La expedición Zachary
Campamento base, afluente Aguas Negras
—¿Ha visto a la profesora? —gritó Robby.
Kennedy miró y comprobó que les faltaban dos hombres. El ataque del animal se había producido en mitad del cambio de posiciones dentro de los laberínticos túneles.
—No, la última vez que la vi estaba… estaba herida. Es lo único que sé, chico. Espero que mis dos hombres se encuentren con ella —dijo en voz alta sobre el estruendo del agua precipitándose. Apuntó con su linterna desde la posición de Robby hasta el túnel por el que se habían sumergido en el último momento antes de que la criatura hiciese que se derrumbase el techo sobre los supervivientes. Un segundo después había oído el disparo de un arma automática proveniente del otro lado de la roca desprendida.
Robby, Kelly y otros tres habían llegado de alguna parte y corrían en dirección contraria, por la que otro pequeño grupo había escapado corriendo.
—Chico, ¿hay algún modo de salir ahí de nuevo? —preguntó Kennedy, dejando ver con su linterna los arañazos y la mugre que cubrían el rostro de Robby.
—Sí, pero conduce a otro túnel y ya sabe lo que nos espera allí, ¿verdad? —Se quedó mirando un momento al hombre, fijándose por primera vez en los profundos tajos que surcaban su traje de neopreno—. Ey, usted sabe qué clase de bestia merodea por aquí, ¿verdad? —repitió—. Han hecho algo para cabrearla, ¿a que sí? Pero ¿quién coño son ustedes? ¡Por su culpa estamos muertos! —gritó el chico.
—No, a menos que pueda hallarse simultáneamente en dos lugares a la vez —respondió Kennedy—. No se encuentra en la laguna porque estoy segurísimo de que esa cabronaza continúa en este lugar, con nosotros, en alguna parte.
Robby estaba a punto de añadir que sospechaba que había más de una bestia, cuando oyeron el bramido primitivo del animal. El sonido se filtraba por los espacios del corrimiento de la roca que la bestia había provocado en su intento de matar a Kennedy y los suyos. Era un gruñido que ponía los pelos de punta.
—Vamos a salir de aquí de una puta vez, podría aparecer en cualquier sitio. Debe de conocer este túnel tan bien como se conoce esa jodida laguna. —Robby se giró y señaló a dos mujeres y a un hombre para que avanzaran—. Venga, chicos, iremos con el doctor Kennedy. Tiene un plan —mintió. Después, cuando los contó a todos, advirtió que le faltaba uno—. ¿Dónde está Kelly? —gritó.
—¿Quién es Kelly? —preguntó una de las chicas mientras gimoteaba de dolor por un posible brazo roto.
—Quería decir Leanne, ¡Leanne Cox! —Robby recordó su nombre falso.
—La hemos perdido en alguna parte ahí atrás —respondió la chica—. Estaba enfadada porque quería volver y encontrar a Helen. Y creo que ha vuelto. —La aterrorizada chica no dejaba de mirar a Rob y hacia atrás, temiendo que algo aguardase tras ella, esperando a atacar.
—¡Oh, Dios, no! —dijo él y se giró para fulminar con la mirada al hombre del traje de neopreno—. Mire, Kennedy, sáquenos de aquí como pueda. ¡Debo encontrar a esa chica!
A Kennedy no le gustó tener que llevar equipaje de más, pero ¿qué podía hacer? ¿Dispararles? No, se necesitaban los unos a los otros si querían escapar de ese valle. Cuando un furioso Robby pasó por su lado empujándolo, Kennedy se fijó en que a la otra chica superviviente le había salido una erupción en la piel. Cuando lo rozó, notó que tenía fiebre. Dios, pensó. ¿Otra más? La chica tenía la mirada como perdida cuando alargó la mano hacia Robby. Sus ojos, que antes eran azules, ahora estaban cubiertos de pus semitransparente. Kennedy cerró los ojos para no verlo. Esa chica, Casey creía que se llamaba, sería el séptimo miembro de la expedición en caer envenenado. Por lo que sabía, todos estaban infectados, él incluido; había empezado esa mañana con vómitos, igual que los demás. Cuando los tres supervivientes de la laguna siguieron avanzando delante de él, recargó su fusil MP-5 y los adelantó, situándose a la cabeza.
