EL SI-KIANG
Al día siguiente, con el primer rayo de sol que penetró a través de la persiana, el capitán saltó de la cama, dispuesto a dar la señal de partida. Al ver que sus compañeros dormían, abrió la ventana para echar una ojeada al paisaje que les rodeaba. El sol, que se alzaba rápidamente entre una lejana cadena de montañas, se derramaba sobre aquella fértil tierra del Celeste Imperio, como una lluvia de rayos luminosos, que hacían resaltar vivamente las verdes copas de los bosques y de las plantaciones.
El río, que descendía del Oeste engrosado por el Po-Kiang, discurría majestuosamente entre los matojos de bambú añil, tamarindos, moreras, mangos… y bañando lejanos pueblecitos con sus casitas de vivos colores y techos afilados y decorados con porcelana que despedía dorados reflejos.
El capitán dirigió su mirada al junco que parecía, con su blanca vela y con el mástil, una ballena con el vientre atravesado por un inmenso arpón. Los barqueros dormían todavía; el posadero estaba ya en pie y se le oía hablar con sus empleados.
—Muy bien —murmuró Jorge.
Se volvió hacia el interior de la habitación y emitió un fuerte silbido. El polaco y Min-Sí se pusieron en pie sobresaltados. El americano estiró los brazos, abriendo la boca de manera que hubiese dado envidia a un tiburón.
—Apresurémonos, amigos —dijo el capitán—. Hoy navegaremos por el Si-Kiang.
—¡Si-Kiang! —exclamó el yankee, frotándose las manos—. ¡Ah, el hermoso río! ¿Sabes, Jorge, que estoy impaciente de navegar por ese río que los chinos llaman pomposamente Río de las Perlas? Qué, Casimiro, ¿no te conmueve este nombre? ¡Río de las Perlas! ¡Tiene un hermoso significado!
—¿Qué quiere decir? —dijo el polaco que acariciaba flemáticamente su negra pipa.
—Intento decir que haremos una hermosa fortuna.
—¿Recogiendo agua del río, quizás? A fe mía, no sabría qué hacer de ella.
—¡Recogiendo agua! ¡Perlas, hijo mío, auténticas perlas! ¿Crees que le llaman Río de las Perlas por capricho?
El capitán y el polaco rompieron en una sonora carcajada. El americano los miró atónito.
—¿He dicho alguna animalada? —preguntó.
—No —respondió Jorge—, pero te aconsejo no pescar en el río, a menos que te interese hacer provisión de guijarros.
—¡Rayos y centellas! ¿Estos chinos han sido tan estúpidos de dar el nombre del Río de las Perlas a un río en el que no las hay? Yo que pensaba cargar el junco de…
—Guijarros —se adelantó a decir el polaco—. ¡Ah, sir James, se contenta usted con bien poco!
—Sí, burlón —respondió el americano, que no encontraba la forma de aguantar su risa—. ¡Bribones de chinos! Esta es otra de sus bromas; pero me desquitaré con los birmanos. Verás, hijo mío, cómo acumularemos en Birmania tanto dinero que podremos comprar medio Cantón.
—¡Cuerpo de una pipa rota! —exclamó el polaco—. ¿Ha encontrado alguna mina en el mapa de Birmania, o confía en pescar diamantes en el Irawadi?
—¿O acaso piensas saquear Amarapura? —dijo Jorge.
—No pensemos en ello por ahora —dijo el americano con aire misterioso—. Cuando estemos allí, ya hablaremos.
Los aventureros cargaron con sus armas y víveres y descendieron al comedor. El posadero y sus dependientes les esperaban haciendo hervir el agua para el té.
—¡Éste es un buen chino! —exclamó el americano, apartando vigorosamente al posadero—. Mueve tus piernas, valiente.
Estrechó la mano que el chino, estúpidamente, le tendía y se lanzó bruscamente sobre varias tazas rebosantes de humeante té; luego cogió un montón de bizcochos que devoró rápidamente mientras soñaba en los tesoros de Birmania y las perlas del Si-Kiang.
