Afluente Aguas Negras
Robby se encontraba solo y lo único que sabía era que estaba a punto de desmayarse. El calor en los niveles más bajos de la mina se hacía casi insoportable. Agotado, dejó que su propio peso trabajara por él y se dejó caer por el húmedo muro. Su exhausto cuerpo se posó sobre las rudimentarias y centenarias vías de madera que atravesaban los antiguos pozos de mina como una serpiente ondeante y retorcida de millones de kilómetros.
En las últimas cuarenta horas, en los túneles se había hecho un silencio sepulcral mientras él se había abierto paso en la oscuridad para acabar descubriendo únicamente que no estaba trepando, sino descendiendo más y más hacia las profundidades de la enorme mina. La cascada, diseñada hacía un milenio por unas misteriosas manos que nadie había visto, fluía por los túneles junto a la vieja pista de transporte y los carros de madera cargados. Robby se había tomado su tiempo en examinar esos extraños canales y había descubierto que se habían tallado en el mismo suelo de roca de la inmensa estructura. Supuso que los canales se utilizaban para transportar cargas mucho más pesadas o grandes a los niveles más profundos de los túneles. Pero ahí radicaba el enigma: ¿por qué enviar el oro a dos áreas distintas para su procesamiento? Había descubierto rocas dentro de uno de los viejos carros de minerales; estaban atravesadas por grandes vetas de oro. Esos carros se encontraban sobre vías que conducían desde lo más hondo hasta los niveles más altos. Había procurado seguir esas vías hacia arriba, pero, la mayoría de las veces, acababan metiéndose por pequeñas aberturas hacia pozos cerrados y temía quedar atrapado en uno. Por mucho que insistiese, acabaría perdiendo la vía. Antes de poder darse cuenta, ya estaba bajando otra vez. Desorientado y confuso, había decidido dejar de insistir y seguir los canales hacia abajo.
Cuando intentaba respirar más despacio, un ruido captó su atención. Se adentró en la oscuridad para ver qué lo rodeaba y volvió a oírlo. Sonó como un susurro. Y entonces, de pronto, una luz resplandeció desde el fondo de la siguiente curva. El corazón comenzó a palpitarle con fuerza. Ahora podía ver al reflejo de una gran llama naranja en el agua del canal.
Se quedó quieto.
—¡Ey!
Escuchó dos chillidos, como si su voz hubiera sobresaltado a alguien. Cerró los ojos para dar las gracias cuando la llama al otro lado de la curva comenzó a avanzar hacia él.
—¿Quién anda ahí? —gritó.
—Robby, ¿eres tú?
—¡Oh, Dios! ¿Kelly? —gritó y luchó por mantenerse en pie.
Lo siguiente que supo fue que lo estrechó la imagen más hermosa que había visto nunca.
Kelly lo besó por la cara y lo abrazó hasta que él tuvo que apartarse para poder respirar.
—Estás vivo, ¡no puedo creerlo! —exclamó ella al mirarlo de arriba abajo. La chica que sostenía la antorcha era Deidre Woodford, la ayudante de la profesora Zachary, que no pudo más que sonreír ante el reencuentro.
—¿Y los demás? ¿Cuántos más vienen con vosotras?
—En nuestro grupo somos unos doce —respondió Kelly mirando nerviosa a su alrededor—. Vamos, tenemos que volver. Solo podemos estar fuera veinte minutos cada vez.
—¿De qué… de qué estás hablando? —le preguntó mientras ella tiraba de él.
—Me llevará demasiado tiempo explicártelo, Robby, pero para que lo sepas, somos los invitados de los dueños de El Dorado.
Tiraron de él hasta que llegaron a una gran cámara y, al adentrarse en la luz que arrojaban varias antorchas, Robby dejó escapar un grito ahogado ante el espectáculo que se le mostraba.
—Impresionante, ¿verdad? —le preguntó Kelly mientras lo conducía alrededor de una gran gruta de agua limpia y transparente que ocupaba el centro de una enorme cueva natural.