La mitad de la expedición, con tres de sus hombres, había quedado atrapada en la orilla, en el campamento base. Les había asignado a los hombres la misión de vigilar a los muchachos enfermos que habían comenzado a encontrarse mal por lo que parecía una grave erupción, seguida rápidamente por fiebre y temblores. La mayoría de los enfermos se habían estabilizado en una fase de diarrea y vómitos acusados, cuando la profesora anunció que había llegado el momento de marcharse. Fue consciente de la responsabilidad que tenía con los integrantes de su equipo después de que hubieran soportado burlas no solo de ella, sino también de Robby. Recordó que se enfrentaban, además de a los animales de ese valle dejado de la mano de Dios, a una enfermedad invisible que atacaba a cualquiera que se hubiera aventurado a descender hasta los niveles inferiores de la vieja mina.
El campamento base fue atacado antes de que pudieran avisar a los equipos que había dentro de las interminables catacumbas donde estaban reuniendo las últimas muestras que Helen se había propuesto llevarse. Y entonces, sin que hubieran pasado siquiera diez minutos del ataque en la orilla, el animal, o animales, los había atacado en la mina. Había arremetido contra el grupo en conjunto y después contra cada grupo dispersado por la mina, de uno en uno. Tras las separación del grupo más grande, quedaron reducidos a pedazos. Ahora, por lo que Kennedy sabía, ese era el último grupo. Resultaba terrible aceptarlo, pero tenía que hacerlo. Estaba solo, soportaba un equipaje de más y sabía que no podría salir de allí vivo. Debía moverse, y lo más rápido posible, porque le daba la sensación de que las criaturas que vigilaban ese lugar no estaban matándolos simplemente por el hecho de estar allí. Los perseguían y cazaban por haber traspasado alguna especie de regla ancestral y suponía que los cazadores serían despiadados a la hora de asegurarse de que nadie salía del valle.
Vieron un fulgor ante ellos cerca de dos horas después. Los cuatro se quedaron paralizados, casi temiendo hacerse ilusiones de que fuera real, ya que ninguno se había esperado volver a ver la luz del día.
—De acuerdo, no podemos escapar de aquí corriendo y llamando la atención. Chico, ¿qué pasó con la gabarra y con el barco? ¿Quedó alguno encallado?
—No, el barco se hundió como una roca y la gabarra se mantuvo a flote durante aproximadamente una hora, pero luego acabó hundiéndose también —susurró Robby—. Algunas cosas salieron a la superficie, recuperamos lo que pudimos y lo llevamos hasta la orilla, pero entonces… entonces la criatura nos atacó. La mayoría no tuvieron oportunidad. A los enfermos los sorprendió en sus camastros y los mató rápidamente. Algunos corrieron hasta el agua, donde los atacó algo más, un animal de mayor tamaño con el cuello largo. No sé qué les pasó después de que empezaran los gritos. Intenté contactar por radio con la profesora y con usted, pero no obtuve respuesta.
Kennedy miró al chico. Se había quedado impresionado con Robby desde el inicio de la expedición; era una pena que no pudiera permitirle vivir.
—No sabíamos qué hacer desde que usted entró en la mina hace dos días, así que viajamos al norte a lo largo de la laguna hasta que vimos eso. —Robby señaló la entrada. Podían avistar la pequeña cascada que cubría la boca de la antiquísima cueva y que la ocultaba a la perfección de la naturaleza. Siendo mucho más pequeña que la gran cascada que ocultaba la entrada principal a la mina, esta pasaba desapercibida fácilmente.
—Escucha, viste lo que había en la mina, ¿verdad? ¿No tengo que deletreártelo?
—He visto suficiente como para asegurarme de que usted y esos con los que trabaja estén entre rejas durante una jodida temporada. —Robby escupió las palabras como si supieran amargas y entonces se dio cuenta de que se le había soltado la lengua con el hombre equivocado.
Kennedy metió la mano dentro de su traje de neopreno y sacó sus chapas de identificación. En la cadena había una llave de aspecto extraño. Era gruesa, después fina y después gruesa otra vez. Tenía unos quince centímetros de largo y unos dos de ancho, y era casi redonda según subía en espiral hasta su extremo con forma de bulbo. La alzó para examinarla y se aseguró de que no estaba dañada.
—Escucha, uno de nuestros contenedores tenía una funda de goma amarilla alrededor y medía unos noventa centímetros de alto y sesenta de ancho. ¿Era una de las cajas que tu gente y tú rescatasteis del barco? Seguro que salió a flote cuando el barco se hundió.
