Casa de empeños Gold City
Las Vegas, Nevada
5 de septiembre
El abogado de familia, Stan Stopher, estaba sentado en su Chevrolet alquilado y se aseguró de que la dirección era correcta. Miró el sobre y el nombre y coincidían con lo que aparecía en el viejo cartel de neón delante del edificio. Abrió la puerta del coche y salió al calor de Las Vegas, que lo golpeó como si alguien acabara de abrir la puerta de un horno. Fue hacia el maletero, sacó la caja de aluminio y después vaciló. Ese acto de entregar la caja era equivalente a admitir que posiblemente no volvería a verla nunca. Sabía que estaba metida en problemas, pero no alcanzaba a entender por qué ella enviaba el fósil a una casa de empeños.
Cerró el maletero, fue hasta la puerta y empujó hacia abajo el viejo picaporte. Se abrió fácilmente. No se fijó en que las cámaras colocadas en la entrada y otras tres más al otro lado de la calle seguían todos y cada uno de sus movimientos. Sintió el bendito golpe del aire acondicionado en la cara, refrescando al instante su sudorosa frente. Soltó la caja y se quitó las gafas de sol cuando sus ojos se acostumbraron a la luminosidad de la tienda; a continuación, volvió a coger la caja y siguió un estrecho pasillo hacia la trastienda. Dos chicas jóvenes estaban echando una ojeada a la zona de cedés usados, pero aparte de ellas, en la casa de empeños no había más clientes. Un gran hombre negro estaba sentado detrás del mostrador leyendo un periódico, con sus musculosos brazos apoyados sobre el cristal. Al menos para un ojo inexperto estaba leyendo, pero Stan era un hombre observador y vio cómo esa mirada se fijaba en su delgada constitución antes de que el hombre cerrara el periódico y lo mirara con descaro. Posó la mano izquierda sobre el mostrador de cristal, pero la derecha desapareció.
—Ey, ¡hola! —dijo el hombre negro—. ¿Qué tiene? Espero que no sean elepés de vinilo, ya no hay manera de librarme de ellos —dijo señalando la maleta de aluminio.
Stan dejó la resplandeciente caja sobre el mostrador y sonrió.
—No. Jamás vendería mi colección de discos para fonógrafo.
—Oh, en ese caso, ¿en qué puedo ayudarlo? —preguntó el dependiente. Su diestra aún seguía oculta.
—Bueno… —Stan introdujo la mano en el bolsillo de la camisa y sacó el sobre y su tarjeta de visita—. Una buena amiga mía me ha pedido que traiga esto —dijo dándole una palmadita al contenedor y entregándole la tarjeta al dependiente.
El dependiente miró con detenimiento la caja de aluminio y pisó un pequeño botón rojo que había en el suelo, junto a su pie.
—Ya veo, señor… —ojeó la tarjeta de visita— Stopher. Empecemos con quién es su amiga y después pasaremos a ver qué hay en la caja.
En ese momento, otro hombre salió de detrás de una cortina situada tras el mostrador y sin mirar, simplemente silbando, fue hacia un expositor de gafas de sol. Comenzó a poner los precios de las gafas con una pistola marcadora.
—Bueno, la caja pertenece a una muy buena amiga mía, la profesora Helen Zachary. Es directora de Zoología en la Universidad de Stanford y lo que hay en la caja es únicamente para el destinatario.
—¿Y quién es?
Sin mirar el nombre, lo repitió, puesto que ya lo había memorizado.
—El doctor Niles Compton. ¿Es ese buen doctor el dueño de este establecimiento? —preguntó Stan.
—Es el dueño del edificio, nosotros estamos de alquiler. Se lo entregaré, siempre que no sea una bomba —dijo el dependiente y sonrió. El hombre que estaba marcando el precio de las gafas, no. Los dedos de su mano derecha estaban tocando ligeramente una pistola automática Beretta metida en la parte delantera de su camisa.
—No, me temo que no es nada tan emocionante como una bomba.
—Bueno, pues entonces se lo daremos. ¿Puedo ayudarle en algo más? ¿Tal vez quiera ampliar su colección de elepés?
—No, gracias, ya me he fijado en que sus precios son un poco elevados. —Después, se quedó tremendamente serio—. Mire, tengo que saber adónde va a ir esta caja. Se trata de una muy buena amiga mía y me preocupa sobremanera.
