III

A BORDO DEL JUNCO

El barco sobre el cual los tres intrépidos buscadores de la Cimitarra de Buda iban a emprender su largo viaje era uno de aquellos navíos que los chinos llaman junco. Tenía una longitud de casi 16 metros, ligero, alto de proa y acabado en una gigantesca cabeza que pretendía ser la de un león de Corea. En el centro se alzaba una estrecha marquesina de bambú que servía de abrigo para los viajeros; y a popa un mástil de doce o trece metros de alto lleno de banderines de diversos colores, armado con una vela de juncos entrecruzados bastante gruesos. Su tripulación estaba formada por siete hombres y un timonel. Seis eran remeros o tan-kia de la costa, jóvenes robustos, activos, frugales, pero turbulentos; llevaban la coleta recogida en una especie de moño sobre la cabeza, y por vestido una simple casaca abierta por delante y unos calzones, anchos y coitos, con un doble pliegue sobre el vientre.

El séptimo era un lavadu o piloto batelero y propietario de la embarcación. Respondía al nombre de Lue-Koa; era tosco y robusto, con una cara achatada, pómulos salientes, mentón corto y redondo, nariz pequeña y deprimida y una coleta que le bajaba hasta las rodillas.

Este lavadu había servido ya en otras ocasiones al capitán, pero no tenía buena fama. Se decía que durante un tiempo había sido mercader de esclavos e incluso pirata; pero el capitán nunca tuvo queja de él.

El octavo era un guía de caravanas muy fiel a Jorge, el cual le había ayudado varias veces en momentos críticos. Era más bien bajo, apenas mediría cuatro pies y seis pulgadas; tenía una cabeza cuadrangular, ojos muy oblicuos, pero inteligentes, y un bigote formado por dos largos y finos mostachos. Había sido pincianpiao o artillero, y conocía palmo a palmo las provincias meridionales del gran Imperio.

El junco, por el impulso de los remos robustamente manejados, y ayudado por el viento que soplaba con furia, después de superar el laberinto de islas e islotes que el Si-Kiang forma en su desembocadura, en menos de veinte minutos ganó el canal del Honam, abriéndose paso con esfuerzo entre las numerosísimas barcas que descendían o remontaban la corriente, procedentes de Macao, de Boccatigris, Cantón, Fatscham, Schuck-Wan o Isi-Nam.

Se veían pasar centenares de sampan, cuya forma recordaba la de una zapatilla, tripulados por esbeltas barqueras vestidas con largas kabaye o pantalones de algodón de color azul; bellísimos kwo-ch’an-t’ow con proa saliente y aguda, cargados de mercancías y guiados por violentos barqueros; elegantes t’zet’ung-ting con vidrieras y dorados, en los cuales paseaban mandarines o ricos burgueses; largos y esbeltos ch’a-ting llenos de arroz; grandes tuchwan, auténticos autobuses flotantes repletos de viajeros y no pocos k’waiting, semejantes a las góndolas venecianas, conducidas por policías que en vano se esforzaban en recomendar calma.

El junco, después de superar aquel lugar lleno de artilugios flotantes, se lanzó al canal meridional que está separado del de Fatscham por una hilera de islotes.

La navegación no tardó en ser tranquila y rapidísima, gracias a la marea que continuaba subiendo. Los tres blancos, que habían permanecido ocultos bajo la marquesina, salieron con el fin de admirarla encantadora vista que ofrecía el paisaje.

Las orillas estaban casi desiertas, pero, entre la vegetación, aparecían de vez en cuando graciosas casitas con las paredes pintadas con porcelana y los techos bizarramente abovedados, cubiertos de tejas azules o amarillas y repletos de antenas rojas sosteniendo monstruosos dragones o banderolas de distintas formas. También se divisaban algunos quioscos totalmente horadados, pintorescas torrecillas sumergidas entre bosquecillos de lilas y magnolias; puentes de bambú sobre los canales, y, a lo lejos, soberbias torres, llamadas ta-tzeu, que se elevaban con sus nueve plantas, en las cuales se conservaban las reliquias de Buda. A mediodía, el junco hizo una breve parada a la orilla de una islita, ante un pequeño astillero en el que se afanaban algunos obreros para reparar las cuadernas de una vieja embarcación de guerra.

Los aventureros comieron una gran oca y varias tazas de té, bebida indispensable para el que viaja por China. Algunas horas después, reemprendieron la navegación con buen viento, pasando ante Schuck-Wan, ciudad situada en la isla que separa el canal de Fatscham del de Tamschao.

Algunos chinos, en la orilla, pescaban con mergos, bellísimas aves que al silbar su dueño se zambullían en el agua para volver a la superficie con un pez.

A las cuatro, el junco enfiló el canal de Skuntak, en la extremidad de la isla por él bañada, navegando entre orillas cubiertas de espeso bambú de entre el cual sobresalía, de vez en cuando, la cúpula de alguna torre o el techo abovedado de alguna casita. Un poco más tarde, las dos orillas forman una especie de pequeño lago embellecido por dos pequeñas islas cubiertas de tupidos bosquecillos.

