14

El lunes a las ocho estaba otra vez en el gimnasio para seguir con los ejercicios. Me sentía como si hubiese ido a la luna y hubiera vuelto. Sin darme cuenta de lo que hacía, busqué a Bobby con la mirada, aunque una milésima de segundo después recordé que era imposible que volviera por allí nunca más. No me hizo ninguna gracia. Perder a una persona produce una impresión indefinida y desagradable, como una ansiedad que quemara por dentro. No es tan concreta como la aflicción, pero es igual de omnipresente y no hay forma de librarse de ella. Seguí moviéndome, esforzándome al máximo, como si el dolor físico pudiese borrar el dolor emocional. Llené de actividad cada minuto y creo que funcionó. Hasta cierto punto es como echarse colonia en una espalda dolorida. Quieres creer que sirve para algo, pero no sabes por qué. Aunque no cura, siempre es mejor que nada.

Me duché, me vestí y me dirigí al despacho. No lo pisaba desde el miércoles por la tarde. El correo se había acumulado y lo dejé encima de la mesa. Parpadeaba el piloto del contestador automático, pero antes tenía que hacer otras cosas. Abrí el balcón, dejé que entrase un poco de aire fresco y preparé una cafetera de filtro. Abrí la nevera y comprobé el estado de la leche semidesnatada pegando la nariz a la abertura practicada en el envase de cartón. Casi casi. Tendría que comprar más enseguida. Cuando el café estuvo listo, busqué una taza limpia y la llené. La leche formó una mancha siniestra en la superficie, pero sabía bien. Unos días me tomo el café solo y otros con leche; porque me da la gana. Me senté en la silla giratoria, apoyé los pies en la mesa y apreté el botón de rebobinar la cinta del contestador automático.

Oí la voz de Bobby. Fue como si me hubieran puesto una mano helada en la nuca.

—Hola, Kinsey, soy Bobby. Siento haberme comportado como un capullo hace un rato. Sé que sólo querías animarme. Me he acordado de algo. Creo que no tiene mucho sentido, pero ahí va de todos modos. Me parece que el apellido Blackman tiene que ver con el asunto. No-sé-qué Blackman. Ignoro si es la persona a quien di el cuadernito rojo o quien va tras de mí. Tal como me funciona el cerebro, a lo mejor no quiere decir nada. En cualquier caso, podemos vernos más tarde por si juntos llegamos a alguna conclusión. Ahora tengo que hacer un par de cosas y luego iré a ver a Kleinert. Procuraré llamarte. Podríamos tomar una copa esta noche. Hasta luego, criatura. Y cuidado con ese culo.

Detuve la cinta y me quedé mirando el aparato.

Abrí el cajón superior del escritorio y cogí la guía telefónica. Sólo figuraba una persona apellidada Blackman, S. Blackman. Sin dirección. Sin duda una mujer que no quería recibir llamadas obscenas. Estoy convencida de que primero hay que probar fortuna con lo más evidente. ¿Y por qué no? Puede que Sarah, o Susan, o Sandra Blackman conociera a Bobby y tuviese el cuaderno rojo, o a lo mejor le había contado con pelos y señales lo que pasaba y yo podía solucionar todo el enredo con un telefonazo. El número estaba desconectado. Probé otra vez, por si me había equivocado al marcar. Volví a oír el mensaje de antes. Tomé nota del número. Podía pertenecer aún al mismo abonado. Puede que S. Blackman se hubiera marchado de la ciudad o hubiera muerto en circunstancias desconocidas.

Volví a rebobinar la cinta para oír otra vez la voz de Bobby. Me sentía inquieta, no sabía cómo llegar a la clave de aquel misterio. Repasé el expediente de Bobby. No había hablado aún con su antigua novia, Carrie St. Cloud, que se me antojó una posibilidad aceptable. Glen me había dicho que a raíz del accidente la muchacha había tomado las de Villadiego, pero tal vez recordara algo de aquella época. Llamé al número que me había dado Glen y estuve un ratito de palique con la madre de Carrie para explicarle quién era yo y por qué quería localizar a la joven. Carrie, por lo visto, había abandonado la casa paterna hacía cosa de un año y se había instalado en un piso pequeño que compartía con otra persona. En la actualidad trabajaba a jornada completa como instructora de aerobic en un estudio de la calle Chapel. Apunté las dos direcciones, la de su casa y la del trabajo, y di las gracias a la madre. Dejé la taza, desenchufé la cafetera de filtro, cerré el despacho con llave y bajé corriendo por las escaleras de atrás.

