LA FIESTA DE LA COLONIA DANESA
El gran río Si-Kiang, que surca a lo largo de doscientas leguas las provincias meridionales del gigantesco imperio chino, se divide, cerca de su desembocadura, en numerosos canales que forman una infinidad de islas, algunas de las cuales poseen una frondosa vegetación y cuyos habitantes se agrupan en populosas ciudades; otras, en cambio, permanecen totalmente estériles, pantanosas, desiertas.
Después de la guerra anglo-china de 1840, más conocida con el nombre de Guerra del opio, un cierto número de europeos y no pocos americanos, aprovechando la autorización forzosamente concedida por el imperio chino, ocuparon algunas de aquellas islas, levantando importantes factorías. Obligados a huir al estallar la guerra de 1857, los colonos volvieron apenas firmada la paz, reconstruyeron los establecimientos destruidos por los chinos y reanudaron las relaciones comerciales con Cantón, Wampoa, Fatscham, Samschui, Schuck-Wan, Isi Nan y otras ciudades, de las cuales obtenían incalculables riquezas. En 1885, época en que comienza nuestra historia, estas colonias habían alcanzado un alto grado de esplendor.
La noche del 17 de mayo de ese año, la colonia danesa, con ocasión de la llegada de un navío de guerra, daba en los amplios jardines de la factoría una brillantísima fiesta, a la cual habían sido invitados europeos, americanos y chinos.
Un gentío extraordinario, alegre, ruidoso, se agitaba en los jardines espléndidamente iluminados con millares y millares de farolillos de colores.
Se podía ver allí a ricos chinos vestidos de gala, de una obesidad respetable y con la coleta más larga de lo corriente, con capas de seda rosa o azul recamadas en oro; mandarines soberbios y majestuosos con el distintivo de su grado sobre el casquete (ting-nao) o sobre el sombrero cónico de fieltro (pong-roi-mo), con telas de magnífica seda, estampada con dibujos de dragones, cigüeñas, lunas sonrientes y cabezas de monstruos; intelectuales de todas clases, graves, recogidos, silenciosos, con las indispensables antiparras (yen-king) de montura de cuerno; elegantes jóvenes de la aristocracia con un círculo de cabellos erizados alrededor de la trenza, sandalias altas con suela de fieltro e hinchados cintos llenos de oro para despilfarrar en las mesas de juego; y en medio de aquella ola de cabezas lisas y amarillentas como membrillos y la ola de abanicos de papel pintado, se agitaban capitanes de marina, plantadores, traficantes, armadores, banqueros; ardientes criollas lujosamente vestidas y luciendo los más bellos diamantes de Visapora; morenas españolas, rubias danesas, rígidas inglesas y elegantes francesas haciendo alarde de la última moda de París.
Muchos de los invitados bailaban al son de una ruidosa orquesta portuguesa, traída expresamente de Macao, otros se afanaban alrededor de la gran mesa, sorbiendo el té en tacitas de porcelana Ming color «cielo-después-de-la-lluvia». Más allá, en uno de los rincones más apartados del jardín, bajo un espeso bosquecillo de magnolias iluminado por farolillos de talco, un grupo de una docena de personas jugaba al whist.
El grupo estaba formado por el portugués Olvaez, el americano Krakner, el inglés Perkins, el español Barrado, cuatro daneses de la colonia, dos holandeses y dos alemanes, todos ellos adinerados, que ganaban o perdían importantes sumas sin pestañear.
—¡Ea! —exclamó el americano Krakner, empujando ante si un grueso fajo de dólares—, esta noche ni yo ni Perkins somos afortunados. Estos dos bergantes de Olvaez y Barrado deben estar bien entrenados, para tragarse mil dólares en menos de dos horas. ¿Habéis encontrado algún maestro en Macao?
—¡Eh! —dijo el portugués Olvaez, entornando los ojos a la vez que atraía hacia sí los dólares ganados—. ¿Creéis que íbamos a venir a desafiar a los más fuertes jugadores de whist sin haber tomado lecciones antes? Hemos encontrado en Macao un excelente amigo, un jugador consumado, capaz de batiros a todos vosotros.