—¡Fíjate en eso! —Robby avistó más de un millar de estatuas a tamaño real de la bestia que habían visto y que los había atacado. Formaban líneas a lo largo de los muros, como si las hubieran colocado para que su petrificante y fría mirada vigilara el interior de la cavidad. Entre cada estatua había una pequeña abertura y en algunas de esas aberturas titilaba la luz del fuego. Estaba contemplando alrededor de quinientas dependencias que, en algún momento, habían albergado a los esclavos que trabajaron en esa mina.
—Vamos, tenemos que entrar antes de que la criatura vuelva. Casi es la hora del almuerzo —dijo Kelly al mirar su reloj—. Cada doce horas, como un reloj. Y la muy cabrona nunca llega tarde.
—¿De qué cojones estás hablando? —preguntó Robby cuando lo condujeron hasta una de las cavidades. Vio que pieles de animales muy viejas, junto con telas extrañamente tejidas, cubrían las bocas de esas raras salas con aspecto de dormitorio.
—¿La cosa que nos atacó en la orilla?
—¿Sí?
—Creía que intentábamos escapar del valle y de estas minas —respondió Kelly. Encendió otra antorcha y con esa luz pudo ver que él no estaba siguiéndola—. Robby, esa criatura es nuestro carcelero. Lo han entrenado para que nos mantenga aquí, para que trabajemos y para impedir cualquier intento nuestro de abandonar la mina. —Se agachó para recoger algo y se lo puso a Robby en la mano derecha—. Toma, debes de estar hambriento.
Él se dio cuenta de que le había dado pescado cocinado. Se lo metió en la boca y, al hacerlo, se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había comido. Esa carne blanca le supo tan buena como cualquier otra cosa que pudiera haber comido en los mejores restaurantes. Cuando terminó, se acercó a Kelly y la besó.
Robby no podía encontrarle una explicación lógica a lo que ella le estaba contando. Los puntos que debían de estar conectados parecían flotar frente a sus ojos y entonces, con la luz de las antorchas, descubrió las antiquísimas pinturas rupestres creadas por una cultura primitiva, posiblemente por los indios sincaros. Allí estaba su historia, para que él la leyera y pudiera, por fin, encontrarle a aquello algo de sentido. Mientras Kelly le sostenía la antorcha, descubrió una larga y brutal historia de esclavitud y masacres representada por una mano muerta hacía mucho tiempo.
Fue ahí cuando una llamada de advertencia sonó desde fuera, en la gruta.
—¡Que viene!
Rápidamente, Kelly dejó la antorcha sobre el suelo y la pisó hasta apagarla. Después, agarró la mano de Robby y lo llevó hasta la boca de la pequeña cueva. Le puso el dedo índice sobre los labios cuando él comenzó a darle forma a una pregunta y señaló hacia la semioscuridad de la gigantesca cueva.
Fue entonces cuando Robby lo vio. La criatura estaba justo en el borde del agua, observando a la gente dentro de sus cavernas. La bestia gruñó tres, cuatro, cinco veces. Era enorme. Sus largos brazos, musculosos y nervudos, pendían a sus lados. Entonces, las aguas de la gruta erupcionaron con un fuerte ruido y el agua salpicó cuando los pequeños monos anfibios rompieron la superficie del gran lago subterráneo. Robby los contempló mientras accedían con dificultad a la orilla rocosa y se fijó en que cada uno portaba una carga: uno, dos o tres peces moribundos entre sus garras. Uno a uno, los monos arrojaron un aleteante puñado hacia los humanos que aguardaban dentro, atemorizados. Después, los anfibios volvieron a meterse chapoteando en la extraña gruta y se escabulleron. La descomunal bestia miró a su alrededor y lentamente retrocedió hasta quedar cubierta de agua y desaparecer.
