LA PARTIDA
Al día siguiente de efectuada la apuesta, poco antes de las diez, el americano Korsan, vestido como un plantador cubano, con una larga carabina bajo el brazo, llamaba a la puerta de la casa de Jorge, situada en la orilla septentrional de la isla danesa, casi enfrente del pequeño pueblo de Wampoa.
Salió a abrirle el ayudante del capitán, un jovenzuelo de unos veinte años, alto, robusto, bronceado y de rasgos enérgicos.
Este muchacho, natural de Varsovia, era el mismo que había seguido al capitán Jorge en su viaje a través de China, después de haber sufrido el naufragio en Corea y haber huido de manos de los piratas. Más que llamarlo ayudante del capitán, se le podía llamar su hermano menor, ya que como a tal le trataba su patrón.
—¡Buenos días, sir James! —exclamó alegremente el polaco.
—¡Ah!, ¿eres tú, muchacho? —dijo el americano estrechándole la mano con tanta fuerza que hizo crujir sus huesos—. ¿Qué hace el capitán?
—Está marcando una ruta sobre un mapa. ¿Es cierto que va a buscar la Cimitarra de Buda?
—Seguro, hijo mío. ¡Ya verás qué viaje!
—Sir James, ¿quién es ese señor Buda? ¡Debe haber sido un gran hombre!
—¡Psé! ¡Qué poco sabes, muchacho! —exclamó el americano moviendo desdeñosamente los labios—. ¿Te parece que se puede llamar «gran hombre» a un dios asiático?
—¡Toma! ¿Es un dios este señor Buda? Yo creía que era un guerrero famoso.
—Es un dios, al que estos puercos chinos adoran.
El polaco prorrumpió en una sonora carcajada.
—¡Cuerpo de una pipa! Pero ¿qué hace, sir James?
—¿Qué hago?…
—¡No me lo explico! Usted, el eterno enemigo de los chinos, yendo a la busca de la cimitarra de un dios chino.
—¿Qué quieres que te diga, muchacho? —murmuró suspirando profundamente—. He cometido una gran tontería.
—¡Y qué tontería, sir James! —dijo el polaco, mientras reía hasta saltársele las lágrimas.
—¡Y ya no puedo echarme atrás!
—Lo sé. ¡Ánimo, sir James!, consuélese. Ganaremos veinte mil dólares y una cimitarra milagrosa.
—No digo que no, pero…
—Y venceremos a ese presumido boliviano. Y cazaremos elefantes y rinocerontes.
—Efectivamente, resulta tentador. Al fin y al cabo se trata de un hermoso viaje en el que tendremos que cazar bestias enormes, romper alguna cabeza, cortar unos centenares de coletas, fumar opio, embolsamos una respetable suma y ganar una cimitarra, que no será milagrosa, pero tendrá el valor de llevar un diamante tan grande como una nuez en su empuñadura.
—¿No se arrepiente, pues, de la apuesta?
—No, muchacho, y te lo digo francamente.
—Entonces vayamos a buscar al capitán y a dar una ojeada a la ruta que tenemos que recorrer.
El americano y el polaco entraron en un elegante gabinete, en el que encontraron al capitán Jorge sentado ante una mesa llena de mapas.
—¡Ah! —exclamó el capitán, alzando la cabeza—. ¿Estás aquí, querida sombra?
—Y tú, ¿qué haces ahí, sepultado entre mapas como una rata de biblioteca?
—Estoy trazando la ruta. ¿Lo habéis preparado todo?
—Todo está a punto. El junco de Lue-Koa nos espera en la orilla con el pequeño Min-Sí a bordo. Tienda, mantas, víveres y municiones están ya embarcadas. No se me ha olvidado cambiar veinte mil dólares en diamantes para no llevar demasiado peso.
—Has hecho más de lo que esperaba. Ahora siéntate a mi lado y discutamos un poco el itinerario del viaje.
El americano se sentó junto al capitán mirando con sorpresa aquella confusión de líneas, montañas y ríos trazados sobre el mapa.
—Pero ¿tú ves algo en todos estos garabatos? —dijo.
—Ciertamente, querido James —contestó el capitán desplegando ante él un gran mapa de China sobre el cual había trazado la ruta de Cantón a Yuen-Kiang, y de Yuen-Kiang a Amarapura.
—Yo no creo que esto sirva para nada. Se necesitaría la paciencia de un monje para seguir todos estos trazos, que parecen hechos para confundir a cualquier persona de buena fe. Me vuelvo bizco sólo de mirar…
—Sí, ya sé que tú sólo ves coletas que arrancar…
—Tienes razón —dijo ingenuamente el americano.
—Ahora escúchame. Aquí ves Yuen-Kiang y aquí Amarapura, las dos ciudades que se disputan el honor de poseer la Cimitarra de Buda.
—¡Cuerpo de un cañón! —exclamó el polaco—. ¿Son dos, pues, las ciudades que hemos de visitar?
—Exactamente dos, Casimiro —dijo el americano, que buscaba Yuen-Kiang en Mongolia.