—Permíteme dudarlo, Olvaez —respondió el americano—. Conozco un jugador capaz de hacer desaparecer cien pies bajo tierra a tu célebre maestro. ¿Acaso has olvidado al capitán Jorge Ligusa?
—Precisamente digo que he encontrado a tan consumado jugador, porque he encontrado al capitán Ligusa, de quien soy amigo.
—¡Ah! ¿Fue el capitán a daros lecciones? ¿Dónde lo habéis encontrado?
—En Macao, adonde había ido con objeto de cazar no sé qué pájaro que faltaba en su colección.
—¡Qué bribón! ¿Conque se permite recalar en Macao sin notificarlo a los amigos? Pero aquel maldito Korsan no le habrá abandonado.
—Es natural. Después de la famosa zambullida de la Ciudad flotante no se ha visto al capitán Jorge sin Korsan, ni a Korsan sin el capitán.
—¡Toma! —exclamó el inglés Perkins—. ¿Un chapuzón…?
—Tú sabes más cosas, Olvaez —dijo el americano—. Explícanoslas.
—No me haré rogar —replicó el portugués—. Todos vosotros sabéis que el capitán Jorge posee una magnífica colección de aves exóticas chinas. Tuvo noticia de que un chino de la Ciudad flotante poseía un extraño pájaro; se disfrazó de barquero y se trasladó hasta allí. El americano Korsan, que tiene tres o cuatro avechuchas embalsamadas, se empeñó por su parte en comprar él el dichoso pájaro, y corrió a la Ciudad flotante; pero, como es normal en él, se mezcló en una pelea y recibió un puñetazo con potencia suficiente como para enviarlo, medio aturdido, al río. La fortuna quiso que en aquel momento llegase el capitán, el cual hizo retroceder a los chinos, y se lanzó al agua, salvando a Korsan de una muerte segura. Desde aquel día, James Korsan se convirtió en la sombra, en el amigo inseparable del capitán Jorge.
—¡Qué bergante está hecho ese Korsan! —exclamó el americano Krakner, en medio de una carcajada.
—¡Siempre tiene que hacer alguna de las suyas!
—Ese diablo de hombre odia ferozmente a los chinos —dijo Olvaez—. No puede resistir la tentación de tirarles de la coleta.
—Entonces no vendrá el capitán —dijo el español Barrado.
—¿Por qué? —interrogaron al mismo tiempo los jugadores.
—Porque si viene traerá con él a Korsan, y éste es capaz de meterse en cualquier lío por arrancar alguna coleta.
Todos los jugadores prorrumpieron en una ruidosa carcajada.
—El capitán vendrá igualmente —dijo un danés—. Me lo ha dicho él mismo. Vamos, amigos, continuemos la partida.
Transcurrió media hora, durante la cual el americano Krakner y el inglés Perkins perdieron otros mil dólares, embolsados de nuevo por el portugués Olvaez y el español Barrado. Los jugadores iban a empezar una tercera partida, cuando un clamor ensordecedor se escuchó cerca de la orilla del río.
—¿Todavía más invitados? —interrogó el americano barajando las cartas—. ¡Oh! Hay dos personas inspeccionando las mesas de juego… ¡Ah!, es el capitán seguido por ese feroz compatriota mío llamado Korsan.
—¡Cierto! —exclamó el español Barrado—. Verdaderamente son inseparables.
En efecto, el capitán Jorge, el rey del whist, o también, el hombre de la sombra viviente, se acercaba con pasos rápidos, seguido de su inseparable compañero James Korsan, el cual se volvía a cada paso para observar con curiosidad la ola de sombreros de bambú y las largas coletas de los bailarines chinos.
