VI

LA BOTELLA DE «GIN» DEL AMERICANO

La aventura iba a traer cola. El posadero, al ver entrar a aquellos hombres con pistolas y cuchillos en la mano, sospechó que serían extranjeros, y, asustado de alojar a tales personas, quiso echarlos a la calle. No faltaba otra cosa para que estallara la cólera del americano.

—¡Bergante! —exclamó rojo como una gamba—. ¿Nos quieres echar? ¿Echamos a nosotros? ¿Por quién nos tomas, estafador? ¡No hagas tanto ruido, por mil rayos!

—Y además —dijo el capitán—, ¿dónde quieres que vayamos a dormir? ¿No te parece que tenemos aspecto de personas honradas a pesar de nuestro color algo desteñido?

—Vosotros queréis engañarme —chilló el chino, mirándolos temerosamente—. Sois espías, no sois chinos, exceptuando ese hombrecito de ahí que no se avergüenza de conducir por nuestro país a ladrones. ¡Marchaos, os digo! no quiero probar por vuestra culpa ni la horca ni el bambú. Tomad vuestras cosas y dejadme en paz.

—Eh, buen hombre, no levantes tanto la voz —gritó el americano, enseñándole sus puños—. Ten cuidado porque si haces mucho ruido te rompo la cabeza antes de que lleguen tus acólitos. Yo dejaré esta casucha cuando me harte de estar en ella.

—Y yo te agarro por la coleta y te echo por la ventana —añadió el polaco.

El chino, viendo que aquellos hombres no dejaban de hacer ostentación de sus cuchillos, tuvo miedo.

—¿Vais a asesinarme? —balbució en un tono de voz que hizo carcajearse al americano.

—No queremos hacerte daño ni robarte —dijo el capitán—, río somos chinos, es fácil verlo, pero tampoco somos espías como tú crees. Déjanos dormir esta noche aquí, pero cuidado con avisar a la policía o a esos truhanes que se pasean ahí delante, porque si lo haces te ensarto como a un faisán y te pongo en el asador. Jura que nos dejarás tranquilos.

—Lo juro —balbució el chino, que ya se sentía sin sangre en las venas.

—Entendidos, pues. El que avisa no es traidor; vigila tú lo que haces.

Arrojó un puñado de monedas sobre la mesa y con sus compañeros se dirigió a su habitación. Encendieron la linterna de talco y cenaron un plato frío en salsa verde, después de lo cual celebraron consejo.

Permanecer en aquella posada, con la tormenta que rugía en la ciudad, era peligroso. Era de temer un asalto por parte de aquella chusma, cuyos cabecillas hacían guardia delante del albergue; o también podía esperarse una visita de la policía, un arresto y quizá la expulsión de China. Corrían el peligro de perder para siempre la Cimitarra de Buda y por consiguiente la apuesta.

—Nos hemos metido en un buen apuro —dijo el capitán—. Si permanecemos —aquí, vamos a pasarlo bastante mal, pero ¿cómo salir? y, una vez fuera, ¿dónde encontraremos a nuestros barqueros? No obstante, opino que es necesario arriesgarse a volver al junco.

—¿Pero, cómo? —gritó el americano—. ¿Acaso tenéis miedo de esa pandilla de jovenzuelos? ¿Nos hemos convertido en mujercillas temerosas? ¡Abrámonos paso a tiros por la calle y corramos hacia el río!

—Al diablo tus proyectos —dijo el capitán—. No daríamos veinte pasos y tendríamos que vérnoslas con toda la guarnición. ¿Qué propones tú, Min-Sí?

—Yo apruebo vuestro proyecto —respondió el chino—. Pero ¿estarán los barqueros en el junco? Es necesario asegurarse primero y después escapar, porque si permanecemos aquí, mañana por la mañana nos harán una desagradable demostración bajo la ventana.

—¿Y nuestras provisiones? —preguntó el americano.

El chino se encogió de hombros y dijo:

—Ou-tcheon no está lejos.

—Tiene razón Min-Sí —dijo el polaco.

—Tanta como una liebre —rebatió el americano—. ¡Qué vergüenza ver a unos blancos escapar por las ventanas como ladrones! Mi sangre se rebela ante semejante espectáculo. Además, ¿habrá whisky en Ou-tcheon? ¿Y a nuestros hombres, los encontraremos?

—Uno de nosotros irá a buscarlos.

—¿Y quién será ese uno?

—Pues cualquiera de nosotros tres —respondió el capitán.

—Entonces, iré yo —dijo el americano.

—Despacio, Sir James. Para este trabajo se necesita una persona prudente, y tú no tienes precisamente esa virtud.

—¿Qué pretendes decir?

—Que eres excesivamente fogoso.

—Seré prudente.

—No te creo. Déjamelo hacer a mí y te aseguro que todo saldrá bien.

—¿Y si fuera yo? —dijo Casimiro—. Sir James es peligroso y usted es el jefe de la expedición y, por lo tanto, el último que debe arriesgar el pellejo; yo, en cambio, soy un intruso.

Min-Sí también terció en la discusión, ofreciéndose a llevar a cabo la misión, arriesgando su vida si era necesario. De esta forma, la generosa porfía se hacía interminable.

