Cuenca del río Amazonas
Verano de 1534 d. C., a cincuenta y seis días de Perú.
Los españoles dispararon una salva de fuego de mosquete en el infinito verdor de la selva, sin saber si su plomo había impactado en algo más sustancial que los helechos o el musgo. Incluso antes de que la suave brisa que llegaba al suelo del pequeño valle se hubiera llevado el acre humo, los soldados se habían girado para continuar con su huida, cuatro o cinco cada vez, mientras un número similar recargaba y cubría su repliegue. El capitán se aventuró a mirar atrás para asegurarse de que todos sus hombres habían abandonado sus posiciones sin percances y echó a correr para alcanzarlos.
Cuanto más se adentraban en la selva circundante, más densa se volvía esta, atorando eficazmente su ruta de escape con un enredado natural de lianas y arbolillos. Sobre ellos, el sol estaba quedando lentamente cubierto por los árboles, que parecían crecer juntos creando un falso techo, aunque este no ofrecía la inviolabilidad de la protección. El río se revelaba como la única vía de escape despejada.
El capitán no tenía más que dos opciones: permanecer ahí y mantenerse firmes contra flechas y dardos, con lo que se perdían más vidas, o adentrarse en el río, donde estarían más expuestos pero, aun así, podrían ganar más tiempo que luchando contra la cada vez más densa vegetación que los rodeaba.
—¡Al agua, hombres! ¿Por qué os demoráis? ¡Hemos de seguir el río, es nuestra única ruta!
—¡Mirad, mi capitán! —dijo el teniente Tórrez señalando al cielo.
Cuando el capitán Hernando Padilla alzó la mirada, los ojos se le abrieron de par en par ante el horror que se presentaba ante él. Imponentes, se alzaban sobre los españoles dos estatuas de piedra de unos veinte metros de alto que superaban a los gigantescos árboles a cada orilla del río. La expedición nunca había visto nada parecido. Las tallas poseían cuerpos humanos, pero las cabezas no eran ni de hombre ni de ninguno de los dioses incas que los soldados habían contemplado hasta el momento. Tenían los labios gruesos, y los profundos grabados de las rocas representaban escamas ahí donde debería haber habido carne. Las cabezas de ambas figuras gigantescas miraban desde arriba a los intrusos con los grandes ojos de un pez. Eran antiguas deidades de piedra, guardianes de las aguas asfixiadas de vegetación del oscuro río que se extendía al otro lado. Las lianas entraban y salían de la roca fisurada y erosionada por el tiempo como serpientes emergiendo de agujeros.
—¡No son más que imágenes de piedra de paganos! —gritó Padilla—. Que estos hombres entren al agua ahora, teniente.
Justo cuando terminó de pronunciar la orden de avanzar, una flecha rebotó en su armadura, por detrás, y salió despedida hacia el aire. El capitán, que a punto estuvo de perder el equilibrio al inclinarse, maldijo y se repuso rápidamente. Unos pequeños dardos comenzaron a impactar contra el banco de arena y el agua en movimiento que rodeaba a los españoles. Los indios estaban otra vez encima de ellos, no solo disparando sus primitivas flechas, sino lanzando desde largas cerbatanas pequeños proyectiles con la punta cubierta con el veneno de unas ranas exóticas: los mismos artefactos que los soldados habían visto usar pasmosamente bien a los nativos durante el tiempo que habían pasado con la tribu. Sabían que con que un solo dardo atravesara su piel expuesta, sufrirían una lenta agonía que acabaría en muerte. Los hombres no necesitaron ni más persuasión ni más amenazas y así, bajo la mirada de las enormes construcciones de piedra que los flanqueaban, se adentraron apresuradamente en las voraginosas aguas y se dirigieron hacia las sombras del cañón.
Los españoles avanzaron entre inmensos árboles que cortaban el cielo. Marcharon durante gran parte de la tarde resistiendo los esporádicos ataques de los sincaros que emergían de la densa maleza por debajo de los árboles, y entonces los indios desaparecieron abruptamente dentro de la selva. Había pasado cerca de una hora desde la última emboscada, pero los españoles seguían esperando que se produjera el siguiente ataque en cualquier momento. Mientras marchaban, el cielo que se extendía ante ellos iba quedando cubierto lentamente por la selva y por los imponentes árboles de ambas orillas del río. Con un volumen en continuo aumento oyeron los más agradables sonidos de la vida animal; un velo de normalidad volvía a rodearlos después de su estampida. Hasta ese momento no habían reparado en ningún indicio de vida más que en el de sus propios gritos e imprecaciones durante los asaltos a los que se habían visto sometidos en las últimas horas.
Finalmente se abrieron paso a través de los embravecidos rabiones que habían aparecido de pronto. La brutalidad de las aguas aterrorizó a los hombres, que tuvieron la suerte de avistar un pequeño terreno de playa por el que pasar.
El capitán los hizo detenerse y apoyó su extenuado cuerpo contra el tronco de un gran árbol. Las espantosas imágenes del asesinato de tantos inocentes daban vueltas en su mente, amenazando con volverlo loco. Bajó la cabeza, avergonzado por lo que habían hecho. El propio Pizarro le había dado las órdenes de adentrarse en esas tierras del este, hasta entonces desconocidas, y ahora las palabras de esa orden resonaban en su memoria: «No hay que ver a los indios como aliados. Han de ser subyugados mediante acción e intimidación abierta hasta que se descubra la fuente del oro. Si no se puede mantener esta forma de proceder, se solicitará ayuda de inmediato. La localización de El Dorado prepondera sobre cualquier otra consideración».
Pero Padilla, al ver que los indios eran gentiles y amables con los visitantes, había cambiado sus tácticas y había intentado obtener ventaja a su modo, ignorando las órdenes del lunático acerca de las tierras del este.
Furioso, se quitó el casco y, con rudeza, se limpió el sudor de la cara. El pesado hierro no tardó en escurrirse de entre sus resbaladizos dedos y cayó al verde suelo de la selva. El español lo ignoró y, en su lugar, miró hacia el cielo intentando desesperadamente penetrar el profundo dosel de vegetación y vislumbrar un atisbo del bendito sol. Pero estaba oculto, apartado del mundo igual que la gracia divina quedaría apartada de su alma para siempre.
Durante tres meses habían padecido los infiernos de las montañas peruanas y de la selva brasileña para terminar solos en la zona más dejada de la mano de Dios que la expedición había visto nunca, y solo el buen carácter de sus hombres, agradecidos por estar lejos del esclavista Pizarro, había mantenido la paz de su pequeña compañía. Entonces, una noche, llegaron a un valle de lo más asombroso, lleno de flores exóticas, de árboles altos repletos de hojas y del bendito sol. Era ahí donde habían encontrado a los sincaros, los indios enanos que habitaban el hermoso valle. En un principio los pequeños se habían acercado a ellos con temor, pero Padilla, yendo contra las órdenes, se había ganado su confianza con el tiempo mediante el comercio y la buena y sincera disposición de sus hombres. Trataron a los sincaros con respeto y educación y los pequeños de la aldea, hombres y mujeres, fueron poco a poco acogiendo a los altos extraños como amigos.
Estas tribus prehistóricas estaban compuestas por gente recia y fuerte y, según sus historias y leyendas, así había sido desde que el imperio del oeste los había esclavizado. Habían obtenido su libertad gracias a los dioses del río, que cien años atrás habían asestado a sus amos incas un brutal golpe, liberando finalmente a los pequeños. Ante la pregunta de cómo lo habían logrado los dioses del río, el más anciano de la aldea solía responder simplemente que los incas habían obtenido el secreto de los sincaros mediante el asesinato y la esclavitud, y que incluso habían intentado encadenar a sus deidades y ponerlas en contra de la tribu en su búsqueda de las riquezas terrenales. Pero los dioses del río no se convertirían en esclavos de los hombres y se rebelaron, y ahí los incas encontraron su fin. Llegados a ese punto del relato, el anciano sonreía al repasar las escépticas miradas de los españoles. Los incas no habían vuelto jamás al valle y ahora era el capitán el que tendría que ganarse la confianza de esa extraña y apasionante gente para conocer el secreto que primero había atraído y después alejado a los incas de esas tierras.