Jorge Ligusa, capitán de la marina mercante, era un genovés, de unos treinta años, de estatura elevada, gesto duro, enérgico, bronceado por el sol de los Trópicos, de ojos negrísimos, relampagueantes, espeso bigote y cabellera rizada. Había dado la vuelta al mundo veinte veces, y en la vigesimoprimera vuelta, naufragó en la costa meridional de Corea, perdiendo navío y carga. A duras penas pudo salvarse junto con un muchacho polaco, y permaneció prisionero, durante dos largos años, de una banda de piratas; pero una noche de tempestad huyó con su compañero, alcanzando la costa china. Anduvo de ciudad en ciudad, disfrazado unas veces de barquero, otras de comerciante o buhonero, hasta llegar a Cantón donde, después de hacerse con un poco de dinero, se dedicó al comercio. Unas afortunadas especulaciones con té y otros productos le proporcionaron, en poco tiempo, una importante fortuna.
Amante de la buena vida, buen cazador, buen jugador, un poco hombre de ciencia, buen geógrafo, era el hombre más popular de los hongs o factorías, y los colonos andaban a la greña, disputándose su amistad.
El otro, James Korsan, era un americano de Nueva York, de unos treinta años también, grueso, con hombros poderosos, piernas larguísimas, manos que casi parecían mazas de fragua, enorme cabeza poblada por un espeso bosque de rubios cabellos, y una nariz roja como una amapola, una auténtica nariz de bebedor de whisky.
Era un hombre brutal como un rinoceronte y dotado de una fuerza hercúlea, de los que en América eran motejados de «mitad caballo y mitad cocodrilo». Inmensamente rico, había abandonado el comercio y dedicaba todo su tiempo a reñir con los cargadores de los hongs o con los barqueros, llevándose como trofeo, casi siempre, alguna coleta. Era, en suma, el terror de los chinos, los cuales le huían como a una bestia feroz. En los hongs, se le llamaba «Gargantúa»,
o también «el tragón», por la extraordinaria capacidad de su estómago y por su desenfrenada pasión por el beef-steak y el whisky. También se le conocía como la sombra viviente del capitán, ya que no se separaba casi nunca de éste.
Los dos amigos, que parecían tener cierta prisa, no tardaron en llegar hasta el bosquecillo de magnolias. Doce manos se tendieron a su alrededor.
—Me parece imposible estaros viendo —dijo Krakner—. ¿Qué habéis hecho para llegar tan ruidosamente?
—Traemos novedades, señores —respondió el capitán después de vaciar una copa de porto.
—¡Oh, oh! —exclamaron los jugadores.
—Dentro de diez minutos llegarán unos viajeros que todos conocéis. ¿No sabéis nada?
—Absolutamente nada —dijo Olvaez—. Dínoslo tú, ¿quiénes son?
—Me dirigía con mi sombra a esta isla, cuando he encontrado al señor Bourdenais que se dirigía en su k’waiting (especie de barca, muy parecida a la góndola veneciana) hacia el hong francés. Me ha dicho que Cordonazo y Rodney han llegado.
—¡El viajero Cordonazo! —exclamaron los jugadores.
—Sí, el señor Bourdenais iba a recogerlo a un buque mercante procedente de Saigón —añadió el capitán.
Los jugadores se levantaron dejando las cartas. Ninguno ignoraba que Cordonazo y Rodney, boliviano el uno, inglés el otro, habían partido un año antes hacia Indochina con el intento de hallar la cimitarra de un dios asiático. La noticia de su llegada les había agitado vivamente.
—Pero ¿estáis seguros de que han vuelto? —interrogó Krakner, que no pensaba continuar jugando.
—Segurísimo. Dentro de diez minutos estarán aquí.
—Capitán Jorge, ¿crees que habrán encontrado lo que buscaban? —preguntó un danés.
—Tengo mis dudas. En la última carta que escribieron desde Saigón no mencionaban la cimitarra.
—Pero ¿qué arma buscaban? —inquirió algún jugador.
—La Cimitarra de Buda.
—¿La Cimitarra de Buda?
—¿No habéis oído hablar de ella?
—Nunca —respondieron a coro los jugadores.
—Pues todos los chinos han hablado y aún hablan de ella.
—¿Es un arma valiosa? —preguntó Olvaez.
—Mi amigo Jorge debe conocer la historia de esa arma —dijo Korsan, que entre palabra y palabra continuaba dirigiendo significativas miradas sobre las rasuradas cabezas de los chinos.
