LA TRAICIÓN DE LOS «TAN-KIA»
Los minutos eran preciosísimos, por lo que los cuatro aventureros, sin volverse a ver si eran perseguidos o no, saltaron a bordo del junco, cortando de un solo tajo la cuerda que lo sujetaba a la orilla. Los tan-kia, persuadidos de que la revolución había estallado realmente, y temiendo ser tomados por rebeldes y pasados por las armas, empuñaron en el acto los remos e impulsaron el junco con esfuerzo sobrehumano.
La noche caía rápidamente. En lontananza se oían aún los aullidos frenéticos de los chinos y los estampidos de los mosquetes, y hacia el lugar ocupado por la posada se distinguía una espesa cortina de llamas que subía y bajaba con las salvajes contorsiones de las serpientes, coronada por una negra nube de humo y una inmensa columna de chispas, que el viento abatía de vez en cuando.
El capitán, James, el chino y el polaco, pálidos todavía de emoción, jadeantes por efecto de la desenfrenada carrera, miraban con curiosidad aquellas llamas, que se agigantaban por momentos, iluminando con luz siniestra las tinieblas dominantes.
—Es la posada, que arde —dijo el americano.
—Bien lo veo —dijo Jorge—. ¡Si la llegan a incendiar una hora antes!
—Ninguno de nosotros estaría aquí. ¡Pobre posadero! ¡Lo han arruinado! —exclamó Casimiro.
—¡Eh! grandísimo pillo. ¿Vas a compadecerte ahora de aquel canalla?
—Un poco, sir James.
—Tiempo perdido, muchacho. Le he encajado una bala en la frente, y a estas horas debe estar hablando o jugando al ajedrez con maese Belcebú o con su primo Buda.
—¡Cuerpo de una pipa!
—Más bajo, muchacho, que los chinos pueden oírte.
—Ya no les temo.
—Son capaces de seguirnos, al no encontrarnos entre las ruinas de la casa.
—Pero antes de mañana habremos hecho tanto camino que esos hocicos amarillos habrán de resignarse, después de perder la esperanza de atraparnos.
—Si es que los remeros aprietan —dijo el capitán—. Se han dado cuenta de que la revolución ha estallado por culpa nuestra.
—¿Y qué pasará…? —dijo el americano.
—No me sorprendería que se negaran a seguir adelante.
—Les obligaremos.
—Prudencia, James. Lue-Koa es capaz de jugarnos una mala pasada.
—¿Otra vez?
—¡Silencio! Es posible que haya enemigos emboscados en la orilla.
El americano guardó silencio y dirigió la vista a las orillas, cubiertas de bambúes espesísimos, entre los cuales podrían esconderse muy bien algunos hombres. El capitán, por su parte, contemplaba el incendio, que menguaba rápidamente.
A medianoche, el junco, que avanzaba con rapidez, llegó frente a una masa negra, enorme, inmóvil en medio del río.
—¿Qué es eso? —preguntó el capitán.
—Un junco —repuso Lue-Koa.
—Si es un junco no hay nada que temer.
—Al contrario —exclamó el chino con vivacidad—. Esa barcaza puede estar tripulada por piratas.
—Aproximémonos con precaución —dijo el americano, preparando su carabina.
—¿Y si nos reciben a tiros? —objetó Lue-Koa.
—¡Bah! ¿A tiros a un antiguo camarada? ¡Estás loco!
El batelero miró de reojo al americano y mandó avanzar, pero con extremada prudencia.
—Nuestro hombre conoce ese junco —dijo el capitán al oído de James—. Probablemente ha tenido que ver en más de una ocasión con los que lo tripulan.
—¿Crees que haya piratas?
—No, pero sí soldados.
El junco, más silencioso que un pez, rasando la orilla derecha, que desaparecía casi enteramente bajo densas masas de desmesurados bambúes, se aproximó al bulto negro. Era, en efecto, un junco, pero bastante deteriorado, de formas estrambóticas, proa anchísima, con dos mástiles adornados con banderolas y tres o cuatro cañones de hierro en la cubierta. Visto así, entre aquellas tinieblas, con sus velas sutiles de bambúes entramados, amainadas sobre el puente y sus grandes escobenes de proa, parecía un enorme monstruo, cuya voz era el chirriar del timón, girando sobre sus goznes, y el batir de las jarcias y avíos agitados por el viento.
—Pasaremos sin que nos molesten —dijo el capitán—. Los diez o doce marineros que lo tripulan no se molestarán en preguntarnos quienes somos ni adonde vamos.
