UNA NOCHE TERRIBLE
El lugar donde desembarcaron era magnífico, pero completamente desierto. Ante ellos se extendía una espléndida pradera de altísima hierba, interrumpida a trechos por amplios pantanos, sobre los cuales revoloteaban alegremente numerosos pájaros acuáticos, y limitada hacia el Sur por grandes bosques que trepaban por las faldas de una cadena de montañas.
—El lugar es agradable —dijo James, después de lanzar una mirada a su alrededor—, pero no veo casas, ni campos cultivados.
—¿Lo lamenta? —preguntó el polaco.
—Ciertamente, muchacho, porque pensaba hacer una cena exquisita.
—Hay pájaros.
—¡Bah! ¡Siempre pájaros!
—Y quizás encontremos también algunas chuletas —dijo el chino.
—¿Dónde las has visto? —pidió el americano moviendo sus mandíbulas.
—Mire allá, donde apunta mi dedo; ¿no ve moverse algo entre la hierba?
James, Jorge y Casimiro miraron atentamente en la dirección indicada y distinguieron un animal grande, blanco y negruzco, que escarbaba la tierra con una especie de pequeña trompa.
—Es un tapir —dijo el capitán.
—¡Carne! —exclamó James—. Pronto, preparemos los fusiles y tratemos de cercarlo.
—No hagáis ruido, pues de otro modo se refugiará en la maleza. Es un animal muy tímido, y difícilmente deja que se le acerquen. Tú, Casimiro, quédate aquí con Men-Sí y nosotros iremos por él.
—Vamos —dijo el americano—. No me puedo contener.
El capitán le hizo señas con la mano para que callara, y los dos, sin ruido, ocultándose tras los arbustos y las altas hierbas, avanzaron a rastras. Con mil precauciones llegaron a unos doscientos metros del tapir, el cual, medio oculto entre las matas, continuaba escarbando la tierra, gruñendo como un puerco. Se detuvieron, preparando las carabinas, pero el animal, que había olfateado el aire, encogió dos o tres veces su pequeña trompa, dio media vuelta y salió al galope, siguiendo el sendero hecho por él, quién sabe en cuántos años de pasar y volver a pasar. El americano disparó rápidamente la carabina, pero la bala no dio en el blanco, pues el animal redobló su carrera, poniéndose fuera de tiro.
—¡Ah, bribón! —exclamó furioso el yankee—. Te has escapado, pero yo te alcanzaré aunque tenga que registrar todo el bosque. ¿No te parece un jabalí enorme, Jorge?
—En efecto, James, el tapir es un cerdo, pero más gordo y más fuerte. Y ahora, mi bravo cazador, ¿qué piensas hacer?
—¡Cáspita! ¿Que qué pienso hacer? Mira el sendero que la bestia ha trazado para su comodidad. Nada mejor que seguirlo hasta su madriguera.
—Pero ¿quieres dar vueltas por todo el bosque? Probablemente su madriguera estará muy lejos.
—No importa; de todos modos lo encontraré. ¿Vienes?
—Yo te espero a cenar. Cuento con media docena de chuletas de tapir.
—Te las traeré —respondió el americano.
Los dos cazadores se separaron. El capitán volviendo atrás, bordeando algunos pantanos llenos de cañas, con la esperanza de abatir algún ganso. Por su parte, el americano siguió su marcha sin preocuparse del camino seguido, con paso rápido y la carabina bajo el brazo.
Pero inútilmente. Aquel sendero no terminaba nunca. Diez veces se detuvo creyendo ver el tapir; diez veces prosiguió su marcha para escudriñar las proximidades. Dos horas más tarde se paró, sin saber qué hacer; había perdido la ruta y caminaba por otro sendero.
—¡Por Baco! —exclamó—. ¿Dónde estoy? ¡Esta sí que es buena! Valor, americano mío, busquemos el sendero.
El sol descendía rápidamente hacia el ocaso, escondiéndose tras los inmensos bosques, y las tinieblas comenzaban a cubrirlo todo. No tardaría media hora en estar la selva oscura como boca de lobo. El americano, que sabía lo que las tinieblas traían consigo, reanudó su marcha, tratando de orientarse con los últimos rayos del sol.
Marchó en línea recta una buena media hora; volvió atrás, torció a la derecha, tropezando en cien mil raíces luego a la izquierda, dejándose media casaca en los espinos trepó a los árboles más altos, confiando en descubrir el sendero o el campamento, pero en vano. Las tinieblas reinaban ya, había salido la luna y todavía caminaba sin descanso. Temiendo extraviarse en medio de la espesura, se decidió a pasar la noche al pie de un pequeño tamarindo.