—Explícate pues, capitán —gritó Krakner.
—Que hable, que hable —pidieron los jugadores.
El capitán se disponía a explicar la historia, cuando su atención se vio atraída por un grupo de personas que avanzaba rápidamente hacia su mesa.
Reconoció inmediatamente, en medio de aquellas personas, al boliviano Cordonazo y al inglés Rodney.
—¡Señores! —exclamó el capitán—. Los viajeros están aquí.
Los doce jugadores se levantaron como un solo hombre y corrieron al encuentro de los recién llegados, que fueron rodeados en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Viva Cordonazo! ¡Viva Rodney! —fue el grito que se alzó bajo el bosquecillo de magnolias.
Los dos viajeros, conmovidos, abrazaban a unos y estrechaban calurosamente las manos de otros.
Krakner y Olvaez les hicieron sitio en la mesa, descorcharon varias botellas de jerez y les acercaron unos vasos rebosantes del licor.
—¡A vuestra salud! —gritó el americano.
—¡A la vuestra, amigos! —respondieron los dos viajeros.
Una lluvia de preguntas siguió al brindis. Todos querían saber dónde habían ido, qué habían visto, qué les había sucedido, si habían encontrado la valiosa cimitarra…
Los viajeros, aturdidos por tantas preguntas, no sabían a quién ni a cuál responder.
—Pero ¿acaso queréis ahogamos? —dijo el boliviano—. Un poco de calma, por favor, amigos míos.
—¡Silencio todo el mundo! —gritó Krakner—. Si los bombardeamos con nuestras preguntas de este modo, no podrán explicar la historia de la cimitarra, ni las peripecias del viaje.
—¡Silencio! ¡Silencio! —exclamaron a coro los jugadores—. Oigamos la historia de la cimitarra.
—¿Así no sabéis nada de la endemoniada cimitarra? —dijo el boliviano por cuya frente pasó como una nube.
—No —respondieron todos.
—¡Y menos aún sabemos por dónde habéis andado! —añadió Olvaez, asumiendo la responsabilidad de responder en nombre de todos los asistentes.
—Prestad atención. Entre copa y copa os explicaré nuestro viaje y algunas cosas más.
El auditorio había aumentado rápidamente y, mientras disponían nuevas botellas de jerez y más copas, se acomodaron alrededor de la mesa para escuchar la narración, que prometía ser interesante. El más profundo silencio reinó inmediatamente en el bosquecillo.
—Amigos míos —empezó Cordonazo—, debéis saber que la historia se remonta al siglo pasado y más exactamente al año 1786. En aquel año, un número extraordinario de chinos se trasladó en peregrinación al lago de Manasa-Wara, lugar santo de los budistas y especialmente de los tibetanos, que van allí a esparcir las cenizas de sus muertos, creyendo de buena fe que desde aquel sitio van a parar al regazo de Buda. Entre estos chinos estaba Kubilai Chu, príncipe de Kuang-Si, uno de los más fervientes seguidores del dios. Una noche, navegando este príncipe por el lago, se vio sorprendido por una gran tempestad que hizo naufragar su embarcación y sepultó entre las aguas a todos sus compañeros. Al verse en trance de perder la vida invocó la ayuda de Buda, y así pudo alcanzar la costa sano y salvo, refugiándose en una caverna. Pocos minutos después escuchó un gran ruido en el fondo de su refugio y ante sus ojos apareció un fuego que comenzó a danzar ante él haciéndole evidentes signos de que le siguiera. Empujado por la curiosidad, Kubilai Chu siguió aquel fuego y, pasando entre tortuosas galerías, llegó a una amplia caverna llena de restos humanos, en el centro de los cuales brillaba una cimitarra parecida a la que utilizaban los tártaros, con la hoja de finísimo acero y la empuñadura de oro con un diamante, tan grande como una nuez. En una de las caras de la hoja estaba escrito el nombre de Buda en sánscrito, y en la otra había una serie dé signos que nadie fue capaz de descifrar más. Kubilai Chu, convencido de que el arma había pertenecido a Buda, la recogió y al volver de su viaje la regaló a Khien Lung, emperador de China y señor suyo, el cual hizo la colocasen en uno de los cuarenta edificios del famoso Palacio de Verano.