—Me parece, James, que las emociones del viaje te abren extraordinariamente el apetito —dijo el capitán—. Si continúas así, vaciarás los sacos de víveres antes de llegar a Tchao-King.
—Los volveremos a llenar de excelente caza —respondió el glotón que había colocado ante sí una segunda y después una tercera y finalmente una cuarta tanda de bizcochos.
—Yo me encargo de llenar el barco.
Vaciadas las tazas y pagado el gasto, abandonaron la posada y se dirigieron hacia el junco, en el cual el piloto Lue-Koa y sus barqueros terminaban de vaciar una gran caldera de arroz cocido con aceite de pescado.
—Levemos anclas, Lue-Koa de mi corazón, y suelta la vela —dijo el americano—. Si os portáis bien, esta noche cenaréis asado de ave.
Lue-Koa, refunfuñando, se levantó a desplegar la vela. Blancos y chinos se embarcaron en el junco. Rebasado el brazo de tierra que forman dos canales, y en el cual numerosos pescadores se dedicaban a sus tareas, el barco entró a toda velocidad en el último tramo del ño que conduce directamente al Si-Kiang. Los aventureros, asidos a la proa y resguardados de los rayos del sol por un pequeño toldo y sus sombreros de rotang, observaban con viva curiosidad el paisaje. Las dos orillas del canal, que frente al islote van comprimiéndose en forma de cuello de botella, empezaban a separarse formando un pequeño lago. Aquí y allá se alzaban soberbias plantaciones, pequeños pantanos sobre los cuales volaban bandadas de aves acuáticas y, de vez en cuando, graciosos templetes se reflejaban en las aguas, junto a cabañas, grandes y pequeñas, y cobertizos albergando balas de té dispuestas para ser embarcadas en los pan-mi-ting o ch’a-ting.
No faltaban a la vista hombres y mujeres esparcidos por las orillas o en medio de las plantaciones, unos ocupados en la pesca, otros cultivando la tierra o recogiendo fruta, todos con la cabeza cubierta con enormes sombreros de bambú o de rotang, bajo los cuales surgía una larga coleta que casi llegaba al suelo.
Hacia las nueve de la mañana, el capitán, que observaba minuciosamente el paisaje, mostró a sus compañeros la pequeña ciudad de Samschui, situada en la orilla izquierda del río, rodeada de numerosos bosquecillos. Resaltaba vivamente con sus casas pintadas con colores fuertes, los techos adornados de banderolas y grandes antenas rojas. El junco atravesó rápidamente la doble línea de barcas ancladas y siguió la corriente que se estrechaba entre dos orillas boscosas. Lue-Koa se alzó sobre sus pies para mejor dirigir el junco.
Bien pronto la corriente fue rapidísima, batiéndose furiosamente contra el junco que avanzaba vibrando. Jorge, el americano y el polaco se abalanzaron sobre la proa para mejor asistir a la unión de los dos ríos: el Si-Kiang que desciende del Oeste, y el Po-Kiang del Norte.
—¡Ánimo, Lue-Koa! —gritó el americano—. ¡Valor, marineros!
—¡Silencio! —ordenó el chino—. Deje que los hombres obedezcan solamente mis órdenes.
Los remeros, encorvados sobre los remos, impulsaban al junco entre las tres islas que formaban una especie de barrera al ímpetu de la corriente. Manteniéndose de esta manera, el junco llegó hasta la confluencia y desembocó en las aguas del Si-Kiang y del Po-Kiang que descendían de común acuerdo hacia el mar. En aquel mismo instante el polaco saludó a un grupo de pescadores que tendían sus redes sobre un islote. El capitán, temiendo que reconocieran en él y sus compañeros a extranjeros, ordenó retirarse a la marquesina.
—¿Temes que nos jueguen una mala pasada? —dijo el americano.
—Sí, James —respondió el capitán—. Me ha parecido ver a Lue-Koa hacer una señal al jefe de aquellos hombres.
El americano obedeció en silencio y se retiró, mientras el junco se acercaba a los pescadores.
