21

Eran las nueve pasadas cuando detuve el coche ante la casa. El jardín estaba vacío. La fuentecita lanzaba un chorro de agua de tres metros de altura que caía sobre sí produciendo destellos nevados y esmeraldinos. Una máquina eléctrica de cortar el césped gemía en una de las terrazas de atrás y los aspersores rociaban los helechos gigantes y moteados de sol que bordeaban los senderos de grava. El aire olía a jazmín, a bosque tropical.

Llamé al timbre y me abrió una de las doncellas. Pregunté por Glen y me murmuró algo en español, al tiempo que alzaba los ojos hacia la planta superior. Deduje que Glen estaba arriba.

La puerta de la habitación de Bobby estaba abierta y Glen estaba sentada en uno de los sillones con las manos en el regazo y la cara impasible. Al verme sonrió de un modo casi imperceptible. Parecía agotada, se le habían acentuado las arrugas bajo los ojos. Se había maquillado por encima, pero el maquillaje sólo había conseguido realzarle la palidez de las mejillas. Llevaba un vestido de punto de un rojo demasiado chillón para ella.

—Hola, Kinsey —dijo—. Siéntese.

Lo hice en el otro sillón.

—¿Cómo se encuentra?

—No muy bien. Creo que paso aquí arriba demasiado tiempo. Sin hacer nada. Esperando a Bobby —su mirada se encontró con la mía—. No en sentido literal, por supuesto. Soy demasiado cerebral para creer en el retorno de los muertos. Pero creo que hay algo más, algo que no puede desaparecer tan fácilmente. ¿Sabe a qué me refiero?

—No. No del todo.

Se quedó mirando al suelo, como quien consulta con sus voces interiores.

—En parte es un sentimiento de traición, supongo. Yo era una mujer valiente y hacía todo lo que se esperaba de mí. Era una actriz y ahora quiero que se me pague por ello. Pero la única recompensa que me atrae es recuperar a Bobby. Por eso espero —paseó la mirada por el cuarto como si estuviera haciendo fotos. A pesar del contenido emocional de sus palabras me parecía demasiado abatida. Decía cosas humanas, pero de un modo mecánico—. ¿Ve eso?

Seguí la dirección de su mirada. En la alfombra blanca aún se distinguían las pisadas de Bobby.

—No quiero que limpien este cuarto —prosiguió—. Sé que es ridículo. No quiero convertirme en una de esas mujeres asustadizas que erigen altares a los muertos y lo conservan todo como estaba. Pero tampoco quiero borrar su presencia. No quiero que desaparezca como si tal cosa. Ni siquiera tengo ganas de revolver sus enseres.

—No hay ninguna necesidad de hacer nada todavía, ¿no cree?

—No. Supongo que no. No sé qué haré con la habitación de todos modos. En la casa hay docenas y todas vacías. Otra cosa sería que tuviese necesidad de transformarla en estudio o en cuarto de costura.

—Lo fundamental es no abandonarse.

—No se preocupe. Sé bastante de esas cosas. El dolor es una enfermedad para la que no hay curación. Lo que me preocupa es que me doy cuenta de que en cierto modo me seduce. Sufro, pero el sufrimiento por lo menos hace que me sienta cerca de él. De tarde en tarde advierto que estoy pensando en otras cosas y me siento culpable. No sufrir se me figura una deslealtad, incluso olvidar por un instante que ha muerto se me figura una deslealtad.

—No sea cruel consigo misma y no sufra más de lo que es justo —dije.

—Es lo que intento hacer poco a poco. Cada día me lamento una pizca menos. Como cuando se quiere dejar el tabaco. Mientras tanto finjo que soy una persona íntegra y cabal; pero no lo soy. Ojalá se me ocurriera algún remedio. Señor, Señor, no debería darle tantas vueltas. Me siento como quien ha sufrido un ataque al corazón o una operación vital. No hago más que hablar de ello, de lo que me ocurre a mí —volvió a hacer una pausa, transcurrida la cual pareció recordar que existían la educación y los buenos modales—. ¿Qué ha estado usted haciendo?