—Si salgo viva de aquí, tengo material para una tesis acojonante —dijo Kelly con una sonrisa y, al advertir la mirada confusa en el rostro de su prometido, añadió—: ¿Es que no lo entiendes? Es la hora del almuerzo para los esclavos y nuestro guardia y su entrenado equipo nos han traído la comida.
Él no acertó a decir nada, aunque su mente funcionaba a toda máquina. ¿Esas criaturas prehistóricas estaban adiestradas para vigilar y mantener alimentados a los esclavos humanos? Pero ¿por qué?
—Veo las preguntas amontonarse en esa mente de Stanford que tienes, así que deja que alguien de Berkeley, California, alguien de la verdadera educación superior, te lo explique. A mí no me costó tanto tiempo comprenderlo. ¿Por qué iban los antiguos amos de los esclavos sincaros a pasar por las dificultades de preparar a la fauna autóctona para que actuara como carcelera cuando ellos mismos podían vigilar a sus esclavos? La respuesta es simple: no querían morir por miles, como lo hacían sus esclavos. Me apostaría el máster que tengo a que no solo los sincaros estuvieron al borde de la extinción, sino que otras cinco o seis tribus a lo largo de la historia de El Dorado fueron masacradas hasta que ni una sola sobrevivió en este lugar.
—¿Por qué? ¿Por el oro? —preguntó Robby incrédulo.
Kelly agachó la cabeza y tomó a Robby de la mano para conducirlo hacia la enorme cueva. Después, se giró y les pidió a los supervivientes reunidos que apagaran sus antorchas. Cuando lo hicieron, poco a poco la cavidad fue quedándose a oscuras.
—No entiendo…
—Observa —dijo Kelly al girarse hacia las paredes.
Cuando los ojos de Robby se hicieron a la oscuridad que lo rodeaba, lo primero que vio fue cómo las muchas estatuas de las criaturas empezaban a despedir un tenue brillo. A continuación, las paredes que los rodeaban cobraron vida con una luminiscencia verde que fue aumentando en intensidad. Después, según iba abriendo la boca asombrado, descubrió largas vetas de mineral atravesar los estratos de roca. Resplandecían como si tuvieran un fuego interno.
—No, Robby, no murieron extrayendo el oro, murieron excavando eso de la tierra. Y, ¿por qué iban los dueños de los esclavos a arriesgar sus propias vidas vigilando lo que podían hacer los anfibios altamente evolucionados de esta laguna?
La gigantesca cueva ahora estaba bañada en el suave brillo que emanaba de la piedra tallada y de las vetas de un extraño mineral que recorrían la piedra como ríos de fuego verde. Entonces, de pronto, Robby lo entendió. Todo encajó y comprendió qué era lo que estaba mirando. Sintió que lo recorría un escalofrío, y supo cuál sería su destino. Kelly le puso voz.
—Si no escapamos de la hospitalidad de nuestros guardianes pronto, diría que todos tendremos una muerte larga y angustiosa.
Centro del Grupo Evento
Base de las Fuerzas Aéreas de Nellis, Nevada
Los veintiocho representantes de departamento habían recibido notificación del Evento convocado y, así, el Grupo entró en acción. En el Departamento 5656, cuando se convoca un Evento oficial significa que ha acaecido una grave eventualidad que puede alterar el curso de la historia, algo que podría afectar la vida de la gente del presente, un suceso que podría incluso llegar a someterse al examen del presidente, o algo que queda más allá de una mera investigación conducida por un equipo de campo.
Pete Golding, de Ciencias Informáticas, estaba al cargo de desarrollar el trabajo de investigación en distintas áreas, incluida la planificación de los Eventos. Tanto el episodio de Padilla como la incursión de 1942 ahora entraban en esa categoría. Tenía la colaboración de la ayudante de dirección Virginia Pollock. La sección Informática trabajaría durante tres turnos en un esfuerzo por destapar todos los hechos que pudieran sobre la leyenda de la expedición de Padilla y, lo más importante, sobre las enigmáticas pistas que Helen había dado en su carta en cuanto a los medallistas papales y el mapa perdido. Niles había decidido participar en la investigación de Pete trabajando por su cuenta.
