Había sido una experiencia surrealista desde el momento en que el equipo había bajado de su medio de transporte hasta el momento en que Niles les había solicitado que se reunieran. Los invitados no incluían a ninguna de las jerarquías habituales del Grupo Evento, con excepción de Virginia y Jack. Incluso faltaba Pete Golding. Heidi Rodríguez estaba allí, sentada junto a Sarah, y también el profesor Ellenshaw. Alice sonrió al mirar al pequeño grupo. Carl llegó tarde y se disculpó. Niles era el único que faltaba por entrar en la sala.
—Esta no es una reunión normal —dijo Virginia mirando el reloj.
—No, no lo es —respondió Alice sabiendo muy bien que Virginia estaba ansiosa por salir de la reunión y volar a Los Ángeles para ver al suboficial Jenks en el hospital. Los estudiantes de posgrado de Stanford fueron aleccionados por miembros del FBI para que dijesen que sus compañeros de viaje habían muerto en un accidente de barco; una historia que, sin reservas, accedieron a reproducir si se les preguntaba. A tres miembros del equipo de Zachary les esperaban momentos mucho más duros, incluyendo al ayudante de Helen y prometido de Kelly, Robby, que había absorbido suficiente radiación como para asegurarle alguna enfermedad espantosa antes de alcanzar la senectud. Los otros dos jóvenes no pasarían de ese mes.
En cuanto al equipo Evento que había estado bajo las órdenes de Jack, incluyendo la operación Proteus, habían perdido a treinta y tres personas, todas ellas hombres y mujeres brillantes, amigos que no podrían ser reemplazados fácilmente: Keating, Jackson, Larry Ito, la doctora Waltrip y muchos otros. Todas ellas pérdidas a las que a Jack le costaría mucho sobreponerse.
La puerta se abrió y entró Niles. Se echó a un lado para dejar pasar al senador Garrison Lee, antiguo director del Grupo. A Lee lo seguía el presidente de Estados Unidos, que se suponía estaba en un viaje de recaudación de fondos por Arizona, Nevada y California para apoyar al nuevo candidato del partido, un antiguo general del Ejército de Estados Unidos cuya campaña estaba empezando a tomar impulso tras la repentina dimisión del secretario de Estado.
El Grupo comenzó a levantarse, pero el presidente les indicó que se sentaran.
—No, por favor. —No podía mirarlos a los ojos.
Por respeto al anciano, esperó a que el senador Lee se sentara primero y después ocupó un extremo de la mesa de reuniones. Alice sonrió a su antiguo jefe y actual compañero de habitación y Lee le dio una palmadita en la mano.
El presidente fue el primero en hablar, cogiendo a Niles desprevenido.
—No —dijo al mirar a Niles—. No lo aceptaré, así que ni lo intente.
Niles, furioso, se quitó la chaqueta y miró a Lee, que no apartó la mirada.
—Es mi derecho. Se me mintió en todo momento —dijo Niles con calma.
—No yo —respondió el presidente con brusquedad.
Alice cerró los ojos y no levantó acta de la reunión.
El presidente respiró hondo y finalmente miró a la gente sentada alrededor de la mesa.
—El gobierno de Estados Unidos ha tenido conocimiento de la existencia del valle de Padilla desde comienzos de 1941. La información la descubrió un agente norteamericano que trabajaba en el Vaticano. Le pasó la información a su superintendente en la Inteligencia del Ejército, que sabía sin ninguna duda qué mineral tenía en su posesión. Ese agente pudo sacar la ruta del diario, con autorización oficial de la Iglesia católica y de la archidiócesis de Madrid. Consideraron que los norteamericanos sabríamos emplear el material con sensatez. Así, la ruta y el mineral llegaron hasta la Universidad de Chicago, cuyos experimentos para construir un reactor bajo el estadio universitario Stagg Field en Chicago habían sido un rotundo fracaso hasta el momento. A Enrico Fermi se le permitió examinar de primera mano las muestras de mineral de Padilla y quedó convencido de que se acercaban a lo que podría ser un arma nuclear semejante a las que habían sido manipuladas artificialmente. Por supuesto, siguió trabajando con su pila atómica en Chicago. Pero querían utilizar las muestras de Padilla como material al que poder recurrir y por eso fueron a buscarlo.
Niles se había contenido, pero el presidente insistió en que fuera él quien cargara con la responsabilidad por las vidas perdidas.
Tragó saliva con dificultad y los miró a todos.
—El resto ya lo conocen. Su amigo en Princeton, Albert Einstein, envió a diez de las personas en quien más confiaba junto con los pocos elegidos por Fermi. Los apodó como la Asociación Minera de Chicago. Por desgracia, a la mayoría no volvió a verlos y a los que sí vio solo vivieron tres meses, con la excepción del profesor Kauffman de Arizona. Sobra decir que Fermi fue más competente de lo que se creía y que logró producir una reacción en cadena el mismo mes en que la expedición fue eliminada.