La efímera armonía entre españoles e indios duró exactamente veinte días; unos días felices que los soldados emplearon en su provecho aprendiendo el sencillo modo de vida de los sincaros. Pasaron largas jornadas alimentando la anhelada confianza y, a cambio, los hombres de Padilla ayudaron a esa trabajadora gente a aprender las extrañas costumbres de sus altos visitantes. Los soldados, por ejemplo, los asombraron con el extraño polvo negro que hizo que el fuego con el que cocinaban saltara hacia los cielos en forma de lluvia de humo y chispas.
Hubo otras cosas de menor importancia, claro: los gritos de deleite de jóvenes y mayores por igual al ver unos pequeños espejos, dejar que los sincaros tocaran sus armaduras, las cuales les crearon un fuerte impacto al creer que se trataba de una piel mágica. Los españoles se habían mostrado pacientes cuando los niños les tiraban de la barba y los críos, a su vez, se reían mientras ellos les hacían cosquillas. Padilla y sus soldados también se alegraron de compartir sus raciones de cerdo y arroz, y de comer los extraños, aunque deliciosos, platos que los sincaros colocaban minuciosamente ante ellos. Había sido durante una de esas cenas cuando los españoles se enteraron de que sus anfitriones nunca se habían aventurado a salir del valle. Incluso su esclavitud y cautiverio había tenido lugar allí, lo cual le indicó al capitán que lo que los soldados buscaban estaba, efectivamente, cerca.
La confianza entre ambos pueblos era palpable, tal y como Padilla había dicho que sucedería. Muy lentamente, los sincaros de la aldea comenzaron a fiarse de los españoles y a mostrar pequeños cachivaches de oro que, con gran cautela y esmero, habían ocultado durante los primeros días de su encuentro. El oro no solo empezó a aparecer en forma de pequeños brazaletes, figuras de culto y collares, sino también suelto, en saquitos de cuero que llevaban colgados alrededor del cuello, rebosantes de polvo de oro del afluente del Amazonas. Había resultado difícil mantener a sus hombres a raya una vez vieron aquello, y Padilla lo logró únicamente prometiéndoles El Dorado que Pizarro, sin equivocarse, había supuesto que estaba oculto en ese territorio cubierto por un manto verde, a pesar de lo que dijeran los incas. Si aguardaban al momento propicio, lo más probable era que ese cordial pueblo compartiera con ellos la ubicación de la fuente de su oro sin que fuera necesario presionarlos demasiado y, lo más importante para Padilla, sin derramamiento de sangre.
El capitán sospechaba que los problemas llegarían provocados por la codicia de sus hombres, pero en lugar de eso vinieron de un soldado al que tendría que haber vigilado más de cerca. Joaquín Suárez, una bestia de hombre que había abusado de la hospitalidad de la principal compañía de conquistadores con su vil y grosera actitud, se había unido a la expedición gracias al padre Corintio, y tras la perversa violación y asesinato de una niña inca cerca de la nueva ciudad española de Esposisia. El sacerdote lo había alejado de Pizarro todo cuanto había podido, sabiendo que ese animal habría sido ejecutado al instante si la noticia del crimen hubiera llegado a oídos del generalísimo. El capitán solía reflexionar sobre cómo uno podía masacrar impunemente aldeas completas e incluso raptar y matar al monarca reinante, pero el simple asesinato de una niña bien merecía una condena a muerte, porque nada engendraba más repulsión que el hecho de provocarle la muerte deliberadamente a un inocente. De modo que el acusado, Suárez, primo lejano del padre Escobar Corintio, fue enviado lejos con la única expedición que partía ese año para mantenerlo así fuera del alcance de Pizarro.
Durante esos muchos días de viaje, adentrándose en esas desamparadas zonas del mundo, Suárez se había quejado de que se le había tratado con mezquindad por el asesinato de la niña inca. Después de todo, pensaba, tampoco es que fuera una hija de Dios. No obstante, obedeció las órdenes que se le dieron. Se mostraba callado y meditabundo la mayor parte del tiempo, y hasta se movía con cautela y prudencia entre los otros hombres de la expedición, que miraban al enorme soldado como si fuera un paria. Suárez siguió comportándose bien incluso después de que el oro empezara a aparecer, pero ahora Padilla se culpaba a sí mismo por haber olvidado el corazón negro de la bestia.
La noche anterior, Suárez había tomado vino español con un líder de la tribu, en contra de las órdenes expresas de no darle nada fermentado a los indígenas. Los hombres podían aceptar la extraña cerveza que los sincaros elaboraban, pero los soldados no debían ofrecerles a los indios nada de naturaleza alcohólica procedente de sus propias provisiones.
Tras una hora bebiendo, Suárez había logrado emborrachar al anciano, pero incluso así fue como si el anciano conociera exactamente las intenciones del español y se negó a decir nada sobre de dónde extraía el oro su pueblo. Suárez, enfurecido por la negativa del anciano a hablar, había acabado torturándolo por lo que sabía.
Horas después, cuando los otros hombres de la tribu encontraron el cuerpo desgarrado de su tan amado líder, atacaron a los soldados dormidos con saña y sin previo aviso. La agresión fue tan encarnizada que la defensa de los españoles resultó inútil. Padilla y sus hombres lucharon y perdieron a dieciséis de sus mejores soldados y la mayor parte de sus armas de fuego. Entre las bajas se encontraba el sobrino de Pizarro, Dadriell. Los sincaros habían perdido a cuarenta o más, sobre todo mujeres y… que Dios los perdonara… niños.
Ahora los supervivientes de su antes gloriosa y ahora maldita expedición se habían ocultado en una gran cuenca verde alimentada por un muy profundo afluente del Amazonas, a por lo menos diez leguas del lugar de la masacre de la noche anterior. Esa gran laguna, que más bien tenía las proporciones de un pequeño lago, yacía ante ellos. Habían vadeado la orilla del afluente siguiendo los traicioneros rabiones para acceder a ese escondido edén, flanqueado por árboles tan altos que se extendían y doblaban sobre las oscuras aguas.
Era un escenario que el capitán Padilla jamás había imaginado ver en su vida. Era demasiado hermoso, un paraíso en el que nadie querría que se desatara una batalla si los pequeños elegían atacarlos ahí. Verdaderamente era un lugar que Dios había esculpido la última vez que pisó esta tierra. Las ramas de los árboles pendían sobre el agua y suaves plantas crecían por todas partes hasta la apacible laguna. Las paredes de lo que tenía que ser un antiguo volcán extinto se alzaban por tres lados y se asomaban sobre el agua creando tres salientes.
Flores de toda clase brotaban por doquier, y alimentaban a las abejas que delicadamente se movían de especie a especie sin molestarse ni preocuparse en ningún momento por la repentina invasión de los españoles. Las extrañas flores que crecían con solo pequeñas motas de luz del sol eran grandes, y también las más aromáticas que Padilla había olido en su vida.
La antigua cuenca volcánica no solo era alimentada por el afluente del Amazonas, sino también por una gigantesca cascada que caía desde lo alto, en el otro extremo de la laguna. Pero esa no era la característica más notable del pequeño valle. Allí, flanqueando cada lado de las aguas que caían de la catarata, había unas columnas. Con algo menos de cuarenta metros de alto, estaban talladas en la roca y sostenían un arco que se desvanecía dentro de la blanca cascada del río. Unas lianas atravesaban las agrietadas y erosionadas columnas; en distintos puntos habían separado por completo la piedra, haciendo que pareciera que las columnas fueran a derrumbarse en cualquier momento.
Y ahí estaba él, intentando decidir si oponer resistencia o persistir en la insensatez de seguir adentrándose en el terreno verde que se extendía más allá de la laguna. Los hombres sabían, por la presencia de esas gigantescas columnas, que ahí podría haber algo, pero habían perdido todo interés en las riquezas y solo querían ver cosas que les resultaran familiares. Incluso volver al lado de Pizarro era preferible a esa locura.
Tal vez los sincaros tomarían la decisión por él y los dejarían tranquilos, y entonces el capitán le comunicaría personalmente al idiota de Pizarro que la expedición no había servido de nada, y que lo único que aguardaba a los hombres en los lejanos valles del Amazonas era la muerte.