—Bien —dijo Krakner, retirando su cigarro para prestar más atención.
—Esta arma —continuó Cordonazo después de humedecer su garganta con una copa de jerez que se consideraba milagrosa, era ambicionada por todo el pueblo budista. Llegaban ofertas fabulosas de Birmania, Tonkín, Siam e incluso del rajá de la India; pero todas en vano. En 1792, mientras el emperador Khien Lung estaba ocupado en festejar la embajada de lord Macartney en el palacio de Gheol en Tartaria, le llegó la triste noticia del robo de la cimitarra.
—¿Quién la robó? —preguntaron ansiosamente algunos jugadores.
—No se sabía. Unos decían que una banda de atrevidos ladrones, otros que un grupo de birmanos; también se decía que pudieran ser unos japoneses pagados por el mikado, y se pensaba, en fin, que quizá fueron unos indios. Khien Lung envió emisarios a todos los estados de Asia, pero la búsqueda resultó infructuosa. Después de la muerte de Khien Lung, en 1801, corrió la voz de que la cimitarra había sido robada por un mandarín de Yuen-Kiang, fanático seguidor de Buda. Se decía también que el ladrón la había ocultado en un templo budista de su ciudad. El emperador Kia-King, sucesor del trono, proporcionó a algunos de sus más fíeles súbditos un diseño de la preciada arma y los envió a Yun-Nan a buscarla, pero ninguno de los enviados obtuvo resultados positivos. Los que no regresaron con las manos vacías fueron asesinados, la mayoría de ellos por los bonzos. En 1857, mientras cazaba cerca de la costa de Konang-Si, fui invitado por un chino, hijo de uno de los emisarios enviados por Kia-King, que conservaba todavía un diseño de la Cimitarra de Buda. Le compré el diseño y volví a Cantón donde se lo mostré a mi amigo Rodney, el cual me propuso partir en busca del arma.
—¡Atractivo proyecto! —exclamó Krakner.
—Decidimos, pues, ponemos rápidamente en camino hacia Yun-Nan —prosiguió el boliviano con cierto orgullo—. No podían encontrarse dos personas más idóneas para una empresa tan difícil y peligrosa.
—¡Demasiado idóneos! —bromeó Korsan sonriendo.
—El viaje, señores míos, era todo lo contrario de un viaje de placer en aquellas regiones ignotas, pobladas por hombres sanguinarios. Se necesitaban hombres de hierro, dotados de un coraje extraordinario y de una energía excepcional.
—¡Héroes, en definitiva! —exclamó el capitán lanzando una mirada muy expresiva sobre el vanidoso boliviano.
—Efectivamente, señores, ¡auténticos héroes! —continuó Cordonazo—. A pesar de los peligros que me esperaban, partí en compañía de mi amigo Rodney.
—¿Y después? —preguntó el capitán Jorge con impaciencia.
—Nos pusimos en marcha a finales de enero de este año, con un guía chino y varios caballos cargados de fusiles, pólvora y municiones.
—¡Diablos! —exclamó Krakner—. ¿Pretendíais conquistar alguna provincia?
—Quería clavar la bandera boliviana en el corazón de Yun-Nan y tomar posesión, si podía, de una buena parte de la provincia —contestó Cordonazo.
—Lo cual no habéis hecho —dijo Olvaez, riéndose de aquella fanfarronada.
—Cierto, pero por poco. Después de ponernos en marcha, nos dirigimos hacia el Po-Kiang. ¡Qué marcha, amigos! Ningún viajero de los tiempos antiguos o modernos encontró y venció tantos obstáculos.
—Pero el Po-Kiang no está muy lejos —observó Krakner.
—Cierto, pero el guía nos traicionó llevándonos a través de montañas inaccesibles, bosques y pantanos, lugares, en fin, en los que nada teníamos que hacer, sino correr peligros.
