V

TCHAO-KING

Tchao-King está situada en la orilla derecha del Si-Kiang, a sólo veinte leguas de Cantón. Es una ciudad de bastante importancia, aunque no muy extensa, defendida por bastiones y rodeada por sólidas murallas, con populosos suburbios alegrados por bellísimos jardines, hermosas casas pintadas con vivos colores, acabadas en terrazas de bambú, con mástiles, chimeneas y un auténtico bosque de banderas de todas formas y tamaños. Tiene un hermoso palacio, habitado por el gobernador de la provincia, con una soberbia torre de nueve plantas, robusta, maciza, con techo abovedado.

Nuestros aventureros, vistiendo casacas nuevas que les llegaban hasta las rodillas y abiertas por el lado, amplio cinturón, la falsa coleta asegurada sobre la nuca y llevando los grandes hong-coi-mo sobre la cabeza, desembarcaron en el muelle.

Descargadores, barqueros y negociantes invadían el muelle, a pesar de no ser más que las siete de la mañana. Nuestros hombres atravesaron con prisa aquella multitud y se encaminaron por una ancha calle flanqueada por comercios atractivos, llenos de enormes enseñas, casitas pintadas de amarillo, rojo, verde, con graciosos jardines e hileras de árboles. Habían recorrido ya un cuarto de legua buscando un albergue, cuando el capitán se apercibió de que eran seguidos por un grupo de chinos que hacían gestos de admiración.

—Alerta, amigos —dijo—. Nos espían.

—¿Quién? —preguntó el americano.

—Un grupo de ociosos.

—¡Bah! No nos preocupemos por tres o cuatro bergantes. Deben causarles envidia nuestros bigotes con las puntas vueltas hacia el cielo en vez de caer humildemente hacia tierra. Somos blancos, queridos amigos, y de pura raza.

El americano, para hacer mayor ostentación de sus bigotes, los atizó con cuidado, pero con aquel movimiento tocó su sombrero, dejando al descubierto parte de su espesa y rubia cabellera. Los chinos soltaron un grito de sorpresa.

—¡Cuerpo de una pipa! —exclamó el polaco—. ¿Qué diablos hace que estos chinos chillen de esta forma?

—No temas, Casimiro. Ahora que han admirado mi cabeza, no nos seguirán más. Muéstrales la tuya, hijo mío.

—No cometamos imprudencias, James —dijo el capitán.

—¿Quiere que nos asesinen o nos expulsen de China?

—¡Bah!

—¡Silencio!

Al final de la calle se escuchaba un ruido, una especie de salmodia monótona, y un redoblar de tam-tam acompañado de un pífano que hería los oídos.

La gente acudía en masa, con gran alboroto, hacia aquel lugar.

—¡Oh! —exclamó el americano, llevando la mano instintivamente a la empuñadura de su pistola—. ¿Qué es eso?

—Cualquier procesión, sin duda —dijo Min-Sí—. Puede ser una boda o un funeral.

—¡Vayamos! —exclamó el americano, cogiéndose con las manos la toga para no caer.

Los cuatro viajeros alcanzaron a la multitud, en medio de la cual desfilaba una extraña procesión. Una veintena de tañedores abrían marcha batiendo furiosamente sonoros tam-tam y soplando, a riesgo de asfixiarse, una especie de pífanos y ocarinas. A su derecha marchaban otros tantos cantores que salmodiaban versos de Confucio; detrás, una litera dorada, sostenida por una docena de pajes, después un hermoso chino, vestido elegantemente, sobre un caballo blanco, y un siervo llevando un cojín con una llave sobre él y, por último, una larga hilera de personas provistas de linternas encendidas y cargadas de algo que parecían regalos. Min-Sí y el capitán comprendieron inmediatamente de qué se trataba.

—Es una boda —dijo este último al americano.

—¡Vaya! Yo creía que era una procesión —exclamó sir James—. ¿Y quiénes son los esposos? ¿Quizás aquel caballero tan orgulloso y aquella litera?

—Sí, un novio que quizá no conoce todavía a su futura esposa.

—¡Oh!, ¡esto sí que es curioso!

—Los matrimonios, en China, se acuerdan sin que los novios se hayan conocido. Los padres se entienden entre ellos, fijando la suma que deberá abonar el esposo a los parientes de la esposa; se intercambian regalos y dos jóvenes se unen sin amarse…

—Curioso…

—El esposo —continuó el capitán— no conoce a su amada mitad, más que a través de las descripciones que le han hecho sus parientes. Si éstos alteran la edad, tanto el esposo como la esposa tienen derecho a anular el matrimonio. Algunas veces, y no creas que me lo invento, se acuerdan matrimonios antes de que los esposos hayan nacido.

—Me tomas el pelo.

—Te digo la verdad, James.

—Y ahora ¿adonde va esta procesión?