Mientras Padilla plasmaba sus pensamientos en su diario personal, el mapa que había hecho de sus viajes se cayó de entre las últimas páginas, donde lo había colocado. Cuando se agachó para recogerlo, vaciló un momento al verse de repente tentado a dejar que se pudriera en el suelo. Pero entonces pensó en sus hombres, lo recogió y volvió a meterlo en su cuaderno.
Su idea de abandonar el mapa para que nadie pudiera repetir su periplo quedó rota por la chillona carcajada del mismo hombre que tanto horror había causado en las últimas doce horas. Semejante muestra de júbilo después del derramamiento de tanta sangre no era apropiada. El capitán miró a sus hombres. Joaquín Suárez estaba arrodillado junto al agua, con el pelo empapado después de haberse limpiado la sangre de su cuerpo y de la armadura. Los soldados que lo rodeaban se quedaron mirándolo y sacudieron la cabeza. La total indiferencia de Suárez hacia que el horror que él mismo había desencadenado les indicaba que era un peligro para toda la expedición.
Padilla se agachó para recoger su casco y fue entonces cuando advirtió que un extraño visitante había llegado a su improvisada zona de descanso. Unos ojos enormes permanecieron ahí durante un breve instante antes de que lo que quiera que fuese eso saliera corriendo entre el denso follaje utilizando la selva para ocultarse mientras se adentraba en silencio en las aguas de la laguna. El capitán miró a su alrededor, preguntándose si sus hombres habían visto lo que él, pero estaban ocupados lavándose o tumbados sobre la acolchada hierba. Algunos de los soldados más experimentados incluso estaban de rodillas rezando. Volvió a mirar hacia la maleza en busca de algún signo que le indicara que la pequeña criatura había estado allí, pero no vio ni rastro. Enseguida llegó a la conclusión de que no había sido más que un truco de su abrumada mente y del oscurecido suelo de la selva, pero de pronto oyó el susurro de los matorrales que tenía detrás y se llevó la mano a la espada.
—Mi capitán —Iván Rodrigo Tórrez, su amigo y segundo de a bordo, salió de la densa vegetación de la selva—. Los indios han desaparecido. —Se quitó el casco y su largo cabello negro cayó libremente, algo apelmazado por el sudor—. Estábamos vigilándolos desde un claro a aproximadamente media legua de aquí y al minuto se habían internado en la selva y habían desaparecido. El rastro que hemos dejado al acceder al valle es tan obvio que deben de saber dónde estamos. —Respiró hondo y miró a su alrededor mientras se soltaba la armadura—. Supongo que volverán, así que he situado a los hombres en una posición excelente para una emboscada, pero no han venido hasta el momento.
Padilla le dio una palmada en el hombro a su viejo amigo.
—Mejor así. No puedo continuar con esto. —Bajó la mano y miró a su alrededor, hacia la zona oscurecida bajo la densa fronda de árboles—. Lo único que me apetece es quedarme a descansar aquí durante un mes antes de volver e informar de esto tan espantoso que hemos hecho. —Se quitó la gola de su armadura y la apartó de su empapado jubón—. Puede que vaya nadando hasta alcanzar el único lugar de aquí donde dé el sol y me quede allí a esperar que el Señor me lleve. —Miró la imponente cascada y después el centro de la gran laguna y las brillantes motas de luz que iluminaban las azules aguas haciéndolas resplandecer.
—A mí, al igual que a la mayoría de los hombres, me placería rajarle el cuello a Suárez por habernos traído esta maldición —dijo Tórrez furioso.
—Ahora no puedo pensar en eso, amigo mío, estoy agotado. Además, al final seré yo quien sea juzgado por esta debacle, no Suárez.
—Seguro que el comandante Pizarro no os culpará por los actos de este maníaco.
—Pizarro no es un hombre corriente y tiene muy poca paciencia, o ninguna, con la incompetencia. Os puedo asegurar que seré juzgado duramente por haber perdido a su sobrino, así como por haber desperdiciado la oportunidad de encontrar la fuente del oro de los incas. Por mi fallo, de aquí a un año los sincaros habrán sido ejecutados o esclavizados. —Suspiró—. Tuve la arrogancia de creer que podría hacerlo de otro modo; soy un idiota.
Unas fuertes risotadas volvieron a surgir de la zona de la playa. Cuando los dos oficiales se giraron y fueron hacia sus hombres, unos broncos aullidos se oyeron desde la laguna. Al entrar en el pequeño claro sorprendieron a Suárez sujetando algo en el aire mientras los otros soldados se reían a carcajadas y varios incluso se daban palmadas en la espalda. Cuando se fijaron detenidamente en el extraño objeto que el soldado estaba lanzando al aire, advirtieron que parecía un pequeño mono. Entonces Padilla supo que era la misma criatura que había descubierto momentos antes mirándolo desde el matorral. El capitán pudo ver claramente al pequeño animal y su moderada semejanza con sus inquietos compañeros que vivían en los árboles. En su diario había anotado muchas variedades distintas de monos y otras extrañas formas de vida animal, pero esa poseía algo que la diferenciaba de todas las que hubiera registrado antes en sus muchos viajes. En esta expedición había adquirido un extenso conocimiento sobre el gran número de especies que habitaban ese nuevo continente, por lo que sabía que el animal que Suárez sujetaba en las manos despreocupadamente debía de ser muy especial.
—Capitán, tenemos un prisionero. Este pequeño payaso ha intentado robar mi mochila con el último pan que nos quedaba —dijo Rondo Córdoba, el intendente, mientras señalaba hacia la pequeña criatura con la que estaba jugando Suárez.
Padilla y Tórrez se unieron al resto de los hombres para mirar de cerca a la criatura. Era un mono, o lo que parecería un mono sin pelo sobre el cuerpo. Los rasgos faciales se acercaban a los de un hombre, si no fuera por los labios, que enmarcaban muchos dientes afilados y eran gruesos, el superior mucho más grande que el inferior. Las orejas no eran más que pequeños agujeros a ambos lados de su cabeza, y la cola era como la fusta de un capataz y se sacudía hacia adelante y atrás rápidamente. Padilla se figuraba que al animal estaba poniéndolo nervioso que Suárez lo estuviera lanzando al aire. Distinguió unas pequeñas protuberancias de piel como espinas que le salían del lomo cada vez que lo arrojaba hacia arriba.
—¡Deja de atormentar a esa criatura, idiota ignorante! —le ordenó a gritos el comandante.
Suárez se detuvo, se quedó un momento mirando furioso a su capitán y a Tórrez y, sin apartar la mirada de los dos hombres, con arrogancia volvió a lanzar al animal al aire. Lo atrapó y después posó la mirada en el capitán en un silencioso gesto desafiante. Padilla sacó su espada y apuntó al cuello del enorme soldado, hundiendo el filo tanto que pronto la sangre estaba resbalando por la superficie de acero. Tenía los ojos clavados en los de Suárez y la sombra de una sonrisa rozaba sus labios. Disfrutaría deslizando la afilada hoja dentro de la garganta del causante de la difícil situación en la que se encontraban, por mucho que necesitaran a todos los hombres que pudieran tener en ese momento.
—Como puedes ver, bastardo, nuestro capitán hoy está de mal humor —dijo Tórrez sonriendo mientras observaba a Padilla y a un aparentemente impertérrito Suárez.
El hombretón ignoró la espada y la herida del cuello y siguió sujetando con fuerza al animal. Rápidamente pasó a agarrar del pescuezo a la criatura, que emitía sonidos de asfixia. Ahora le temblaba la cola con pequeños movimientos que, más que oscilantes, eran espasmódicos.
Padilla hundió la hoja más aún en el cuello del hombre y la arrogancia de hacía un instante quedó reemplazada por un gesto de preocupación al ver que los hombres que lo rodeaban ya no se reían y que solo había expresiones de expectación ante su, al parecer, inminente muerte.
