IX

LA TRAVESÍA DEL SI-KIANG

Lue-Koa y sus compañeros se habían fugado. Aprovechando la profunda oscuridad y el sueño de los extranjeros, decidieron no ir más allá, temerosos de ser descubiertos y presos por los chinos que patrullaban el río; para ello, habían atravesado en silencio el cauce, trepando al junco y tomando el largo, se dirigieron, probablemente a Tchao-King.

La jugada no pudo salirles mejor ni ser más perjudicial para los viajeros, los cuales, abandonados en el islote, sin víveres ni embarcación, se encontraban en situación apuradísima. El viaje amenazaba con verse seriamente comprometido. El americano estaba fuera de sí. Un honorable ciudadano de la libre América, un yankee pura sangre, ser burlado de tal forma por chinos, era una cosa fenomenal, decía. E iba de acá para allá por la orilla del río como un auténtico demente, mesándose los cabellos y desahogándose con amenazas escalofriantes e insultos que parecían no tener fin.

—¡Ah! ¡Bergante Lue-Koa! —tronaba desesperado—. ¡Granuja de jeta amarilla! ¡Jugar así conmigo, un yankee de mi casta! ¡Si alguna vez caes en mis manos te retorceré el pescuezo como a un pollo, te trituraré, te pulverizaré, te asaré vivo! ¡Robarme mi chou-chou! ¡Oh! ¡Ay de ti si llego a cogerte! ¡Pedazo de asno, canalla, bandido, traidor, ladrón…!

—Calma, James, calma —decía el capitán—. ¿A qué tantas voces?

—¡Calma, dices! ¿Te parece que no es nada ser burlados así por esos tunantes, cabezas peladas? ¡Bergantes! ¡Reírse así de un americano!

—¿Y es que no han burlado también a un italiano?

—¿Y a un polaco? —añadió Casimiro.

—Pero mientras tanto no tenemos ni un sorbo de chou-chou para los cuatro. ¿Cómo vamos a vivir sin una copa de licor?

—Ya encontraremos otra cosa. Vamos, no te desesperes, que por lo menos ahora estamos libres de esos bribones, que un día u otro nos hubiesen asesinado, sin duda alguna.

El americano se detuvo.

—¡Cierto! —exclamó, cambiando de tono—. Quizá tengas razón. No digo que me dieran miedo esos pillos, pero, si he de ser sincero, ya me molestaban con sus eternas amenazas. Pero no sé qué haremos para continuar el viaje sin barca y sin caballos.

—Con nuestras piernas, sir James —dijo el polaco—. Espero que los americanos también sepan caminar.

—¡Quién lo duda! Caminamos como el tren. Somos de hierro.

—Entonces todo va bien.

—¿Y los víveres? —dijo Min-Sí.

—De los víveres me ocuparé yo —dijo James—. Mañana haré una batida por bosques y pantanos y cazaré elefantes, rinocerontes, tapires…

—Pero ¿qué pantanos? —le interrumpió el capitán.

—¿Y qué bosques? —dijo Casimiro—. ¡Ah!, sir James, sin duda olvida usted que su posesión no tiene doscientos metros de circunferencia. Ya puede tachar a los elefantes, a los rinocerontes y a los tapires.

El americano quedó desconcertado, pero no se dio por vencido.

—¡Bah! —exclamó—. Encontraremos faisanes, patos, gansos. ¡Ya verás, muchacho, qué cacería haremos! No reventaremos, te lo aseguro. Lo difícil será salir de aquí.

—Mañana pensaremos en ello —dijo Min-Sí—. Dicen que la noche aconseja; aprovechémosla, y vamos a dormir.

—Me parece que tiene razón nuestro buen Min-Sí. Siempre he dicho que las cabezas pequeñas encierran la sabiduría. ¿Y podremos dormir sin temor a amanecer decapitados?

—No tema, sir James —dijo el polaco—. Yo velaré. ¡Cuerpo de una pipa! El primer junco que vea lo recibo a tiro limpio.

—Bien, eso va bien. Tiros, siempre tiros. Buenas noches, muchacho.

El americano, Jorge y Min-Sí volvieron a entrar en la tienda, y Casimiro se sentó entre la hierba con el fusil en las rodillas y los ojos fijos en las orillas del río.

La noche se deslizó tranquilísima. El silencio fue interrumpido tan sólo por los rugidos de las fieras, que venían a saciar su sed a las márgenes del río.

—Y qué, ¿han vuelto esos bribones? —preguntó al día siguiente el americano.

—No he visto a ninguno, sir James —repuso el polaco—. Los barqueros deben de navegar ahora hacia Toba comiéndose nuestros víveres y vigorizándose con nuestro chou-chou.

—¿Y no tenemos nada que comer?

—Ni siquiera un trozo de galleta.

En aquel instante salían de la tienda el capitán y Min-Sí, que acababan de sostener una prolongada discusión.

—Y bien —preguntó el americano—, ¿qué se va a hacer?