Las labores de Comunicaciones también serían desviadas al centro informático porque estarían utilizando el satélite KH-11 del Grupo, cifrado como Boris y Natasha, para peinar la cuenca del Amazonas desde Brasil hasta los Andes peruanos. Inmediatamente comenzaron con la eliminación de cualquier cosa al oeste de las montañas, por razones obvias. Los técnicos, los mejores especialistas reclutados de las corporaciones más avanzadas de Estados Unidos, tomarían imágenes de alta resolución de la selva tropical y de la jungla de la cuenca, y tal vez, con un poco de suerte, descubrirían algo que acotaría la búsqueda del afluente que conducía al valle perdido descrito en la leyenda. Pero, por el momento, las únicas descripciones eran relatos ficticios de autores italianos escasamente conocidos que llevaban mucho tiempo muertos y que decían haber visto el mapa o el diario, algo muy poco probable, ya que los relatos variaban en extremo, tanto en sus datos como en sus descripciones.
Los tres departamentos que se ocupaban de la religión tendrían mucho trabajo para intentar destapar todo lo que pudieran de los archivos del Vaticano. El sistema informático Cray, el Europa, camparía a sus anchas por el formidable sistema catalogador, y supuestamente seguro, IBM Hielo Rojo del Vaticano. El Europa era un sistema que Cray había desarrollado para solo cuatro agencias federales: el FBI, la CIA, la Agencia Nacional de Seguridad, y encubiertamente, como un favor al antiguo director del Grupo Evento, Garrison Lee, el Departamento 5656. El Cray era capaz de irrumpir, de atravesar la puerta trasera de cualquier sistema del mundo, incluido el supuestamente impenetrable procesador central Hielo Rojo. Pete Golding llamaba «zalamería» a lo que el Europa hacía. Los tres departamentos centrados en la religión intentarían colarse en el sistema del Vaticano mediante zalamerías y descubrirían todo lo que pudieran sobre el diario, el mapa, y las supuestas muestras de oro que siempre habían sido parte integrante de los rumores en torno a esa historia. Resultaría una labor más que intimidante tratándose de la sagrada Iglesia romana, el cuerpo más experimentado del mundo a la hora de ocultar secretos.
Heidi Rodríguez, con su departamento de Zoología, se había unido a las divisiones de Estudios Paleolíticos, de Arqueología y de Oceanografía para desvelar cuanto pudieran sobre las especies de animales que podrían haber existido en el pasado y que ya no eran viables o que se habían extinguido. Heidi ya había cometido herejía en sus tres departamentos al solicitar la ayuda de un departamento sobre el que nadie hablaba en las divisiones científicas. Ese extraño grupo se ubicaba en el nivel más profundo del departamento, el nivel treinta y uno. Algunos decían que el director Compton los enterró tan profundamente para que nadie pudiera contaminar los laboratorios de las ciencias «reales». Pero Niles conocía, más que nadie, la importancia de ese departamento e insistía en su valor.
Niles había creado el departamento de Criptozoología hace tres años como un recurso ante el desaparecido grupo de Ciencias Animales y nadie, absolutamente nadie más que el director y Heidi, los tomaban en serio. Su deseo de descubrir información sobre el monstruo del lago Ness, el Bigfoot, y los hombres lobo, entre otros estudios irrisorios, era un chiste continuo en los niveles científicos superiores. El departamento estaba presidido por un viejo y loco profesor de zoología llamado Charles Hindershot Ellenshaw III.
Los tres departamentos llevaban reunidos quince minutos exactamente cuando estalló una discusión entre los miembros del departamento de Cripto y el de Paleontología. Will Mendenhall, que ese día estaba al mando de la seguridad del complejo, intentó, junto con Heidi Rodríguez, poner orden en el equipo, pero Mendenhall terminó mirando sin más al presidente del departamento de Cripto, y quedó hipnotizado por la larga, despeinada y blanca barba del hombre. Finalmente, Heidi le dio un codazo para animarlo a hablar.