—Señor, si le han dado instrucciones de darle este paquete al doctor Compton, puede apostar a que le ayudaremos. Seguro que alguien contactará con usted lo antes posible.
El abogado no quedó satisfecho, pero confió en el hecho de que Helen debía de saber lo que estaba haciendo.
El sargento Will Mendenhall vio al anciano salir de la tienda. Miró la tarjeta y después al cabo Tommy Nance, del Cuerpo de Marines de Estados Unidos.
—Más vale que examinemos esto por rayos X —dijo Mendenhall levantándose de su taburete, donde había tenido al alcance la automática del 45 enfundada, detrás del mostrador. Cuando fue a echar mano de la caja de aluminio, oyó el clic de una M-16 a la que se le estaba poniendo el seguro detrás de la cortina—. Vigile la tienda, cabo, e intente que esas dos chicas compren algo.
El cabo Nance se colocó el cuello de la camisa y se dirigió hacia las chicas con una amplia y resplandeciente sonrisa.
—Hola —dijo del modo más encantador que pudo.
La más alta se giró y sonrió, dejando ver una boca ocupada por un aparato corrector. No podía tener más de catorce años. El interés de Nance decayó y se mantuvo ocupado etiquetando artículos durante los siguientes veinte minutos, mientras escuchaba a las dos menores reír y tontear con él. A veces vigilar la puerta es una auténtica mierda.
La trastienda de la casa de empeños Gold City no era distinta en apariencia a los cientos de otras que había dentro de los límites de la ciudad de Las Vegas. Almacenados allí había artículos etiquetados como «Fianza» y otros que se habían quitado de las estanterías por no haberse vendido. Era la puerta del fondo la que conducía al despacho que ocultaba al mago detrás de la cortina.
El sargento Will Mendenhall estaba sentado y miraba la caja de aluminio mientras sacudía la cabeza. Acababa de terminar de hablar con el capitán de corbeta Carl Everett, que había ordenado que siguieran al abogado. Un equipo formado por dos hombres se encontraba en ese momento muy cerca de Stanley Stopher, escoltándolo disimuladamente hacia donde fuera que se hospedara, solo por si lo necesitaban por alguna razón. Cuando Mendenhall había explicado el resultado de la radiografía, el protocolo de seguridad se había activado inmediatamente. La caja y el sobre dirigidos al director Compton descansaban sobre la mesa del comandante de guardia.
Mendenhall oyó llegar el ascensor desde el nivel más bajo y el falso muro se deslizó hacia un lado. Él se giró y se levantó al ver que no solo había llegado Carl, sino también el comandante Collins.
—¿Así que tenemos el esqueleto de una mano en una caja? —preguntó Jack.
—Sí, señor, no me lo esperaba —respondió Mendenhall con una sonrisa.
—¿Y nuestros rastreadores mantienen el contacto con nuestro amigo el abogado?
—Sí, señor, acaban de informar. Al parecer, el señor Stopher se dirige al aeropuerto McCarran. ¿Quiere que lo sigan?
Jack apretó los labios y pensó.
—Haré que el equipo de campo de la Universidad de California del Sur lo siga lo suficiente como para asegurarse de que es quien dice ser.
Jack miró la caja y, a continuación, leyó el encabezamiento del sobre. Después, giró el monitor del ordenador hacia Carl y él. La imagen de la radiografía seguía ahí y la examinó.
—No hay más que la caja de aluminio, hueso y espuma, con una junta de goma dura alrededor de la tapa y un suave neopreno para el vacío atmosférico. ¿El ordenador es cien por cien fiable en esto?
—Sí, señor.
—Aun así, ¿cómo es posible que alguien pueda entrar aquí desde la calle y saber que esto es un portal al Grupo? —preguntó Carl.
—Probablemente no supiera que es un portal, pero un antiguo miembro del Grupo le habrá dado instrucciones de entregar el artículo en esta dirección —se aventuró a decir Mendenhall.
Tanto Jack como Carl dejaron de hablar y miraron al sargento.
—O tal vez no —dijo Mendenhall, algo avergonzado por haber interrumpido a los dos oficiales.
Jack miró a Mendenhall y después a Carl, que le dio una palmada al sargento en el hombro.
—Mira, Will, siempre que veas a tus superiores pasando por alto lo obvio, estás invitado a hacer que parezcan y se sientan como unos idiotas —dijo Carl.
—Sí, señor.