—¿Y no os dabais cuenta de ello? —preguntó el capitán.
—Ni yo ni Rodney conocíamos el país.
—¡Qué viajeros más valientes! ¡Marchar sin haber estudiado primero el país!
—¡Hubiera querido verle a usted allí, señor capitán! —exclamó el boliviano.
—¡Hubiera ido directamente y habría encontrado la Cimitarra de Buda! —exclamó Korsan.
—También a su capitán le habrían tomado el pelo.
—Lo dudo, señor Cordonazo —dijo Jorge.
—¿Porque es marino?
—¡Señor!
—¡Oh, oh! —exclamó Olvaez—. ¿Queréis pelearos? Un poco de calma, ¡diantre!
—Guardemos silencio —gritó Krakner—. Si continuamos así no podremos escuchar el final de tan maravilloso viaje.
—Continúe, Cordonazo. ¡Siga adelante! —solicitaron los jugadores.
—Tenéis razón, amigos —dijo el boliviano—. Vuelvo a tomar el hilo de la narración. Os decía que estábamos junto al Po-Kiang, un río Heno de remolinos y tan ancho como diez veces el Támesis, y…
—¡Qué dices! —exclamó el inglés Rodney—. Te has vuelto loco, amigo mío.
Korsan soltó una sonora carcajada, que pronto encontró imitadores.
—¿Te ha sabido mal que comparase el Po-Kiang a diez Támesis? —dijo el boliviano, sonrojándose hasta el blanco de los ojos.
—Un poco, lo confieso. He observado que el rey de los ríos ingleses es más ancho que el Po-Kiang.
—¡Bien por mi cazador de rinocerontes! —exclamó Korsan.
—¿Acaso quiere provocar una pelea? —dijo el boliviano.
—¡Pero señores! —exclamó Krakner—. ¿Es que están todos rabiosos esta noche?
—¡Silencio! —gritaron algunos.
—¡Que continúe!, ¡que continúe! —gritaron otros.
El boliviano, más rojo que una amapola, parecía que iba a estallar. Tuvo que beber tres copas más de jerez antes de poder proseguir su desgraciado relato.
—Una vez atravesado el gran río —continuó— nos aventuramos a través de la inmensa llanura de Kuang-Si, pasando por lugares por los que veinte hombres hubieran retrocedido, sembrando el camino de cadáveres…
—Y de oro —interrumpió Rodney.
—Ciertamente, de cadáveres y de oro. No les describiré la marcha a través de las selvas de Yun-Nan, pobladas por tigres, elefantes y rinocerontes, y llenas de pantanos donde nos acechaban las más terribles fiebres.
—Pero los hombres de hierro no son atacados por las fiebres —dijo Olvaez, disgustado por aquellas fanfarronadas que Rodney parecía desaprobar.
—Hubiesen abatido incluso a hombres de granito —dijo el boliviano—. ¡Qué fiebres! ¡Nos hacían castañetear los dientes bajo un calor de 60 grados! En la frontera tonkinesa, después de una espantosa batalla, caímos en manos de un feroz bandido y permanecimos prisioneros durante seis meses. Una noche huimos después de matar a todos aquellos bandoleros.
El inglés Rodney, que fumaba, levantó la cabeza mirando con sorpresa a su compañero. A los jugadores no se les escapó aquella mirada y ya no dudaron de que lo que el boliviano les estaba explicando era un cuento fenomenal.
—A las puertas de Yuen-Kiang —continuó Cordonazo— forcejeamos con los guardias chinos que no nos dejaban pasar. Nuestro valor triunfó e irrumpimos en la ciudad dedicándonos valientemente a la busca de la cimitarra. Los templos fueron examinados minuciosamente, los bonzos torturados, pero, sorpresa inexplicable, ¡el arma no aparecía!
—¡Cómo! —exclamaron los jugadores—. ¿La cimitarra no estaba allí?
—¡No, ya no estaba! Y no habiéndola encontrado, yo creo firmemente que ha sido destruida.
—Una destrucción un tanto dudosa —dijo el capitán.
—¿Por qué, si hace el favor de explicarse? —dijo el boliviano, mirándolo de arriba abajo.
