrejos, comenzó a barbotar. Dos horas después, la cena estaba lista, pero el americano no aparecía.
La cena fue triste. Aquella prolongada ausencia había acabado por inquietarlos.
El capitán, que sabía que el bosque estaba lleno de fieras, por haber descubierto sus huellas, se alejó del campamento medio kilómetro, esperando advertir algún rumor, algún grito, algún disparo que señalase la presencia del americano, pero no oyó nada. Llamó varias veces, e igual hizo el polaco, pero sólo los rugidos de las fieras que vagaban por la oscura selva les respondieron.
—¿Le habrá ocurrido alguna desgracia? —se preguntó el capitán, que al pensarlo sintió un estremecimiento en su cuerpo.
—Es imposible —dijo el polaco—. Un hombre como sir James, fuerte como un toro y valeroso como un león, no se deja matar.
—Quiero creerte, Casimiro, pero siento una gran angustia. Si estuviese vivo descargaría su carabina, haría alguna señal; pero nada, absolutamente nada.
—No hay que desesperar, capitán. Puede haberse extraviado a diez o quince millas de aquí.
—¿Y si fuésemos a buscarlo? ¡Amigos míos…!
—Sería una locura, capitán. ¿A dónde dirigir nuestros pasos? Y además, el bosque está muy oscuro. Esperemos al alba.
—¿Y quieres que lo deje solo en medio de la selva toda la noche?
—Y si usted perece, capitán, ¿quién nos guiará? ¿Quién irá a buscar la cimitarra? Quédese, capitán; mañana temprano iremos a buscarlo.
El capitán se detuvo, pero renunció a descansar, y permaneció sentado junto al fuego, que se extinguía. Sus compañeros se tendieron a su lado. La noche transcurrió entre continuas angustias. Alboreaba, y el americano aún no había aparecido.
El capitán y Casimiro, dejando al chino el cuidado de la tienda, se internaron en el bosque, resueltos a encontrar a James, vivo o muerto.
El sol, que comenzaba a difundir una luz rojiza, aliviaba la marcha de los dos aventureros, que no necesitaban encorvarse para buscarlas huellas del americano.
Ya llevaban media hora caminando apresuradamente por el sendero del tapir, dando voces de vez en cuando, sin obtener más respuesta que la de las fieras, que se apresuraban a ganar sus guaridas, cuando una fragorosa detonación retumbó bajo la espesa bóveda de plantas. Ambos la reconocieron.
—¡La carabina de James! —exclamó el capitán, deteniéndose súbitamente.
—¡Sí, sí! —confirmó el polaco—. Es su arma, la reconozco, la distinguiría entre mil.
Un segundo disparo resonó, despertando el eco de la floresta. Parecía disparado a media milla de distancia.
—¡Corramos, corramos! —gritó Casimiro—. ¡Bum! Otra detonación.
—¡Deprisa, Casimiro! —exclamó el capitán—. Quizá lleguemos a tiempo de salvarlo.
Echaron a correr hacia el lugar donde parecía haberse disparado la carabina. Marchaban como el viento, saltando fosos y charcas, subiendo y bajando las ondulaciones del suelo, metiéndose entre los arbustos sin hacer caso de las espinas, de las raíces, de las ramas, que herían sus manos y desgarraban sus vestidos. La esperanza de encontrar a su compañero con vida ponía alas a sus pies.
De pronto, una voz llegó a sus oídos.
—¡Mil truenos! —gritó el polaco.
En dos saltos pasaron un riachuelo y desembocaron en un claro, en medio del cual, y al pie de un drago, el americano, con los vestidos hechos jirones, ensangrentado, horriblemente desfigurado, gemía.
El capitán se precipitó hacia su amigo, estrechándole contra su pecho.
—¡James! ¡James! ¡Amigo mío! —exclamó—. ¡Estás todo lleno desangre!
El americano se aferró a su amigo.
—¡Jorge…! ¡Casimiro…! ¡Amigos míos…! —balbució—. ¡Ah, malhaya el tapir! No tengo fuerzas…, estoy agotado.
—Pero ¿qué ha sucedido? ¿Quién te ha puesto así? Vamos, respóndeme, ¿qué te ha ocurrido?
—Los tigres, Jorge, los tigres.
El pobrecillo no pudo seguir y cayó hacia atrás, desvanecido.
Sus compañeros, viendo que no era posible hacerle andar, cortaron en un momento una docena de ramas, improvisaron unas angarillas, que suavizaron con una brazada de hojas, y le tendieron en ella, tomando el camino del campamento. Varias veces tuvieron que detenerse para dar de beber al herido, que se abrasaba, presa de una fiebre altísima.