El capitán, para contentar a todos, aceptó echarlo a suertes.

Los cuatro escribieron su nombre en pedacitos de papel que arrugaron cuidadosamente y los echaron en un sombrero. Min-Sí extrajo el nombre del americano.

—Ya decía yo que sería el elegido —dijo James con una sonrisa de triunfo—. ¡Vamos, amigos! Estad tranquilos, que sabré hacer el trabajo sin problemas.

—Así lo espero —dijo el capitán—. No pierdas tiempo, prepárate.

—Estoy listo. Pero ¿por dónde saldré? Por ahí delante se pasean los espías.•Busquemos otra salida, si es posible.

—¡Hum! —exclamó el polaco—. No será fácil.

—No veo otra alternativa que salir por la ventana —dijo el capitán.

—¡Bueno! —dijo el americano—. Con tal de no romperme los huesos.

El capitán abrió una ventana que daba a una calleja estrecha, flanqueada de casuchas y jardincillos, y con la vista calculó la altura.

—Doce pies —dijo.

—No es demasiado —dijo el americano—. Vamos, voy a saltar, y si no regreso, pensad que he muerto.

Estrechó las manos de sus compañeros, subió al alféizar y se dejó caer a plomo, hundiéndose hasta media pierna en un montón de polvo amarillento.

—¿Te has hecho daño? —preguntó con ansiedad el capitán.

—Aún estoy entero —respondió el americano.

—¿Ves gente al extremo de la calle?

—Ni un gato. ¡Adelante!

Saludó con un gesto y se alejó, con la mano izquierda apoyada sobre la culata de su pistola.

La noche era oscura, sin una estrella y sin luna, una noche a propósito para emboscadas. No se veía un alma, fuera de algún perro esquelético que saciaba su sed en los charcos, ni se oía otro ruido que el crujido de las banderolas y dragones de papel que movía el viento.

—¡Vaya noche! —murmuró el americano—. Esto está más oscuro que el fondo de un cañón del treinta y seis. ¡Vamos, valor, James!, abre bien los ojos y los oídos. ¡Ah!, si pudiera encontrar a esos perros de barqueros. Esto es serio. Apostaría mil dólares a que se han emborrachado y están en cualquier taberna roncando tranquilamente.

Monologando de esta manera, el bravo yankee recorrió toda la calleja y desembocó en una amplia calle, en medio de la cual retozaban unos cuantos perros.

Dos o tres de ellos le enseñaron los dientes de un modo inquietante.

—¡Malditos perros! —exclamó—. ¿También ladráis vosotros a los extranjeros? ¡Qué país éste! ¿Están todos rabiosos?

Iba a dar la vuelta a la esquina de una casa, cuando se encontró con un hombre. Era un chino de casi seis pies de altura, de hombros anchos, enorme cabeza y bigotes tan largos como medio brazo.

—¡Oh! —exclamó el yankee, empuñando sus pistolas.

—¡Oh! —exclamó el gigante.

El chino se acercó al americano y lo miró de arriba abajo; después, satisfecho sin duda de su inspección, se puso a reír ruidosamente, abriendo una boca que le llegaba hasta casi las orejas.

—¡Por Baco! —exclamó el americano—. Eres bastante atrevido, querido Hércules, para reírte en mis barbas, pero te advierto que si eres un ladrón no te daré un sapek.

El gigante siguió riendo.

—¿Qué diablos tengo en la cara que te hace reír de esa manera? —preguntó el americano.

—Tú eres extranjero —dijo el gigante.

—¡Ah! ¿Me conoces? Tanto mejor; ¡media vuelta y andando! —gritó James empuñando una pistola.

El coloso no se hizo repetir dos veces la amenaza. Dio media vuelta y se alejó corriendo por una estrecha calleja.

—Eso es, así va bien —murmuró el americano—. ¡A correr!

Montó la pistola y alargó el paso, mirando a derecha e izquierda y deteniéndose de vez en cuando para escuchar atentamente cualquier ruido.

Recorrió siete u ocho calles, seguido por una bandada de perros que le enviaban sus lúgubres ladridos, y por fin se halló en una gran plaza donde se detuvo nuevamente al oír un extraño rumor.

Era un lejano mugido, confuso, de mil crujidos y sordos golpes.

—¡Es el río! —exclamó—. ¡Dios sea loado!

Apretó el paso y pronto llegó a la orilla del Si-Kiang, atestado de barcas y barcazas, sobre cuyos mástiles brillaban grandes linternas de papel aceitado. La corriente, que descendía con furia, mugía al romperse y hacía crujir todos aquellos barcos que chocaban unos contra otros.

Se deslizó hasta el muelle y después de una minuciosa inspección encontró el junco atado a un palo. Entró en él y levantó el toldo, pero no había nadie.

—¿Dónde se habrán metido estos perros barqueros? —murmuró contrariado—. ¡Vaya situación la mía! ¿Qué haré ahora?… Los esperaré.

