VII

BLANCOS Y AMARILLOS

El pobre americano, apaciguada su ira, comprendió que había cometido una grave imprudencia, provocando la tormenta que ahora se cernía sobre él.

No era de esperar que ninguno de sus compañeros corriese en su ayuda; y mientras tanto no veía ante sí más que una chusma amenazadora que agitaba mosquetes, picas, hachas y garrotes y que se preparaba para hacerlo pedazos. En medio de todos ellos, el tabernero se movía con afán excitando a los más audaces para irrumpir en la taberna y derribar la barricada.

Durante unos minutos, aquel gentío aulló, lanzando de vez en cuando piedras que hacían pedazos las linternas y los jarros de licores; después, viendo que el enemigo no se dejaba ver, seis o siete hombres, sin duda los más osados, armados de picas y cimitarras, franquearon la puerta.

El americano, al verlos, lanzó un profundo suspiro.

—¡Vaya! Esto se acabó —dijo—. Heme aquí en la trampa como un mísero ratoncillo. Muchacho, ¡valor para hacer mermelada de estos amarillos! ¡Manos a la obra!

Acercó una mesa, armó las pistolas y dirigió el cañón hacia la puerta.

Los siete u ocho chinos, animados por la llegada de una banda de porteadores, entraron resueltamente en la taberna y se aproximaron a la barricada. Pero al ver al americano levantarse con las pistolas preparadas, tres o cuatro de ellos se detuvieron indecisos, temiendo por sus vidas, y retrocedieron con apresuramiento.

—Bien —murmuró James—. No son muy valientes estos bribones. ¿Y si saliera?

Se recogió sobre sí mismo, y saltó por encima de los bancos, aullando como diez de ellos y apuntando con sus pistolas. Los chinos volvieron las espaldas, huyendo precipitadamente. Desde la calle, algunos dispararon sus arcabuces, pero sin tocarle.

—¡Tunantes! —gritó James—. ¡Esperaos un poco!

Se retiró tras la barricada y apuntó a un chino de estatura gigantesca que estaba cargando un mosquete cerca de la puerta.

—¡Ve a reunirte con Buda! —gritó haciendo fuego.

El gigante cayó al suelo, lanzando un rugido de dolor. Algunos hombres se arrojaron sobre él y lo retiraron a rastras, mientras otros disparaban sus arcabuces.

James apuntó la segunda pistola pero sin descargarla. Una idea, en aquel preciso instante, le hizo reflexionar.

—Veamos —murmuró—, sí, podré, estoy seguro.

Se apoyó en la pared más inmediata, que estaba oculta en parte por la barricada, e hizo fuerza. Notó que cedía fácilmente.

—Estoy salvado —dijo—. Con un golpe más la hundiré, y cuando esté fuera os desafío a que me alcancéis, sucios amarillos.

Se encogió cuanto pudo, reunió todas sus fuerzas y se lanzó furiosamente contra la pared, agrietándola. Con un segundo empujón la desfondó, y sin preocuparse del piso alto, que se desplomaba, arrastrando consigo los muebles de la habitación, se lanzó al exterior. No podía perder ni un instante. Se caló el sombrero hasta los ojos, hundió las manos en las bolsas donde había ocultado las pistolas y el bowie-knife, y enfiló la primera calleja que halló ante sí, escapando a todo correr, confiado por entero a sus piernas. Creía estar ya fuera de peligro, cuando oyó una voz ronca que gritaba:

—¡Ahí va! ¡A él, a él!

El americano ni siquiera volvió la cabeza. Arrancóse la casaca, empuñó en la diestra el cuchillo y en la otra mano la pistola cargada, y apresuró su desenfrenada carrera.

Treinta o cuarenta chinos se lanzaron detrás de él, aullando y disparando.

—Estoy perdido —murmuró el pobre americano.

En cuatro zancadas llegó al extremo de la calle, derribó a dos hombres que intentaban cerrarle el paso y se internó en otra calle, seguido de una turba compuesta de soldados, barqueros, cargadores, comerciantes y campesinos.

—¡A él! —gritaban unos.

—¡Al río el extranjero! ¡Al kangue (grueso collar de hierro o de madera que se coloca a los prisioneros) el espía! ¡Al columpio (suplicio que consiste en suspender a la víctima por los cabellos) el piel blanca! —gritaban los otros.

—¡Matadlo! —chillaban los soldados.

Y esto no era todo. De las ventanas, de las terrazas, de los tejados, caían sobre el fugitivo peroles, pucheros, tejas, piedras, estacas, esteras y torrentes de líquidos nauseabundos.

El desgraciado americano, perseguido por todas partes, ensordecido por los gritos y las detonaciones, empapado en toda clase de líquidos, contuso por las piedras y las tejas, no podía más. Con un último esfuerzo llegó a la esquina de otra calle, donde cuatro barqueros aullaban espantosamente, blandiendo numerosos garrotes.

—¡Paso!, ¡paso! —gritó, levantando su bowie-knife.