En todo momento los ojos del animal estuvieron fijos en los de Padilla. Era como si la pequeña criatura supiera que era el motivo de la confrontación y estuviera esperando al siguiente movimiento de su salvador. Mientras la espada se mantuvo en su sitio, Suárez depositó lentamente a la criatura sobre la blanca arena que formaba la pequeña playa y el animal con aspecto de mono salió corriendo, no hacia la selva ni el agua, sino detrás del capitán. Después, comenzó a dar saltos y a escupir a Suárez a la par que farfullaba, como si estuviera insultando al enorme soldado. Cuando el gigantón se puso derecho, Padilla no retiró la espada sino que la hundió más todavía, produciendo un satisfactorio chorro de sangre que cayó lentamente por la brillante superficie del acero y goteó sobre los pocos metros de pura arena blanca.
—Puede que necesitemos a este idiota, capitán —dijo bien alto Iván Tórrez para que todos pudieran oírlo—. Aunque lo llevemos ante la justicia a nuestro regreso, necesitamos su fuerza para luchar o para huir de este lugar y, Dios mediante, incluso podría redimirse en algún punto de esta pesadilla. —Puso la mano sobre el brazo del capitán mientras le lanzaba a Suárez una mirada de desdén.
Sin apartar los ojos de su víctima, Padilla bajó lentamente la espada y con la misma parsimonia limpió la sangre del filo en la manga roja del enorme hombre. Después, muy despacio, volvió a introducir el arma en la ornamentada vaina que llevaba a un costado.
El mono sin pelo seguía aferrado a la pierna del capitán y chistando a Suárez. Padilla se agachó y, utilizando ambas manos, levantó al animal con cuidado y lo examinó. Estaba respirando por sus pequeñas fosas nasales y por su boca abierta, pero también tenía lo que parecían las agallas de un pez justo donde su pequeño cuello se unía a la cabeza, tres hileras de suave piel dispuestas a lo largo de la línea de la mandíbula, que se abrían y se cerraban mientras buscaban aire que lo mantuviera con vida. Tenía algo que se asemejaba a unas aletas por los brazos y una espinosa aleta dorsal, de nuevo como la de un pez, que le recorría el lomo.
—Este es el animal más sorprendente que he visto en todos nuestros viajes —dijo Padilla con voz suave mientras los grandes ojos negros de la criatura parpadeaban, no con unos párpados como los de él, sino con un par de traslúcidas membranas.
—Creo que se parece a mi suegra —bromeó Tórrez al darle una palmada en la espalda al capitán en un intento de mitigar los ensombrecidos ánimos.
Los hombres se rieron y Padilla también sonrió, incluso a pesar de dirigirle a Suárez una recelosa mirada.
—¡Capitán, mirad! —gritó uno de los hombres.
Padilla bajó a la pequeña criatura y se centró en el punto al que señalaban sus soldados en las calmadas aguas de la laguna, donde otro ejemplar similar a un mono sujetaba entre sus garras un pez que se resistía. La criaturilla que estaba entre los españoles salió corriendo apresuradamente hacia el recién llegado, caminando con las patas arqueadas y sobre sus pies con forma de remo, y comenzó a parlotear en alto. La segunda criatura miró al frente y lanzó el pescado disimuladamente hacia el grupo de españoles; el pez aterrizó en la arena y rodó sobre sí mismo antes de quedarse quieto. Sobre la suave piel del gran barbo podían distinguirse las marcas de unas pequeñas garras.
Mientras los soldados lo observaban todo asombrados, más y más animales se levantaron con indecisión y salieron anadeando del agua para arrojar más peces sobre la pequeña orilla. Los hombres se rieron nerviosos.
—¿Tal vez sea una ofrenda? —preguntó Rondo al grupo.
—¡Recoged los peces, no desperdiciaremos este regalo de nuestros nuevos amigos! —ordenó Padilla—. Recogedlos todos para que podamos dar de comer también a los hombres que están protegiendo el perímetro.
Cuando los soldados avanzaron para recoger lo que les habían ofrecido, no se fijaron en que en mitad de la laguna estaban apareciendo unas grandes burbujas que, lentamente, formaron un círculo bajo la luz del sol para después desvanecerse en un instante. Tampoco se percataron del repentino silencio que invadió los árboles que los rodeaban mientras los pájaros en sus altos nidos enmudecían, aunque sí que vieron a las pequeñas criaturas mirarse entre sí parloteando y dirigiéndose con aparente deliberación hacia el agua. El primer ser, el que Padilla había salvado del sanguinario Suárez, estaba mirando atrás mientras se alejaba de los recién llegados para volver a su bello mundo. Los hombres que contemplaron el extraño éxodo llegaron a pensar que al animal lo entristecía marcharse.
Padilla se giró de espaldas a la laguna y quedó asombrado ante la cantidad de peces que había en la arena. Contó alrededor de diez especies distintas, pero solo una en particular captó su atención y se agachó para examinarla. Llamó a Tórrez para que presenciara esa maravilla. El pez tenía unas escamas enormes y unas aletas muy extrañas sobre el vientre bajo, además de una cola gruesa y aparentemente fuerte. Esas nada corrientes aletas parecían tener pequeños apéndices como pies en las puntas. La boca era grande y llena de unos dientes de aspecto letal; la mandíbula le salía hacia delante, en absoluto parecida a la de ningún pez que hubiera visto antes, y casi similar a la de una barracuda, aunque mucho más pronunciada. Mientras los dos oficiales examinaban el extraño pez, que estaba tendido de lado, su ojo pareció darse la vuelta y mirarlos al mismo tiempo que se le abrió y cerró la boca. Rápidamente se irguieron y miraron a los hombres, que empezaban a encender hogueras para cocinar y protegerse durante la inminente noche. Padilla volvió a agacharse ante el gran pez. Le pareció reconocer algo en sus oscurecidas y gruesas escamas; alargó la mano y las rozó con delicadeza. El pez se movió por un momento y después se quedó quieto. Padilla se aproximó los dedos a la cara y, cuando los frotó entre sí, pequeños copos de oro cayeron suavemente sobre las puntas de sus desgastadas botas.
El capitán estaba tumbado bajo uno de los muchos árboles, bellos y ancestrales, que rodeaban la zona, con sus impresionantes raíces sobresaliendo de la tierra como los brazos de un gigante atravesando la tela de una camisa. Sus pies embotados descansaban junto al pequeño fuego, para que la gruesa piel se secara lo mejor posible. Tenía su diario entre las manos y acababa de terminar de anotar las observaciones de ese azaroso día. Su última entrada, escrita antes de haber cerrado el cuaderno, dejaba constancia de que la batalla con los sincaros se debió a su propia negligencia.
Se había planteado no dejar evidencia escrita del oro encontrado en las escamas del pez, pero nunca había omitido nada de sus observaciones y no empezaría a hacerlo ahora. Pizarro se quedaría asombrado al leer acerca de una fuente de oro tan abundante que salía a la superficie sobre los lomos de los peces. El capitán sacudió la cabeza ante la idea mientras se guardaba el diario en su jubón.
Tórrez estaba tendido junto a Padilla, jugando con uno de los extraños animales con aspecto de mono.
—¿Qué creéis que son, mi capitán? —le preguntó el teniente ofreciendo un pequeño pedazo de panceta al visitante posado en su pecho, que sacudía la cola como un cachorrito feliz. Sus pequeñas garras finalmente atravesaron la pieza de carne y se la metió en la boca. En tanto sonreía al hombre y farfullaba algo, sus fauces y sus pequeñas agallas se movían frenéticamente.
—Creo que son una rama de los monos o una especie muy próxima que vive en el agua, pero seguro que no es un diseño de Dios —respondió Padilla y se rió—. Aunque, ¿quién conoce la mente de Dios más que el mismo Dios? —Observó a Tórrez y al animal un momento—. Lo que es verdaderamente asombroso es que puedas ver esas pequeñas agallas moviéndose como las de un pez, pero luego compruebes que su respiración es suave, casi como si estuviera tomando aire mediante las dos formas. Debe de resultarles difícil vivir fuera del agua durante largos periodos.
—Mi capitán, nosotros necesitamos los mismos mecanismos para poder respirar a bordo de esos apestosos buques que tenemos.