—¿Dónde buscas Yuen-Kiang, James? —preguntó el capitán—. Si vas un poco más allá llegarás a Siberia.
—Yo no soy geógrafo. Bien, ya veo las dos ciudades, y a simple vista me parece que están muy distantes la una de la otra, ¿me equivoco?
—No, están bastante distantes. Ahora se trata de decidir cuál de las dos visitaremos primero. Yo iría a Yuen-Kiang, ¿y vosotros?
—¡Lo que a ti te parezca! —exclamó el americano, muy sorprendido de que su ilustre amigo le pidiera su parecer—. Si dices que es mejor ir primero a Yuen-Kiang, ¡andando!
—Bien, ahora os enseñaré la ruta que seguiremos.
—Corres como un tren.
—Esto es el Si-Kiang; lo remontaremos en barca sin dificultad. ¿Os parece?
—¿Cómo? ¿Iremos a Yuen-Kiang en barca?
—¡Vaya! Yuen-Kiang no está sobre el Si-Kiang.
—¡Cuánto Kiang!
—Lo remontaremos hasta Ou-tcheon, después compraremos caballos y atravesaremos la provincia de Kuang-Si y de Yun-Nan hasta la orilla del Koo-Kiang.
—¿Qué es esto de Koo-Kiang?
—Un río que baña Yuen-Kiang.
—Así que atravesando el Koo-Kiang, ¿entraremos sin más en Yuen-Kiang?
—Exactamente, James. ¿Tienes más observaciones que hacer?
—¿Qué observaciones quieres que haga? Te explicas mejor que un libro abierto.
—Bien…
—Una cosa, que no es una observación. ¿Encontraremos elefantes y rinocerontes para acogotar?
—¡Oh!, sir James —exclamó el polaco—. ¿Quiere pelearse con esas bestias? Le vencerán.
—¡Bah! ¡Bestias chinas!
—¿Acaso son diferentes de las de otros lugares?
—Ciertamente, muchacho. ¿Encontraremos, Jorge?
—A centenares.
—¡Bravo!, vayamos allá. Si esta famosa Cimitarra de Buda no se encuentra en Yuen-Kiang, ¿qué haremos?
—Iremos a Amarapura —respondió el capitán—. ¿Te asusta un viaje a través de Indochina?
—No digo eso, pero pienso que entonces el viaje será bastante largo.
—Tenemos un año de tiempo, James.
—No nos fiemos mucho. Aunque…
—Aunque, si no encontramos el arma en Yuen-Kiang, atravesaremos el río Cambodia o Mey-Kong, después el Saluen y el Mey-Nam, hasta la orilla del Irawadi. Con una barca nos será fácil llegar a Amarapura, llamada la Ciudad de los inmortales.
—¡Qué hombre! —exclamó el americano, asombrado—. Se diría que has hecho cien veces el mismo trayecto.
—¿Os gusta el itinerario?
—Desde luego.
—¿Y estáis dispuestos a hacer cualquier sacrificio para encontrar la cimitarra?
—Haremos todo lo que sea necesario.
—Bien, empecemos por un pequeño sacrificio.
—¡Oh!, ¡oh! —exclamó el yankee un poco inquieto.
—James —dijo el capitán, destapando una botella de viejo whisky y llenando dos vasos—, tú sabes, y bastante mejor que yo, que al gobierno chino no le gusta ver a los extranjeros entrar en su territorio.
—Lo sé —respondió el americano—. Se corre el peligro de perder la cabeza.
—Si nosotros entramos en Kuang-Si vestidos de europeos, nos arrestarán inmediatamente.
—Desdichadamente, así es. ¿Y qué podemos hacer?
—Disfrazarnos de chinos.
—¿Qué dices?
—Será necesario colocarse el pen-see (coleta) en la nuca y vestir la kao-ha-tz (casaca china).
—¿Qué? ¡Vestirme yo de chino! ¡Yo, ciudadano de la libre América, yo, yankee de pura sangre, endosarme la kao-ha-tz!
—Si tienes una propuesta mejor, dila.
El americano permaneció con la boca abierta sin encontrar qué decir.
—James, no es momento para vacilaciones —dijo— ni de suscitar obstáculos.
—Pero ¡capitán!… ¡Yo vestirme, disfrazarme de chino! ¡Un yankee pura sangre pegarse ese repugnante apéndice…!
—¡Al diablo todos los yankees pura sangre!
—Pero todos se burlarán de mí.
—¿Qué importa? Se trata de ganar la apuesta. Además, ¿no te disfrazaste de chino cuando te metiste en aquella pelea de la Ciudad flotante?
El americano no sabía qué decir. Buscaba argumentos, pero no encontraba ninguno.
—¡Vamos! ¿Qué decides? —dijo el capitán.
—¿Qué decido? ¡A colgarse la coleta!…
—Ánimo, sir James —dijo el polaco—. Cuando nos pongamos la coleta, iremos a fumar opio y beber té como los auténticos chinos.
—¿Tú también te pondrás la coleta, Casimiro?
—Ciertamente. Para ganar la apuesta, si es necesario me pinto de azul.