Aquellos hombres eran todos chinos y no más de doce. Pequeños, pero robustos, tenían la cara larga, los hombros altos, el mentón corto, la nariz chata, los ojos oblicuos y el color de un amarillo oscuro. La mayor parte iban semidesnudos y vociferaban ruidosamente, agitando amenazadoramente el chan-schang, especie de jabalina de la cual se servían para ensartar los peces.
—¿Qué es todo este barullo? —preguntó James, que no podía estarse quieto—. ¿Acaso tienen ideas belicosas?
—Vamos a verlo —respondió el capitán, que, por precaución, cargó su carabina.
—No teman nada, capitán —dijo Min-Sí—. No son suficientes para atreverse a asaltar un junco con tres blancos a bordo. De todas formas, dígale a Lue-Koa que se mantenga lejos de los islotes.
—¡Eh, Lue-Koa! ¿A dónde diriges el junco? —gritó Jorge—. Sigue recto.
—Vamos a comprar pescado —respondió el piloto—. Me han enseñado unas truchas bastante grandes y podremos comprárselas por pocos sapek.
—No lo necesitamos.
—¡Tanto peor! —exclamó el piloto—. Si ocurre algo malo, será exclusivamente culpa vuestra.
—¡Eh, payaso! —tronó el americano—. Si no callas te rompo una costilla.
Lue-Koa comprendió que no admitirían ninguna burla y pasó de largo. Los pescadores prorrumpieron inmediata mente en injurias y amenazas, incluso alguno levantó su jabalina mirando a los tripulantes del junco.
El americano saltó fuera de la marquesina con la carabina en la mano, mientras Lue-Koa buscaba embarrancar el junco en la orilla opuesta, probablemente para dar tiempo a los pescadores de atravesar el río. El capitán, no obstante, estaba a la expectativa y se lanzó rápidamente sobre el truhán, lo empujó con fuerza y se apoderó del timón.
—¡James! —gritó—. Vigila a los tan-kia, y tú, Casimiro, apunta con tu fusil hacia aquellos piratas.
Con un golpe de timón rectificó el rumbo del junco, el cual, impulsado por el viento, enfiló hacia el curso alto del río. Los pescadores, furiosos al ver escapar aquella presa que ya creían segura, redoblaron sus gritos y una decena de piedras fueron a dar sobre el barco hiriendo a un remero.
—¡Fuego! —gritó el americano.
El polaco descargó su carabina contra el grupo, que rápidamente se dispersó. El americano, para causar más temor entre los pescadores, descargó también su pistola.
—¡Qué valientes! —exclamó el yankee, que se arrepentía de no haber abatido alguno de aquellos pescadores—. Dime, Jorge, ¿son piratas aquellos payasos?
—Así lo creo, James.
—¿Tenían intenciones serias de asaltar el junco?
—Si hubieran podido, sí. Pregúntale a Lue-Koa qué piensa —dijo, abandonando el timón al chino—. ¿No es cierto, piloto, que eran piratas de los de verdad?
—Podría ser —respondió éste tranquilamente—. Es muy natural que en los ríos chinos se encuentren piratas chinos.
—Como también es muy natural que el pirata Lue-Koa conozca a los piratas del Si-Kiang —añadió el americano.
—¿El pirata Lue-Koa? —exclamó el piloto apretando los dientes.
—Sí, mi querido cara amarilla. Dile a Min-Sí que explique las maravillosas empresas de Lue-Koa en el curso alto del Si-Kiang.
El chino se tornó verde como un lagarto, pero no respondió. Se ajustó los anteojos, a los cuales les faltaban las lentes, y atendió a su tarea entonando el himno en honor de sus antepasados:
See hoang sien tiu lin tien… (Cuando pienso en mis antepasados, me siento elevar hasta el cielo…).
Hacia el anochecer, el junco, después de haber recorrido casi noventa millas, atracaba en la orilla izquierda del Si-Kiang. Los barqueros se dedicaron a preparar la cena; el polaco y Min-Sí se adentraron en los arrozales esperando cazar algún faisán dorado, y el americano recorrió la orilla durante un centenar de pasos, poniéndose a hurgar entre la arena del río con una larguísima caña. El capitán, llegado un momento, tuvo que ir a buscarlo.