—Pues venga, juguemos a los carteros y repartamos el correo —dijo Jack al meterse el sobre en el bolsillo y levantar la caja.
Centro del Grupo Evento
Base de las Fuerzas Aéreas de Nellis, Nevada
Dos horas después de haber entregado la extraña caja y el sobre al director Compton, Jack se encontraba con Sarah en el primer nivel de la cámara acorazada. Estaba supervisando la instalación del nuevo sistema de seguridad de escáner ocular que se parchearía en el superordenador Cray, el Europa, que permitiría al nuevo sistema funcionar completamente en cada una de las once mil cámaras acorazadas de los tres niveles del almacén de artefactos. Sarah McIntire estaba al cargo de la instalación, dada su experiencia con las paredes de granito que los rodeaban, porque de nada serviría tener un derrumbamiento en ese nivel. Ese nivel en particular era uno de los primeros excavados en 1944, cuando las cuevas que había bajo Nellis fueron expandidas para albergar el nuevo hogar del Grupo Evento, según lo ordenado por el presidente Roosevelt.
Jack probó el último sistema instalado en ese nivel colocando el ojo derecho junto a la lente bordeada con goma. El panel de cristal color humo situado a la derecha reflejó su nombre, rango y servicio matriz. Entonces el Europa, que sustituía al sistema informático de voz sexi del viejo Cray, le dijo a Jack que podía acceder a la Cámara 2777 justo cuando la puerta de acero inoxidable de cinco metros se abrió con un suave zumbido.
—¡Joder! —exclamó Jack cuando la familiar voz femenina le dio acceso. La última vez que había trabajado con el Europa, la voz electrónica se había programado con un nuevo sistema de audio masculino, limpio, funcional y, por supuesto, nada sexi. Alguien había sintetizado intencionadamente la antigua voz femenina que, escalofriantemente, recordaba a la de Marilyn Monroe.
—¿Qué pasa? —preguntó Sarah al entrar con una carpeta después de comprobar los estratos de la pared y del techo por milésima vez.
—Voy a partirle en dos el culo a Pete Golding del centro de Informática. Alguien ha cambiado el programa de audio del Europa y le han vuelto a poner esa voz de mujer.
—Corría el rumor de que iban a hacerlo. A nadie le gustaba la voz masculina. Sonaba demasiado como… —Sarah se contuvo antes de decirlo y se mordió el labio inferior—. ¿Quiere algo para comer?
—¿Sonaba demasiado como qué? —preguntó Jack estrechando la mirada.
Sarah sonrió mientras fingía estar escribiendo algo en su carpeta.
—Alférez, mientras escribe, puede de paso apuntarse en mi lista negra si no responde a mi pregunta.
—De acuerdo, todo el mundo creía que sonaba como usted. Era espeluznante.
—¿Como yo? No sonaba como yo… ¿Quién ha dicho que sonaba como yo? No era yo —protestó.
Mendenhall se unió a ellos.
—El último sensor está en este nivel, comandante —dijo al lanzar un destornillador al aire y recogerlo.
—Sargento, ¿sonaba como yo el sistema de audio del Cray?
Mendenhall se detuvo en seco.
—Vaya, no he quitado el plástico protector del monitor. Ahora mismo vuelvo y…
—No irá a ninguna parte; responda a mi pregunta.
—Era raro, comandante. No estoy de broma. Era como el Gran Hermano que todo lo ve… y… bueno… era… raro —dijo con la cabeza gacha, mirándose las botas.
—Se lo he dicho.
Jack estaba a punto de añadir algo cuando la voz de Alice Hamilton salió del altavoz encastrado en el marco de la puerta de la cámara.
—Comandante Collins, ¿podría, por favor, presentarse en la sala de reuniones? Por favor, comandante Collins, a la sala de reuniones.
—Ey, ¿no era esa Alice? —preguntó Sarah emocionada.
Jack no respondió en un principio. Miró a Sarah y después a Mendenhall.
—Aún no hemos terminado con todo esto de la impresión de voz. Quiero saber quién hay detrás de esto.
—¿Quiere que seamos unos chivatos y delatemos a nuestros camaradas? Ya nos dijo aquí el sargento que buscaría a los… —Se detuvo al ver a Jack sonreír—. ¿Qué?
—Alférez, acaba de decirle quién está implicado —dijo Mendenhall con la barbilla agachada.
—Y dígale al capitán de corbeta Everett que también hablaré con él —dijo Jack al darse la vuelta para marcharse.