—Abandonar el islote —respondió el capitán.

—Me disgusta mucho abandonar este edén. Y cuando lleguemos a la orilla, ¿adonde iremos?

—Siempre recto hasta Yuen-Kiang.

—¿Y no cuentas con ir a cualquier ciudad a comprar caballos?

—Es peligroso, James. Somos extranjeros, y ya sabes lo que eso significa.

—¡Buena prueba de ello he tenido en Tchao-King!

—Yo no acierto a comprender cómo esos pillastres de hocico amarillo tienen tanto miedo a los extranjeros —dijo el polaco.

—Siempre ha ocurrido lo mismo, Casimiro —respondió el capitán—. Tienen miedo de que los extranjeros, introduciendo nuevas costumbres, alteren las peculiares del país, dando origen a nuevas religiones y a nuevos partidos que pudieran suscitar desórdenes y acaso también revoluciones. El imperio chino no está muy firme, y hacen cuanto pueden para impedir su hundimiento.

—Pero —observó el americano— estos extranjeros, si bien introducen otros hábitos, enseñan, en cambio, nuevas industrias, impulsan el comercio, ensanchan las relaciones y mejoran en mucho las condiciones de vida de la población.

—Así es, James, pero los chinos consideran, precisamente, que el comercio que hacen con los extranjeros es muy dañoso para ellos. Y, efectivamente, éste les priva de una gran cantidad de seda, té, porcelana y mil otros productos, que si se quedasen en el país costarían mucho menos de lo que cuestan hoy.

—Pero, a cambio, reciben productos europeos, americanos…

—Son productos inútiles para los chinos, que han pasado sin ellos durante miles de años.

—Pero se enriquecen.

—¿Quién se enriquece? El comerciante poderoso, pero el pueblo se muere de hambre.

—Permíteme que lo dude.

—Te pondré un ejemplo. Hubo un tiempo en que China poseía miles y miles de talleres manufactureros de algodón, que ocupaban a millones de obreros; llegaron los europeos, trajeron su algodón manufacturado y las fábricas se cerraron.

—¿Por qué?

—Porque los algodones chinos costaban el doble que los europeos. Mañana los europeos encontrarán el medio de hacer una competencia seria a las sedas labradas, a los papeles pintados y a otras fabricaciones chinas, que hoy dan trabajo a millones de personas, y se cerrarán los establecimientos y la miseria se extenderá. ¿Qué te parece?

—Si he de decir la verdad, no razonan mal los chinos, Jorge. Y dime, ¿a cuánto asciende el comercio que hacen con Europa?

—Antes de 1842, según Sommerat, no ascendía más que a veinticuatro o veintiséis millones, y era practicado especialmente por la Compañía de las Indias, que mandaba cuatro grandes navíos y una veintena de embarcaciones menores; Francia enviaba dos navíos y exportaba mercancías por valor de dos o tres millones; Holanda se hacía representar por cuatro buques, y otros tantos venían de Portugal; América no sostenía relaciones comerciales con China en aquella época. Hoy, los navíos que arriban a puertos chinos se cuentan por millares, pues todas las potencias comercian con China.

—Y dime…

—Basta, James. Entremos en nuestro bosque a cortar algunos árboles para construir una balsa.

—Si construyes una balsa vas a echar abajo todo mi bosque —dijo el americano con tristeza.

—¿Te desagrada? —dijo Jorge.

—Un poco, lo confieso.

—Pero no te opondrás.

—Os conduciré yo mismo —dijo el yankee riendo.

—Vamos, pues, y vosotros tratad de cazar algún ganso. Volveremos hambrientos.

—Le prometo un soberbio asado —dijo el polaco.

—Cuida de que no se queme —advirtió el americano.

—Estará en su punto, sir James.

El polaco y el pequeño chino tomaron sus fusiles y partieron en busca del apetecido asado, y el americano y Jorge se internaron en los famosos bosques que formaban cuatro moreras, quince arbustos y veinticuatro bambúes, afortunadamente de bastante corpulencia y muy altos.

En menos de una hora, todo el bosque se vio abatido, y poco tiempo necesitaron, teniendo el material, para construir una balsa junto a la orilla. No era muy grande, pero sí solidísima y capaz de transportar cinco o seis personas.

—A comer —dijo el capitán, una vez terminada la faena—. Después nos embarcaremos.

—Cazadores, constructores, americanos, chinos, italianos, polacos, ¡a la mesa todo el mundo! —gritó Casimiro.

El americano, en cuatro zancadas, llegó al campamento. El cocinero había hecho prodigios.

Dos ánades y una media docena de pájaros llamados chiue-uen, particularmente recomendados por el chino, terminaban de asarse, y sobre unos pedruscos hervía una cacerola que despedía un perfume especial.

—¡Hola muchacho! —exclamó James con voz llena de entusiasmo—. ¿Has añadido algún otro plato al asado?

—Efectivamente, sir James. Nuestro pequeño artillero, escudriñando nuestra posesión, ha encontrado cierta planta semejante a la col.