—¿Y qué hace ahí ese casco? —preguntó el americano.
—El Gobierno chino sabe que en sus ríos hay piratas y comercio de esclavos, a pesar de la prohibición del emperador. Para defender a las poblaciones de las correrías de esos bergantes, sitúa en diversos puntos algunas naves inútiles para el servicio de mar abierto.
—Veo que ese junco está estropeado. A fe mía, no sería yo el que diese dos dólares por él, aun cuando fuese nuevo. Es tan extraño de forma que no me atrevería a embarcar en él para ir a Macao.
—Y, sin embargo, los chinos recorren en ellos, no sólo los mares de China, sino también los de Malasia, sin impresionarse por las diez mil víctimas que el mar se engulle sólo en Cantón.
—¡Diez mil víctimas! Hay que reconocer que esos juncos son peligrosísimos.
—No digo que no. Están muy mal construidos, desprovistos de quilla, y son muy pesados. Basta un choque para que las vigas que componen su armadura se descompongan, abriendo enormes vías de agua.
—Capitán —dijo en ese momento Lue-Koa—, yo no sigo más adelante.
—¿Por qué, tunante?
—He visto unos hombres en aquel junco que me parecen piratas.
—En el puente no distingo ninguno —observó el americano.
—Eso les parecerá, pero yo los he visto con mis propios ojos. Ese barco está lleno de piratas y no tengo el menor deseo de perder mi junco ni de zambullirme en el fondo del río por toda una eternidad.
—¿Te da miedo un puñado de bribones? Sigue adelante y deja que piensen nuestras carabinas. Además, ésa es una nave de guerra.
—Si los extranjeros quieren hacerse asesinar, son muy dueños de hacerlo, pero yo y mi gente nos volvemos a Tchao-King.
—Y yo te digo que seguirás adelante —dijo el capitán con violencia.
—¡Y yo repito que me vuelvo atrás! —replicó el batelero, que tenía buenas razones para actuar de aquella manera—. Junco de guerra o de piratas, yo no pasaré por su lado.
—Ni nosotros tampoco —dijeron los remeros, deteniéndose.
—Os ofrezco paga doble —dijo el capitán, que no quería romper definitivamente con aquellos canallas.
—No acepto —repuso el batelero—. Pasado aquel junco habrá otros siete u ocho de patrulla.
—Te daré veinte tael por cada junco.
—Me niego absolutamente, aun cuando me ofrezca mil tael.
—¡Pues seguiréis avanzando a fuerza de puñetazos! —dijo el americano.
—¡Y yo os ordeno abandonar mi barca! —gritó Lue-Koa irritado.
—¡Lue-Koa! —dijo el capitán tomando al testarudo por los brazos y sacudiéndolo furiosamente—. ¡Acabemos! ¿No sabes que debo remontar el río, y que lo remontaré, pese a todos los juncos chinos? ¡Vuelve al timón!
—¡No!
—¡Vuelve al timón, te digo!
—¡No, antes os degüello!
El bandido, al decir esto, sacó el cuchillo; pero no tuvo tiempo de servirse de él. El capitán lo agarró por la mitad del cuerpo, lo sacudió y, levantándolo en alto, lo mantuvo suspendido sobre las aguas del río.
Los barqueros, al ver al batelero en peligro, empuñaron sus cuchillos, pero no osaron moverse. El polaco, James y Min-Sí, habían armado rápidamente sus carabinas y se disponían a hacer uso de ellas.
—¿Seguirás adelante? —preguntó el capitán, que oprimía los costados del batelero, hasta hacerle crujir las costillas.
—¡Sí, sí! —exclamó el miserable—. ¿Queréis triturarme?
El capitán lo dejó caer en el barco y lo empujó hacia la popa.
—No vuelvas a tentar mi paciencia, Lue-Koa —le dijo—. Es peligroso abusar de ella.
El batelero, lívido de rabia, hubiera querido retractarse, pero al ver los ojos del capitán, que despedían rayos, permaneció callado y reemprendió el rumbo.
La barca, siempre cerca de la orilla, llegó pronto al destrozado navío Ya iba a dejarlo atrás, cuando un vozarrón preguntó:
—¿Quién pasa?
—Un junco con pasajeros —repuso Min-Sí.
Un hombre apareció en la proa de la embarcación, miró al junco, dio las buenas noches y desapareció tras la arboladura. Lue-Koa, apenas lo perdió de vista, respiró como si le hubieran quitado un gran peso que le oprimiera el pecho.
—¡Remad! ¡Remad! —balbució con voz trémula.