—Bueno, ¿de qué trata todo esto? —preguntó Mendenhall con los ojos aún posados en Ellenshaw.
Todo el mundo empezó a hablar a la vez. Gestos desaforados y dedos acusatorios rodearon al sargento Mendenhall.
—¡De uno en uno, por favor!
—No tenemos por qué quedarnos aquí para que esta gente nos insulte cada dos minutos; somos tan valiosos para estas instalaciones como ellos —dijo una joven con gruesas gafas mientras miraba fijamente al profesor Keating.
—El hecho de que su ciencia esté recibiendo reconocimiento nacional gracias a la televisión no le convierte en una fuente científica viable.
—La teoría del doctor Ellenshaw, que defiende que una especie de vertebrados se apartó de las influencias externas y tiene su propio ecosistema, ¡es viable!
—¡Eso es material de películas de serie B! —respondió Keating bruscamente.
Mendenhall sacudió la cabeza. Va a ser un día muy largo, pensó.
Niles estaba sentado en el centro de contacto directo del Europa. El sistema estaba interconectado por todo el complejo, pero era ahí donde una persona podía interactuar con el sistema Cray cara a cara. Según Pete Golding, interactuar con el sistema directamente ayudaba tanto al técnico como al Cray porque era una plataforma de aprendizaje binario que podía pensar a años luz por delante de su interrogador y sentir la línea de interrogación para razonar una solución por su cuenta.
Por motivos personales, el director quería trabajar solo, separado de los demás. Previamente había intentado distanciarse del posible aprieto en que se encontraba Helen y permitir que su gente trabajara sin querer controlarlos a todos. Deseaba continuar con sus propias obligaciones, las cuales eran muchas, pero no tardó en descubrir que seguía recurriendo a Helen, a su rostro, a su aspecto al despertar por las mañanas hacía tantos años. Pensó que estar solo lo ayudaría a concentrarse, sobre todo mientras conversaba con algo tan poco sentimental como un puñado de chips de silicona de nueva generación.
Su primera línea de interrogatorio fue simple. Comenzaría por investigar la indicación que les había facilitado Helen en la carta en torno a los medallistas papales.
—¿Qué tenemos hasta el momento? —preguntó Niles al recostarse en su silla.
«Según los informes recogidos de archivos públicos e instalaciones clandestinas, la suma total de medallistas papales vivos en el año 1875 d. C. era de seiscientos setenta y uno», respondió el feminizado sistema de audio del Europa.
—¿Y eso eliminando a España e Italia como hogar de esos medallistas?
«Sí».
Niles tardó en reaccionar. Sabía que estaba yendo directo al grano; después de todo, lo único que tenían que seguir eran informes escritos de rumores que se remontaban al año 1534. Al igual que Pete, suponía que ya que el diario lo había entregado a España el propio padre Corintio, podían descartar esa nación como uno de los lugares donde ocultar el mapa o las supuestas muestras de mineral. Y, estaba claro que, ya que Helen había dicho que esos medallistas papales habían nacido fuera, también podían descartar Italia, el hogar del Vaticano. Ahora era sencillo, solo quedaba buscar en el resto del mundo.
—Accede a la red del Vaticano —dijo Niles.
«Ya se ha obtenido acceso mediante el departamento de Ciencias Informáticas con autorización de P. Golding».
Así que Pete ya había empezado a examinar los archivos. Niles sabía que debía dejar a Pete, ya que él sabía moverse por Europa y también conocía toda la seguridad que rodeaba al Vaticano, pensada para evitar que alguien hiciera exactamente lo que estaban haciendo ellos.
—¿Existe alguna correlación entre San Jerónimo el Real, en Madrid, España, en 1874, y los medallistas papales? —preguntó Niles, puesto que le interesaba verificar el hecho de que uno de esos caballeros, en efecto, le hubiera entregado el diario al reino de España para que lo salvaguardaran.