Sarah se estremeció y cerró los ojos y el sargento hizo una mueca de disgusto.
—¡Mierda! —exclamaron Mendenhall y Sarah al mismo tiempo.
Alice Hamilton, la semijubilada directora de Administración del Grupo Evento, saludó a Jack en la puerta, justo como había hecho hacía un año, cuando él había llegado allí por primera vez. Estaba sonriendo y parecía algo más joven de los ochenta y un años que tenía en realidad. Llevaba el pelo recogido en su típico moño y sostenía contra su pecho su perpetua carpeta. Jack se acercó y la abrazó.
—Alice, había olvidado cuánto iluminas este lugar con tu sonrisa —le dijo mirándola de arriba abajo—. ¿Qué demonios está pasando? ¿Es que has encontrado la fuente de la eterna juventud?
—Oh, vamos, déjalo ya —respondió ella ruborizada.
—¿Cómo está el senador, va bien?
—Es un ogro, se pasa el día en su estudio caminando de un lado para otro. Supongo que Niles te ha dicho que lo llama cada pocos días para preguntarle cómo marcha todo.
Jack solo había trabajado con el antiguo director del Grupo en una misión previa a que el presidente lo retirara, pero en ese breve periodo el antiguo miembro de la OSS y senador de Maine había dejado una marca indeleble en la vida de Jack. Ese hombre era, para ser francos, brillante.
—Niles dijo que estaba deseando hacer partícipe al senador; seguro que no le supone ninguna molestia. Bueno, ¿qué te trae por aquí?
Alice frunció el ceño y miró alrededor de la zona de recepción. Niles aún no había salido de su despacho para dar comienzo a la reunión, y por eso a ella se le ocurrió aprovechar el momento e informar a Jack.
—Jack, tenemos una situación muy grave en Suramérica. Un antiguo miembro del Grupo ha ido y se ha… perdido. No se sabe nada de esta mujer desde hace varios días. Tendría que haber contactado con su socio hace setenta y dos horas, pero él nunca recibió esa llamada.
—Continúa —dijo Jack mientras caminaba con ella.
—Bueno, resulta que hace quince años el senador le pidió a esta profesora que se marchara. Se había obsesionado con algo con lo que se encontró y no podía dejar de pensar en ello. La llevó casi hasta la locura, e incluso llegó a «tomar prestados» ciertos archivos del grupo, de los archivos privados del senador, y accedió a otras áreas, no estamos seguros de a cuáles, pero debieron de tratarse de unas intrusiones graves para que Garrison actuara con ella tan duramente como lo hizo. Fue Niles quien puso al corriente de aquella situación al senador, hace tantos años; básicamente fue él el responsable de que el Grupo la despidiera.
Jack se detuvo y miró a Alice. Enarcó las cejas mientras esperaba la culminación de la historia.
—Era la prometida del director Compton, Jack. Llevaban dos años prometidos. Me temo que Niles está muy involucrado emocionalmente en esta situación, pero no podemos descartarlo porque es probable que la profesora se haya topado con algo que ha buscado durante mucho tiempo. Tienes la potestad de decirle que no a Niles por razones de seguridad, si es que pretende ir tras ella. Escucha bien lo que argumente antes de decidirte.
En ese instante, Niles Compton salió de su despacho con su nueva ayudante detrás. Vio a Jack y a Alice y asintió mientras avanzaba hacia la gran sala de reuniones. Su ayudante puso los ojos en blanco mientras intentaba seguirle el ritmo. Jack le indicó a Alice que fuera delante de él y la siguió hasta la sala.
Cinco miembros del escalafón más alto del Grupo Evento estaban presentes en la sala junto a una persona que Jack no conocía. Todos tomaron asiento cuando Niles se aclaró la voz. El director cogió un mando a distancia y pulsó un botón. Una gran pantalla de televisión fue descendiendo del techo lentamente detrás de él.
El grupo de consulta Número Uno estaba formado por Jack, como encargado de la seguridad del departamento; Niles, como director, y Alice porque ella conocía de memoria la mayoría de los doscientos noventa y ocho mil archivos y contenidos de las cámaras acorazadas y podía acceder a su impresionante memoria en cualquier momento. Después estaba Virginia Pollock, la directora del Departamento 5656; Pete Golding, del departamento de Ciencias Informáticas, y, por una razón que los demás no ignoraban, Heidi Rodríguez, del departamento de Zoología.
