Capítulo 3


Okinawa, Japón

En la actualidad

Sarah McIntire, alférez del Ejército, sostenía en su mano la porosa roca de lava para que todos la vieran. Después le guiñó un ojo a Vincent Fallon, profesor de Estudios Asiáticos de la Universidad de Riverside, y asintió con la cabeza.

—Entonces, ¿esta zona de la cueva ya se había excavado antes? —preguntó.

El capitán de corbeta Carl Everett se levantó y observó la reacción de los demás. Se encontraba en servicio destacado de la Marina de Estados Unidos, sirviendo en su sexto año en el altamente secreto Departamento 5656, conocido por unos cuantos del gobierno de Estados Unidos como el Grupo Evento. El estrictamente controlado Grupo se fundó oficialmente durante la era de Teddy Roosevelt, pero los brazos históricos se remontaban hasta Abraham Lincoln.

Carl observó detenidamente a Sarah McIntire. Ella era el único miembro del Grupo que estaba de servicio allí, aparte de él. Se habían infiltrado en la excavación arqueológica de la universidad tres semanas antes y Carl se esperaba que esa misión se convirtiese en una búsqueda infructuosa. Pero según Sarah, que era una geóloga excelente, era muy probable que la investigación realizada por el doctor Fallon fuera acertada, lo cual significaba que podrían tener un desastre biológico entre manos y que la misión de infiltrar la excavación podría elevar en un cien por cien el nivel de peligro.

Sarah tiró la chamuscada roca al suelo de la gigantesca cueva y miró a Carl. Sabía que sería más que eficiente a la hora de ofrecerles seguridad a los estudiantes y profesores de esa excavación, pero eso no evitaba que deseara que el comandante Jack Collins, jefe de Seguridad del Grupo Evento, estuviera allí también. Las antiguas cuevas formadas por la lava eran oscuras y evocaban poderosamente un conflicto pasado que había sido brutal en cuanto al dolor humano que había provocado.

—No solo hay marcas de detonación en la piedra y formaciones de roca de lava alrededor, sino que la solidez del muro trasero indica desprendimiento. En términos profanos, profesora, ese muro una vez estuvo abierto a este lado de la cueva y desde entonces ha sido sellado apresuradamente. —Colocó uno de los proyectores para mostrar el desprendimiento que acababa de examinar—. Sospecho que nuestro señor Seito tiene razón, que hay otra cámara detrás del desprendimiento, justo donde dijo que estaría.

Carl miró al anciano sentado en una gran piedra. Tenía los ojos cerrados y estaba meciéndose lentamente de adelante atrás. El intérprete estaba de pie a su lado, en silencio, mientras atendía al análisis de la cueva. El anciano murmuró algo y después el estudiante de lingüística japonés de la Universidad de Kioto sonrió y lo tradujo.

—El señor Seito dice que la memoria le falla en muchos temas, pero que nunca olvidará lo que ocurrió durante sus últimos días en esta isla.

Carl agachó la cabeza hacia el anciano que, a regañadientes, había explicado en detalle los últimos y terroríficos días en Okinawa. Les había contado con absoluta claridad que era uno de los hombres que habían sellado esa misma cueva en 1945 y que, con mucho gusto, había destruido eso que el profesor Fallon buscaba desesperadamente. El viejo soldado japonés había cerrado los ojos al relatar cómo había colaborado en el ritual suicida del comandante de la isla, Tarazawa.

—He de recordarle, profesor Fallon, que si lo que se busca está ahí, ha de ser protegido inmediatamente por mi gobierno —dijo el señor Asaki, un oficial del gobierno de Okinawa, mientras, con cuidado, se abría camino sobre la piedra suelta. Se detuvo ante el profesor, se quitó las gafas, y las limpió con un pañuelo blanco.

Carl se mantuvo en silencio mientras el profesor asentía y respondía.

—Todos somos bien conscientes de sus órdenes, señor Asaki, y con mucho gusto entregaremos cualquier hallazgo junto con el navío en cuanto verifiquemos que formaba parte de la flota de guerra de Kublai Kan, pero no antes; ese fue el trato que hicimos con Tokio.

Asaki no dijo nada, pero agachó la cabeza rápidamente, y después le hizo una seña al hombre que tenía apostado en la entrada de la cueva para que permitiera que la científica accediera a la excavación.