El cielo estaba cubierto por un manto blanco de nubes bajas. Una neblina grisácea parecía empapar las calles de aire frío. Era extraño, porque las últimas semanas había hecho un calor inaguantable. El clima de Santa Teresa está un poco desquiciado últimamente. Antes se podía confiar en los días soleados de olas tranquilas y templadas y en un cielo despejado que a lo sumo acumulaba algunas nubes detrás de la sierra, y más por el efecto visual que por otra cosa. Las lluvias se presentaban puntualmente en enero, diluviaba sin parar durante dos semanas y el campo se volvía de un verde esmeralda, y la madreselva y las buganvillas cubrían la cara de la ciudad con un maquillaje abigarrado. En la actualidad hay lluvias inexplicables en abril y en octubre, y días fríos en agosto, cuando la temperatura debería ser de treinta grados. Se trata de una mutación misteriosa que recuerda las alteraciones climatológicas relacionadas con la erupción de volcanes en el hemisferio sur y con los agujeros que los aerosoles producen en la capa de ozono.

El estudio, que estaba apenas a una manzana de distancia, se encontraba en un antiguo campo de trinquete que se había quedado artrítico al pasar el furor por el juego de pelota. Al llegar la moda del aerobic fue más bien lógico que las galerías angostas de suelo de madera se transformaran en hornos crematorios de grasa para las mujeres que suspiraban por estar delgadas y en forma. Pregunté por Carrie y la mujer de la entrada señaló sin decir nada hacia el lugar de donde provenía la música ensordecedora que impedía todo intento de conversación. Seguí la prolongación de su índice y doblé la esquina. A mi derecha había una barandilla hasta la cintura desde la que pude ver, en la planta inferior, una clase de aerobic en plena actividad.

La acústica era infernal. Mientras estuve mirando desde la galería, la música estuvo sonando sin parar a todo volumen. Carrie daba gritos de ánimo, y quince de las ciudadanas más esculturales de Santa Teresa se ejercitaban con un fanatismo que pocas veces he tenido ocasión de ver. Por lo visto había llegado en el momento más frenético de la clase. Las elevaciones de nalgas tenían algo de obsceno: enfundadas en un body ceñidísimo y echadas de espaldas, las mujeres se dedicaban a gemir mientras metían y sacaban la pelvis como si estuvieran debajo de compañeros invisibles que las achucharan al unísono.

Carrie St. Cloud fue una sorpresa. Por el nombre se habría dicho que era la finalista de algún concurso de belleza para adolescentes o una actriz principiante que en realidad se llamaría Wanda Maxine Smith. Me la había imaginado con buen tipo, aunque nada fuera de lo corriente, la típica surfista californiana, rubia, con dentadura de anuncio de dentífrico y tal vez con alguna debilidad por el zapateado. No era nada de esto.

No tendría más de veintidós años, tenía un cuerpo escultural y musculoso, y un pelo negro que le llegaba hasta la cintura. La cara era de rasgos acusados y enérgicos, como un busto griego, boca carnosa y barbilla redondeada. El body que llevaba era un Spandex amarillo que le marcaba las espaldas anchas y caderas estrechas típicas de los gimnastas. Por lo que vi, no había en su anatomía ni un gramo de grasa. De sus pechos no había mucho que decir, aunque producían un efecto muy femenino a pesar de todo. No era un pendón de playa. Se tomaba en serio a sí misma, sabía qué significaba estar en forma y pasaba de un ejercicio a otro sin jadear siquiera. A las otras mujeres se les notaba que hacían esfuerzos. Di gracias al cielo por limitarme a trotar cinco kilómetros al día. Nunca tendría su buen aspecto, pero tampoco salía perdiendo con el cambio.