—Sí, si aquí nuestro amigo Rondo se llena el estómago de judías y grasa de cerdo, el barco entero corre el peligro de morir asfixiado o de explosionar como un mosquete —bromeó Padilla.
Los dos hombres se quedaron en silencio un momento mientras escuchaban el reconfortante sonido de los soldados charlando, hablando de cosas que no eran ni muerte ni esa desventurada misión. Entonces Padilla miró a su amigo.
—Cuando llegamos al río, en las lindes del valle… ¿qué os parecieron los monolitos de piedra?
—Esperaba que el tema no surgiera una vez fuera de noche, o que incluso no llegara a surgir en ningún momento —respondió Tórrez al dejar con cuidado a la pequeña criatura en el suelo y ver cómo salía corriendo—. En cuanto a lo que pensé en su momento… Me aterrorizaron. —Miró a Padilla y vio que el capitán estaba estudiándolo—. Me conocéis, no temo a ningún hombre ni a nada con lo que me haya enfrentado hasta ahora, pero esas estatuas me pusieron los pelos de punta, a pesar de que he ridiculizado a nuestros hombres por eso mismo.
—Los vigilantes de este valle, dioses de la laguna, así es como los he llamado en mi diario. Eran unas tallas muy antiguas, sospecho que incluso más que algunos de los asentamientos incas que hemos encontrado en Perú.
—Su antigüedad no es lo que me preocupa, mi capitán, sino las formas en sí. Os confieso que odiaría toparme con una de ellas mientras estoy bañándome.
Padilla se rió a carcajadas, y estaba a punto de añadir un comentario cuando un agudo y ensordecedor grito rasgó la noche que los envolvía. Las pequeñas criaturas que habían estado jugando en la arena chillaron al oír el ruido y salieron corriendo hacia el agua, salpicando a su alrededor cuando se sumergieron en busca del resguardo de la laguna. Padilla y Tórrez se pusieron en pie en un segundo; Iván ya tenía la espada en la mano.
—¿Qué es eso? —gritó Padilla a sus hombres cuando entraron en el círculo de luz proyectado por el fuego. Los soldados estaban furiosos, gritando mientras señalaban hacia la pequeña orilla.
Un hombre estaba apartado de los demás sosteniendo el fláccido, y claramente inerte, cuerpo de una de las criaturas anfibias. Lo sujetaba por su cuello roto y el animal colgaba casi deforme bajo la luz del fuego.
—¡Maldito bastardo! —vociferó uno de los hombres—. ¿Por qué has tenido que hacer eso?
El soldado que estaba allí de pie mirando a todos no era otro que Suárez. El enorme hombre se mantuvo en su sitio mientras los miraba fijamente, casi retándolos a moverse hacia él. No llevaba armadura y su camisa escarlata resplandecía bajo la luz de la lumbre como si estuviera ensangrentada.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Padilla a pesar de conocer muy bien la respuesta.
Uno de los soldados dio un paso al frente, un chico de tan solo veinte años que señalaba al hombre.
—Ese bastardo lo ha hecho sin más motivo que las ansias de matar.
—Me ha mordido y puedo matar todo lo que se me antoje, ya sea hombre o animal —respondió Suárez, aún mirando al grupo en lugar de a su oficial superior y sacudiendo el cuerpo sin vida de la inofensiva criatura.
—Ese hombre está loco, mi capitán; deberíamos matarlo como haríamos con un perro que tuviera la rabia —chistó Tórrez al acercarse a Suárez y olvidando sus anteriores palabras de contención. Su espada apuntaba directamente al pecho del enorme soldado.
—Te ha mordido por accidente; eres tú el que ha apartado el pan y ha dejado que sus dientes mordieran tus dedos —dijo otro hombre mientras los demás le daban la razón a gritos.
—Suárez, ya has causado demasiados problemas y eso va a terminar aquí y esta noche —expresó Padilla con rotundidad y sin emoción alguna. Alargó la mano e hizo que su teniente bajara la espada—. Es mi responsabilidad. Manteneos al margen, amigo mío.
—No debéis entrar en combate armado, mi capitán. No podemos arriesgarnos a perderos. Yo lo haré.
Suárez arrojó a la arena a la criatura muerta, retrocedió tres pasos hacia el agua y, lentamente, desenvainó su espada.
—Acabaré enseguida con cualquiera que se me acerque —dijo agitando la espada en el aire.
El resto de los soldados pusieron las manos sobre sus espadas y pistolas demostrando su disposición para acabar con Suárez. Se asegurarían de que no les trajera más males.
—¡Quietos todos! —gritó Padilla al avanzar mientras desenvainaba su espada sin apartar la mirada de Suárez—. Este es un deber de vuestro capitán.
De pronto, unas pequeñas explosiones de agua erupcionaron de la laguna mientras docenas de pequeñas criaturas salían hacia la superficie y algunas, incluso, saltaban por encima del agua hasta un metro. Apresuradamente nadaron hasta el otro extremo de la laguna y antes de que los hombres supieran a qué dirigían su mirada, los rápidos y ágiles animales estaban trepando por los árboles y los grandes arbustos de la orilla contraria. Parlotearon dirigiéndose al agua del que acababan de salir y se quedaron en silencio. Fue entonces cuando los hombres se dieron cuenta de que los sonidos de los animales en la noche profunda habían cesado, como si toda la selva hubiera enmudecido mientras los dos españoles se miraban.
Suárez había retrocedido adentrándose en el agua mientras esperaba a que Padilla avanzara, pero él se había girado ante la ruidosa huida de la laguna por parte de las pequeñas criaturas.
—Rondo, llevaos a cinco hombres y seguid la orilla a ver qué podéis encontrar. Algo los ha asustado —ordenó Tórrez.
Rondo señaló a cinco hombres. Se separaron del grupo y comenzaron a caminar lentamente por la estrecha orilla, abrochándose la armadura y desenvainando sus espadas. Rondo cargó sus dos pistolas y se situó a la cabeza del pequeño grupo de españoles. Caminaron con cautela hasta desaparecer alrededor de unos matorrales en una curva que hacía la laguna.
Mientras Padilla avanzaba hacia Suárez, estaba tan sereno como la noche que los rodeaba y lentamente apuntó su espada hacia el recio pecho del otro hombre. Suárez sonrió y se adentró más en el agua a la vez que movía su espada formando un lento y deliberado arco, como partiendo la superficie de la laguna con un silbido de la hoja. Cuando vio cuánta furia había grabada en el rostro de Padilla, retrocedió un poco dentro de las oscuras aguas.
Los hombres que permanecieron en el campamento se quedaron paralizados al oír al gran hombre gritar aterrorizado cuando lo agarraron por debajo del agua. Le tiraron de las piernas con tanta fuerza que un momento estaba gritando y al siguiente ya había desaparecido. Suárez salió a la superficie brevemente, chapoteando y tan impactado que se le habían salido los ojos de las órbitas; después, volvieron a tirar de él antes de dejarle emitir un segundo grito de dolor o terror ante lo que estaba sucediendo. Desapareció por completo bajo la ondeante superficie y nada, aparte de burbujas y dos rápidas sacudidas de su resplandeciente espada, marcó su camino hasta las puertas de la muerte.
—En nombre de Dios, ¿qué ha sido eso? —gritó Tórrez mientras corría hacia la orilla.
De pronto, los boquiabiertos soldados vieron nuevas burbujas y una puntiaguda estela con forma de uve a lo largo de la superficie mientras algo viajaba deprisa hacia el extremo opuesto de la laguna, en dirección al lugar al que Tórrez había enviado a Rondo y a los cinco hombres. Los sonidos de chapoteos y, a continuación, de gritos de terror rompieron la quietud de la noche antes de que se oyeran dos fuertes detonaciones cuando Rondo disparó sus pistolas. Y entonces, entre los gritos de los hombres y el agonizante eco de los disparos, todos escucharon un sonido que se llevarían consigo a la tumba. El rugido fue como un intenso eco del peor demonio enfurecido salido de sus pesadillas. El espantoso sonido reverberó e hizo que los recorriera un escalofrío.
Los gritos de los seis españoles se desvanecieron con la misma velocidad con la que habían surgido y en un instante la noche volvió a ser tranquila.