—¡Vaya, James! —le gritó—, ¿qué haces? ¿Compruebas la profundidad del río?
—¡Bah! —exclamó el americano—. Busco mis perlas, pero hasta ahora no he sacado más que diez piedras que amenazan con romperme la red.
—¿También has venido provisto de red?
—Claro, para venir a pescar perlas en el Si-Kiang —respondió el americano.
—Pobre amigo, es una tarea imposible.
—¡Ya lo veo, ya! Pero me resarciré con los birmanos.
—Eso contando con que lleguemos a Birmania, ya que podría ser que encontrásemos la Cimitarra de Buda en Yuen-Kiang.
—Sería una auténtica desgracia, pero… ¡eh!, ¿qué perfume es este que viene del campamento? Allá están asando beef-steak.
—¡Uhmmm! Lo dudo —dijo el capitán.
—¿Por qué? —preguntó el americano.
—En China es difícil encontrar un beef-steak —respondió Jorge Ligusa.
—¿No hay bueyes en China?
—Sí, y suficientes como para alimentar durante unos cuantos años a las dos Américas, pero sólo se les utiliza para la agricultura.
—Por eso los chinos no hacen nunca buenas comidas.
—Te equivocas totalmente, James. No creas que los chinos sólo comen arroz.
—No digas eso, pero sí que comen castañas de agua, huevos de paloma, salsas y, en definitiva, toda una serie de cosas que no valen lo que un sanguinolento beef-steak.
—Y ocas, patos, perros, ratas, y nidos de golondrina…
—¡Nidos! —exclamó el americano abriendo desmesuradamente los ojos—. ¿Has dicho nidos de golondrina?
—Sí, verdaderos nidos.
—¿Y los chinos se los comen?
—¡Y de qué manera! No abundan y se pagan muy caros.
—Pero ¿de qué están hechos?
—Te lo explicaré. A lo largo de China y Malasia, entre los peñascos, las rocas y dentro de las cavernas, se encuentran nidos construidos por un tipo de aves marinas, del tamaño de las golondrinas, llamadas salanganas. Estos nidos, formados por una sustancia que las aves recogen del mar, son gelatinosos y, aunque algo insípidos, son muy alimenticios, y eficacísimos para combatir ciertas enfermedades y desarreglos orgánicos. Y te diré que su precio es tan elevado, que el propietario de una caverna de Java recauda cincuenta mil florines al año.
—¡Hermosa suma, a fe mía! No me estarás contando un cuento, ¿eh?
—En la primera ocasión que se nos presente te haré probar un nido.
—¡Por Júpiter! —exclamó el americano moviendo las mandíbulas—. Con este discurso me has despertado un hambre de antropófago.
—Vayamos a cenar, James.
En aquel mismo instante venían juntos el polaco y el chino, ambos cargados con muías de ocas y patos. Los cuatro se dirigieron hacia el campamento, pero con gran sorpresa no vieron a los barqueros. El americano, sin saber por qué, sintió una opresión en el corazón.
—¿Se habrán ido a dormir sin esperamos? —dijo el capitán—. ¡Eh!, miradlos allá abajo, en medio de la hierba.
—En una postura muy sospechosa —dijo el americano—. Pero no están muertos, ¿no oís cómo roncan?
En efecto, los tan-kia y su jefe, agrupados en medio de la hierba, el uno sobre el otro, roncaban sonoramente y balbucían algunas palabras de entre las cuales el americano llegó a entender una.
—¡Whisky! —exclamó horrorizado—. ¿Se habrán bebido mi whisky?
Se precipitó en el interior de la tienda y encontró las seis botellas en el suelo, vacías, y la cena casi toda consumida.
—¡Ah, bribones! —exclamó—. ¡Se han emborrachado con mi whisky!
—¡Cuerpo de una pipa! —exclamó el polaco—. Estamos arruinados.