—Eximí a Mathew Gates de esta reunión porque el asunto no tenía nada que ver con los idiomas, al menos, no por ahora. Sí que le he pedido a Heidi que se uniera a nosotros porque durante las dos últimas horas ha estado muy ocupada ayudándome con algunas investigaciones y puede hablar desde un punto de vista científico. —Niles señaló a la diminuta mujer de pelo oscuro y unos cuarenta años que sonrió y asintió con la cabeza hacia los demás a modo de saludo.
Niles pulsó un botón del mando a distancia y una imagen tridimensional apareció en la pantalla tras él. La imagen estaba asistida por un pequeño plato multicolor que actuaba como una lentilla tridimensional. Generaba una imagen clara y precisa que habría sido la envidia de Hollywood.
—¡Por Dios! ¿Qué es eso? —preguntó Pete.
—Es un fósil que el exmarido del antiguo miembro del Grupo, Helen Zachary, envió desde Perú hace quince años cuando trabajaba como consultor de construcciones para el gobierno peruano. Estaban dragando y ensanchando tres afluentes del río Amazonas para ampliar las posibilidades de comercio a lo largo del río —respondió Niles. En la pantalla que había tras su espalda, una imagen a todo color del fósil giró trescientos sesenta grados lentamente.
Virginia Pollock se aclaró la voz.
—¿Sí, Virginia? —preguntó Niles.
—No vamos a empezar con esto otra vez, ¿verdad? Quiero decir…
—Sé lo que quieres decir. Para los que no lo sepáis, Helen Zachary fue expulsada del Grupo por su obsesión por este fósil —dijo él frunciendo el ceño en dirección a Virginia—. Las cosas han cambiado. Helen ha recibido nueva información sobre la expedición de Padilla —añadió mirando a su alrededor.
—Podéis conocer la leyenda de esa expedición en los informes que tenéis delante; dado lo urgente de la situación, no nos centraremos en los aspectos históricos de la misma en esta reunión. Debemos continuar —dijo Alice.
—Helen utilizó los archivos que había robado del primer complejo del Grupo en Virginia, donde están almacenados nuestros viejos datos y equipos. Partiendo de esos archivos dedujo dónde pudo ocultarse el diario de Padilla en los archivos del Vaticano en 1874. Parece que uno de los archivos contenía un viejo informe de la OSS del estudio realizado por un Cuerpo de Ingenieros del Ejército sobre la región de la cuenca del Amazonas y su historia desde finales de los años treinta hasta los cuarenta. Empleó esa información para rastrear una o dos fuentes conocidas que describen la ruta exacta de la expedición española. Resumiendo, puede que haya localizado el valle y la misma laguna detallada en las vivencias de esa expedición recogidas en el diario.
—¿Le dejó la ruta, doctor Compton? —preguntó Jack.
Niles sonrió y se quitó las gafas.
—Helen es una mujer muy compleja, Jack. No confiaba en nadie para su búsqueda del origen del fósil. —Se rascó el puente de la nariz y continuó—: La leyenda de Padilla se compone de muchas partes; el diario y los mapas perdidos eran solo dos de las historias que surgieron en aquella época. Tal y como Helen nos informó hace unos años, descubrió que el Vaticano le había echado las zarpas al diario, a un supuesto mapa que Padilla había trazado por si se perdía el diario, y a dos muestras de algo, probablemente oro, que podría haberse llevado consigo el superviviente.
—Entonces, si ella había descubierto eso en los viejos archivos, ¿por qué el Grupo no se movilizó ante su petición? —preguntó Jack.
—Porque al final, incluso recopilados sus datos, todo era circunstancial, no había pruebas fehacientes. En conclusión, la leyenda de Padilla no es más que eso, una leyenda, una historia que ha pasado de boca en boca sobre la cual ni un solo hecho ha sido reconocido oficialmente.
»Hace quince años, el Grupo se dividió en cuanto a opiniones sobre la autenticidad de la leyenda. Nuestro mejor antropólogo fue categórico y firmó que la profesora estaba tratando con hechos y no con un mito. Su departamento pudo verificar finalmente que Padilla existió realmente y que se le consideraba uno de los mejores oficiales de Pizarro. Los archivos que fueron robados también detallaban el rescate en Brasil de un grupo de doctores de Princeton y de la Universidad de Chicago en 1942. No sé qué pudo sacar de ellos. El equipo de la OSS estuvo dirigido por nuestro senador Garrison Lee.