—A casa del esposo, delante de la cual será abierta la litera.

—Así, si nosotros seguimos el cortejo, ¿veremos a la novia?

—Efectivamente, James.

El cortejo, seguido por una multitud de curiosos, recorrió las calles principales de la ciudad, después se detuvo ante una casa de hermoso aspecto, con barandas y terraza pintadas recientemente, y coronada por un bosque de banderas y papeles de todos los colores y dimensiones. El desposado descendió del caballo, tomó la llave que le tendieron y se acercó a la litera.

Los tres blancos, a fuerza de empujones y también de puñetazos, llegaron a la primera fila. El americano, para poder verlo mejor, se colocó unos lentes de cuarzo.

—Veamos a esta moza —murmuró.

El esposo, con mano trémula, abrió la litera. El americano, aguzando la vista, pudo contemplar una muchacha que a pesar de ser china comprobó que era extraordinariamente hermosa; pero no debió parecerle igual al esposo, pues, en vez de invitarla a descender, cerró violentamente la puerta y, acto seguido, montó en su caballo y salió bastante confuso.

—¿Qué quiere decir esto? —preguntó el americano, estupefacto.

—Que el esposo rechaza a la muchacha —respondió el capitán.

—De manera que se marcha solo.

—Perdiendo, además, la cantidad entregada a los parientes de la joven.

—¡Oh! Pobre diablo. Perder tanto de golpe es demasiado.

—Alejémonos de esta multitud —dijo Min-Sí al oído de Jorge—. He visto tres o cuatro holgazanes que nos seguían hace poco.

—¿Llevaban malas intenciones, quizá?

—Puede ser. Démonos prisa, capitán.

Salieron de entre la muchedumbre y se alejaron con paso rápido. No se detuvieron hasta llegar ante un albergue de respetable aspecto, uno de los mejores de Tchao-King.

Subieron algunos escalones y entraron en un vasto salón cuyas paredes estaban cubiertas con papel floreado de tang-poa y el pavimento, muy brillante, imitaba un tablero de ajedrez. Alrededor del salón, había varias mesas, bastante bajas, decoradas con porcelana, ligerísimas sillas de bambú y alfombras artísticamente trabajadas. En un ángulo, un hermoso reloj compuesto por un bastoncito de incienso, marcado a iguales distancias, que perfumaba el ambiente, quemando las marcas que señalaban las horas.

Un hombrecillo con unos enormes anteojos sobre la nariz y un kweisheu, o abanico de hojas de palmera sobre la mano, salió al encuentro de los huéspedes inclinándose profundamente y barbotando:

—¡Isin! ¡isin! (les saludo).

El chino del grupo le informó de lo que deseaban, esto es, buena comida y habitación para dormir. El posadero, después de nuevas reverencias, les condujo a una nueva habitación donde les sirvió una comida que el americano encontró excelente.

Una abundante cantidad de té, servido en tacitas Ming de color verde agua de mar, y algunas jarras de cerveza bastante fuerte acabaron por ponerles bastante alegres.

El sol empezaba a declinar cuando, armados de cuchillos y pistolas, nuestros aventureros abandonaban la posada con la intención de detenerse en cualquier taberna para beber una botella de licor.

Con gran sorpresa y enojo, encontraron al pie de la escalinata del albergue a un grupo de chinos que parecía que les esperaban. Uno de aquellos curiosos se atrevió a mirar fijamente al americano en sus narices.

—¿Qué pasa, joven, para mirarme de esta forma? —dijo sir James, mientras le propinaba un fortísimo empujón.

El chino se puso a reír ruidosamente y se reunió con sus compañeros.

—¡Cuerpo de una pipa! —exclamó el polaco—. Marchemos rápidamente, reconozco a uno de los que nos han seguido esta mañana.

Dieron media vuelta y los cuatro se alejaron, sin darse cuenta de que dos de aquellos chinos les seguían. El americano, que miraba atentamente a derecha e izquierda, no tardó en descubrir un tabernucho.

—A fe mía —dijo a sus compañeros deteniéndose ante la puerta— que parece haber bastante confusión en el interior, pero eso no impedirá que brindemos por América, Italia y Polonia.

La taberna era verdaderamente espantosa. Unos cincuenta individuos totalmente embrutecidos, andrajosos, borrachos como cubas, de pie, sentados o estirados por tierra, bebían al incierto resplandor de una docena de linternas sujetas a la negra y sucia pared.

Algunos, pálidos, derrumbados, embrutecidos totalmente, fumaban opio, emitiendo una risa nerviosa, agitando los labios como si quisieran beber en una copa imaginaria y exhalando a su alrededor una nube de humo espeso, hediondo, sofocante.

Los aventureros, haciéndose al ánimo, se adentraron en aquella atmósfera saturada de efluvios venenosos y se sentaron en el extremo de una mesa coja.