Robby pensó un momento sin dejar de mirar la extraña llave.
—Sí, creo que fue una de las que sacamos a la orilla. ¿Qué es? —La llave le hizo olvidar su repentina furia hacia Kennedy.
—Mira, se acabaron las vacaciones. Es hora de cortar por lo sano e intentar salir de aquí siguiendo esa vieja senda que tu profesora encontró hace unos días.
La chica que estaba detrás de Robby dio un paso al frente. Se le quebró la voz y miró a su alrededor, nerviosa.
—Ese contenedor sobre el que está preguntando…
Kennedy miró a la asustada chica.
—¿Sí?
—No sé cómo, pero juro que estaba en la cámara principal, junto a las cascadas. Me di cuenta cuando…
Kennedy agarró a la chica por sus delgados brazos y la zarandeó suavemente.
—¿La caja está en la mina? ¿Estás segura?
Robby apartó las manos de Kennedy de los brazos de la chica. Después se situó entre ella y el hombre, que ahora tenía una enloquecida expresión.
—Ya basta, pero ¿qué coño le pasa?
—Sácalos de aquí lo mejor que puedas, chaval. Yo tengo que ir a buscar ese contenedor.
—¿Y qué hacemos con todos los demás? —preguntó Robby, intentando mantener la voz baja para que los otros no pudieran oírlo. No dejaba de pensar en Kelly y en lo impotente que se sentía atrapado ahí dentro.
—Chaval, no hay nadie más. He visto a ese animal de cerca y no creo que tuviera ni un solo pelo de misericordioso en ese enorme cuerpo. Tal vez la criatura más pequeña sí, pero no ese gigante hijo de puta.
—¿Cómo ha podido burlarnos así? —gimoteó Robby.
—He visto sus ojos. No se parecían a nada que hubiera visto antes —respondió Kennedy mientras sacaba el cargador medio vacío de su arma automática e insertaba otro—. Es más listo que nosotros, chico. Él juega en casa y nosotros somos el equipo visitante. Según Zachary, su especie lleva en el mundo muchísimo tiempo, desde luego más que nosotros, por lo menos setenta millones de años más. —Atrapó la llave con su mano derecha y se enroscó la cadena alrededor de la muñeca una y otra vez, hasta que estaba tan apretada que le dolió.
—No nos ha atacado hasta que usted entró en la mina; incluso entonces permitió que se extrajera oro para el examen. ¿Qué ocurrió para que cambiaran las cosas?
Kennedy sabía exactamente lo que había pasado, pero no sería él quien le facilitase la información. Lo que quedaba del equipo de Zachary no había estado en la cámara principal, así que lo que había allí permanecería en secreto. Jamás deberían haber extraído las muestras. Él era el único responsable. Básicamente había matado a todos esos chicos que habían enfermado y también a sus propios hombres en los ataques que siguieron. Y no solo eso, sino que había puesto en peligro su misión, y sus jefes no eran demasiado comprensivos con los fracasos.
Casey, la chica enferma, de pronto gritó, y Robby y Kennedy se sobresaltaron. Señalaba una sombra que había pasado por fuera, por delante de la catarata iluminada por el sol. Los dos hombres miraron, pero no vieron nada. No obstante, Kennedy no dejó de apuntar con su arma en esa dirección. Estaba a punto de bajarla cuando un repentino y agudo grito casi le hizo apretar el gatillo. Robby reaccionó y bajó el cañón de la pistola cuando uno de los animales pequeños pasó corriendo por el húmedo túnel procedente de la laguna.
—No, es uno de los gruñones —dijo y cogió a la pequeña criatura cuando saltó a sus brazos. La profesora, en broma, les había puesto ese nombre por los pequeños peces que llegaban en ocasiones a las playas del sur de California utilizando sus patitas.
—Malditas cosas, ¿por qué tienen que gritar tanto? —preguntó Kennedy sacudiendo la cabeza.
Robby acarició al escamoso animalillo entre los ojos y lo calmó.
—No sé, aún no lo he averiguado —respondió con un triste gesto. Kelly se había enamorado de esas extrañas criaturas y tenía muchas teorías sobre su evolución. ¡Dios! Rezaba por que hubiera escapado de la masacre de algún modo.