Tórrez apareció al lado de un impactado Padilla que apretaba su armadura entre sus manos. El capitán envainó su espada y se la echó a la espalda. Después volvieron a mirar hacia el punto en el que los hombres habían desaparecido justo momentos antes. La oscura figura de un hombre emergió de entre los arbustos y avanzó tambaleándose, obviamente herido. Dos soldados corrieron hacia él y lo llevaron hasta el brillante círculo proyectado por la luz del fuego. Había profundos cortes en el rostro y los brazos del hombre, como si lo hubiera atacado un tigre. Las perforaciones de su armadura eran profundas e irregulares y le faltaba el ojo izquierdo. Gritaba, pidiendo que todos oyeran que el diablo se había alzado de entre las aguas.
Padilla echó a correr y se arrodilló junto a su soldado. Se estremeció al revisar las heridas del joven, de las peores que había visto en su vida. El resto de los hombres se giraron hacia la laguna y observaron atemorizados. La selva volvía a estar muda a su alrededor. El capitán oyó al hombre carraspear las mismas palabras de antes, aunque con un final diferente: «El demonio se ha alzado de entre las aguas y ha venido buscando su ofrenda». Y entonces el único ojo que le restaba al soldado quedó privado de vida cuando su dolor terminó y la oscuridad lo cubrió.
Padilla no vaciló al ordenar a sus hombres que ocuparan sus puestos. Los centinelas habían entrado en el campamento con las espadas desenvainadas y las pistolas listas. Algo que había en la laguna, y que no querría volver a ver ni oír, les había arrebatado a siete hombres en siete minutos. Se marcharía de ese lugar, se retiraría, y jamás se aventuraría de nuevo en la selva. Volverían junto a Pizarro y le contarían que eran unos cobardes y que podía castigarlos como le viniera en gana. Con mucho gusto Padilla padecería lo que fuera con tal de no volver allí.
—Esta noche partimos hacia el oeste y nos detendremos solo cuando volvamos a estar bajo la luz del sol de Dios —anunció.
Que el diablo se quede con su casa, pensó y rezó para que ningún otro hombre encontrara nunca ese lugar, ya que era un paraje en el que los humanos no debían estar. Le entregaría al padre Corintio el mapa que había trazado del valle y le advertiría de que ese era, sin duda, el patio donde salían a jugar los demonios.
Con los centinelas apostados en sus puestos, Padilla ordenó a sus soldados que avanzaran, pero justo cuando, nerviosos, dieron el primer paso, la noche estalló a su alrededor. En esa ocasión, el sanguinario animal los atacó no desde el agua, sino desde el matorral. Debía de haber seguido el rastro del soldado que había escapado. La oscuridad que rodeaba a los hombres, que no dejaban de gritar, quedó desgarrada por el poderoso y enfurecido grito de la bestia mientras atacaba. Padilla sintió la calidez de algo golpeándole la cara y, a continuación, el sabor a cobre de la sangre llenó su boca.
—Capitán, al agua mientras tengamos tiempo. ¡Replegaos, hombres, al agua y nadad! —gritó Tórrez a la par que empujaba al conmocionado Padilla hacia la fría laguna—. Podemos llegar al sendero del otro lado.
Padilla seguía forzando la vista en la oscuridad mientras lo arrastraba Tórrez. Fue ahí cuando la bestia se acercó a una de las hogueras y golpeó a un soldado con su mano de extraña forma. El soldado se quedó en silencio mientras las garras le rasgaban la cara y le atravesaban el peto. Bajo la horrorizada mirada de los españoles, el animal recibió un ataque por detrás con una espada, y después una bala salió de una pistola. La bestia no se detuvo, a pesar de que Padilla vio la bala hundirse en la zona superior del pecho del animal, haciendo saltar en el aire escamas y carne roja. El monstruo soltó un grito de furia y rápidamente alargó la mano para atrapar e incapacitar esa que blandía la espada. Sin dificultad, aquella fiera alzó al hombre por encima de su cabeza y después lo arrojó con fuerza contra uno de los grandes árboles como si no pesara más que un leño.
Otro español corrió hacia el sendero por el que habían accedido al valle y fue entonces cuando Padilla captó la verdadera velocidad de la criatura. Sin ningún esfuerzo, adelantó al soldado y lo atacó por delante, lanzando su impresionante peso contra el hombre y echándolo al suelo.
—Fijaos en el tamaño de ese demonio —farfulló Padilla mientras Tórrez lo empujaba para meterlo más en el agua—. ¡Es un hombre!
Padilla salió de su estado de conmoción cuando la fría agua cubrió su cabeza. Tiró de las correas que sujetaban su armadura y, rápidamente, se la quitó. El pesado hierro cayó al fondo mientras él se abría paso hacia la superficie. Cuando su cabeza emergió, vio a Tórrez delante de él nadando con todas sus fuerzas hasta el otro extremo de la laguna. Siguió a su teniente mientras los gritos del resto de sus hombres continuaban sobre la orilla.
Padilla comenzó a perder fuerza en sus brazos al cabo de diez minutos de nadar desesperadamente y a ciegas por la laguna. Ahora tenía los oídos llenos del sonido de sus propios esfuerzos y del bramido del agua que, frente a él, brotaba de la cascada. Sacudía violentamente los brazos y las botas, que le llegaban hasta la rodilla, se le habían llenado de agua. Le resultaba muy difícil mantener el impulso necesario para propulsarse hacia delante. Cuando su cabeza se hundió bajo la superficie como consecuencia de su agotamiento, comenzó a tragar más y más de esa extrañamente fría y dulce agua. Sintió cómo iba hundiéndose y le pareció oír gritos cuando comenzó a rendirse y a dejar que el agradable agua lo envolviera.
Resultaba reconfortante porque ahora no tendría que mirar a la cara ni a Pizarro ni a ninguno de los hombres que habían sobrevivido y podría acompañar a esos que no lo habían logrado en su viaje final hacia el perdón por los males que les habían causado a los inocentes sincaros. El capitán Padilla incluso esbozó una sonrisa cuando sus pulmones tomaron la última bocanada, no de aire, sino de agua. De súbito sintió una mano agarrándolo desde arriba e incluso tirándole de la barba mientras lo sacaba del agua. Se le pusieron los ojos en blanco al intentar tomar una única y bendita bocanada de aire, pero encontró que tenía los pulmones llenos.
—¡Capitán, capitán! —gritaba Tórrez.
Padilla sintió el suelo bajo él cuando le dieron la vuelta con fuerza y su espalda se golpeó como si fuera un yunque. Notó cómo le chascaba la columna cuando ejercieron sobre él una fuerte presión. Tórrez lo había salvado y conducido hasta la orilla y estaba intentando desesperadamente sacarle el agua de los pulmones.
—¡Respirad, mi capitán, no me dejéis aquí, en este funesto lugar!
Padilla vomitó la ahora cálida agua de su estómago y sus pulmones, y el dolor lo golpeó con intensidad cuando intentó sustituir el líquido con el preciado aire. Sintió su cuerpo sacudirse cuando los pulmones lentamente se llenaron con el oxígeno que necesitaba. Un fuerte gemido escapó de sus temblorosos labios y después, lentamente, tomó aire de nuevo.
Padilla se giró e intentó sentarse, pero no lo logró. Rápidamente, otras manos lo asieron y lo pusieron de pie. Miró y vio que los dos soldados eran Juan Navarro, un ayudante de cocina, y Javier Ramón, un herrero. Se encontraban a escasos metros de la cascada. Padilla alzó la mirada y vio de dónde caía el agua. Tosió intentando limpiarse la garganta de lo que quedaba del líquido que había ingerido. Tórrez estaba en el borde de la pequeña orilla mirando al otro lado de la laguna.
—Los gritos de nuestros hombres han cesado —dijo sin girarse mientras Padilla se acercaba. Juntos, vieron los menguantes fuegos de su destrozado campamento titilar en la oscuridad al otro lado de la laguna.
Al cabo de un instante, Tórrez agarró a su capitán por los hombros y lo apartó de la distante escena de destrucción. Mientras caminaban hacia el muro de roca que ascendía desde la laguna y bordeaba la cascada, Tórrez supo que estaban observándolos.