A pesar de las prohibiciones del capitán, en aquellas breves paradas, el americano refirió las aventuras de la noche y se desahogó en denuestos y amenazas contra los tigres.
—Curaré —decía—, y entonces, ¡ay de los tigres! Haré estragos entre ellos y engordaré con sus carnes.
A las ocho de la mañana llegaron al campamento. El chino, en un instante, con las mantas preparó un mullido lecho, tendió sobre él al americano, lo desnudó y, versado en medicina, examinó atentamente las heridas.
—¿Y bien? —preguntó el americano, fijando sus ojos en los del pequeño chino, como queriendo leerle el pensamiento—. ¿Qué te parece? ¿Curaré?
—Ha salido bastante bien del percance —repuso Min-Sí, tocando las llagas con la punta del dedo índice—. Pero no podrá moverse en algún tiempo.
—¿En cuánto tiempo? ¡Vamos, di rápido, chinito mío!
—En ocho días, por lo menos.
—¡Eh! —exclamó el americano, palideciendo—. ¡Ocho días! ¿Me crees, por lo visto, una mujercilla, médico de tísicos?
—Es usted muy mal enfermo —dijo el chino, riendo—. ¡Refunfuñar por sólo ocho o diez días de inmovilidad!
—¡Ocho…! ¡Diez…! Si continúas así me harás quedar inmóvil un mes. ¿Te parece? ¡Condenar a un hombre como yo a sofocarse ocho días bajo esta tienda! Tú quieres hacerme estallar, chino bribón.
—Pero si te quieres curar será preciso que te quedes ahí, testarudo americano —dijo Jorge.
—¡Ocho días! Es imposible; en cuanto pueda, me escapo.
—Te ataremos y pondremos un centinela delante de la tienda. Vamos, guarda silencio y déjate curar.
El chino se hizo traer una marmita llena de agua limpia, disolvió en ella el jugo de algunas hierbas eficacísimas para combatirlas inflamaciones y cicatrizarlas heridas, empapó algunos pañuelos, lavó las heridas y las vendó con admirable destreza.
El americano le dejó hacer sin lanzar un solo gemido y se rebujó luego bajo las mantas, contando con levantarse ya al día siguiente, a despecho de las recomendaciones de sus amigos.
—Curará —dijo el chino, oyéndole roncar tranquilamente—. Este hombre es de una fortaleza fenomenal.
—Es de hierro —dijo el capitán—. Hubiera sido una gran desgracia perder a tan valeroso compañero.
—Es de esperar que tras semejante lección no le queden ganas de jugar con los tigres.
—¿No has oído lo que ha dicho? Quiere exterminar a todos los tigres de la selva.
—No le daremos tiempo. Hay que apresurarse, capitán, y atravesar tan pronto como sea posible el río. La estación de las lluvias se nos echa encima.
—¿Encontraremos puentes para pasarlo?
—Lo atravesaremos cerca de sus fuentes; allí no es muy ancho.
El americano no se despertó hasta la caída de la tarde. Le dieron una sopa hecha con caldo de pato y un poco de arroz, y le obligaron a dormir de nuevo.
Durante la noche, el capitán, el polaco y el chino velaron para mantener a distancia las fieras, que en gran número daban vueltas por la llanura. Más de una vez se vieron forzados a hacer uso de sus fusiles, despertando al americano, quien, cada vez que oía una detonación, quería salir para matar al menos un tigre.
Cuatro días después, el americano estaba ya fuera de peligro. Al cabo de dos días, le permitieron sus compañeros levantarse y salir de la tienda a respirar un poco al aire libre.
Apenas pudo sentarse en la hierba, un atronador «¡oh!» salió de su garganta. No le parecía posible haber dejado su «hórrida prisión».
—¡La libertad, el aire, la luz! —exclamó—. ¡Qué horrible tortura, amigos míos, estar condenado a sofocarse bajo una tienda! Un día más y muero asfixiado.
Viendo una docena de chuletas que se asaban encima de carbones, se levantó para admirarlas de cerca, pero tuvo que apoyarse en una de las estacas de la tienda. No pudo contener una exclamación de rabia.
—¿Pero estoy borracho, o qué? Pues no he bebido una gota de whisky.
El capitán acudió en su ayuda, pero se vio rechazado.
—¡Ea! —tronó el americano, irritado—. ¿Me crees una mujercilla, para ofrecerme el brazo? Estoy débil, lo confieso, pero no es culpa mía, sino vuestra. Me habéis sometido a una dieta que agotaría al mismo Hércules; pero ya veréis cómo en cuanto agarre entre mis dientes esos filetes que veo ahí me siento fuerte como un toro.