De pronto, la pared de la mina detrás de Casey se partió y se desmoronó. El bramido de la criatura grande entumeció sus mentes mientras atacaba a Casey y después al hombre y a la chica del brazo roto. El hombre que iba vestido como Kennedy, con un traje de neopreno negro, fue propulsado de un golpe contra la pared de la roca, y en ese momento la pequeña criatura abandonó los brazos de Robby. Kennedy disparó a las bestias, pero sus balas solo tocaron muro, puesto que él fue lanzado hacia atrás por el impacto de la roca al caer. Intentó mover las piernas, pero las tenía atrapadas bajo, al menos, una tonelada de roca. Alzó el MP-5 y volvió a disparar, sabiendo que el polvo oscurecía su objetivo hasta el punto de que no podía estar seguro de si le había dado a algo. Los gritos de la segunda mujer quedaron interrumpidos de pronto, como si hubiera bajado el volumen de su voz de golpe.
—¡Sal de aquí, chaval! —le gritó Kennedy a Robby, que había esquivado las rocas y se había puesto a salvo saltando hacia el túnel de la mina—. ¡Encuentra otra salida!
Robby se giró y no vaciló; echó a correr por el pequeño río de agua que cubría el suelo del túnel. Al entrar en la oscuridad, sintió a la pequeña criatura pisándole los talones mientras las diminutas garras chapoteaban en el agua. Dobló una esquina y la luz desapareció súbitamente cuando entró en la gruta que jamás recibía la iluminación del exterior. Habría cogido una de las viejas antorchas colocadas a lo largo del viejo túnel, pero le aterrorizada encender una y que eso atrajera al otro despiadado animal.
De repente, la caverna quedó iluminada por una larga ráfaga de disparos automáticos a la que, inmediatamente, siguieron unos gritos. Había sido Kennedy. Gritó y continuó gritando a la vez que el ruido de las rocas al ser apartadas llegaba a los oídos de Robby. Entonces Kennedy enmudeció y Robby no esperó a oír más. Se volvió y corrió, ahora detrás de la pequeña criatura. Después, empezó a llorar y creyó que jamás se detendría.
Al doblar una curva que lo llevó a los confines de la mina a la que los españoles habían llamado El Dorado, oyó el triunfal alarido del animal salvaje cuando, como protector del valle, proclamó otra vez su superioridad frente al intruso.
La segunda expedición al valle oculto de la laguna había encontrado el mismo final que la primera.
La criatura rugió nuevamente cuando la oscuridad engulló a Robby, envolviéndolo como una manta, y lo envió lejos del dios del río.
La calma llenó el hermoso valle en cuanto los pájaros cantaron sus canciones y las pequeñas criaturas sin pelo esperaron a que su dios volviera a quedarse en silencio.
Madrid, España
El arzobispo bostezó mientras intentaba colocarse sobre el hombro la tira del peto sin que se le cayera el té. Aún no había amanecido, así que encendió los focos que se habían colocado alrededor de la iglesia para que los obreros vieran dentro de la oscura edificación. Cuando sus ojos se ajustaron a la brillante luz, vio el feo andamio con forma de esqueleto que habían erigido y sacudió la cabeza. Sus ojos se posaron en el techo pintado con frescos donde los restauradores de arte habían estado trabajando para reparar las magníficas pinturas empleando el espantoso andamiaje. Dio un sorbo de té y se fijó en algo que se salía de lo habitual a esas horas. Bajó la taza y entrecerró los ojos tras los gruesos cristales de sus gafas. Un hombre estaba sentado en uno de los bancos delanteros que miraban hacia el altar. Tenía los brazos extendidos y apoyados sobre el respaldo del largo banco de madera.
—¿Santos? —preguntó el arzobispo pensando que se trataba del capataz de los obreros.
La figura no se movió.
El arzobispo Santiago estaba a punto de repetir aquel nombre cuando una mano se posó sobre su hombro. Se llevó tal susto que se le derramó el té y, al girarse, vio a un gran hombre con perilla detrás de él.
—Por favor —dijo el hombre señalando hacia el otro que estaba sentado—, tiene unas preguntas que hacerle, su eminencia. —Las palabras fueron pronunciadas con el acento del español del Nuevo Mundo, que Santiago inmediatamente reconoció.
Vacilante, el arzobispo siguió al gran hombre hacia la parte delantera de la iglesia y, al acercarse, observó que la figura del banco vestía un traje negro y estaba sentada con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda. El desconocido miraba la magnífica figura del Cristo esculpido que la iglesia había recibido como obsequio del Vaticano veinte años atrás. Santiago captó peligro en ese hombre.