Los remeros no se lo hicieron repetir, y el junco remontó el río con velocidad no inferior a seis millas por hora.
A las dos de la mañana encontraban otro junco, y otro más después. Los barqueros estaban atemorizados, y el batelero no podía disimular su terror. El americano, en cambio, reía a mandíbula batiente del miedo de aquellos bribones.
Al alba, seguían avanzando los tan-kia, pero estaban de un humor pésimo. Lanzaban miradas iracundas a los blancos, cambiaban palabras entre ellos que ninguno comprendía, observaban el horizonte con inquietud, refunfuñaban, juraban y se peleaban por nada. El capitán, que no perdía de vista uno solo de aquellos gestos, se preguntaba la causa de aquel cambio tan imprevisto.
—¿Tramarán algo? —murmuró—. Es preciso abrir bien los ojos.
A mediodía descansaron en una pequeña ensenada, medio escondida tras grandes árboles y espesos matorrales; bajaron a tierra y dispusieron el almuerzo. A las dos, cuando el capitán dio la señal de partida, los barqueros se negaron a moverse, alegando que estaban rendidos. En vano James los amenazó; en vano el capitán les ofreció espléndidos regalos; en vano el pequeño artillero rogó al batelero y a sus hombres; se mantuvieron irreductibles.
Decidieron, por tanto, esperar al día siguiente. James, habiendo descubierto huellas de caza mayor, pasó el día cazando; el polaco, Jorge y Min-Sí no abandonaron un solo instante la pequeña ensenada, temerosos de una traición de los barqueros, que habían adoptado una actitud provocativa.
Al ponerse el sol, el capitán montó en el junco con James, el polaco y Min-Sí, ordenando a Lue-Koa que permaneciera en tierra.
—¿Dónde vais? —preguntó éste.
—A dormir en el junco —respondió el capitán.
—¿Queréis que nos devoren los tigres?
—Enciende fuego y ninguna fiera se aproximará a tu campamento.
—Pero el junco es mío y lo quiero yo.
—Y yo te digo que no lo tendrás.
—¡Ah, perro blanco! —aulló el batelero, furibundo.
—¡Dale una cuchillada! —gritó un barquero.
—¡Ahógalo en el río! —gritó otro.
—¡Alto allá! —gritó el americano, apuntando al grupo con su carabina.
—¡Dame el junco! —rugió el batelero.
—¡Calla, cuervo maldito! Buenas noches, bribón.
El batelero prorrumpió en una espantosa blasfemia y se lanzó hacia la orilla, empuñando su cuchillo; pero el capitán alejó la barca.
—¡Mañana te arrancaré el corazón! —gritó el miserable.
—Si puedes. Buenas noches, batelero.
A una señal del capitán, el polaco y el chino empuñaron los remos y dirigieron el junco hacia un islote que emergía en medio del río, cubierto de hierba, de un grupo de bambúes y de tres o cuatro árboles.
—Acampemos aquí —dijo el capitán desembarcando—. Aquellos bribones no vendrán a molestarnos.
Amarraron la barca, levantaron la tienda, encendieron fuego y prepararon la cena. Una vez calmada el hambre, y después de fumar algunas pipas, los tres blancos se echaron bajo la tienda. Min-Sí se acurrucó por fuera.
Habían transcurrido dos horas, cuando el ruido sordo de una zambullida llegó al oído del pequeño chino, que dormía con un ojo abierto. Inquieto, se levantó con rapidez, dirigiendo a su alrededor una mirada. La noche era tan oscura que a duras penas se distinguían las dos orillas. No se oía otro rumor que el borboteo de la corriente al romperse contra el banco y el susurro de las hojas sacudidas suavemente por un fresco vientecillo.
—¿Habrá sido un tapir? —murmuró.
Un extraño crujido le advirtió que algo sucedía a orillas del islote. Empuñó una pistola y dio algunos pasos. Con gran sorpresa vio cómo el junco se mecía fuertemente de babor a estribor.
Una sospecha le atravesó el cerebro. Se lanzó hacia la cuerda que unía la barca al islote, pero se detuvo espantado al descubrir a Lue-Koa en persona que la estaba cortando. ¡A las armas! —gritó—. ¡A las armas!
Disparó su pistola contra el bandido, pero sin herirlo. El americano, Jorge y Casimiro, sobresaltados, se precipitaron fuera de la tienda, pero ya era demasiado tarde. El junco, a impulso de los seis remos, se alejaba de la orilla rápidamente, perdiéndose entre las tinieblas.