Se tendió muellemente sobre una estera, cargó la pipa, la encendió, y se dispuso a esperar, olvidándose de sus compañeros que le aguardaban con ansiedad. Durante breves momentos permaneció con los ojos abiertos, pero al cabo, un poco por la fatiga, un poco por el mecer de la barca, se durmió profundamente. Lo despertó el bullicio que hacían en el muelle los barqueros ocupados en preparar sus embarcaciones.

—Bien —murmuró el americano desentumeciendo sus miembros—, la ciudad se despierta, confiemos que también los tan-kia se despierten.

Se acomodó en la estera y volvió a encender la pipa.

El sol ascendía rápidamente, dorando las cimas de los montes, después las puntas de los caballetes más elevados, las agujas, terrazas, los templos y, poco a poco, las casas, los cobertizos, las cabañas y las plantaciones.

Bajo cada manta, bajo cada estera que cubría las barcas, aparecía el rostro de un barquero que observaba el tiempo; en cada ventana aparecía una cabeza pelada y amarilla como una calabaza, y en cada puerta, una nariz achatada y unos bigotes caídos. Aquí, se oía una llamada; allá, una carcajada; acullá, alegres exclamaciones, estribillos monótonos, batir de remos, chirrido de garruchas, crujir de mástiles que se izaban. Algunos barqueros acarreaban agua; otros limpiaban sus barcas, preparaban los avíos, desplegaban velas, levaban anclas.

Habían transcurrido más de cuarenta minutos, cuando por una calle James vio desembocar a Lue-Koa, que se tambaleaba magníficamente.

—Ahí está el bribón —dijo saltando a la orilla—. ¡Eh, borracho del diablo, estoy esperándote desde hace cuatro horas!

—¡Ah! —exclamó el chino, sorprendido—. ¿Es usted? Le creía dormido en cualquier taberna, o a caballo sobre una cuba de chou-chou (bebida muy alcohólica). ¿Ha pasado la noche en mi junco?

—¡No, por mil rayos! He venido para que lo prepares y te repito que hace cuatro horas que te espero.

—He estado jugando toda la noche con un lavadu de Ou-tcheon. ¿Partimos?

—¡Ya lo creo! Todos los habitantes de esta ciudad se han vuelto hidrófobos y nos ladran por todas partes.

—¡Ah! —exclamó el piloto con risa sardónica—. ¿Y partiremos sin hacer provisiones?

—Las harás tú. Toma dos tael, y no te olvides de comprar un barrilillo de sham-shu. Date prisa.

Lue-Koa cogió al vuelo las dos monedas y se marchó, pero sin prisa y riendo como un loco.

—¡Que el diablo te lleve! —exclamó el americano—. Y ahora volvamos a la taberna de ayer noche a comprar un par de botellas de gin. Sin un trago de ese licor no se viaja bien por este país.

Dio media vuelta y entró de nuevo en la ciudad. Después de haber recorrido medio kilómetro llegó a la taberna. Miró alrededor, temiendo que le siguiera algún malhechor, examinó las pistolas y entró, alta la frente, con aire de conquistador.

El tabernero estaba sentado detrás de su mostrador, y se encontraba solo. Al ver al americano cerró los ojos, y en su rostro se reflejó el asombro.

—Amigo mío —dijo James riendo—, ¿tienes miedo, que pones esa cara?

—No —dijo el tabernero—. Todo lo contrario: es que me sorprende tu audacia.

—No te ocupes de si soy audaz o no. Aquí tienes un tael, tráeme diez botellas de ginebra.

—¡Diez botellas! Mi ginebra vale bastante más.

—¿Qué dices, perro tabernero?

—Que mi ginebra vale un mes por botella.

—¡Eres un ladrón! —exclamó el americano, que empezaba a acalorarse—. Afortunadamente soy rico y pagaré lo que pidas. Despáchate.

El chino se rascó la nuca, pero no se movió. El bribón parecía turbado.

—¿Y bien? —preguntó el americano.

—Es que no tengo gin. Si quieres sham-shu

El tabernero hizo intención de retirarse, pero el americano lo alcanzó en dos saltos. Le había sorprendido haciendo señas a un hombre que apareció de improviso en la puerta de la taberna.

—¡Me estás tendiendo una emboscada! —gritó el yankee, furibundo.

—¡Yo…! —exclamó el chino.

James lo cogió por el cuello, lo arrastró hacia la puerta, mostrándole algunos hombres armados con mosquetones y cuchillos y apostados cerca de una casucha. El chino palideció.

—¿Lo ves? —preguntó el americano—. Diles que se vayan o te rompo la cabeza contra la pared.

—Yo no conozco a esos hombres.

—Despéjame el camino, te digo.

—Suéltame —gritó el tabernero.

—¡Despéjame el camino! —repitió el americano.

—¡Socorro! ¡Matad a este extranjero!

El americano lanzó un rugido. Agarró al chino por la mitad del cuerpo, lo levantó en el aire y lo lanzó en medio de la calle, haciéndole chocar de cabeza contra el suelo lleno de piedras. Hecho esto, volcó las mesas y las sillas, levantó una barricada y se apostó tras ellas, mientras treinta o cuarenta chinos se arremolinaban ante la puerta, aullando como energúmenos y agitando amenazadoramente sus armas.