—¿Estás seguro, James? —dijo el capitán, riendo.
—¡Cáspita! Saco vacío no se mantiene en pie, y el mío está perfectamente vacío. Si los médicos en vez de recomendar la dieta prescribiesen a los enfermos filetes y botellas de whisky, todos se curarían en un día.
—¿Será verdad, sir James? —preguntó el polaco, retirando las chuletas del fuego.
—Sin duda, muchacho. Cuando pierdas un cubo de sangre, haz la prueba.
—Confío en no tener que hacerla, sir James.
—¿Tienes miedo de perder un poco de sangre?
—Tengo miedo de las garras de las fieras.
—¡Bah! —exclamó el americano encogiéndose de hombros—. Las fieras me dan risa y ya verás, muchacho, qué estragos voy a hacer entre los tigres.
—¿No se le han pasado las ganas de cazar?
—Al contrario, Casimiro. Cuando lleguemos al Yun-Nan, mataré tantos tigres y tapires como pelos tengo en la cabeza.
—Al contrario, Casimiro. Cuando lleguemos a Yun-Nan, mataré tantos tigres y tapires como pelos tengo en la cabeza.
Dejate ahora de bestias y entretén los dientes con esas chulétillas.
—Haced un poco de sitio al pobre desangrado, si os place. De ésta cojo una indigestión de carne.
Los cuatro se sentaron ante las chuletas, que humeaban en un hermoso plato de hojas, exhalando un olorcillo que aguzaba extraordinariamente el apetito. El americano se puso a trabajar con sus mandíbulas, con una avidez que asustaba; su estómago parecía no tener fondo. Si no hubiese estado enfermo, de seguro hubiera comido otras doce chuletas. Calculando ponerse en marcha al día siguiente, se apresuraron a recogerse bajo la tienda. El polaco montó la primera guardia, tendiéndose a poca distancia del fuego.
Serían las once, cuando le llamó la atención un lejano ruido de pisadas. Se levantó, y con gran sorpresa vio destacarse sobre el fondo azulado del horizonte una bestia verdaderamente extraña.
—¡Oh! —murmuró entre dientes—. ¿Qué especie de animal es ése? No parece un elefante ni un rinoceronte.
A punto estuvo de dar la alarma, pero se avergonzó y se escondió entre las hierbas, con la carabina montada.
La gran sombra se acercaba con fantástica rapidez, y de vez en cuando lanzaba un silbido semejante al restallar de la fusta.
—¡Oh! —repitió de pronto el polaco, incorporándose.
En aquella masa oscura había reconocido un caballo montado por un individuo provisto de un largo arcabuz. Temeroso de que se tratara de algún miao-tse (chinos salvajes que pueblan las fronteras del Euang-Si), apuntó al intruso con la carabina. El bandido, por su parte, tenía buena vista y estaba en guardia; armó rápidamente el arcabuz y disparó. La bala silbó junto al polaco, que comenzó a gritar con todas sus fuerzas.
—¡A las armas! ¡Los bandidos!
Sus compañeros salieron precipitadamente de la tienda. El capitán, al ver galopar al bandido a ciento cincuenta pasos de distancia, hizo fuego sobre él. Se oyó un grito terrible, y se vio caer al caballo con su jinete, desapareciendo ambos entre los arbustos.
—¿Qué significa esto? —preguntó el americano.
—Que los miao-tse han dado con nosotros —balbució Min-Sí, estremeciéndose de pavor.
—Miao-tse o tonkineses, da lo mismo, ¡adelante! —ordenó el capitán, empuñando una pistola—. Allá hay alguien que se queja, acaso esté expirando.
En efecto, se oían algunos gemidos procedentes de un matorral. Los cuatro compañeros, creyendo que nada había que temer, se lanzaron hacia aquel lugar; pero con gran sorpresa suya no encontraron más que el caballo, que se debatía en los últimos estertores.
—Es extraño —dijo el americano, que había dado la vuelta al matorral—. ¿Dónde estará el jinete? ¡Atentos, amigos, abrid bien los ojos!
—¡Atención a retaguardia! ¡Mirad! —gritó en aquel instante Casimiro.
Una descarga de arcabuces retumbó entre las tinieblas, seguida de un griterío ensordecedor. En medio de una nube de humo, los sorprendidos expedicionarios vieron llegar, como un huracán, junto a la tienda, a un grupo de quince o dieciséis jinetes, los cuales echaban pie a tierra, apoderándose de lo mejor que veían, saltaban de nuevo a caballo, se alejaban y desaparecían sin darles tiempo a hacer uso de sus armas.