—¡Detenedlo! ¡A muerte! ¡A muerte! —rugió la chusma, que lo seguía con encarnizamiento sin igual.

—¡Bellacos! —exclamó el americano, pálido de ira—. ¿Queréis asesinarme? ¡Paso!

De un poderoso puntapié hizo rodar a uno de los barqueros, derribó contra el muro a puñetazos a un segundo enemigo y reanudó su carrera. Una piedra le golpeó la nuca, una teja le hirió el rostro, una olla le arrebató el sombrero, pero no se detuvo. A la salida de la calle había creído distinguir la posada donde estaban sus compañeros; nadie hubiera sido capaz de detenerlo en aquel instante. En diez saltos recorrió la distancia y se precipitó hacia la escalinata de la posada, en el preciso momento que el capitán y el polaco ponían en la puerta al posadero y a sus cuatro criados.

—¡James!

—¡Jorge!

No dijeron más. Los tres aventureros volvieron a entrar precipitadamente en la posada, atrancando la puerta con todos los muebles del piso bajo.

—¡Mil millones de rayos! —exclamó el capitán cuando terminaron—. ¿Qué has hecho, imprudente?

—¿Yo? —exclamó el yankee, enjugándose la sangre que le corría por la frente—. No sé nada; no comprendo nada. Todos los barqueros, los soldados, los tenderos, y los campesinos me vienen siguiendo para asesinarme, sin que les haya hecho nada. Siempre he dicho que los chinos son unos bribones.

—Alguna tontería habrás hecho. Pero no importa. Dime: ¿has visto a Lue-Koa?

—Sí, y le he dicho que esté dispuesto para partir.

—¿Cómo vamos a salir ahora? —dijo el polaco.

—Por la puerta —dijo el americano.

—¿Queréis saltar por la ventana? Yo no…

El muchacho no pudo terminarla frase. Espantosos aullidos se oyeron en la calle, mezclados con algunos disparos. El capitán se precipitó hacia una ventana, y hasta donde alcanzaba su vista pudo contemplar una chusma frenética que blandía sus armas contra la posada.

—Estamos cercados —dijo retirándose—. Si no hallamos medio de escapar, no veremos el alba de mañana.

—Tenemos nuestras carabinas —dijo el polaco—. Nos defenderemos hasta el fin.

—Pero no somos más que cuatro, y los chinos son más de mil —observó el americano.

—Y derribarán la puerta —dijo Min-Sí.

En la calle se oyeron nuevos gritos.

—¡Fuera! ¡Fuera! —gritaban algunos.

—¡Sacad la cara, extranjeros! —chillaban los otros.

—Salgamos al tejado y arrojemos una lluvia de tejas sobre esos bribones —propuso el polaco.

—¡Bien dicho! —exclamó el americano.

—¿Qué dices, Jorge?

—Intentemos primero calmarlos —respondió el capitán.

—¿De qué modo?

—Les hablaré.

—Le acogerán a pedradas —dijo el polaco.

—En ese caso, me retiraré y empezaremos a disparar. Estad preparados.

El capitán abrió la ventana y se asomó. Su aparición fue saludada por un griterío indescriptible, aullidos de rabia, de venganza, de fieras sedientas de sangre. Quinientas, ochocientas, mil manos armadas se tendieron hacia él.

—¡Ciudadanos de Tchao-King! —empezó a decir—. Yo no soy un extranjero, como creéis, sino un súbdito fidelísimo de vuestro emperador…

—¡Mientes! —aulló una voz, que el americano reconoció como la del tabernero.

—Puedo daros pruebas de ello. Tengo cartas del gobernador de Cantón…

—¡Matadlo! —gritó otra voz.

—¡Muerte al espía! ¡Echemos al río a los extranjeros! —vociferó la turba.

—Por favor…, un poco de silencio…

—¡Al columpio con ese perro! ¡Al fuego el espía!

El capitán, al no conseguir hacerse escuchar, mostró su coleta para hacer comprender a aquellos energúmenos que era un auténtico chino. Pero nadie prestó atención, antes bien, veinte fusiles apuntaron hacia la ventana, y pusieron al capitán en su punto de mira.

—¡Atrás! ¡Atrás! —gritó, rechazando a sus compañeros, que estaban cerca de él.

Aullidos más feroces aún se oyeron en la calle. Los asaltantes gritaban, amenazaban, redoblaban el tam-tam y tocaban el yo. Unos trescientos fusiles apuntaron hacia la ventana y el asalto comenzó con violentísimas descargas.

Una granizada de balas cayó sobre la posada, atravesando las ventanas y haciendo trizas los cacharros de porcelana y las linternas, desconchando las paredes y rompiendo el bambú de los tabiques y persianas.

Los cuatro cercados en un abrir y cerrar de ojos subieron a los pisos superiores, parapetándose detrás de las ventanas. El capitán dio la señal de fuego, derribando a un soldado que se agitaba como un energúmeno al pie de la escalinata. Las tres carabinas de sus compañeros continuaron su obra. Otros tres hombres cayeron, entre ellos el tabernero, a quien tomó por blanco el americano. Entre los chinos se observó una breve vacilación; cesó el fuego, pero se reanudó al instante con mayor furia. Los asaltantes disparaban desde la calle, desde las ventanas, desde las balaustradas, desde las azoteas, acribillando la posada. Un grupo de campesinos arremetió contra la puerta a hachazos, tratando de descerrajarla.