—Y entonces el mundo se volvió un lugar mejor —interpuso Lee con sarcasmo.
—El material de El Dorado se había guardado y archivado durante años y años. Lo descubrió accidentalmente el director del Cuerpo de Ingenieros del Ejército; información que compartió con varios amigos suyos, incluyendo a mi consejero de Seguridad Nacional y al antiguo secretario de Estado. Juntos encontraron un buen motivo para el uso del material apto para armas. Un hecho que haría a un hombre quedar lo suficientemente bien como para ocupar este mismo puesto y que los demás ascendieran tras una recompensa por haber detenido la amenaza de invasión de una nación agresora.
Niles aún parecía furioso.
El presidente miró a Compton y dijo:
—Dimisión no aceptada, señor director, simplemente por la razón de que usted es demasiado valioso para el pueblo estadounidense.
Niles tragó saliva y se permitió sentir por primera vez en días.
—Retiro mi solicitud de dimisión —dijo y dejó que Alice le estrechara la mano y que Lee les diera una palmadita a ambos.
El presidente se sentó un momento; parecía cansado.
—Ahora, comandante Collins, tengo entendido que se cree con derecho a otorgar ascensos en combate a sargentos.
Jack sonrió. Estaba preparado para la discusión con el presidente.
—No solo a sargentos, sino también a grados júnior de la Marina. —Asintió hacia Virginia, que se levantó y fue a abrir las puertas dobles.
El alférez (provisional) William Mendenhall entró vestido con su traje azul del Ejército de Estados Unidos que aún tenía en la manga los galones dorados de sargento. Lo seguía el teniente de grado júnior Jason Ryan, de la Marina de Estados Unidos, vestido con pantalones cortos y una camisa hawaiana de múltiples colores. Los dos se pusieron en posición de firme.
—¿Contento de estar en casa, señor Ryan? Creo que los Delta lo quieren de vuelta y también el programa Proteus. Así que, dígame, ¿ha terminado de volar para las Fuerzas Aéreas? —preguntó el presidente.
Ryan miró a Collins antes de responder al presidente.
—Creo que el comandante sabía que la plataforma láser intentaría matarme, señor.
—Bueno, está en su derecho. Después de haberme reunido con usted y de volver a verlo —miró sus pantalones y su camisa hawaiana—, no puedo culparlo.
—Señor presidente —dijo Jack levantándose—, solicito oficialmente que el sargento William Mendenhall acceda a la Escuela de Aspirantes a Oficial. Será un buen oficial del Ejército. En cuanto al señor Ryan, o lo ascendemos o lo echamos del todo de una patada en el culo, si me perdona la expresión… Usted elige.
El presidente se levantó y les estrechó la mano a los dos hombres mientras asentía.
—Supongo que usted también intentaría dimitir si no accedo, ¿verdad? —le preguntó al comandante.
—¿Yo, señor presidente? De eso nada, estaba deseando quedarme con el puesto de Niles hasta que usted lo ha convencido para que no lo deje.
El presidente sonrió y empujó dos pequeñas cajas sobre la mesa de reuniones en dirección a Niles.
—Haga los honores, señor director, por favor.
Niles, con tanto boato y expresión circunspecta como pudo, le lanzó sin más una caja a Jack y otra a Carl. Después, desplegó un papel muy fino y leyó:
—Comandante Jack Collins, como corresponde a una relación militar con una agencia ajena a la suya, queda ascendido a teniente coronel con el ajuste de sueldo acorde a dicho rango, exceptuando cien dólares al mes destinados al reembolso de capital a la Marina de Estados Unidos por la destrucción de propiedad del gobierno de Estados Unidos, concretamente el transporte de río comisionado USS Profesor. El capitán de corbeta Carl Everett queda, por tanto, ascendido a capitán de navío de la Marina de Estados Unidos, con un aumento de sueldo acorde, más una deducción mensual que asciende a cien dólares a modo de compensación por la previamente mencionada propiedad destruida.
Jack y Carl se miraron y no supieron qué decir.
—De esta manera quedan oficialmente reprendidos por el presidente de Estados Unidos y dicha reprimenda quedará reflejada en los informes 201. Además, ambos oficiales volarán de inmediato a Los Ángeles y se disculparán formalmente ante el retirado suboficial mayor Archibald Jenks quien, he de decir, está ansioso por verles —terminó el presidente por Niles—. Ahora, pueden retirarse.
Jack Collins y Carl Everett salieron de la sala de reuniones asombrados por lo que acababa de pasar. Cuando las puertas se cerraron tras ellos oyeron que la vida del Grupo Evento volvía a la normalidad cuando el presidente y el director dieron comienzo a su discusión anual.
—Ahora, señor director, tenemos que hablar de este desaforado presupuesto que ha presentado para el próximo año fiscal. No creo que pueda ser. Yo no ocuparé el cargo la próxima vez y el tipo que venga detrás de mí puede que no sea tan generoso.