—Como he dicho, no es más que una imaginativa leyenda —dijo Virginia al apartar el archivo—. ¿Qué sabemos sobre este fósil?
—Dejaré que Heidi responda la pregunta. Por favor, sea breve, doctora.
—Bien —contestó Heidi Rodríguez al levantarse e ir hacia la pantalla—. Intentaré abreviar mis conclusiones, aunque si hay algo que este espécimen no admite, es una explicación abreviada. Para comenzar, diremos que la edad del fósil se establece entre los cuatrocientos ochenta y los quinientos ochenta años —dijo—. Con un margen de error de cien años más o menos.
—¿Qué? —preguntó Virginia mientras miraba la imagen de la pantalla.
—Sí, nuestros métodos de datación de fósiles han mejorado mucho desde que Helen Zachary estuvo aquí. Pero, claro, ella sospechó su edad de todas formas, por la leyenda. —Heidi levantó un puntero—. Ahora, si miran aquí pueden reconocer el tejido seco y endurecido; lo más probable es que se trate de algún tipo de cartílago a lo largo del tercer nudillo de cada dígito, incluso del pulgar. Parece haber sido tejido escamado que se expandía de dígito a dígito y entre el dedo índice y el pulgar.
—¿Qué está diciendo? —preguntó Pete al dejar de mordisquear su lápiz.
—Estoy diciendo que la criatura a la que perteneció esta mano tenía dedos palmeados. Y eso, damas y caballeros, es un hecho, no una leyenda —dijo mirando a Virginia.
—Helen ha desaparecido. Partió hacia Suramérica hace cinco semanas y ni ha regresado ni ha telefoneado informando de su estado. —Niles levantó la carta que Helen le había dejado—. En esta carta confirma que el diario estaba en posesión de la archidiócesis de Madrid y que había recibido la ayuda de un hombre. —Consultó sus notas—. Un tal señor Henri Saint Claire, un adinerado francés. Hemos consultado ese nombre en nuestros archivos y, he aquí, que un viejo amigo utilizaba ese alias en particular, el coronel Henri Farbeaux.
El silencio fue la primera reacción a la revelación de Niles. De todas las personas del mundo que podrían haber aparecido, nadie se había esperado eso.
—Parece que la doctora Zachary se codea con mala gente —dijo Jack finalmente.
—Sí, eso parece —respondió Niles—. Tengo una llamada pendiente a nuestra supuesta nueva amiga en Francia. La señora Serrate ha accedido a hacernos una visita aquí, en Estados Unidos, por si puede sernos de ayuda. No me gusta que el nombre de este individuo haya surgido en dos ocasiones en cuestión de semanas, y ahora, con la desaparición de Helen, temo que haya podido toparse con algo que escapa a sus conocimientos y aptitudes. —Le entregó la carta a Alice—. Cuéntales a todos lo que Helen tenía que decir.
—Leeré solo la información pertinente —dijo ella abriendo la carta.
—Léela en su totalidad; no te dejes nada —respondió Niles al dejarse caer en su silla.
Alice miró al hombre y leyó:
Mi queridísimo Niles:
Sé que esto debe resultarte impactante, pero eres la única persona del mundo a quien puedo recurrir. Agárrate los machos, ¡he descubierto la ruta de Padilla! Tengo la ubicación exacta del valle y parto hacia allí hoy mismo. Imagínatelo, después de todos estos años, el valle que todo el mundo me dijo que no existía, ¡estará por fin frente a mis ojos! Ojalá vinieras conmigo, pero sé que sería difícil para ti por muchos motivos. Admito que te hice mucho daño, pero debo pedirte algo, mi querido Niles. Me temo que me he granjeado varios enemigos en la búsqueda de mi capitán Padilla, aparte del senador y de ti mismo. Puede que me esté siguiendo gente. Uno de mis antiguos promotores, un tal señor Henri Saint Claire, podría ir tras el diario o descubrir el rastro de las medallas papales que me condujeron hasta el arzobispo. Si recibes esta carta, eso significa que tengo problemas. No puedo darte detalles de la ruta que me conducirá hasta el yacimiento por si le quitan esta carta a quien se la di, pero puedes empezar por el arzobispo de Madrid. A partir de ahí, no deberías de tener problemas para localizarme (eso espero). Los otros objetos que la leyenda asegura que aparecieron junto con el diario de Padilla se han perdido para siempre. Les seguí la pista a través de medallistas papales implicados en ocultarlos con autorización papal en 1874 y sé con seguridad que uno de esos artículos ya no existe. El otro sigue enterrado en los archivos del Vaticano, de donde nunca ha salido. Pero gracias a esos viejos y polvorientos archivos que conservaba el senador, y que me temo que robé, descubrí la última y mejor pieza, el diario en sí, oculto en España. Pienso en ti cada día, Niles.