—Mirad —dijo en voz baja para no atraer la atención de los otros hombres.
Padilla examinó el punto que Tórrez había indicado. Otra estatua, tallada en el muro, los miraba desde arriba. Se parecía a la bestia que acababa de atacarlos y a las dos imágenes que protegían el afluente. Desde su posición al otro lado de la laguna no habían podido advertir su presencia. Esa era más grande y estaba sola. ¿Cómo habían podido no verla durante el día? Padilla no lo sabía.
Ambos se giraron al oír un fuerte chapoteo en el agua; el ruido procedía de su campamento destruido y ahora podían apreciar las ondulaciones y la gran estela que avanzaba hacia su extremo de la laguna.
—Capitán, teniente, hay una cueva sobre el nivel del agua bajo la cascada —dijo Navarro al acercarse—. Resulta increíble, pero… Hay escaleras.
Tórrez se giró hacia la escarpada roca que tenían ante ellos y que contenía solo la figura tallada del animal que ahora se había convertido en su dios justiciero. Después recorrió la orilla con la mirada hasta la alejada selva. Seguro que fuera lo que fuera esa criatura que iba tras ellos, saldría a la superficie antes de que pudieran llegar hasta los árboles. Miró a su alrededor desesperadamente y empujó a Navarro.
—¡Llévanos a esa cueva, soldado! —gritó mientras tiraba de Padilla.
Los tres hombres se unieron a Ramón, el herrero, que estaba indicándoles que se apresuraran; había visto al demonio submarino avanzando bajo el agua hacia su rincón de la laguna. Cuando llegaron a la cascada, el rugido acabó con toda conversación. En vano, Tórrez miró el punto donde el agua caía en la laguna y entonces lo vio. La cueva no era más que una oscura silueta contra el lateral del acantilado, pero allí estaba. Se alzaba unos tres metros sobre el agua y desaparecía en las profundidades. No vio otra opción. Hundió la cabeza en el agua y los otros, incluyendo a Padilla, lo siguieron. Tuvieron que bajar muy hondo para evitar el aplastante chorro de agua de la cascada cuyo vórtice los arrastraba más hacia las profundidades mientras luchaban por llegar hasta la oscura y ominosa cueva. Cuando desaparecieron, la criatura modificó su curso bajo el agua y nadó hacia los rápidos de la cascada.
Dos meses después, se salvó del río a un único superviviente. En un principio, los españoles que lo habían encontrado pensaron que se trataba de un indio, pero pronto se dieron cuenta de que ese hombre había formado parte de la expedición del capitán Padilla. Los hombres se habían esforzado por llevar al superviviente de vuelta a Perú, a pesar de intuir que no lo lograría. Se informó al padre Corintio y el superviviente, tras saberlo, se había aferrado milagrosamente a la vida. El hombre estaba al borde de la muerte por hipotermia y por padecer una extraña enfermedad a la que nunca se habían enfrentado los hombres del campamento. Su única posesión era un libro que habían confundido con una Biblia, y que el superviviente sostenía fuertemente contra su pecho herido. Cada vez que intentaban quitarle el libro, el hombre se lanzaba como un tigre para protegerlo. Incluso probaron a separarle los dedos después de que se hubiera desmayado, pero había sido inútil.
Cuando el padre Corintio llegó al pequeño puesto de guardia con un grupo de soldados de la guardia personal de Pizarro, el hombre seguía con vida aunque esperaba al sacerdote en su lecho de muerte. Durante horas el único superviviente de la expedición habló con Corintio. El sacerdote escuchó sin interrumpirlo en ningún momento mientras examinaba las heridas del soldado y lo atendía en su extraña enfermedad. Y a la vez que el hombre hablaba, jadeando por un dolor interno y debilitándose a cada palabra que lograba susurrar entre sus dientes apretados, metió la mano en su jubón y sacó dos pequeños objetos. Uno era una gran pepita de oro. El otro era un extraño mineral verde, una sustancia parecida a la tiza incrustada en una piedra. Resultaba extrañamente cálida al tacto. El soldado se acercó a Corintio, lo suficiente como para que el sacerdote pudiera sentir la elevada temperatura que despedía su rostro. El hombre agonizante profirió una advertencia apenas audible acompañada de un fétido aliento. El padre Corintio llevaba una bella cruz chapada en oro, no solo por razones estéticas, sino para darle más fuerza a su barata base de metal. Era una de esas que la iglesia tachaba de arrogantes, pero era un obsequio ceremonial que su difunta madre le había entregado el día que había tomado los votos. Estaba hermosamente grabada y era demasiado grande, y la mujer había invertido sus exiguos ahorros para regalársela. Corintio se quitó la cruz y desprendió la parte inferior. El interior del colgante era hueco y fácilmente introdujo las muestras del pequeño mineral. Volvió a colocar la parte trasera sobre la cruz y se la colgó al cuello.
Fue mucho después del amanecer cuando finalmente el padre Corintio salió de la pequeña cabaña portando el libro.
—¿Cómo está, padre? —preguntó uno de los soldados—. ¿Hay noticias de nuestros amigos? ¿Está vivo el capitán Padilla?
—El soldado ha muerto. Se llamaba Iván Tórrez.
—¿El teniente Tórrez? Conocemos a ese hombre y no se parecía a este en absoluto —dijo otro soldado. Un buen número de miembros de la escolta militar se había aproximado para oír al sacerdote.
—La peste puede modificar los rasgos de un hombre hasta el punto de hacer que no pudierais reconocer ni a vuestro propio hermano.
Los hombres se apartaron aterrorizados. Esa única palabra fue suficiente para hacer que les fallaran las rodillas y que los valientes conquistadores se estremecieran. No lo sabían, pero esa era otra enfermedad mortal por completo.
—¿Y qué hay de la expedición, padre? ¿Os ha dado la ubicación de su paradero?
—El capitán Padilla y sus hombres se quedarán donde están. Preparad a vuestros hombres para levantar el campamento y enterrad al teniente Tórrez bien profundo. Honradlo. Fue un hombre valiente —dijo al inclinar la cabeza y santiguarse. El diario de Padilla, que contenía la siniestra ruta que había trazado la expedición maldita, lo llevaba aferrado fuertemente a su pecho.
Despacio, se apartó de los asombrados hombres. El sacerdote sabía que tendría que o destruir el diario y el mapa, que despertarían de nuevo la avaricia de los hombres haciéndoles seguir la dirección de Padilla, o enterrar ambas cosas tan hondo que nadie pudiera encontrarlos jamás. El diario era la única prueba de las maravillas que el capitán había descubierto bajo la catarata de esa laguna perdida, pero por hombres como Francisco Pizarro, el contenido jamás debía llegar a ver la luz del día. Y es que la muerte era lo único que obtendrían aquellos que se aventuraran en esa oscura laguna y, por ello, el padre Corintio se aseguraría de que el papa compartiese su decisión.
Unos meses antes de la muerte de Francisco Pizarro, el general ordenó que se enviara una última expedición para intentar seguir la ruta del fatídico viaje del capitán Padilla. Los españoles únicamente hallaron cascos, armaduras oxidadas, ropa podrida y espadas rotas sobre un camino que se extendía durante cincuenta kilómetros a lo largo del Amazonas, lo cual fue clara evidencia de una escaramuza con un enemigo que había desaparecido dentro de la selva. El sendero que conducía hasta el profundo afluente que daba a esa pequeña y bella laguna jamás se localizó. En cuanto a los hombres del valiente grupo de Padilla, la partida nunca encontró rastro ni de ellos ni del oro que habían buscado. Pizarro, en el poco tiempo que le quedaba, siguió ansiando El Dorado, pero al final otra generación de exploradores y aventureros tendría que llevar a cabo la búsqueda.
Rumores sobre la expedición perdida del capitán Padilla se filtrarían a través de los años e incluso unos cuantos viejos artefactos fueron apareciendo de vez en cuando a medida que la selva entregaba, de mala gana, sus secretos digeridos. Lo que fuera que vivía en esa olvidada laguna esperaría pacientemente a que los hombres volvieran a aparecer por sus dominios.