—Es una pieza maravillosa. ¿No es de Fanuchi? —preguntó mientras seguía mirando al Cristo representado sobre la cruz.
—Una obra modesta de Miguel Ángel —respondió Santiago, que se sentó, tal y como le había sugerido su gran acompañante con un gesto de su, igualmente grande, mano.
—Asombroso, una obra de Miguel Ángel que no ha sido catalogada nunca —afirmó el desconocido al girarse para mirar al arzobispo. Estaba sonriendo—. Debe de tener amigos en las altas esferas, su excelencia.
—No es más que una pieza modesta —respondió Santiago—. ¿Está aquí para robarla? —preguntó dejando la taza de té sobre el asiento que tenía al lado.
El hombre se rió y apartó los brazos del respaldo del banco de madera.
—Por muy magnífica que sea la obra, no. Estoy aquí por un asunto absolutamente distinto.
El arzobispo ahora vio que tres intrusos más se habían deslizado hasta la luz desde la oscuridad de la madrugada.
—¿Y cuál es?
—La visita que tuvo hace un par de meses, la de una tal profesora Helen Zachary. Ella es la razón por la que he venido a visitarle a esta magnífica iglesia. Necesito que comparta conmigo la información que le cedió.
Santiago pudo apreciar que el hombre, si se pusiese de pie, sería alto. Tenía su cabello rubio bien peinado y lo vio quitarse, distraídamente, un hilo del pantalón.
—Me temo que no alcanzo a entender cuál podría ser su interés en una conversación privada que tuve con la señora Zachary.
El hombre sonrió y se inclinó hacia el arzobispo, una vez más posando su mano derecha sobre el banco, mientras susurraba:
—El diario, su eminencia. Copió dos páginas del diario del capitán Padilla. Por desgracia, mi antigua compañera era muy hábil con las falsificaciones y falsificó las copias que me dio. Ahora además me ha traicionado y se ha marchado a la tierra de la aventura sin mí.
—Le diré lo mismo que le dije a la señora Zachary, ¿señor…?
—Farbeaux, Henri Farbeaux. Y, por favor, no se moleste en negar que accedió a su petición, eso sería malgastar un tiempo muy valioso, tanto el mío como el suyo, a juzgar por cómo van sus obras de reforma. El tiempo es algo que ni mi benefactor ni yo tenemos en abundancia. Así que, por favor, responda con cuidado y sea preciso. ¿Está dispuesto a ayudarnos a mis hombres y a mí a conseguir el diario del capitán Padilla? Como he dicho, responda con cuidado —le advirtió, según se desvanecía su sonrisa.
Santiago miró a Farbeaux y después a los hombres, que observaban con calma cómo se desarrollaba todo aquello. No tuvo duda de que estaba metido en problemas y supuso que su única esperanza era entretenerlos lo suficiente hasta que llegaran los obreros.
—He visto esa expresión cientos de veces, su excelencia. Le traiciona el modo en que aprieta la mandíbula y los ojos no parpadean. Está pensando en retrasar la respuesta hasta que acuda la ayuda, pero le aseguro que todo esto no habrá sido más que un recuerdo para cuando eso suceda. Un recuerdo o una noticia, usted decide.
Santiago oyó a uno de los grandes intrusos golpear algo y, cuando se giró hacia el ruido, vio que había un cubo de disolvente de veinte litros volcado y abierto. El líquido transparente estaba extendiéndose sobre el suelo cubierto con lonas blancas.
—San Jerónimo el Real —dijo Farbeaux al mirar al arzobispo directamente a los ojos—. Una estructura bella y famosa. Sería una pena perder una iglesia tan maravillosa por un infausto accidente como un incendio. Pero esas cosas pasan cuando se hacen obras de reforma tan grandes. Se cometen descuidos e imprudencias. —El hombre rubio se levantó y se abotonó la chaqueta del traje—. Personalmente, odiaría asistir a una tragedia semejante, pero si estos muros no contienen la información que busco, esto se transmutará en algo de lo más preocupante, y me vuelvo propenso a los accidentes cuando estoy preocupado. Ahora, el diario, por favor. Esa mujer ya me lleva un mes de ventaja.