Sarah sonrió y comenzó a apartarse del grupo para seguir con su inspección. No pudo resistirse a decir, mientras le daba una palmadita en el hombro al oficial de Marina al pasar por delante:

—Oh, vaya, la señorita Personalidad acaba de entrar, Carl. Creo que anda loquita por ti.

Carl no respondió, pero Sarah pudo verlo estremecerse ante la mención de la mujer que los dos detestaban. El marine vio a las dos mujeres cruzarse y saludarse con un gesto de cabeza por cortesía. Su saludo fue, como poco, gélido. La mujer era Andrea Kowalski. Había sido reclutada por el doctor Fallon y tenía credenciales de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Atlanta. A diferencia de Sarah y de él, estaba allí legítimamente y no de manera encubierta. Se trataba de una persona de estatura media pero, exceptuando aquello, esa mujer se salía de la media. Era un bombón. Llevaba su melena pelirroja recogida en una cola de caballo y el traje de neopreno con la cremallera bajada y atado a la cintura. Su único defecto, por lo que él podía ver, consistía en un pequeño detalle: esa mujer era una auténtica zorra.

—Creo que su amiga es extremadamente grosera —comentó Andrea a Carl al unirse al grupo en la entrada a la excavación.

—A ella usted también le cae muy bien —respondió Carl apartando la mirada y guiñándole un ojo al viejo soldado japonés.

—Sé que es geóloga y que se la necesita en este cometido, pero ¿a qué se dedicaba usted, señor…?

—Déjalo ya, Andrea, sabes que se ocupa de la logística. Acuérdate, es el que consiguió traer de una pieza todo ese equipo de laboratorio tan bueno —expresó el profesor Fallon elevando la voz—. Ahora te sugiero que vayas y te prepares. Sarah dice que podremos atravesar la pared en una hora si tenemos suerte.

Después de lanzarle a Carl una última mirada inquisitiva, Andrea se giró y comenzó a preparar su equipo.

—Maravillosa la analista que ha encontrado, doctor. Tiene la personalidad de un murciélago vampiro. —Carl sonrió y agachó la cabeza hacia Seito, cuya sonrisa sin dientes parecía indicar que comprendía el insulto dirigido a la especialista en virus.

Cuando el anciano se sentó, su mente regresó a la época de aquellos terribles últimos días en Okinawa, al hallazgo original de lo que ahora buscaban, y a las horribles consecuencias que podrían haber cambiado el curso de una guerra que había terminado hacía setenta años. Seito se estremeció ante el recuerdo y, al mirar el cavernoso cerco que lo rodeaba, no pudo evitar volver a ver y sentir aquellos días…

Okinawa, Japón

14 de mayo de 1945

Los Hellcat F4F estadounidenses, procedentes de nada menos que cinco veloces portaviones de ataque, habían estado bombardeando la cadena de islas Ryukuy desde mediados de marzo. Durante las últimas semanas las incursiones habían ido ganando intensidad conforme los estadounidenses se preparaban para la invasión del último trampolín antes de la arremetida final a la garganta del Imperio del Japón.

El almirante Jinko Tarazawa, en su día consejero de confianza del almirante Isoroku Yamamoto, llevaba dos años viviendo en la deshonra por su fracaso a la hora de contener la resistencia estadounidense en el Pacífico en un punto crucial de la guerra conocido luego como la batalla de Midway. Se le había culpado de ello junto a su comandante, Chuichi Nagumo, y como resultado ahora estaba al mando de la defensa de la isla en lugar de luchar y morir por su amada Marina. Un héroe del imperio solo tres años antes por su coliderazgo al planear el mayor ataque naval desde que lord Nelson dominaba los mares y ahora se veía lejos de Hawái y de Pearl Harbor. Su deshonra fue tremenda. Quedar relegado a refugios fortificados en lugar de dirigir uno de los últimos grupos de batalla de la Marina del Imperio del Japón era demasiado humillante como para poder soportarlo.

Mientras el almirante estaba de pie con los brazos a la espalda mirando al mar, su oficial de Inteligencia se le acercó y le entregó un mensaje. Lo leyó rápidamente y se lo devolvió al capitán de la Marina imperial. El mensaje penetró hasta lo más profundo de su mente y se quedó allí generando una nueva oleada de desesperanza. La estimación del afiliado naval con base en España había informado a Tokio de que los norteamericanos estaban reuniendo la más grande fuerza invasora que una nación había congregado jamás. Más de mil barcos de guerra pronto estarían apuntando sus armas y enviando a jóvenes a las orillas de esa isla. Tarazawa rápidamente asintió para indicarle al soldado que volviera a sus deberes, cerró los ojos y rezó por la seguridad del emperador, ya que sabía que ese sería el último ataque antes de que los estadounidenses invadieran Japón.