Territorio de Montana
Junio de 1876
El capitán Myles Keogh se encontraba a la cabeza de las tropas C, I, y L según avanzaban hacia el río. El capitán Yates había marchado con las tropas E y F para reforzar su asalto a la aldea en un punto llamado Deep Coulee. Solo Dios sabía cuál era la situación de Reno y sus compañías, y el capitán Benteen seguía fuera, haciendo un reconocimiento de la zona sur. Imaginaba que Benteen se perdería toda la batalla.
Las órdenes de Keogh habían sido simples: cruzar el río y atacar el extremo norte de la aldea. A unos noventa metros del borde de la ribera, enseguida descubrieron para su horror que lo que creían que era el final del enorme campamento indio era, en realidad, la mitad. El fornido capitán irlandés detuvo la acometida justo cuando un centenar de indígenas hostiles llegó hasta la ribera para entremezclarse con el ya confundido cuerpo de tropas. En mitad del asalto inicial, se giró y espoleó a su gran caballo en dirección a las bajas colinas seguido por las tres compañías. No había visto que, río abajo, otro grupo de cheyenes, liderado por el guerrero Lame White Man, ya había cruzado Medicine Tail Coulee y había avanzado sin ser visto. Algo tarde, Keogh advirtió que los enemigos se habían anticipado a su ruta de retirada al este y la habían cortado.
Al dar la orden de girar al sur, sus compañías fueron atacadas de pronto desde el lateral de una colina que había ocultado a otro grupo de cheyenes. Keogh tiró bruscamente de las riendas, aunque no antes de que seis de sus soldados de caballería, que iban a la cabeza, se hubieran lanzado hacia las filas en continuo avance de los indios. Estos hicieron caer al suelo a sus hombres y sus caballos en un frenético ataque que rápidamente ocultó su masacre en una cada vez mayor nube de polvo. Inmediatamente, el capitán indicó a sus tres compañías que giraran al norte, con la esperanza de poder abrir paso a sus unidades entre los grupos de asaltantes, pero enseguida comprobó que no había camino por el que huir del asalto cheyene. Seguir avanzando solo garantizaría que los hicieran pedazos, así que, en la locura del momento y empujado por la complicada situación en que se encontraban, ordenó a sus hombres que desmontaran; una orden de último recurso para una unidad de caballería porque los privaría de la única ventaja de que disponían: la velocidad de un caballo. Pero Keogh no tenía elección. Recordaba una exitosa resistencia a pie en Gettysburg hace trece años bajo las órdenes del general Buford. Aguantarían hasta que llegaran refuerzos.
Mientras los que quedaban de las compañías I, L y C desmontaban, flechas y balas comenzaron a encontrar su letal camino. Keogh sacó su revólver Colt y se dispuso a dar órdenes de resguardarse detrás de todo lo que pudieran encontrar. Cuando los caballos recibían disparos, los hombres se arrojaban tras sus cuerpos para protegerse. Keogh, sentado intencionadamente en la montura, disparaba sosegadamente al enjambre de guerreros esperando poder inspirar a sus hombres para reunir el valor que necesitarían ese oscuro día. Ahora los enemigos estaban atacando en masa, sin más táctica que golpear y replegarse. Cada vez que avanzaban, los indios dejaban, al menos, a diez de sus hombres muertos o agonizantes.
—Capitán, ¿no deberíamos intentar alcanzar al general? —gritó su ayudante.
—Hoy un objetivo es tan bueno como otro cualquiera; esta noche todos cenaremos en la misma mesa —gritó con su acento irlandés mientras lanzaba dos disparos rápidos y saltaba de su caballo.
Keogh perdió toda esperanza de recibir refuerzos cuando miró hacia la colina y vio que el capitán Yates y sus hombres también estaban huyendo a toda prisa. En ese punto el capitán no había visto a Custer entre ellos, ya que el polvo había empezado a oscurecer su visión. Disparó su última bala a un guerrero que no podía haber tenido más de trece años y lo lanzó a casi un metro de distancia cuando la bala impactó en su pecho.
Mientras abría su cartuchera para sacar el último cilindro desmontable, un rastreador cheyene, con la intención de tocar a su enemigo, lo cual era signo de gran valor en su tribu, se abalanzó sobre él con una vara larga y de rayas rojas. Él fácilmente esquivó la punta emplumada y agarró la vara del valor dejando caer su pistola. Acercó hacia sí al indio tirando del palo y comenzó a golpearlo con su enguantado puño derecho. Al alzar la mano para asestarle otro golpe, una bala alcanzó al guerrero en la parte trasera de la cabeza. Keogh soltó la vara y después vio que había sido un soldado de diecinueve años el que había acudido en su ayuda. El capitán apenas había agachado la cabeza en un gesto de agradecimiento cuando una flecha atravesó al joven soldado por el cuello y el chico cayó. En ese mismo momento, una bala rasgó la frente de Keogh atravesando su sombrero de caña y casi lo derribó. El sombrero salió disparado de su cabeza y acabó en la tormenta de polvo levantada por los indios, que no dejaban de moverse en círculos.
El capitán Keogh sacudió la cabeza para aclarar su visión sin darse cuenta de que la sangre que brotaba de su herida le había nublado el ojo derecho. Volvió a sacudir la cabeza intentando encontrar a su caballo, Comanche. El gran ruano, tan disciplinado como siempre, estaba en el centro de las tres compañías con las riendas colgando. Keogh echó a andar mientras procuraba poner en orden sus ideas. ¿Dónde estaban, por cierto? ¿En el Big… no… en el Little Bighorn? Sí, ¡eso era!, el río Little Bighorn. No dejó de darle vueltas a ese nombre en su cabeza, concentrándose en esas palabras y luchando por mantenerse consciente hasta que finalmente llegó hasta su montura.
En lugar de agarrar las riendas de Comanche, comenzó a desatar los arreos. Metió la mano y sacó una larga cadena de una caja de acero. Apenas podía ver y quiso en vano limpiarse la sangre del ojo. Sintió la cadena a través de sus gruesos guantes y quedó satisfecho al tocar a San Cristóbal; junto a él estaban sus preciadas medallas papales y después, por fin, tocó la cruz. Era el más grande de los cuatro objetos. Se colocó la cadena alrededor del cuello y deslizó los dedos sobre la cruz una vez más. Esperaba que la visión de la sagrada cruz y de las dos medallas evitara que los enemigos mutilaran sus restos. Ahora respiraba aceleradamente y sintió como si estuviera perdiendo la batalla contra la consciencia. Comanche se sacudió y relinchó cuando una bala alcanzó su lomo. El movimiento hizo que el capitán diera una vuelta y fue entonces cuando tuvo la sensación de que las cosas se ralentizaban como si simplemente estuviera soñando todo ese desastre.
Tras una consistente pared de polvo, un guerrero llamado Caballo Loco y cientos de sioux estaban poniendo fin a una batalla que perseguiría al Ejército de Estados Unidos durante cien años y enviaría a las grandes naciones indias a un futuro poco prometedor.
Antes de que Keogh tocara el suelo, vio el estandarte de su compañía caer. La letra «I» bordada en rojo cayó al suelo y allí se quedó. El capitán tocó el suelo justo cuando dos flechas impactaron en la amarilla hierba junto a su cabeza, arrojándole tierra a la cara mientras él yacía entrecerrando los ojos frente al sol. Ni siquiera reaccionó cuando una tercera lo alcanzó en el costado. Agarró con fuerza la cruz contra su pecho, rezó y esperó.
En dieciséis kilómetros a la redonda, las compañías C, I y L, doscientos sesenta y cinco hombres de la unidad de batalla de élite del Ejército de Estados Unidos, el Séptimo de Caballería, encontraron su destino con bala, lanza y flecha. Sobre una colina que dominaba el punto donde un estúpido hombre de larga melena rubia y ataviado con una chaqueta de ante cayó al suelo, seguido por su bandera azul y roja, el capitán Myles Keogh se aferró a su cruz y murió. Y con su muerte se llevó consigo un secreto de cientos de años de antigüedad que se perdió junto con el resto del Séptimo en el valle de Little Bighorn.