El americano, embarazadísimo, se rascaba furiosamente la cabeza y resoplaba como una foca. Era un gran paso, para él, enemigo eterno de los chinos, endosarse un vestido chino y colocarse la coleta.
—Ánimo, sir James —insistió el polaco—. ¡Que me da pena verlo ahí tan melancólico!
—Pienso en la coleta. ¡Viajar con ese sucio ornamento y calzar un par de ha-tz (sandalias) de suela alta!
—¿Y no te parece justo que en China se viaje vestido de chino? —dijo el capitán, riendo.
—¡Hombre! Quizá tengas razón.
—¿Y pues? —insistió el capitán.
—Pues…, ya que es necesario…, me dejaré…, ¡ea!, me dejaré pintar y vestir.
—Resuelto, pues, James. Nos vestiremos de chinos.
—Con una larga coleta plantada en el cráneo y un par de ojos oblicuos sobre la nariz —añadió maliciosamente el polaco.
—¡Brrr!, ¡qué rabia! ¡Rápido!, ¡qué sacrificio!
—Consuélate, James —dijo el capitán—. Se trata de la cimitarra.
—¡Al diablo la cimitarra y todas las divinidades asiáticas! ¡Ya cuesta demasiados sacrificios esta maldita arma y todavía no hemos empezado el viaje!
El capitán miró su reloj.
—Las once —dijo—. Apenas tenemos tiempo de hacemos nuestra «toilette».
El americano emitió un suspiro, que provenía de lo más hondo de su corazón, y siguió al capitán y al polaco a otra habitación. Allí, no sin un estremecimiento, vio casacas, camisas, calzones, coletas, sombreros, sandalias, y demás objetos indispensables para todo buen hijo del Celeste Imperio.
Un barbero chino rasuró la barba a los tres, embadurnó sus bigotes curvándolos hacia abajo, cortó parte de los cabellos de la nuca y les aplicó una hermosa coleta de noventa centímetros: el pen-see. El americano suspiraba y resoplaba al mismo tiempo; aquella transformación le helaba la sangre.
La tarea de convertirlos en chinos no fue muy larga. Se lavaron con un agua amarillenta que les dejó el color propio de los chinos; se endosaron lapu-saiu o camisa de seda, encima se colocaron el kao-ha-tz, especie de casaca que desciende hasta la rodilla, con una abertura en el lado derecho con botonadura en el pecho, se ciñeron la ku-tz-la, largo cinturón en el cual se sujeta la pipa, los anteojos de cuarzo ahumado y el abanico.
Llegado a este punto, el americano se paró. Sudaba igual que si hubiese realizado un gran esfuerzo.
—Vamos, James —le dijo el capitán—. Ya eres medio chino y poca importancia tiene, ahora ya, el que te conviertas en chino entero.
—Tú di lo que quieras, pero yo estoy realizando «los doce trabajos de Hércules» —respondió el americano.
Con un esfuerzo sobrehumano se decidió a ponerse los calzones y calzarse las sandalias de larga punta y alta suela de fieltro. Se colocó un sombrerito en forma de hongo sobre la cabeza y se precipitó hacia el espejo.
—¿Es posible? —exclamó estupefacto—. ¿Cómo he podido convertirme en un auténtico chino?
Se miró detenidamente los ojos, temiendo que se hubiesen oblicuado, y respiró complacido al ver que todavía permanecían horizontales.
El polaco y el capitán, viéndolo plantado ante el espejo, reían a mandíbula batiente.
—¡Qué magnífico chino! —exclamó Casimiro—. ¡Cuerpo de un cañón! ¡Le juro, sir James, que es usted un soberbio chino!
—¡Bribón! —dijo el americano mientras reía con tal fuerza que hacía temblar las paredes de la habitación.
En aquel momento sonaron las doce del mediodía. En la orilla del río esperaban las barcas de los europeos y americanos de las factorías y el junco con sus seis tripulantes. No había un minuto que perder.
Cerraron las ventanas y la puerta de la casa, para evitar cualquier incursión de los ladrones de Wampoa, que son numerosísimos, y los tres aventureros, armados de carabinas, pistolas y de sólidos bowie-knife (cuchillos de ancha y dura hoja) se dirigieron al río.
Krakner, Olvaez, Barrado, Rodney y una cincuentena de amigos los esperaban.
La despedida fue conmovedora y los buenos deseos no cesaban de ser expresados. Todos deseaban abrazar y besar a los tres intrépidos viajeros que quizá no volvieran nunca más a Cantón.
A las doce y cuarto se dio la señal de partida; el capitán, James y Casimiro ascendieron al junco que se balanceaba vivamente en la marea alta.
—¡Que Dios os acompañe! —gritaron los amigos agrupados en la orilla.
—¡Gracias, amigos! —gritó el capitán saludando con su sombrero—. ¡Dentro de un año, si Dios quiere, volveremos con la Cimitarra de Buda!
A una señal del capitán, los barqueros sumergieron los remos y el junco se alejó de la orilla remontando rápidamente la corriente.