Cuando el estrépito de la excavación de las cuevas sacudió la isla volcánica, vio varios aviones de combate Hellcat sobrevolando el territorio y provocando rápidas erupciones de fuego antiaéreo de su artillería oculta.

Tarazawa fue interrumpido por otro marine, un teniente de rostro lozano que llegó corriendo y sacudiendo las manos y que incluso olvidó saludar a su comandante.

—Señor, tengo un informe de los ingenieros navales del norte de la isla.

—¿Qué sucede? ¡No puedo salir corriendo de aquí cada vez que sufren un pequeño derrumbamiento! Dígales que empiecen a trasladar las existencias médicas y a los civiles lo antes posible; no hay tiempo.

Tarazawa se quedó sorprendido al comprobar que el joven seguía allí, desobedeciendo su orden.

—Le suplico indulgencia, almirante.

—¿Qué pasa?

—La cueva que da más al norte, señor… El ejército y los ingenieros navales han encontrado algo que debe ver.

La curiosidad de Tarazawa se despertó ante la insistencia del chico.

—¿Qué han encontrado que le tiene en semejante estado, teniente Seito?

El joven de diecinueve años se quitó su gorra azul y comenzó a mover los pies nerviosamente.

—Al derribar la pared de la cueva nos hemos topado con otra cámara, una cámara que llevaba muchos, muchos, años sellada, almirante.

—Pues eso es bueno, ¿no? Significa que no tendrán que expandir esa cueva en particular tanto como creían en un principio.

—Señor, han descubierto… Quiero decir, que han encontrado un barco dentro. ¡Un barco muy antiguo! —dijo el chico, emocionado.

—A menos que el barco del que habla sea un nuevo portaviones con aviones de combate a bordo, no sé de qué forma esto podría interesarme, joven —contestó Tarazawa frunciendo el ceño.

El chico se quedó apocado momentáneamente, pero se animó al recordar un detalle:

—¡Señor! El coronel Yashita dice que es nuestra salvación, por lo menos esa es la información que ha recibido de unos cuantos trabajadores chinos a los que ha pedido que examinaran el navío.

El almirante se quedó mirando al joven y sacudió la cabeza, sin comprender nada, a excepción de que ese estúpido coronel del ejército no se ceñían a sus órdenes de acelerar la expansión de las cuevas. ¿Y ahora desviaban de sus obligaciones a la mano de obra prisionera? Rápidamente Tarazawa decidió que visitaría la cueva y tendría una charla con ese soldado en particular. Esa falta de respeto hacia sus órdenes llegaría a su fin si ejecutaba al oficial, aquello serviría de ejemplo para el resto. Tal vez era viejo y estaba deshonrado, pero seguía siendo un guerrero que se regía por el código bushido.

Una hora después, el almirante Tarazawa entró en la cueva e inmediatamente pudo ver que ese elemento de la naturaleza había sido creado por grandes flujos de lava en su camino al mar. Tardó veinte minutos más en encontrar el camino en la semioscuridad, evitando chocar con más de doscientos trabajadores chinos y coreanos que limpiaban restos del interior, antes de ver luz en la parte trasera de la monstruosa cueva.

Allí, unas luces amarillentas jugueteaban sobre la silueta del casco de un barco muy antiguo. El almirante pudo ver personal del ejército arrastrándose cuidadosamente por sus antiguas cubiertas. Incluso habían erigido unos andamios de madera, a pesar de que la madera escaseaba y que, precisamente por ello, era crucial. Tarazawa se detuvo en seco; estaba que echaba humo.

—¿Cuánto tiempo lleva paralizado el trabajo en este lugar? —preguntó con un tono de voz bajo y controlado mientras le rechinaban los dientes.

El teniente Seito se quitó la gorra del uniforme antes de hablar.

—Trece horas, señor.

Tarazawa cerró los ojos y agachó la cabeza. Después, se forzó a sonreír para calmarse mientras respiraba hondo. Abrió los ojos al brillante espectáculo que tenía ante sí y caminó lentamente hacia el pequeño hombre que, ajeno a su presencia, estaba ocupado vociferando órdenes desde un gran escenario de roca de lava.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó el almirante en voz alta para que se le pudiera oír por encima de los generadores portátiles.