La posición iba siendo peligrosa. El capitán, el americano, el polaco y el chino se defendían desesperadamente, esparciendo con certeros disparos la muerte entre las filas enemigas; pero se sentían impotentes contra aquellas furias. A cada una de sus descargas, los chinos respondían con quinientos disparos; además, la puerta de la posada, golpeada furiosamente, amenazaba con desplomarse.

—Es imposible hacer frente a todos esos bribones —dijo el americano, acercándose a Jorge—. Y no me quedan más que doce balas.

—Yo no tengo más que dos —dijo el polaco.

—Arrojemos los muebles —respondió el capitán—. Es preciso que continuemos defendiéndonos.

—¿Y si subiéramos al tejado? —preguntó el americano—. Con una lluvia de tejas puede despejarse la calle.

—Pero la casa amenaza desplomarse —observó Min-Sí.

—Esperad —dijo el capitán.

A riesgo de recibir una bala en la cabeza, se asomó a la ventana y dirigió una rápida mirada al exterior. Algunas balas le silbaron cerca pero sin herirle.

—¡Al tejado! —exclamó—. De prisa, amigos, no hay tiempo que perder.

—¿Quieres que continuemos el baile con las tejas? —preguntó el americano.

—No, quiero salvaros. He observado que la posada tiene por detrás al menos sesenta casas, y que la chusma no ocupa más que el extremo de la calle. Subiremos al tejado, pasaremos por encima de las casas y nos ocultaremos en cualquier desván, o saltaremos a la calle.

—¡Bravo! —exclamó el americano—. Eres un gran general.

—Pronto, pronto, y tened cuidado con los resbalones, porque el que caiga es hombre muerto.

Se lanzaron escaleras arriba, llegaron al desván y salieron al tejado.

—¡Valor, amigos míos! —dijo el capitán.

Se ocultaron detrás de las chimeneas para no ser vistos por los tiradores apostados en las balaustradas, terrazas y ventanas de las casas de enfrente, y comenzaron a subir y bajar, sosteniéndose mutuamente, aferrándose a los palos, a las banderolas y a los caballetes, que allí eran numerosísimos.

—¡Adelante! ¡Adelante! —decía el capitán—. Cuidado con las caídas; mirad dónde ponéis los pies. Si resbaláis iréis a ensartaros como pollos en las lanzas de los chinos. ¡Ánimo, James! No pises tan fuerte, que quiebras todas las tejas. ¡Valor, Casimiro! Súbete a esa terraza, y tú, Min-Sí, mete la cabeza en ese tragaluz.

—¡Ah! —exclamaba el pobre americano, agarrándose a los mástiles, a las banderas y a las chimeneas—. ¿Quién iba a decir que algún día tendría que salir huyendo por encima de los tejados? ¡Y tejados chinos, construidos por chinos! ¡Un honorable ciudadano de la libre América verse obligado a huir como un ladrón! ¡Ah! ¡Si tuviera un cañón! ¡Qué mermelada de amarillos!

Las salidas del americano, a pesar de lo crítico de la situación, hacían reventar de risa a sus compañeros, especialmente al polaco.

El jovenzuelo, entre salto y salto, hallaba tiempo de tirarle alguna pulla.

Media hora después, pasada una de las casas más altas, llegaban a la última habitación de la barricada, desde la cual se descubría el Si-Kiang, a menos de quinientos pasos de distancia.

El capitán miró hacia abajo. Estaban a veinte metros de altura.

—Es imposible saltar —dijo.

—¡Allí veo una tronera! —exclamó el polaco—. Seguramente da a algún aposento. Entremos, capitán.

—¡Bravo! —dijo el americano—. ¡Empuñemos los cuchillos y adelante!

Entraron y se encontraron en un pequeño desván deshabitado. Con dos empujones echaron la puerta abajo, y descendieron a un cuartucho ocupado por una vieja hechicera.

El capitán se abalanzó sobre la vieja, que empezaba a gritar.

—¡Silencio! No queremos hacerte daño alguno —le dijo.

La encerró en un cuartucho, echó el cerrojo y, seguido de sus compañeros, bajó a la calle. No había nadie; pero frente a la posada se oían aún algunos disparos.

Los fugitivos se lanzaron a todo correr por un callejón, y llegaron junto al río en el momento en que Lue-Koa y sus barqueros, armados de garrotes, se disponían a correr hacia el lugar del combate.

—¡A la barca! ¡A la barca! —gritó el capitán.

—¿Qué sucede? —preguntó el timonel.

—Ha estallado la revolución en la ciudad. Soldados y campesinos andan degollándose por las calles.

Los chinos no quisieron saber más y retrocedieron precipitadamente.