Apenas se había tendido en tierra, cuando oyó un maullido a unos trescientos pasos de distancia, pero uno de esos maullidos propios de los tigres, que se asemejan a verdaderos rugidos. El americano, creyéndose frente a una de esas fieras, se incorporó de un salto. Lanzó una mirada a través de la oscura floresta y se mantuvo al acecho, conteniendo la respiración. El maullido se repitió, pero mucho más cercano.
El americano era valeroso, ya lo sabemos; sin embargo, al oír aquel rugido, que repercutía bajo la sombría floresta, experimentó un fuerte estremecimiento y estuvo a punto de salir corriendo. Pero temiendo perderse o encontrarse frente a un segundo tigre, no se movió, y permaneció en pie, apoyado en el tronco del tamarindo, con la carabina en las manos y el cuchillo entre los dientes.
Por tercera vez se dejó oír el espantoso maullido, más fuerte, más amenazador y más próximo.
—Vaya —murmuró el americano—, la bestia me ha olfateado, y habrá que combatir.
No había acabado de decirlo cuando oyó crujir las ramas bajo las zarpas de hierro de la fiera; después vio abrirse los arbustos y dos ojos como los de un gato fijarse en el tamarindo.
No se amedrentó. Alzó lentamente la carabina, apuntó al tigre, que maullaba a cien pasos de distancia, e hizo fuego, pero el tigre dio un salto gigantesco y se lanzó hacia él.
Comprendiendo que nada ganaba con una lucha cuerpo a cuerpo, de un salto se encaramó a una rama del tamarindo, poniéndose a cubierto en el tronco.
El tigre, herido, aunque no gravemente, se estrelló contra el árbol, arrancando grandes trozos de corteza, pero volvió a caer en seguida. Repitió el asalto, pero esta vez tampoco logró llegar a las ramas. Dio tres o cuatro vueltas alrededor del árbol, desangrándose por el cuello, y agazapóse después a tres o cuatro metros de distancia, con los ojos fijos en el americano, que no osaba moverse, maullando furiosamente y rechinando los dientes.
Visto así, de noche, en el bosque, irritado, rugiente, daba miedo. El americano, con gran sorpresa, sentía temblar sus miembros, y, cosa extraña en él, notaba la encrespada cabellera ponérsele de punta bajo el birrete.
—Calma, calma —se repetía—. Todo acabará. ¡Por Júpiter! ¿No soy un americano?
El tigre permaneció agazapado cinco minutos; luego se levantó bruscamente barriendo la hierba con su larga cola y dejando oír un sordo rugido cuyo hálito ardiente llegó hasta el americano. Parecía prepararse para un nuevo asalto, quizá para derribar a su víctima con uno de esos zarpazos capaces de destrozar a los más fuertes y grandes animales. Se estiró, se encogió después, resopló, enseñó los dientes y las garras y se recogió sobre sí mismo, como para saltar.
James, pálido como un muerto, pero decidido a vender cara su vida, se dispuso a introducir una carga en el cañón de la carabina, pero notó con horror que no tenía la cajita de las balas, probablemente olvidada al pie del árbol. Registró todos sus bolsillos, los forros, el cinturón, los calzones, pero en vano. Se vio perdido.
—Esto se acabó —murmuró—. Dentro de diez minutos estaré en los intestinos del tigre. ¡Ah, si estuvieran aquí mis compañeros! ¡Querido Jorge, ya no te veré más!
Pero no era aquel momento adecuado para lamentarse. Apeló a sus fuerzas y a su valor, se aseguró bien entre las ramas, y dejando caer la carabina, ya inútil, blandió el bowie-knife.
Aquellos preparativos fueron inútiles, pues el tigre, que parecía pronto a atacar, después de haber maullado en todos los tonos y de girar alrededor del árbol repetidas veces, se alejó, internándose en la espesura. Ya había recorrido quinientos pasos y comenzaba a desaparecer entre las tinieblas, cuando un nuevo maullido rompió el profundo silencio que reinaba en el bosque. Venía del lado opuesto y de unos trescientos o cuatrocientos metros de distancia.
Al oír aquel maullido, el tigre se detuvo súbitamente. De pronto retrocedió, miró al tamarindo y se lanzó hacia él dando saltos de quince pies.