—Esta mañana he ido al St. Terry para ver a Kitty.

—¿Sí?

Su expresión delataba una falta de interés total.

—¿No podría usted ir a verla?

—No, nunca. En primer lugar, me da rabia que ella esté viva y Bobby no. Además, me enfurece que Bobby le haya dejado ese montón de dinero. Desde mi punto de vista, es acaparadora, autodestructiva, manipuladora… —se interrumpió y estuvo en silencio unos instantes—. Disculpe. No quería ser tan impulsiva. Nunca me ha gustado esa chica. Y el que ahora esté en apuros no cambia las cosas. Ella es la única responsable de lo que le ocurre. Pensaba que siempre habría alguien dispuesto a echarle una mano, pero no voy a ser yo. Y Derek no es capaz de hacerlo.

—Me han dicho que se ha ido de casa.

Se removió con inquietud.

—Tuvimos una pelea sonada. No acababa de irse y tuve que llamar a uno de los jardineros. Siento por él un gran desprecio. Me asquea pensar que durante todos estos años ha dormido en mi cama. Y no sé qué es peor, haber suscrito esa póliza asquerosa a nombre de Bobby o que carezca de la menor sensibilidad para darse cuenta de lo vil de su proceder.

—¿Podrá cobrarla?

—El se figura que sí, pero yo tengo intención de impugnarla cláusula por cláusula. Ya he puesto sobre aviso a la compañía de seguros y me he puesto en contacto con un bufete de Los Ángeles. Quiero que desaparezca de mi vida. Me trae sin cuidado el precio que tenga que pagar, aunque cuanto menos me robe, mejor. Por suerte firmamos un contrato matrimonial, aunque me ha dicho que lo recusará si yo recuso el cobro de la póliza.

—Se preparan ustedes para una guerra en serio, ¿eh?

Se frotó la frente con cansancio.

—Fue horrible. Llamé a Varden para ver si podía solicitar una orden de embargo contra él. Es una suerte que no hubiera una pistola en la casa, de lo contrario uno de los dos estaría muerto ahora.

Guardé silencio.

Pasado un rato, pareció recuperarse.

—No quería exaltarme tanto. Tiene que parecerle una locura todo lo que le digo. En fin. Ya basta. No creo que haya venido usted para oírme despotricar. ¿Le apetece un café?

—No, gracias. Sólo quería saber cómo se encontraba y ponerla al corriente. Se trata de Bobby, en un noventa por ciento, o sea que si no quiere que hablemos de ello ahora puedo volver en otra ocasión.

—No, no, adelante. Así podré pensar en otra cosa. Quiero que averigüe usted quién lo mató. Creo que es el único consuelo que soy capaz de concebir. ¿Qué ha descubierto hasta ahora?

—No mucho. Estoy reconstruyendo el caso pieza por pieza, pero en el fondo no estoy segura del material que obra en mi poder. Es posible, por ejemplo, que alguien me haya mentido, pero no puedo afirmarlo con certeza porque desconozco la verdad.

—Entiendo.

Titubeé, extrañamente reacia a hacerla partícipe de mis conjeturas. Especular sobre el pasado de Bobby se me antojaba un entrometimiento, y de muy mal gusto ponerme a hablar de los detalles de su vida privada con una mujer que hacía esfuerzos sobrehumanos por superar la conmoción que le había producido su muerte.

—Creo que Bobby estaba liado con una mujer.

—No es una novedad. Recuerdo que yo misma le dije que salía con no sé quién.

—No me refiero a esa mujer. Me refiero a Nola.

Se me quedó mirando de hito en hito, como aguardando la coletilla del chiste.

—No habla usted en serio.