—Ven aquí, Casimiro, que haremos mermelada de este perro de Lue-Koa.
El americano, furioso, se puso a repartir puntapiés a aquellos borrachos, los cuales no se movieron en absoluto.
—Calma, James —intervino el capitán.
—¿Pero no ves que las botellas están todas vacías?
—Las repondremos en Tchao-King.
Costó bastante calmar al impulsivo americano, el cual no se tranquilizó hasta que Casimiro acabó de asar media docena de ocas. El glotón, bien que mal, colocó dos de ellas en su estómago de Gargantúa.
A medianoche, nuestros aventureros se acostaron bajo la tienda, mientras la luna se alzaba entre los bosques iluminando el campamento como si fuese pleno día.
La noche fue tranquila. No hubo ninguna alarma; ni visitas de fieras, ni de ladrones, a pesar de que estos últimos pululan por todas las provincias chinas y especialmente a lo largo de los ríos, donde se dedican a la piratería en gran escala. Cuando el polaco sacó la cabeza fuera de la tienda, los tan-kia y el piloto dormían aún.
—¡Ah!, sir James —dijo volviéndose hacia el americano que bostezaba como un oso que no hubiera dormido desde hacía una semana—, nuestro whisky era, efectivamente, de primera calidad, porque estos malditos marineros todavía duermen, y con una beatitud que da ganas de imitarlos.
—¡Tú quieres burlarte de mí, cazador de ocas! —respondió el americano con rudeza—. Pero has de ver cómo les pego un tiro a esos perros de jeta amarilla. No podrán ir por ahí lanzando a los cuatro vientos que han burlado a un honorable ciudadano de la libre América.
—Y yo, si es posible, le echaré una mano.
—No soliviantemos más las cosas —observó el capitán—. Lue-Koa podría traicionarnos en Tchao-King y levantar a la población contra nosotros.
—¡Al diablo Tchao-King! —exclamó el yankee—. ¡Que lo haga! ¿Acaso tres hombres como nosotros vamos a tener miedo de un puñado de chinos? ¡Vamos, tú bromeas!
Sin decir nada más, el americano salió seguido por el polaco. Al ver que Lue-Koa abría los ojos y se iba a levantar, saltó delante de él.
—¡Ah!, ¡estás aquí, pedazo de bestia! —le gritó amenazadoramente mostrándole su puño cerrado—. ¿Dónde está el whisky?
—Ante todo, llame animales a los que son como usted —respondió insolentemente el chino.
—¿Cómo? ¡Todavía estás borracho, pirata! —le gritó a los oídos el polaco, amenazándole con su puño.
—Rómpele la cabeza, Casimiro —gritó James, levantando su mano.
El chino dio un salto hacia atrás.
—Detén tu mano, extranjero —aulló—. ¡A mí, Lifu! ¡A mí, Liang!
Sus hombres corrieron en su ayuda.
—¡Ah, bribón! —exclamó James, encolerizado—. Aguarda un poco, jeta amarilla, que te enderezaré esos dos ojos bizcos. Ven, Casimiro, que lo vamos a zambullir en el río.
El americano, uniendo la acción a la palabra, derribó al piloto, el cual se levantó con rapidez, al tiempo que sacaba su cuchillo y gritaba:
—¡Si me tocas, extranjero, te denuncio a los tribunales! Eres un extranjero.
—¡Muerte a los extranjeros! —vociferaron los tan-kia situándose alrededor del piloto.
—¡Ah, borrachos! —gritó el americano—. ¡Guarda esa arma, sucio pirata! ¿Acaso quieres representar una ridícula tragedia?
—¡Jamás! —exclamó el piloto, con rabia concentrada.
—¡Le saco los ojos! —gritó el polaco.
El capitán, al oír todo aquel ruido, salió de la tienda. Al ver a los contrincantes con las armas en la mano y dispuestos a hacer estallar una auténtica batalla, se interpuso en medio de ambos.
—¿Qué diablos sucede? —preguntó—. ¿Os queréis matar por seis botellas de whisky? Baja las armas, James.