El coronel Yashita había sido veterano de muchas campañas en China antes de ser destinado a Okinawa y había tenido que padecer muchos ultrajes de oficiales de alto rango que lo consideraban un cerdo arrogante, pero no toleraría ninguna interferencia de un almirante deshonrado. Apenas respondió con una sonrisita burlona.

—¡Le he hecho una pregunta, coronel! —dijo Tarazawa al encaramarse al andamio inferior debajo de la roca en la que estaba subido Yashita. Los trabajadores dejaron su labor y escucharon.

—Por si no lo sabe, almirante, estoy esforzándome en salvar nuestro imperio y a nuestro amado emperador, y usted, ahora mismo, ¡está demorando esta gran labor!

—¡Explíquese! Tengo miles de hombres trabajando hasta caer rendidos para tener las defensas preparadas y usted permanece aquí, en lugar de dedicarse a preparar un hospital como se le había ordenado. Retrasa innecesariamente la construcción por un ataque de delirios. ¡En las próximas semanas no estará luchando contra unos chinos indefensos, coronel, sino contra unos marines norteamericanos endurecidos por la lucha y unos soldados que sí devuelven los ataques!

—Muy bien, complaceré al almirante. —Con calma, Yashita ordenó a sus hombres que volvieran al trabajo—. ¿Había visto antes esta clase de barco? Tiene una amplia experiencia; debería reconocer su diseño. Yo no he tardado más que un instante. —Se balanceó hacia atrás apoyado en sus talones mientras se jactaba—. Soy licenciado en Historia e Ingeniería por la Politécnica de Londres —dijo recordándole a Tarazawa su opulenta procedencia.

Tarazawa miró al coronel y rápidamente observó el deteriorado barco. Las bordas eran profundas y su cubierta estaba inclinada al extremo. La popa del navío era alta y estaba coronada por una baranda de madera. No tenía mástil ya que, junto a la vela, había sucumbido a los años. Sabía lo que era ese navío y de dónde procedía, pero no podía imaginar por qué estaba ahí, en Okinawa, ni cómo había terminado atrapado en una cueva que, como poco, haría siglos que no veía el océano.

—Es un junco chino, por supuesto. ¿Ha detenido las obras de uno de nuestros importantes hospitales subterráneos por esto?

Yashita se dio la vuelta como si no hubiera oído la pregunta. Se detuvo para colocarse la espada de samurái enfundada en negro que llevaba en el cinturón.

—Este barco, según mis trabajadores chinos, dos de los cuales eran profesores en el continente, perteneció a un enemigo de Japón, un enemigo tan invencible como parecen ser los norteamericanos, aunque estos, al igual que los chinos, sufrirán cuando intenten que sus marines desembarquen en nuestro suelo.

—¡Déjese de acertijos, coronel, y explique por qué está desobedeciendo mis órdenes! —dijo Tarazawa al acercarse de forma amenazante a Yashita.

—Este navío formó parte de una invasión a nuestra madre patria hace unos setecientos treinta años, almirante. —Miró a Tarazawa con su gorra marrón firmemente ladeada sobre su cabeza afeitada y su única estrella de plata resplandeciendo bajo la luz—. Sí, veo que ahora lo entiende —añadió cuando Tarazawa echó cuentas y pareció quedarse perplejo—. El año que está buscando es el 1274 y el nombre que ha extraviado en su avejentada mente es Kublai Kan.

Tarazawa reaccionó al instante.

—¡Imposible! La flota de ataque se hundió o fue arrastrada por la tormenta a cientos de kilómetros al norte de Okinawa. Este navío no puede pertenecer a la gran flota china del Kan. ¡De nuevo está haciéndonos perder el tiempo!

—Mis historiadores chinos y yo tendríamos que disentir, almirante. Este barco, según las fechas que hemos revelado, estuvo integrado en la flota destruida por el viento divino.

—El viento divino —repitió Tarazawa.

—Sí, almirante. El kamikaze, el viento divino producido por los dioses, el mismo viento que sopló para acabar con la invasión de Kublai Kan en 1274. Y ahora, el descubrimiento de este barco, que quedó separado de la flota principal por una tormenta hace unos setecientos años, será la respuesta a millones de plegarias. Con la diferencia de que este será nuestro propio viento divino, el que se llevará con él la vida de todos los norteamericanos que entren en nuestras aguas. ¡Esta guerra será nuestra! —gritó Yashita y comenzó a reírse.