Carrie ordenó a la clase que practicara movimientos de relajación, un estiramiento pausado y un par de posturas de yoga, y dejó a las alumnas tiradas en el suelo igual que soldados heridos en un campo de batalla. Apagó la música, cogió una toalla, hundió el rostro en ella y abandonó la sala por una puerta que había justo debajo de mí. Busqué las escaleras, bajé y la alcancé junto al surtidor de agua que había a la entrada de las taquillas. El pelo le caía por los hombros como la toca de una monja y tuvo que atárselo y echárselo a un lado para que no se le mojara al beber.

—¿Carrie?

Se enderezó y se secó un hilo de sudor con la manga del body, la toalla ahora alrededor del cuello, igual que un boxeador nada más abandonar el ring.

—Sí.

Le dije quién era yo y a qué me dedicaba y le pregunté si podíamos hablar sobre Bobby Callahan.

—Bueno, pero tendrá que ser mientras me adecento. A mediodía tengo que estar en un sitio.

Cruzamos una puerta y accedimos a la sala donde estaban las taquillas. La sala en cuestión carecía de forma y límites concretos, un mostrador la flanqueaba por la derecha hasta la mitad y había filas de taquillas metálicas y una serie de secadores del pelo adosados a la pared. Las baldosas eran de un blanco purísimo, todo el lugar estaba limpio como una patena, había bancos de madera clavados al suelo y espejos por todas partes. Las duchas estaban a mi izquierda, no las veía pero las oía funcionar. Empezaron a entrar las mujeres y supe que las risas aumentarían de volumen a medida que la sala se fuese llenando.

Carrie se quitó los zapatos y se despegó el body como quien pela un plátano. Me puse a buscar un sitio donde instalarme. Tengo por norma no entrevistar a señoras desnudas en una estancia llena de cotorras que se despelotan. Advertí que olían igual que los héroes de Santa Teresa en Forma y pensé que era justo que así fuese.

Aguardé mientras se remetía el pelo bajo un gorro de plástico y se dirigía a las duchas. Las mujeres, en el ínterin, desfilaron de aquí para allá más o menos desvestidas. Era un alivio verlas. Como contemplar versiones múltiples de un solo modelo inicial: pechos, nalgas, vientres y pubis. Parecían sentirse bien consigo mismas y había entre ellas una camaradería que me gustó.

Carrie volvió de la ducha envuelta en una toalla. Se quitó el gorro de baño y sacudió la cabellera morena. Me habló por encima del hombro mientras se secaba.

—Pensaba ir al entierro, pero me faltó valor. ¿Estuviste?

—Sí, yo sí que fui. Hacía muy poco que conocía a Bobby, pero de todos modos lo pasé muy mal. Tú salías con él cuando tuvo el accidente, ¿no?

—Bueno, acabábamos de romper. Salimos durante dos años y nos peleamos. Quedé embarazada, entre otras cosas, y aquello fue el final. El aborto lo costeó él, aunque ya no nos veíamos mucho por entonces. Lo pasé muy mal cuando supe lo del accidente, pero me mantuve al margen. Todos pensaron que era una antipática y una cerda, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Habíamos terminado. No iba a correr a su lado para hacerme la santa.

—¿Oíste algún comentario sobre el accidente?

—Sólo que alguien le obligó a salirse de la carretera.

—¿Se te ocurre quién pudo hacerlo o por qué?

Tomó asiento en un banco, alzó un pie y se pasó toalla a conciencia entre los dedos.

—Pues sí y no. Exactamente quién, no, pero sé que le ocurría algo. Entonces no era muy dado a las confidencias, pero quiso estar conmigo cuando lo del aborto y estuvimos muy unidos durante un par de días —alzó el otro pie y se inclinó para observarse los dedos—. El pie de atleta me obsesiona —murmuró—. Disculpa.

Arrojó la toalla a un lado, se levantó, se acercó a una taquilla y sacó la ropa. Se volvió para mirarme.

—No quisiera decirte lo que no es, porque la verdad es que hechos concretos no sé ninguno. Es sólo una impresión que tuve. Recuerdo que me habló de un amigo suyo que estaba en apuros. Y me dio la sensación de que se trataba de un chantaje.