«Formulando».
Niles estaba pensando en eliminar coincidencias de su obvia conjetura.
«El clérigo católico Sergio de Batavia, medallista papal en 1861 por actos efectuados mientras servía en el ejército con el batallón de San Patricio durante su estancia en Irlanda. Se le pidió que se uniera a la guardia del papa en 1862 como recompensa por los servicios prestados en Castelfiardo, Ancona. Se le concedieron las medallas Pro Petri Sede y Orden de San Gregorio de los Santos Pedro y Gregorio por su coraje. Cuando su servicio para el papa Pío IX llegó a su fin, se le concedió la dirección de San Jerónimo el Real, en Madrid, España».
—Me pregunto qué probabilidades hay de que fuera a él a quien le entregaron el diario para protegerlo —dijo Niles pensando en voz alta.
«¿Esa pregunta está formulada para que el Europa la conteste?», preguntó la voz femenina.
Niles dejó escapar una pequeña carcajada.
—No, a menos que puedas calcular las probabilidades.
«Formulando».
Niles se bajó las gafas y miró el enorme visor de cristal líquido, que se apagó por un momento dejando la sala sumida en la oscuridad. No podía creerse que el Europa fuera a calcular las probabilidades.
«El número de receptores de medallas papales que recibieron órdenes para España en el año 1861, según los archivos del Vaticano, fue de cuatro. Las probabilidades calculadas son tres a una».
—Muy bien, lo suficientemente bajas como para apostar por alguna —dijo Niles—. Pregunta: ¿Cuántos receptores de la orden papal pertenecían al batallón de San Patricio?
«Seis recibieron la orden de Pro Petri Sede, dos la orden de San Gregorio y dos recibieron ambos honores».
Rápidamente, Niles releyó la carta de Helen y comprobó los hechos que ella había mencionado sobre que el sendero que conducía al mapa se encontraría investigando a los caballeros a los que se les otorgaron las medallas papales. Dobló la carta y miró a la pantalla. Helen le había dado un punto de partida para intentar encontrar algo que, según ella había dicho, no era recuperable, pero era la única pista real que tenían sobre su paradero.
Las últimas palabras pronunciadas por el Europa seguían ahí, escritas sobre la gran pantalla. Niles se bajó la cremallera de su traje de laboratorio y dejó que le entrara algo de aire.
Frunció los labios mientras pensaba. Las probabilidades apuntaban a que el mapa y el diario habían estado en manos de hombres en los que el papa Pío IX confiaba, lo que significaba que seguramente el papa los conociese en persona. Así que los medallistas papales parecían ser el camino apropiado de la investigación y así era como Helen había seguido la pista del diario, y supuestamente, también del mapa. Y ya que jamás tendrían acceso al diario, gracias a Farbeaux, estaría obligado a seguir el mismo camino que Helen. La leyenda decía que el diario estaba separado de las muestras de oro y del mapa, puesto que se habían enviado en direcciones distintas: el diario a España, el mapa al Nuevo Mundo, y las muestras a los archivos del Vaticano, donde permanecieron bajo candado y llave. El diario y el mapa habían tomado caminos distintos en 1874. Se quitó las gafas y mordisqueó la patilla.
—Pregunta: ¿Cuántos medallistas papales seguían vivos en el continente americano en 1874?
«Formulando».
Niles sabía que era una apuesta arriesgada, pero tenía esperanza.
«Según los archivos públicos, setenta y cinco medallistas en Estados Unidos, dieciséis en Canadá, veintiuno en México y uno en Brasil».
—Pregunta: ¿Cuántos sirvieron con el batallón de San Patricio y recibieron ambas medallas papales?
«Formulando».
Niles volvió a ponerse las gafas y miró la pantalla.
«Cuatro receptores de ambas medallas papales además fueron veteranos del batallón de San Patricio», respondió el Europa. «Un receptor en Canadá, uno en México, uno en Brasil y uno en Estados Unidos».