Cuatro horas después, una vez que el segundo turno de obreros se había marchado de la nueva excavación, Tarazawa estaba sentado en la zona de carga del viejo barco. El teniente Seito y uno de los obreros chinos se habían sentado junto a él. Una vieja lámpara de aceite situada entre ellos proyectaba un fantasmagórico brillo sobre los rostros de los tres hombres. Llevaban así las últimas tres horas después de haber examinado las extrañas tinajas de porcelana que los obreros habían encontrado en el interior del navío. Las tinajas tenían un metro de alto y había alrededor de treinta. Todas permanecían selladas herméticamente con arcilla, vidrio de porcelana y cera de abejas. La naturaleza de su contenido había sido un misterio para los chinos durante la primera mitad del día después de que Yashita hubiera llevado los contenedores hasta la bodega. Las únicas pistas que tenían sobre el contenido eran las marcas de arcilla seca alrededor del cuello de cada vasija que explicaban el uso de dicho material. Tarazawa y los demás no conocían el nombre exacto de la extraña arma que Kublai Kan había pretendido emplear contra sus ancestros, pero enseguida supieron que era letal.

Cuando se abrió uno de los cierres herméticos, el obrero chino no vio que parte del polvo se había adherido al sellador. El anciano chino parpadeó y sintió el polvo penetrando en los poros de su piel. Inmediatamente convulsionó una vez y después otra, más violentamente. Tosió, fue un profundo sonido de fluidos que degeneró en una avalancha de sangre y moco. Parecía que los ojos iban a salirse de sus órbitas y las pupilas se le giraron, mostrando el blanco de unos ojos que rápidamente se inyectaron en sangre.

El almirante y Seito retrocedieron horrorizados mientras el hombre se deshacía por dentro. Tarazawa observó con aterrorizada fascinación cómo el hombre infestado cayó a la cubierta de madera podrida, tosió otro coágulo de sangre y finalmente murió.

—¿Qué hemos destapado? —preguntó el almirante en voz alta mientras Seito y él corrían hacia la improvisada escalera que conducía a la cubierta superior. Subieron lo más deprisa posible para ponerse a salvo.

El teniente Seito, con su joven rostro arrugado de horror por lo que acababan de presenciar en el viejo y petrificado navío, bajó la cabeza antes de volver a levantarla con esperanza en sus jóvenes ojos. Seito era uno de los hombres más brillantes de la Marina Imperial. Se había incorporado al servicio el año anterior. Él, como muchos de su clase, además era realista y sabía, por mucho que dijeran los fanáticos y conservadores miembros del gobierno, que Japón había perdido la guerra. Solo esperaba que aún quedara gente en su patria después de que los bombardeos cesaran. Era uno de esos a los que los idiotas llamaban «derrotistas», uno de los que deseaba un cese inmediato de las hostilidades fuera cual fuera el precio, incluso aunque el emperador tuviera que abdicar y admitir su falsa divinidad.

—Esta horrible plaga, esta sustancia, no debería ser tan potente después de siete siglos. ¿Y bien? —le preguntó Tarazawa al más viejo de los chinos que, solo momentos antes, había escapado al destino de su compatriota.

—Ya que se encuentra en forma de polvo, el Kan debió de haber planeado dispersar esa sustancia en los vientos si su invasión acababa en desastre.

Por encima de ellos, sobre los andamios improvisados que se extendían desde la cubierta en la que se encontraban, oyeron el regreso del coronel Yashita y sus hombres y, a continuación, el ruido sordo del sistema de poleas al caer contra el andamio y las partes más fuertes de la antigua cubierta.

—Ha venido a llevarse la carga de la bodega del barco —dijo Seito, que se quitó la gorra para secarse el sudor de la frente—. ¿Va a permitirlo?

Tarazawa se levantó y cogió el farol.

—La intención del coronel Yashita es la salvación de la guerra, y es ignominioso por el simple hecho de que no haría más que prolongar este conflicto por motivos egoístas y, probablemente, mataría a cientos de miles de norteamericanos generando una respuesta de represalia que podría terminar con la civilización japonesa. Hay que impedir que esto suceda.

—¿Qué está diciendo, señor?

Tarazawa no contestó. Simplemente miró a los obreros chinos y al teniente y después bajó la intensidad del farol hasta que se apagó, dejándolos a ellos y al Imperio del Japón sumidos en la oscuridad.