—Y tú, cállate, gruñón —dijo Min-Sí al timonel—. Acabarás por buscarte una bala para tu cabeza.
—Déjame degollar a uno de estos perros, Jorge —vociferó furioso el americano—. Si no ponemos remedio ahora, un día u otro escaparán con nuestras armas.
—Basta, James.
—Eres demasiado bueno, Jorge. Estos sucios amarillos se merecen una lección.
La disputa, que pudo haber terminado con más de un muerto, se calmó, pero no totalmente. Continuaron las injurias de ambas partes, las amenazas, los improperios, y fue necesaria toda la autoridad del capitán para reducir al silencio a aquellos pendencieros.
Recogida y embarcada la tienda, el capitán se aprestó a dar la señal de partida. El junco, bajo el impulso de los remos, vigorosamente manejados, remontó la corriente del río acercándose a la orilla derecha.
A mediodía llegó ante una aldea compuesta por una cincuentena de chozas, pero no pudo acercarse a la orilla, a causa de la población que acogió su llegada con aullidos más que amenazadores. Más de uno de aquellos chinos habitantes de la aldea lanzó piedras contra la pequeña embarcación y otros apuntaban sus fusiles, dispuestos, por lo que parecía, a disparar.
—¡Malditos chinos! —exclamó el americano—. ¿Tienen miedo de que les arrebatemos su imperio de cartón piedra?
—¡Ah, sir James! —exclamó el polaco—. ¿Le parece a usted que un Celeste Imperio merece tal injuria?
—¡Celeste Imperio! ¿Quién es el estúpido que llama a la China Celeste Imperio?
—Todo el mundo. Incluidos los americanos.
—No lo creeré nunca. ¿Por qué crees que un imperio como éste tenga tal nombre?
—Existe una razón —dijo el capitán—: Los asiáticos dicen que China, querido, que tú tanto desprecias, es una tierra escogida, un auténtico imperio celeste, y esto no es todo, porque también llaman a China Chung-co o Chu-cu, es decir, imperio central. Nuestra Europa y vuestra América, según ellos, sólo son satélites.
—¡Cómo! —exclamó James, con tal ímpetu que parecía que quisiera devorar al capitán—. Estos tramposos se atreven a decir…
—Que China es el Sol y América un mezquino satélite.
—Eso es demasiado para un americano de pura sangre, Jorge.
—Es demasiado incluso para un europeo, James.
—Tú me cuentas fábulas.
—Te aseguro que digo la verdad.
—Quieres hacerme explotar como una caldera. Estos sucios amarillos, que todavía ayer no se sabía que existieran…
—Alto ahí, James —le interrumpió el capitán—. ¿Qué estás diciendo? ¿Que China era desconocida hasta ayer? Estás loco, querido amigo.
—¿Loco yo?
—¡Imagínate! A China se la conocía varios siglos antes que a América.
—¡Por Baco! —exclamó el americano fuera de quicio—. Estás equivocado, no es posible; América fue conocida…
—Después que China —dijo el capitán.
—No, te digo que no.
—Y yo te digo que se conocía la existencia de un imperio llamado China nueve siglos antes de la venida de Jesucristo.
El americano se dejó caer sobre el banco, pálido como un muerto, emitiendo un largo suspiro.
—Y bien, James —dijo el capitán—. ¿Qué me dices?
—No sé qué decir. ¿Por qué no descubrieron América antes que China?
—¿La va a emprender ahora con Cristóbal Colón? —dijo riendo el polaco—. Está equivocado, sir James, antes al contrario, debiera dar gracias al gran compatriota del capitán Jorge.
—Le doy las gracias, pero podía haberla descubierto antes.
—Consuélate, James —dijo el capitán—. América, aunque fue descubierta hace apenas tres siglos y medio, ha superado de largo al decrépito imperio chino. Es bien cierto que en el pasado China estuvo situada a la cabeza de la civilización, siendo sobrepasada después por Europa, pero no es menos cierto que desde hace más de dos mil años está detenida como una máquina a la cual no le funcionan las ruedas para poder avanzar.