Niles se puso recto en su silla. No podía ser tan fácil.
—Pregunta: De los cuatro, ¿cuántos ocupaban un puesto en el Vaticano en 1874?
«Formulando».
Niles esperó.
«Ningún receptor en el Vaticano en 1874.»
Se sintió decepcionado, pero decidió probar otra vez.
—Pregunta: De los cuatro, ¿cuántos estaban vivos en 1874?
«Formulando», dijo el Europa cuando la pantalla volvió a iluminarse.
Niles empezó a levantarse, sintiendo que su investigación no estaba yendo a ninguna parte.
«Según los informes de defunción de Canadá, del censo general de ciudadanos de México, del censo oficial de Brasil y de los informes de estado y territoriales de Estados Unidos, un miembro seguía vivo en 1874», respondió el Europa.
Niles miró la respuesta impresa en la pantalla con esperanzas renovadas.
—Pregunta: ¿Cuál era el apellido del receptor?
«Formulando».
Niles sabía que tenía que ser un sacerdote, probablemente de la misma orden de San Patricio que la del padre español a quien se había enviado el diario. Mientras observaba, podía oír a través del cristal que tenía frente a él los sistemas robóticos del Europa activando programas a una velocidad asombrosa. Por lo general, le encantaba observar al sistema Cray en acción, pero ahora mismo solo estaba haciendo que se pusiera más nervioso.
«Todos los informes de identidad del medallista eliminados del disco duro del antiguo sistema el 18/11/1993. No quedan más archivos en los archivos centrales».
—¿Qué? ¿Quieres decir que la información fue borrada del antiguo sistema Cray? —inquirió Niles mientras se levantaba furioso de un brinco.
«Afirmativo. Todos los informes de los archivos, exceptuando los datos censales de 1874 de medallistas papales del Vaticano, fueron eliminados del sistema de archivos de Nellis».
—¿Usuario autorizado de la última búsqueda de datos sobre este asunto en cuestión? —preguntó Niles, a pesar de conocer ya la respuesta.
«Profesora Helen M. Zachary, el 18/11/1993, autorización…».
—¡Maldita sea! ¡Nos has dejado en un callejón sin salida! —exclamó apretando los dientes.
«Europa no ha logrado comprender adecuadamente la pregunta y/o orden. Por favor, reformúlela».
Niles no respondió al confuso Europa; salió bruscamente de la sala sabiendo que podían haber perdido su única oportunidad de encontrar al equipo de Helen.
Alice se sentó y escuchó la conversación telefónica entre Niles y el senador Garrison Lee.
—Lo único que recuerdo sobre algunos de esos viejos archivos con los que la doctora Zachary salió corriendo es lo que personalmente puse en uno de ellos en 1942. En el momento del robo no entendí, aparte del hecho obvio de que era sobre Brasil, el porqué de su interés en él; el archivo no era más que un informe a posteriori sobre la recuperación de algunos científicos de Estados Unidos. El resto eran informes sobre el ejército y el Cuerpo de Ingenieros de alguna operación de campo de Suramérica que carecía de interés para la OSS y, más tarde, para el Grupo Evento. Nuestro cometido era sacarlos, nada más; no estábamos cerca del Amazonas cuando se produjo el rescate.
—Si no estabais cerca del Amazonas durante el rescate, ¿cómo pudo Helen haberse encontrado con algo que la ayudara con esos archivos? Lo de las pistas de los medallistas papales… puedo verla eliminándolas como un modo de trazar sus actos, pero este archivo tuyo de la OSS, no lo comprendo —dijo Niles, inclinándose hacia el micrófono que tenía sobre su escritorio. Esperaba que Lee, por haber sido uno de los mejores agentes de Salvaje Bill Donovan de la OSS durante la guerra, pudiera encontrar un modo de ayudar.