Por favor, perdóname después de tantos años.
Siempre te querré, Helen.
Todo el mundo en la sala se miró, aunque ninguno miró a Niles y él pareció agradecer esa pequeña muestra de piedad. Se soltó la corbata y se levantó.
Virginia se aclaró la voz, como siempre hacía cuando tenía algo que decir.
—Parece aportar mucha información, cualquiera podría seguirle la pista.
—No. Tenemos los archivos en las antiguas instalaciones del Grupo en Arlington, así que nadie más que nosotros puede obtenerlos —dijo Niles.
—Si Farbeaux está implicado, eso hace que esta… esta situación sea delicada, y me quedo corta. Está claro que, dado su historial, iría detrás de… —Abrió el archivo y hojeó las páginas hasta encontrar la que buscaba. Se puso las gafas y leyó—: El Dorado de las Américas. Si es una leyenda o no, es algo que no importa. Entre Farbeaux intentando conseguir lo que sea que hay allí y esos chicos desaparecidos, siento que debemos ir. Si es que podemos, claro está —concluyó Virginia, que cerró el archivo y miró expectante a Niles.
—¿Jack? —preguntó Niles, conteniendo el aliento porque sabía que la autoridad del departamento de Seguridad podía vetar la declaración de un Evento. Sabía que podía pasar por encima de cualquier voz de la sala excepto de la de Jack; la suya era la única que Niles no podía acallar por las pérdidas de personal de Evento en el pasado. El departamento de Jack era su única garantía de mantener esas pérdidas al mínimo.
—Estoy de acuerdo, pero independientemente de la necesidad que tengas de darte prisa, tenemos muchos problemas que solucionar primero, y el menor de ellos es adónde demonios vamos a ir.
—Eso no me preocupa tanto como lo que nos encontraremos una vez nuestra gente llegue allí —dijo Pete al levantarse.
Alguien llamó a las puertas dobles de la sala de reuniones y la nueva ayudante de Niles se levantó para abrirlas. Se echó a un lado y entró un cabo con su mono de trabajo ribeteado en rojo del departamento de Señal y Comunicaciones.
—He supuesto que, por razones obvias, el primer paso era enviar un grupo a Madrid para hablar con el arzobispo —dijo Niles—. Aquí, el cabo de primera Hanley iba a concertarnos una cita.
En lugar de anunciar algo a los directores de departamento reunidos, el soldado fue directo a Niles y le entregó un endeble papel antes de salir de la sala. Niles lo leyó y después los miró a todos.
—Bueno, ¿quién irá a España? —preguntó Virginia.
Compton le entregó el papel amarillo a Alice y se quitó sus gruesas gafas.
—Parece que vamos a tener que hacerlo a las malas —dijo Alice al quitarse las suyas, que quedaron pendiendo de una cadena de oro—. Al parecer, al arzobispo Santiago lo asesinaron ayer.
La noticia fue recibida con silencio y miradas de consternación.
Fue Alice la que lo rompió.
—Eso no encaja en absoluto con el perfil del señor Farbeaux. No es un asesino impasible, solo se cobra vidas como algo necesario para salvar la suya propia y el arzobispo no habría supuesto ninguna amenaza.
—Creo que vamos a tener que revaluar ciertos hechos aquí. Ahí fuera hay algo que está llevando a la gente al extremo, así que empecemos con un papel en blanco y dejemos atrás nociones preconcebidas —dijo Jack mirándolos a todos, uno a uno.
—Tendremos que empezar aquí, en nuestros archivos. La respuesta está ahí, Helen Zachary la encontró, y nosotros también la encontraremos. Cancelaré las obligaciones de todo el mundo y volveremos a reunirnos. —Niles miró su reloj—. A las nueve y cuarenta y cinco de hoy, declaro un Evento. Iré a hablar con el presidente. Discúlpenme —terminó.