—Porque podría haber sido escondida en cualquier otra ciudad que no se les ocurrió visitar.
—¡Caray! —exclamó Cordonazo, golpeando furiosamente la mesa con el puño.
—¿No habéis oído hablar nunca de Birmania, señor Cordonazo?
—¿De Birmania?
—A Birmania siempre se la hace entrar en la historia de la Cimitarra de Buda. Por si lo ignoráis, os diré que los chinos sospechan que el arma ha sido llevada a Amarapura.
—¡A Amarapura! —exclamó Cordonazo con los dientes apretados.
—¡Oh! —exclamó Olvaez—. ¿Cómo se os ha escapado este interesante detalle, Cordonazo?
—Pero ¿quién me asegura que la cimitarra se encuentra en Amarapura? —dijo el boliviano, mirando torvamente al capitán.
—¿Y quién le asegura que la Cimitarra de Buda debía encontrarse en Yuen-Kiang? —respondió a su vez el capitán Jorge.
—Los escritos chinos, señor capitán.
—Y los escritos chinos dicen también que probablemente se encuentra en Amarapura.
—Señor Cordonazo, creo que ha utilizado informaciones falsas —dijo Krakner.
—¡Imposible! —exclamó el boliviano.
—Pues los hechos así lo prueban —confirmaron algunos jugadores.
—¿Queréis decir, pues, que yo no era el hombre capaz de encontrar esa maldita cimitarra? —dijo el boliviano con ira.
—¡Podría ser! —gritó Korsan mientras daba un puñetazo en la mesa.
—¿De veras? —gritó Cordonazo—. Me hubiera gustado ver a su capitán en mi lugar.
—¡Señor! —dijo el capitán levantándose.
—Yo digo que la hubiera encontrado —rugió el americano, que empezaba a exaltarse.
—¡Un poco de calma! —pidió Barrado.
—Hubiera hecho diez veces menos de lo que yo he hecho —replicó el boliviano.
—¿Lo cree así, señor Cordonazo? —interrogó el capitán, pálido de ira.
—Lo creo.
—Señor, ¿aceptaría una apuesta?
—Y diez, si lo desea.
—Bien. ¡Apuesto cualquier suma a que dentro de un año vuelvo con la Cimitarra de Buda!
—¡Usted! —exclamaron a una los jugadores.
—Yo, el capitán Jorge Ligusa.
—¡Y yo que soy tu sombra te acompañaré! —gritó el americano Korsan—. ¡Por Júpiter! Fije la suma, señor Cordonazo, y mañana mismo marcharemos hacia Yun-Nan. ¿Acepta?
—Seguro que acepto —dijo el boliviano—. Quiero ver qué sois capaces de hacer en Yun-Nan.
—Basta ya —dijo el capitán—. Señores, todos ustedes son testigos de que nosotros, Jorge Ligusa y James Korsan, hemos aceptado la apuesta. Ahora, señores, fijen la cantidad.
—Si ustedes aceptan, veinte mil dólares.
—Aceptado —respondieron Jorge y Korsan.
—Aceptado —dijo Cordonazo.
El capitán rechazó su silla mientras Olvaez y Krakner vaciaban las copas.
—¡Por el buen éxito de la empresa! —gritaron los jugadores alzando sus copas.
—Gracias, amigos —respondió el capitán conmovido—. Hasta mañana al mediodía en mi casa.
Cincuenta manos se tendieron a su alrededor. Las estrechó una a una y se alejó seguido de su inseparable amigo, mientras un último grito retumbaba bajo los árboles sepultando el ruido de la orquesta y de los numerosos bailarines.
—¡Viva el capitán Jorge! ¡Hurra por la Cimitarra de Buda!
Numerosos gritos de entusiasmo corearon su marcha, mientras los dos camaradas cruzaban por entre las mesas y los farolillos de colores del bosquecillo de magnolias, oyendo a su alrededor los cantarines sonidos de los dialectos chinos y exclamaciones en todos los idiomas de la tierra. La fiesta de la colonia danesa continuaba.