El tabernero, un hombre obeso, con aspecto bestial, la coleta enrollada sobre la cabeza, se plantó ante ellos preguntando qué querían.

—Whisky, buen hombre, pero whisky americano —dijo James agitando ante sus ojos un tael.

—¿Quién habla de whisky? —preguntó rudamente el tabernero—. No se conoce esa bebida en Tchao-King.

—Pues que sea gin —dijo Jorge.

El americano dejó sobre la mesa dos mes y dos botellas fueron llevadas hasta allí. El polaco se disponía a abrir una de ellas cuando seis o siete chinos penetraron en el tugurio sentándose frente a los aventureros.

—¡Oh! —exclamó el capitán—. ¡Ahí están los espías!

—¡Oh! —exclamó también el americano apretando el puño—. Estos bribones empiezan a ponerme de mal humor.

—Prudencia, James.

—Mientras se estén quietos, Jorge. Después… ¡Oh!, nos divertiremos.

El americano llenó los vasos y, de un trago, vació el suyo.

—Este tabernero nos ha engañado —gritó.

—Esto no es gin —dijo el capitán—. Es sham-shu mezclado con algún otro licor.

—¡Miserable tabernero! —murmuró el polaco—. No obstante, no es malo, y estoy seguro de que aquellos espías beberían voluntariamente nuestras botellas si pudiesen tenerlas en sus manos. Miren cómo las observan.

—Te equivocas, muchacho —dijo el americano—. Nos miran a nosotros.

En efecto, aquellos seis o siete granujas miraban atentamente a los aventureros y hablaban con mucha animación. Después de haber vaciado varios vasos de sham-shu, no se contentaron sólo con mirarlos y charlar, sino que se pusieron a reír insolentemente mostrando alguno de ellos la afilada punta de su cuchillo.

—El aire se enrarece, amigos míos —dijo el capitán.

—Así lo creo —dijo el americano agitándose en su asiento.

—Abandonemos este lugar antes de que estalle el huracán —sugirió el prudente Min-Sí.

—Esperemos media hora, después marcharemos —dijo el americano.

—Vayámonos —ordenó el capitán—. Aquí se está tramando algo.

Vaciaron los vasos y se levantaron dispuestos a salir, pero se detuvieron inmediatamente al ver seis o siete marineros semiocultos en la sala de té, que cubrían la entrada de la taberna.

—¡Oh!, ¡oh! —exclamó el americano enarcando los brazos—. Empieza la diversión.

—Todos a mi espalda —ordenó Jorge.

Caminó derecho hacia el primer barquero que cerraba el paso, lo empujó vigorosamente mientras le gritaba:

—¡Fuera!

El barquero se puso a reír. El americano se lanzó contra él y de un terrible puñetazo en medio de la cara lo tumbó panza arriba gritando:

—¡Adelante!

Rechazaron a los demás barqueros que acudieron en ayuda de su compañero y corrieron hacia la posada, pero después de diez pasos volvieron a detenerse.

—¡Más chinos! —exclamó el polaco.

Un grupo numeroso de hombres, provistos de antorchas y armados con palos, ocupaba la salida de la calle. La aparición de los cuatro aventureros fue saludada con agudos gritos.

—¿Qué hacemos? —preguntó el americano.

—Sigamos adelante —respondió el capitán.

—Pero será inevitable pelear —observó el polaco—. Se formará un enorme barullo y acudirán los soldados.

—Tienes razón, Casimiro —dijo el capitán—. Vayamos hacia la derecha.

Giraron por una estrecha callejuela y partieron a la carrera, pero después de cincuenta metros se encontraron ante una segunda barrera de chinos que al divisarlos rompió en gritos de:

—¡Fan-kwei! ¡wei! ¡wei! (extranjeros del diablo).

—¡Estamos cercados! —exclamó el capitán.

—¡Ataquémosles! —dijo el americano.

—Desencadenaremos una batalla.

—¿Entonces?

—Volvamos atrás.

—Y nos encontraremos ante un tercer grupo de estos bribones.

—Sir James tiene razón —dijo el pequeño chino.

—Entonces ¡ataquémosles! —ordenó el capitán—. ¡Tomad las armas y adelante!

Montaron las pistolas y cargaron contra el grupo. El capitán se dirigió hacia el primero que se interponía y poniéndole la pistola en la nariz le gritó:

—¡Fuera!, ¡paso!

El bribón, aterrorizado, retrocedió rápidamente y también sus compañeros, que al comprobar que aquellos extranjeros iban armados se apresuraron a dejarles el paso franco.

Los cuatro aventureros corrieron, encontrándose de pronto en un auténtico laberinto de callejuelas. Media hora después, agotados por la larga carrera, llegaban ante la posada mientras seis o siete chinos atravesaban corriendo la calle seguidos a poca distancia por una compañía de soldados.