—¡Oh, oh! —exclamó el americano, moviendo las mandíbulas—. Las coles me gustan extraordinariamente. A la mesa, señores, si no queréis que me escape con la cacerola.

Se sentaron en el suelo, atacando vigorosamente la col, que los chinos llaman pen-nai. El americano la encontró excelente. Servido el asado, se apoderó de un chiue-uen.

—Este volátil es nuevo para mí —dijo—. ¡Eh, Casimiro, deja el ánade y da un mordisco a esto, que debe de ser delicadísimo!

El polaco le obedeció, pero tanto uno como otro, después del primer bocado, se quedaron inmóviles, mirándose a la cara.

—¿Qué clase de pájaro es éste? —exclamó el americano—. Tiene cierto sabor…

—¡Cuerpo de una pipa! —gritó el polaco—. Yo también he notado un extraño gusto. ¡Eh, Min-Sí! ¿Qué demonios es esto?

—Estáis comiendo unos pájaros buenísimos —respondió el chino, que reía bajo sus bigotes—. Los chiue-uen son un bocado finísimo.

El americano arriesgó un segundo bocado, pero de pronto arrojó el pájaro lejos de sí y comenzó a escupir como si hubiese tragado veneno.

—¡Ah, maldito pájaro! —gritó espantado—. ¡Estaba lleno de veneno! ¡Escupe Casimiro, escupe fuerte!

—¡Santo Dios! —gemía el polaco, incorporándose—. ¡Estamos muertos! ¡Ayúdenos capitán! ¡Ah, canalla de artillero, envenenar así a dos buenas personas!

El capitán mientras tanto se desternillaba de risa.

—¡Cuerpo de un cañón! —tronó el yankee, persuadido de que no tenía salvación—. ¡Y tú te ríes! ¿Te parece poco reventar envenenados?

—Pero, mis desgraciados amigos —dijo por fin Jorge—, habéis comido chiue-uen aromatizado con exceso. ¿No sabéis que estos pájaros se emborrachan con pimienta?

—¿Con pimienta? ¿Hay, pues, en este condenado país pájaros que se emborrachan con pimienta, como los hombres hacemos con el whisky? ¡Bah, Casimiro, consolémonos!, era simple pimienta.

—Pero tengo la garganta abrasada.

—Extinguiremos el fuego con un ganso excelente, muchacho. ¡Ánimo!

Los dos valientes atacaron el resto del asado y se dieron tanta maña, que diez minutos después no quedaba más que los huesos. Un buen trago de agua «perlada» del Si-Kiang, como decía el americano, bastó para borrar por completo los efectos demasiado ardientes del chiue-uen.

A las cuatro se dio la señal de partida. Los viajeros se apresuraron a embarcar en la balsa, llevando consigo sus armas, municiones y la tienda. El polaco se puso al timón, y a proa los otros tres, armados de largas pértigas.

La balsa, abandonada a sí misma, se apartó de la orilla, chasqueó durante algunos segundos, y avanzó por último, siguiendo el curso del río con la velocidad de una canoa de seis remos.

Los hombres de proa, apoyando las pértigas en el lecho del río, consiguieron hacerle tomar una dirección oblicua, pero aquello duró pocos minutos. Impulsada por la corriente, fue pronto presa de las olas y comenzó a girar con tal fuerza que amenazaba abrirse por la mitad.

El polaco, cuyas piernas no encontraban un buen punto de apoyo, intentó, con un golpe de barra, colocarla balsa en el buen camino, pero quedó aterrado. El timón y los remos, en un abrir y cerrar de ojos, fueron destrozados.

—¡Maldición! —rugió Casimiro.

La balsa, a merced de los rápidos, cada vez más numerosos en medio del Si-Kiang, giraba vertiginosamente sobre sí misma, poco menos que si se encontrase en mitad del terrible Maélstrom de Noruega. Tan pronto se desviaba y salía despedida hacia el Este con la rapidez de una flecha, como se detenía de nuevo, encadenada por nuevos rápidos que mugían siniestramente en tomo a ella.

Los cuatro viajeros, impotentes para detener aquella carrera desordenada, se agruparon en el centro de la balsa, cargados con todos sus efectos, y más que persuadidos de naufragar en los bancos arenosos que dividían en varios canales el airado río. A veces sentían bajo sus pies levantarse los bambúes como si rozasen los bajíos.

—¡Cuidado! —gritó de pronto el capitán.

La balsa se dirigía como una flecha hacia un islote arenoso. Chocó contra él con ímpetu, se levantó fuera del agua y se rompió por la mitad; una parte se estrelló contra otro islote, y la otra, ocupada por los viajeros, continuó en dirección de la comente.

No había un momento que perder. El capitán, James, Casimiro y el chino arrancaron de la destrozada balsa algunos trozos de bambú, y, maniobrando acompasadamente, la impulsaron hacia la orilla, poniéndose a salvo.