—No tengo ni idea, Niles. Tal vez descubrió algo en los documentos del Ejército que fueron expedidos junto con el informe, no lo sé. Y ahora que sabemos con seguridad que el informe fue eliminado de nuestros antiguos archivos Cray junto con cualquier pista sobre el medallista, puede que nunca lo descubras. Pero, claro, aunque ella supiera que había cubierto su rastro, sabe que tú puedes destaparlo. Cómo, es la pregunta.
—Tal vez los hombres que rescataste en 1942 te dijeron algo que pudiera arrojar un poco de luz sobre el tema, Garrison —sugirió Alice.
—Lo siento, viejita, pero la Inteligencia del Ejército y de la Marina les cerró la boca a esos chicos sobre sus actividades ahí abajo. Aunque sí que hay una cosa: se suponía que debíamos sacar a más gente de la que rescatamos finalmente. Y mientras intentábamos salir de aquel maldito agujero, los hombres que rescatamos no estaban demasiado bien. Se encontraban conmocionados y dos de ellos estuvieron al borde de la muerte por hipotermia. La única razón por la que los encontraron fue porque dejaron la radio encendida y el Ejército trianguló su posición. Fue ahí cuando los militares pidieron ayuda al contingente de la OSS en Suramérica para que los ayudara a recuperar al equipo. Eso es todo lo que tengo para ti, Niles, aunque hay algo más.
—¿Y qué es? —preguntó Niles.
—Este problema en Suramérica, con el informe sobre ese asunto en particular de los caballeros papales eliminado de nuestros archivos… ¿adónde acudirías para obtener algo tan antiguo? Recuerda, el archivo original fue transcrito de qué a qué…
—De archivos en papel a archivos electrónicos —respondió Niles, conociendo de inmediato la respuesta al acertijo del senador. Las instalaciones originales del Grupo Evento, construidas por el entonces presidente Woodrow Wilson, pasaron a ser unas instalaciones de almacenaje para todos sus archivos en papel originados antes de 1943. Todos habían sido introducidos en el sistema original Cray en 1963. Y ese sistema se encontraba en Arlington, Virginia, en un lugar oculto bajo el cementerio nacional.
—Ahí tienes la pista, chico. No hay forma de que Helen pudiera haber accedido a esas instalaciones, y ella sabía que vosotros podíais. Fue lo suficientemente inteligente como para saber dónde estaban almacenados los archivos de papel, en un sistema informático de circuito cerrado. Lo sabía y sabía que vosotros tendríais acceso a ellos. Recuerdas dónde están las instalaciones, ¿verdad? —preguntó el senador jocosamente.
Por supuesto que Niles lo sabía y tuvo que sonreír ante el viejo subterfugio. Imagináoslo, tener al Grupo Evento original albergado en unas instalaciones subterráneas no distintas del complejo actual. Woodrow Wilson había autorizado la construcción del primer complejo en 1916 y lo había ubicado donde nadie pudiera sospechar nunca.
—Sí, señor, lo recuerdo.
—Bien, pues ten cuidado con los fantasmas. Y acuérdate de lo primero que te enseñé sobre el Grupo, Niles. ¿Cómo estamos…?
—Solos. Y no confiamos en nadie, y damos por hecho que todo el mundo va tres pasos por delante de nosotros. Me acuerdo.
—Bingo. Pero hay un hombre en el que sí puedes confiar, ya sabes quién.
—Jack —respondió con una pequeña sonrisa.
—Así es, cuéntaselo todo. Dale todos los detalles, porque no me gusta cómo huele todo esto desde que me hablaste de tu amigo francés.
—Lo haré, y gracias.
—Siento no haber podido ser de más ayuda, señor director —dijo Garrison al otro lado del teléfono.
—Bueno, supongo que lo único que podemos hacer es seguir observando con el Boris y Natasha y esperar que el satélite llegue con algo. Mientras tanto, iré al Complejo Uno a ver si puedo encontrar un archivo en concreto. Gracias, Garrison.
—De nada, Niles; por cierto, dile a esa anciana que traiga a casa leche de verdad y no esa mierda de soja —dijo al colgar.