—¿Chantaje?

—Bueno, sí, pero no en el sentido corriente. Vamos, que no me pareció que se tratara de entregar dinero a otra persona ni nada por el estilo. Nada que ver con las películas. Alguien tenía algo relacionado con otra persona, y era un asunto muy serio. Supuse que Bobby había querido ayudar a su amigo y al parecer encontró la manera…

Se puso las bragas y una camiseta. Por lo visto pensaba que sus pechos eran demasiado pequeños para llevar sostén.

—¿Cuándo fue eso? —pregunté—. ¿Recuerdas la fecha?

—Bueno, el aborto fue el dieciséis de noviembre y aquella noche estuvo conmigo. Creo que el accidente fue al día siguiente, el diecisiete por la noche, todo la misma semana.

—He revisado los periódicos de principios de septiembre porque pensaba que a lo mejor estaba involucrado en algún asunto conocido. ¿Tienes idea de cuál fue el escenario, el ambiente en que tuvo lugar esta historia? Es que ni siquiera sé qué busco.

Negó con la cabeza.

—No, no sé nada. De verdad. Lo siento, pero ni siquiera puedo hacer suposiciones.

—¿Crees que el amigo en apuros podía ser Rick Bergen?

—Lo dudo. Conocía a Rick. Si hubiera sido él, Bobby me lo habría dicho.

—¿Alguien del trabajo?

—Mira, no puedo decirte lo que no sé —dijo con un ramalazo de impaciencia—. Se mostraba muy reservado y yo no estaba de humor para tirarle de la lengua. Ya tenía bastante con haber solucionado lo del aborto. En cualquier caso, como tomé calmantes, dormí mucho, y del resto ni me enteré. Lo que Bobby dijo aquella noche fue hablar por hablar, para hacerme olvidar lo ocurrido y supongo que también para tranquilizarme.

—¿Te dice algo el apellido Blackman?

—No, creo que no.

Se puso un pantalón de chándal y unas sandalias. Se dobló por la cintura, se echó el pelo por encima de un hombro, se dio un par de pasadas con un cepillo, cogió el bolso, se lo puso en bandolera y se dirigió hacia la salida. Tuve que correr para alcanzarla. Creía que aún no había terminado de vestirse, pero al parecer no pensaba ponerse nada más. ¿Un pantalón de chándal y una camiseta? Cogería un catarro en cuanto saliese a la calle. Sostuve la puerta mientras accedíamos al pasillo.

—¿Con qué otra gente se veía Bobby por entonces? —le pregunté mientras trotaba a su lado, escaleras arriba, camino de la entrada principal—. Bastaría con un par de nombres. No puedo irme con las manos vacías.

Se detuvo para mirarme.

—Habla con un chico que se llama Gus. No sé su apellido, pero trabaja en la playa, donde alquilan patines. Creo que Bobby le tenía confianza, estudiaron juntos. Puede que sepa algo.

—¿Cuáles eran las otras cosas? ¿Dijiste que quedaste embarazada «entre otras cosas»?

Esbozó una sonrisa crispada.

—No seas plasta, por favor. Estaba enamorado de otra. No sé de quién, o sea que no me lo preguntes. Si hubiera sabido lo de la otra, habría roto con él mucho antes. No tuve la menor noticia de su existencia hasta que le dije que estaba embarazada. Al principio pensé que igual se casaba conmigo, pero cuando me contó que estaba liado en serio con otra, supe lo que tenía que hacer. He de reconocer que, a pesar de todo, se preocupó sinceramente por lo que me ocurría e hizo cuanto pudo. Bobby no tenía nada de falso y en el fondo era un muchacho dulce y amable.

Hizo ademán de alejarse y la sujeté por el brazo mientras pensaba a toda velocidad.

—Carrie, ¿cabe la posibilidad de que el amigo en apuros y la mujer con quien estaba liado fueran la misma persona?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—¿Te dio por casualidad un cuadernito rojo de direcciones?

—Sólo me dio sufrimiento —dijo, y se alejó sin mirar atrás.