La travesía duró varias horas, ya que la corriente era bastante fuerte y sólo hacia el anochecer el junco tocó la embocadura septentrional, donde ancló, ante un islote cercano a la aldehuela de Isi-Nam. Los viajeros se dispusieron a desembarcar dirigiéndose hacia una fonda de buen aspecto, sombreada por dos tamarindos. De un puntapié abrieron la puerta y entraron en una salita amplia, con las paredes pintadas de flores, lunas sonrientes o bestias extrañas, dragones vomitando fuego, e iluminada por una gran lámpara de papel de cera. Alrededor había unas frágiles mesitas de bambú cargadas de dulces, con algunas jarritas de porcelana, cajas y vasos conteniendo diferentes salsas de la cocina china.

El fondista, un pequeño y grueso chino, acudió con rapidez a saludar con un isin repetido varias veces, acompañado de un gracioso movimiento de la mano cruzada sobre el pecho.

—¡Hola, valiente! —gritó el americano—. Nos morimos de hambre; ¿qué tienes para damos? ¡Yo me comería un cabrito asado!

—Pero ¿qué dice, sir James? —dijo el polaco, sorprendido—. En China es difícil encontrar un cabrito.

—Si no tiene un cabrito, que traiga todo lo que tenga en la cocina, Muévete, mesonero; tengo un hambre de lobo.

El fondista no se lo hizo repetir dos veces. Ayudado por dos pinches, puso inmediatamente sobre la mesa una sopera, una tetera, platos y unos vasos que exhalaban un extraño perfume. El americano acercó su nariz a uno de los vasos, lleno de un líquido verde, y al instante estornudó estrepitosamente.

—¿Qué diablos tiene este vaso? —dijo—. ¿Acaso es veneno?

—Raíces de nenúfar —le explicó el capitán.

—Y ese pastel, ¿de qué está hecho?

—De saltamontes fritos.

—¿Qué dices? —preguntó el americano haciendo una mueca—. ¿Saltamontes fritos?

—Seguro, amigo mío. Ánimo, aquí hay para satisfacer todos los gustos. Si quieres un fricasé de gin seng, ahí lo tienes. Si prefieres ostras, o pi-tsi (castañas de agua), ratoncito salado o perro tierno, no tienes más que pedirlo.

—¡Ratón salado! ¡Yo comiendo perro!

—Perro tierno, delicado como un lechoncillo —añadió el polaco—. Mire esto, sir James, este pastel de cangrejos molidos y estas aletas de tiburón que están pidiendo a gritos poder pasar al estómago de un americano.

—Pero ¿qué dices? —exclamó James que ya no podía aguantarse—. Ratón salado, perro, saltamontes fritos, tiburón… ¡Esto es una cocina de Belcebú!

—Todo lo contrario, amigo mío —dijo el capitán—. Vamos, a comer, yo doy el ejemplo.

Se acercó un plato de fricasé de ginseng y se puso a devorarlo con gran apetito. El polaco se decidió por las aletas de tiburón, y los barqueros, Lue-Koa y Min-Sí se lanzaron sobre los saltamontes fritos.

El americano los contemplaba sin atreverse aún a poner entre sus dientes aquellos guisos que para él resultaban totalmente nuevos.

—¡Vamos, James! —dijo el capitán—. ¿Qué esperas? Está muy bien guisado.

—Tengo un hambre de oso, Jorge, pero no me atrevo a probar la carne de perro ni la de rata.

—¡Qué melindroso!

—¡Yo melindroso! —gritó el americano, haciendo saltar los platos de un fuerte puñetazo sobre la mesa—. ¿Eso creéis? ¡Melindroso un yankee que se precia de ser mitad caballo y mitad cocodrilo!

—¡Los cocodrilos no se lo pensarían tanto! —dijo el polaco.

—¿Tú crees, muchacho? Si es así no quiero yo ser menos que un cocodrilo.

Empuñó con decisión una gran cuchara que estaba inmersa en la sopera llena de salsa verde y se llenó vigorosamente su plato; acabada la sopa no dejó por probar ninguno de los otros platos, rata, aletas de tiburón, perro, saltamontes, castañas de agua, y todo ello acompañado de abundantes tragos de sham-shu, fortísimo licor extraído del mijo.

En menos de veinte minutos aquel nuevo Gargantúa había dado buena cuenta de todo ello, rebañando delicadamente todos los platos con su poco delicada lengua.

—Yo creo que un cocodrilo no hubiera hecho más —dijo candorosamente, al ver que ya no quedaba nada que llevarse a la boca—. A decir verdad, todas estas cosas eran realmente excelentes.

La noche la pasaron alegremente, con unas tazas de té florido y fumando. A las diez se retiraron a la habitación que les habían asignado, mientras los barqueros volvían al junco. Después de inspeccionar las paredes para asegurar se de que no había ninguna puerta secreta, atrancaron la de entrada para prevenir cualquier sorpresa y se tendieron en las camas hechas de bambú trenzado y con un tchu-ju-jen, almohada de finísimas cañas verdes que mantiene un frescor muy agradable.

Pocos minutos después roncaban con tal fuerza que hacían temblar las paredes de la habitación.