Atravesaba la maleza con la rapidez de una bala, los ojos echando llamas, abiertas las fauces y tendidas las zarpas, saltando como si el suelo estuviese cubierto de miles y miles de resortes de extraordinaria potencia.
El americano empuñó su cuchillo en el momento en que el tigre, con desesperado impulso, se abalanzaba hacia el tamarindo, agarrándose a las bifurcaciones de las ramas. El choque fue terrible. El yankee se lanzó resueltamente contra la fiera, que pugnaba por abrirse paso a través de las ramas, hiriéndola en el pecho. El tigre, aunque gravemente herido, soltó las ramas, haciendo presa en las piernas del americano, que desgarró horriblemente.
Hombre y bestia, perdido el equilibrio, abrazados estrechamente, se precipitaron rodando entre los arbustos y la hierba.
La lucha era espantosa.
El americano, que había caído debajo, aullando desesperadamente, se defendía con el cuchillo, con las manos, con los pies y con los dientes; encima de él rugía horrendamente el tigre, destrozándole los vestidos y lacerándole la carne, y tratando de machacarle el cráneo entre sus potentes mandíbulas.
Fue una lucha de veinte segundos, lucha desesperada, horrible. De repente el tigre lanzó un rugido de furor: el cuchillo del americano lo había herido en el corazón, y de la ancha herida surgía un grueso chorro de sangre espumosa. La fiera se tambaleó, encogió las garras, cayó, volvió a levantarse y se desplomó por último, mordiendo, en un último acceso de furor las ramas, las hierbas y la tierra.
Tumbado entre las matas, jadeante, aturdido, cubierto de sangre y de babas de la fiera, con el rostro contraído por la emoción y el dolor, la ropa hecha jirones, desgarradas las carnes, el americano permanecía como trastornado, incorporándose sobre sus brazos, mirando con ojos extraviados a la fiera y prestando atención a sus últimos estertores. Con un esfuerzo sobrehumano, que le arrancó un aullido de dolor, se arrastró hasta el pie del tamarindo, junto al cual halló la carabina y la cajita de las balas. Intentó ponerse en pie, sin conseguirlo.
—¡Cuerpo de una bomba! —exclamó—. ¿Estoy, pues, gravemente herido?
Se dejó caer al pie del árbol, lanzando lúgubres gemidos. Sus manos palparon las ensangrentadas piernas, y las retiró empapadas en sangre; se tocó los hombros, y los sintió mojados. Sólo entonces se dio cuenta de que estaba bañado en sangre y totalmente lacerado. Se asustó, pero su pavor duró un instante. Se recostó en el tamarindo, desnudó sus piernas desgarradas hasta el hueso, y las examinó atentamente. Al punto comprendió que si no contenía la hemorragia corría peligro de morir desangrado. Rasgó su pañuelo, haciéndolo tiras, que empapó en el agua de su cantimplora, y vendó sus heridas. Se desnudó los hombros, abiertos por las garras de la fiera, e hizo, como pudo, la misma operación. Apenas había terminado, cuando un abatimiento general se apoderó de él. Trató de reaccionar contra aquella repentina debilidad, pero no pudo. Entonces tuvo miedo del segundo tigre, que seguía rugiendo a medio kilómetro de distancia.
—Estoy perdido —murmuró con voz apagada.
Una nube ofuscó su vista. Le pareció que los árboles oscilaban a su alrededor y que la tierra vacilaba bajo él. Sus ojos se cerraron; las fuerzas le abandonaron por completo y cayó desvanecido al pie del tamarindo.
Cuando volvió en sí, era de noche aún, y ante él avanzaba, arrastrándose, el otro tigre, rugiendo sordamente. Con un esfuerzo supremo empuñó la carabina.
—Esta es la segunda parte del drama —dijo, esforzándose por sonreír—. ¿Quién hubiera dicho que los tigres chinos habían de jugarme tan mala pasada?
El tigre se acercaba, deslizándose a rastras a través de los arbustos, ora mostrando a los rayos de la luna su listada piel, ora desapareciendo bajo las sombras de los grandes árboles. Sus pupilas, permanecían fijas en el tamarindo.
Se detuvo a cuarenta pasos, se estiró, olfateó el aire, agitó la cola como un gato furioso y se enderezó sobre sus patas traseras, mirando al americano, que, incorporado sobre sus rodillas, lo apuntaba fríamente.
Por segunda vez retumbó una detonación en la umbría.
El tigre dio un salto y cayó a tierra sin vida. La bala le había destrozado el cráneo, atravesándole el cerebro.