—Por lo que sé, Bobby se veía con una mujer de la que acabó enamorándose. Ese fue el motivo principal de que rompiera con Carrie St. Cloud. Tengo razones para creer que se trataba de Nola Fraker, pero aún debo comprobarlo.

—No me gusta esto. Espero que no sea verdad.

—No sé qué más decirle. A mí me parece que encaja.

—¿No dijo usted el otro día que estaba enamorado de Kitty?

—Puede que «enamorado» no sea la palabra exacta. Creo que la quería mucho. Lo cual no significa que obrase en consecuencia. Ella dice que entre ellos no había nada y me siento inclinada a creerle. Si hubieran tenido una relación sexual, estoy segura de que usted habría sido la primera en saberlo, aunque sólo hubiera sido por el factor sorpresa. Ya sabe usted cómo es Kitty. Está confusa, aún tiene que madurar mucho, y Bobby sabía muy bien cuál era la actitud de usted hacia ella. En cualquier caso, lo que Bobby sintiera por Kitty no habría impedido la intervención de otra mujer.

—Pero Nola está felizmente casada. Ella y Jim han estado aquí docenas de veces. Nunca hubo el menor indicio de que hubiera nada entre ella y Bobby.

—Usted se limita a manifestarme su opinión, Glen, pero así es como ocurren estas cosas. Usted tiene una aventura clandestina. Usted y su amante coinciden en el mismo acontecimiento social y se comportan con educación, con distancia, como si nada hubiera entre ustedes… aunque tampoco hay que exagerar porque llamaría la atención. Se rozan la mano junto a la ponchera, se miran furtivamente de un extremo a otro de la sala. Es un juego muy excitante del que luego, cuando se reencuentran en la cama, se ríen como niños que se la han pegado a los adultos.

—Pero ¿por qué Nola? Es ridículo.

—A mí no me lo parece. Es una mujer hermosa. Puede que se encontraran por casualidad y surgiese el flechazo de pronto. O puede que se estuvieran viendo durante años. Es muy probable que comenzara el verano pasado, porque no creo que Bobby estuviera relacionado a la vez con ella y con Carrie durante mucho tiempo. En ningún momento me pareció el típico galán que tiene dos amantes a la vez.

Le cambió la cara y se me quedó mirando con intranquilidad.

—¿Sí? —dije.

—Es que acabo de recordar algo. Derek y yo estuvimos en Europa este verano. Al volver me di cuenta de que veíamos a los Fraker más que de costumbre, pero no le di importancia. Ya sabe cómo son estas cosas. Se frecuenta a otro matrimonio una temporada y de pronto, sin saber por qué, las visitas se interrumpen durante un tiempo. No puedo creer que Nola me hiciera una cosa así, ni a Jim tampoco. Hace que me sienta como una esposa celosa. Como si me hubieran engañado.

—Vamos, Glen, por favor. Puede que fuera lo mejor que le ocurriera a Bobby en toda su vida. Puede que, en cierto modo, le ayudara a madurar. ¿Quién sabe? Bobby era un buen muchacho. ¿Qué importancia puede tener a estas alturas?

Era vergonzoso, pero no quería que pasara por el ignominioso trance de mentir a propósito de quién había sido Bobby y qué había hecho.

Las mejillas se le habían teñido de rosa. Me miró con frialdad.

—Sé qué quiere decirme. Pero sigo sin comprender por qué me lo dice.

—Porque no es asunto mío ocultarle la verdad.

—Tampoco lo es difundir bulos.

—Sí. Tiene razón. Pero no suelo chismorrear por chismorrear. Cabe la posibilidad de que esta historia esté relacionada con la muerte de Bobby.

—¿De qué modo?

—Enseguida se lo digo, pero antes tiene usted que prometerme que no contará nada de esto.

—Pero ¿qué relación hay entre una cosa y otra?

—No escucha usted lo que le digo, Glen. Se lo contaré hasta donde pueda, pero no todo lo que sé; y por favor, no se altere. Si repite usted lo que voy a decirle nos puede poner en peligro a las dos.