Santiago se quedó horrorizado ante lo que sucedía a su alrededor. El olor del disolvente había llegado a su nariz y, a juzgar por la expresión del rostro que tenía frente a él, supo sin ninguna duda que ese hombre llevaría adelante su amenaza. Si se tratara solo de su vieja y correosa vida, desafiaría al intruso, pero ¿la iglesia? No podía ponerla en peligro.
—Su eminencia, el tiempo es un factor clave aquí, tanto para usted como para mí. De verdad detesto amenazar algo tan magnífico como este templo, pero lo quemaré sin dudarlo. ¡Necesito ese diario!
—Por favor, tengo el diario, puede llevárselo, pero no destruya la iglesia.
Farbeaux ordenó a sus hombres que levantaran el cubo de disolvente, le pusieran la tapa y limpiaran lo que se había vertido. El arzobispo nunca supo que Farbeaux jamás habría dado la orden de quemar una construcción de quinientos años de antigüedad. Eso, para él, habría sido un sacrilegio. Farbeaux no estaba en el mundo para pulverizar la belleza; había nacido para poseerla. Por suerte, el arzobispo no diría nada sobre el robo del secreto del Vaticano porque amaba esa iglesia y la mera amenaza de que le prendieran fuego lo mantendría en silencio. No habría necesidad de violencia, ni siquiera aunque el benefactor de Farbeaux le hubiera dado la orden de hacer lo contrario. Lamentó incluso haber recurrido a la intimidación cuando ayudó al anciano a levantarse, pero sabía que así era el mundo. Y, además, el premio que perseguía resultaba demasiado valioso y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para obtenerlo.
Sonrió al anciano y comprobó que los hombres que le habían asignado hacían lo que se les había dicho. Sabía que les habían dado órdenes de ayudar a eliminar a todo el que supiera del mapa, pero él se aseguraría de que el arzobispo evitara cualquier «accidente».
Farbeaux miró alrededor de la desierta parroquia para asegurarse de que era el último hombre en marcharse. Le había asegurado al arzobispo que ese exquisito edificio no sufriría daño alguno y, después de todo, era un hombre de palabra.
Siguió a los otros hasta las tres furgonetas y se dirigieron al aeropuerto. Cuando el último vehículo salió por el camino de grava, un hombre con un sedán alquilado bajó del asiento del conductor y miró para asegurarse de que el equipo no volvería. Su bigote fino como un lápiz tenía pequeños trocitos de caramelo por arriba y por abajo. El hombre se quitó las gafas polarizadas que llevaba, se colocó su cazadora verde y pasó por delante de los ahora abandonados camiones y del material de los obreros. Tranquilamente, se encaminó hacia el pie de la impresionante iglesia y encontró una entrada cubierta solo por una gruesa cortina de plástico. Cuando apartó el plástico del marco de la puerta, se metió la mano en la cazadora y se adentró en las frías sombras de la pequeña alcoba que conducía hacia la zona trasera de la construcción. Al comprobar que allí no había nadie, rodeó con brío varias pilas de libros que se habían bajado de las estanterías y fue hasta una puerta que decía «Despacho». Se acercó intentado descubrir algún movimiento. Únicamente oyó el zumbido del aire acondicionado. Alargó la mano y giró el pomo de bronce. Advirtió movimiento e, inmediatamente, sacó una pistola de 9 mm con un largo silenciador negro.
El orondo hombre, vestido con un mono de trabajo y ocupado eligiendo libros del suelo alrededor de un gran escritorio, no oyó que la puerta se abría. El intruso se fijó en que parecía estar llorando. Se giró y miró atrás para asegurarse de que nadie se había percatado de que había entrado en su despacho. Cuando se volvió de nuevo, el prelado se había levantado y estaba allí, mirando hacia la puerta donde él se encontraba. Abrió más la puerta. El arzobispo Santiago colocó sobre el escritorio los libros que tenía en la mano y después, lentamente, se santiguó al ver el objeto con el que lo amenazaba.
El alto y delgado asesino sabía exactamente a quién tenía delante y lo enfureció que esa tarea hubiera recaído sobre él, un hombre criado bajo la fe católica. El francés no había cumplido con las explícitas órdenes que había recibido de matar al eclesiástico de manera que pareciera un accidente y ahora, como tenían poco tiempo, eso ya no se podría hacer.
—Me prometieron que nada le sucedería a mi monasterio —dijo Santiago al meterse la mano por dentro del peto para tocar su crucifijo.
—Y nada le sucederá a su iglesia, reverendísimo —respondió fríamente en español el hombre al alzar la pistola con silenciador.