—¡Bravo, capitán! —exclamó James—. Si continúas un minuto más hubiese estallado como un obús de ocho pulgadas.
En aquel instante el junco se aproximó a un islote cubierto de espesas plantaciones de bambú, pequeñas moreras, ananás y palmeras de hojas gigantescas. Lue-Koa, a una señal del capitán, ató la embarcación al tronco de un árbol.
—¡Ah! ¡Bella isla! —exclamó el americano saltando a tierra con el fusil en la mano—. Fíjate, Casimiro, qué cantidad de patos y ocas por el aire. Haremos buena caza.
—¡Bah! —dijo el polaco levantando los hombros—. Su hermosa isla no es más que un puñado de tierra.
—¡Alto ahí, muchacho! Si desprecias este Edén te meto en el junco y te prohíbo desembarcar.
—¿No ve que no hay ni siquiera una taberna?
—¡Miren al bebedor! Apenas desembarcado ya busca una taberna para emborracharse. Feo vicio, hijo mío.
—Creía que usted también lo tenía.
—No, pero si pongo el pie en una taberna beberé tanto whisky que dormiré un invierno entero.
—¡Ah!, sir James…
—Silencio, tomemos un bocado y pongámonos en marcha. Iremos a buscar una botella de licor y un buen asado.
Los barqueros habían montado rápidamente la tienda y encendido el fuego. Los dos bebedores devoraron una veintena de bizcochos, bebieron un par de tazas de té, cargaron con sumo cuidado sus carabinas y se adentraron en las plantaciones.
Empezaba a caer la noche. El sol, rojo como un disco de cobre, se ocultaba con rapidez detrás de las grandes montañas de poniente, enviando sus últimos rayos sobre las copas de los árboles. Una brisa suave y fresca, cargada de deliciosos perfumes de magnolias y lilas, se dejaba sentir haciendo ondear suavemente las plantas de bambú.
'De todos los lados del islote, bandadas de patos azules, ocas, faisanes, gallinas y shui-su, se elevaban haciendo un ruido ensordecedor con sus gritos agudos y desafinados.
—Parece deshabitado —dijo el americano después de algún tiempo.
—¿Cómo no tentó nunca a los amarillos este Edén?
—Me temo, sir James, que no encontraremos whisky.
—En cambio encontraremos ocas. Dirijámonos hacia la orilla donde se oye un griterío endiablado.
—Y Si…
—¡Alto ahí! —interrumpió el americano, girando sobre sus talones.
—¿Ha visto alguna botella de whisky?
—Algo mejor, muchacho. Tenemos beef-steak a muy poca distancia. He visto una bestia que intentaba marcharse sin nuestro permiso.
—¿Un tigre quizá? Yo me retiro.
—¡Bah! —dijo el americano con desprecio—. ¡Tener miedo de un tigre chino! Vamos, salta al otro lado de aquel arbusto antes de que el animal se esconda.
—¡Cuerpo de una pipa! ¡Es una auténtica bestia!
El americano se inclinó siguiendo con el cañón de su carabina cualquier cosa que se agitara entre la maleza, después disparó.
El polaco se acercó al matorral y sujetó por el cuello a un animal que se contorsionaba en el último aliento.
—¡Oh!, ¡oh! —exclamó—. ¿Qué raza de animal es éste? No he visto jamás uno igual.
James lo observó atentamente. Era un mamífero, no muy grande, con el cuerpo cubierto de escamas, y que más parecía un pez que un mamífero.
—Es un pangolín —dijo—. Un bello animal al cual los chinos llaman ling-lai o carpa de tierra y los científicos le dan el nombre de pholidotus dahlmauni, que supongo suena a árabe para ti, muchacho.
—¿Y es comestible?
—¡Bien! Tu capitán me ha hecho comerlos a…
Un silbido lastimero le cortó la palabra. Rápidamente miraron en torno a sí para ver quién lo emitía.
—¡Oh! —exclamó el polaco, dando un salto hacia atrás.