Le conté en pocas palabras lo del último mensaje que Bobby me había dejado en el contestador automático y lo del presunto chantaje, cuyos entresijos no acababa yo de comprender. Le oculté la participación de Sufi en el asunto, porque aún no las tenía todas conmigo y temía que Glen tomara cartas en el asunto y cometiera una tontería. En aquellos instantes me parecía tan sensible e inestable como un frasco de nitroglicerina. Podía estallar al menor golpe.

—Necesito su cooperación —le dije al terminar.

—¿Para qué?

—Quiero hablar con Nola. Aún no sé nada con certeza, y si la llamo yo o le hago una visita inesperada, puedo asustarla y echarlo todo a rodar. Me gustaría que la llamase usted, a ver qué averigua.

—¿Cuándo?

—Esta mañana, si es posible.

—¿Y qué quiere que le diga?

—Cuéntele la verdad. Dígale que investigo la muerte de Bobby, que creemos que el verano pasado estuvo viéndose con una mujer y que, como estuvo usted de vacaciones, ha pensado que a lo mejor ella vio a Bobby con alguien. Pregúntele si tiene algún inconveniente en hablar conmigo.

—¿No sospechará? Supondrá inmediatamente que va usted tras ella.

—Bueno, siempre cabe la posibilidad de que esté equivocada. Puede que no sea ella la mujer que buscamos. Es justamente lo que quiero saber. Si es inocente, no pondrá pegas. Si no lo es, dejaremos que maquine una coartada para ponerse a cubierto. No es esto lo que me preocupa. Lo fundamental es que no tendrá agallas para darme con la puerta en las narices, cosa que sucedería sin duda si fuera a verla por mi cuenta y riesgo.

Meditó unos segundos.

—De acuerdo.

Se levantó, se dirigió al teléfono, que estaba en la mesita de noche, y marcó el número de Nola de memoria. Concertó la cita con una habilidad envidiable y no pude por menos de pensar en lo bien que se las apañaría a la hora de recaudar fondos. Nola no pudo estar más simpática y dispuesta a colaborar, y al cabo de quince minutos estaba ya en mi VW, rumbo otra vez a Horton Ravine.

Vi a la luz del día que la mansión de los Fraker estaba pintada de amarillo claro y que el tejado era de tejas planas. Llegué al final del camino y estacioné el vehículo en el aparcamiento que había a la izquierda del edificio, junto a un BMW marrón oscuro y un Mercedes plateado. Como no tenía ganas de suicidarme por el momento, antes de salir bajé el cristal de la ventanilla para ver dónde estaba el perro. Sultán, Rintintín o como se llamara resultó ser un gran danés de morros de caucho y bordeados de negro y de los que le chorreaban goterones de saliva. Desde donde me encontraba habría jurado que llevaba al cuello un dogal de clavos. El plato del que comía era un cuenco ancho de aluminio con señales de mordiscos en el borde.

Bajé del coche con precaución. Echó a correr hacia la valla y se puso a ladrarme. Apoyaba las patas traseras en el suelo y las delanteras en la puerta. Tenía el cipote como una salchicha de Frankfurt incrustada en un bollo de aspecto correoso y lo sacudía en mi dirección como un sujeto que saliese de pronto de una cabina telefónica y se abriera la gabardina.

Iba a devolverle la grosería cuando me di cuenta de que Nola acababa de salir al porche, que estaba a mis espaldas.

—No le haga caso —dijo.

Llevaba un conjunto distinto del anterior, negro esta vez, y parecía media cabeza más alta que yo a causa de los zapatos de tacón que calzaba.

—Muy simpático el perrito —puntualicé.

A todos los que tienen perro les encanta que les digan estas cosas. De paso sabes hasta qué punto se sienten por encima de los demás.

—Gracias. Entre. Tengo que hacer un par de cosas, pero mientras tanto puede usted esperarme en el estudio.