Detrás de un matorral se alzó imprevistamente un soldado chino, con una larga toga azul, y un pequeño yelmo en la cabeza acabado en un extraño penacho. En sus manos sostenía un arcabuz provisto de dos bayonetas.
—¿Qué hace este mono con ese tridente en la mano? —exclamó el americano.
—Huyamos, sir James —dijo Casimiro.
—¡Vaya! Mira, más fantoches.
Otros tres soldados habían salido de entre los bambúes, también armados de arcabuces.
—¡Eh! —gritó el americano, viendo que le tomaban como blanco de sus arcabuces—. No somos bandidos para dispararnos escopetazos. ¡Cuidado con esos armatostes!
Uno de los soldados le intimidó para que se alejase, pero el testarudo fingió no entenderlo y se puso a hacer un discurso, mezclando palabras inglesas y chinas, explicándoles el motivo de su visita. Los soldados, sorprendidos por aquel torrente de palabras rimbombantes, no respondieron.
—No entienden ni un rábano —dijo el americano—. Veamos si tienen whisky.
Pero al primer paso que dio, cuatro fusiles dirigieron hacia él sus puntos de mira. No querían saber nada de nada; giró los talones y salieron los dos corriendo, saludados por una descarga que, por fortuna, pasó por encima de sus cabezas.
—¡Ah, bribones! —les gritó parándose—. ¿Es así como se recibe a dos hombres honrados que sólo buscan un poco de whisky?
—¡Venid aquí, cuerpo de una pipa! —exclamó el polaco.
Otra descarga se escuchó, y una bala segó un bambú a pocas pulgadas de donde estaban.
Los dos cazadores ya tuvieron bastante y se pusieron a correr en medio de las plantaciones, sin pensar en nada más y no se detuvieron hasta llegar a la orilla del río.
—¡Eh, muchacho! —exclamó el americano—. ¿Crees que soy un mulo para hacerme correr de esta forma? ¡Canallas! ¡Querer fusilar a dos hombres de nuestra talla! ¿Qué me dices, Casimiro?
—Que tenían razón. ¿No le parece que tenemos aspecto de piratas?
—¿Aspecto de piratas? ¡Bribón! ¡Tú quieres burlarte de mí!
—No, sir James. Viéndonos armados de esta manera, paseando por una isla desierta a una hora intempestiva, aquellos valientes soldados del Celeste Imperio seguramente no podían tomamos por personas honradas. Además, pronunciaba whisky con un tono que hubiese hecho sospechar a un cosaco. Verdaderamente no entendían ni una palabra.
—Es cierto, debieron interpretarla como alguna amenaza. En fin, ya se ha acabado. Está visto que en esta isla no podremos beber ni un sorbo de licor. En cuanto lleguemos a Tchao-King beberemos hasta reventar.
—Y haremos una amplia provisión que dure hasta el Po-Kiang.
—Mejor hasta Birmania. Cargaremos el junco hasta los topes.
Después de descansar, los dos cazadores se pusieron en camino, siguiendo las sinuosidades de la orilla, y volviendo la cabeza hacia las plantaciones cuando cualquier ruido extraño llegaba a sus oídos; a las diez de la noche llegaron al campamento, justo en el momento en que el capitán, bastante inquieto, se disponía a partir en su búsqueda.
—¿Dónde habéis estado? —preguntó.
—De caza —respondió el americano.
—¿Habéis encontrado a alguien?
—Sólo un grupo de sucios soldados que nos han acogido a golpe de fusil.
—Alguna tontería habréis cometido.
—No hemos hecho nada, te lo juro.
—Acostémonos, que es tarde.
—¿Y los chinos?
—No nos inquietarán. Son demasiado perezosos y demasiado miedosos para molestarnos.
Se acomodaron bajo la tienda sin preocuparse más por los chinos, que no se dejaron ver en toda la noche. A las seis de la mañana, el junco reemprendió su viaje, con un fuerte viento del Sudoeste que les hizo avanzar tanto que al amanecer del día siguiente anclaban a poca distancia del desembarcadero de Tchao-King.