Okinawa, Japón

En la actualidad

Cuando los obreros japoneses contratados en la isla apartaron las últimas rocas, el profesor Fallon ordenó que se detuvieran. Les pidió a los isleños y a la mayor parte de los estudiantes de Riverside que salieran de la cueva por razones de seguridad. Después de oír el relato del viejo soldado Seito la semana antes, no quería correr ningún riesgo. Los documentos que había descubierto en Pekín hace veinte años, con la ayuda del gobierno chino durante uno de sus periodos más cordiales, ya le anunciaban que más allá de aquel muro podía encontrarse con un gran hallazgo arqueológico como el junco chino, pero también con una de las sustancias más peligrosas conocidas por el hombre.

Sarah encabezaba el grupo formado por las seis personas que se habían quedado para retirar la última de las rocas volcánicas. Como la preparada geóloga que era, buscaría inestabilidad en la roca cuando se despejara la entrada. Estaba acompañada por la doctora Kowalski, que portaba un dispositivo al que llamaban «inhalador». Mediría y analizaría las partículas del aire e inmediatamente la alertaría si alguna de las sustancias se hubiera aerotransportado después de que Tarazawa sellase la excavación en el año cuarenta y cinco. Ambas mujeres llevaban trajes químicos herméticos. Carl Everett se preguntó si su animosidad estaba traspasando sus pequeños sistemas de comunicación mientras removían la última piedra.

—Apártese, señora McIntire, si no le importa. Tengo que hacer una buena lectura —dijo Andrea Kowalski.

Sarah estaba a punto de responder cuando oyó a Carl aclararse la voz desde unos metros de distancia y decidió retroceder como le habían ordenado.

Andrea manejaba con destreza la sonda con forma de micrófono. La introdujo con precaución por la abertura del tamaño de una puerta, con cuidado de no tocar la piedra. Una vez estuvo dentro, colocó una fina plancha de acero sobre el agujero y pulsó un botón sobre el pequeño cuadro de mandos del inhalador. En la oscuridad de la cueva, el dispositivo con aspecto de micrófono se separó con un pequeño sonido. Los pesados resortes del interior se engarzaron y enviaron doscientos pequeños dardos en todas las direcciones. Cada dardo tenía la punta cubierta de tungsteno y el pequeño tallo estaba hecho de lipcoclorinida, que con el impacto lanzaba humedad al aire, activando al instante cualquier cantidad de cualquier sustancia que pudiera estar encastrada en la roca extrusiva. Las cabezas de tungsteno eran unidades de radio en miniatura que transmitirían cualquier hallazgo al panel de control del dispositivo. De los doscientos dardos, algunos encontraron la roca, otros la arena, y otros se hundieron en las sombras. Andrea, muy despacio, levantó el medidor de partículas y realizó una lectura virtual. El dispositivo era tan sensible que inmediatamente analizó todos los elementos aerotransportados en la vieja excavación.

Los demás, que estaban observando el progreso de Andrea, pudieron ver a la mujer con su traje químico amarillo relajar lentamente los hombros a medida que los pequeños dardos le devolvían su vital información sobre la calidad del aire en la cueva. Sin embargo, ninguno de ellos se dio cuenta de lo tensa que se había puesto.

Carl finalmente respiró hondo sin ni siquiera percatarse de que había estado conteniendo el aire. Se relajó cuando la vio sacar la pequeña plancha de acero del agujero.

Andrea retiró un pequeño objeto redondo de su cinturón, se apoyó contra la abertura y lanzó el pequeño dispositivo tan lejos como pudo. El objeto redondo era un dispositivo de análisis portátil de un solo uso. Una vez arrojado, se separaría en cinco secciones distintas y sus componentes leerían el aire interior del confinado espacio. Era tan preciso que registró las trazas de cordita y trinitotolueno que se habían utilizado en 1945, unos sesenta años antes.

Andrea se quitó la capucha.

—Todo limpio; solo hay una lectura extraña que no puedo descifrar, pero no es tóxico.

—¿Qué es? —preguntó el profesor Fallon, preocupado.

—Trazas de sangre.

Los demás comenzaron a desprenderse de sus equipos protectores.

—No hagan eso, por favor. Que no haya nada en el aire no significa que no vayamos a levantar trazas al entrar. Los dardos solo cubren alrededor de un diez por ciento de la cueva, lo cual deja un noventa por ciento con la capacidad de transportar algo que podría matarles a todos —dijo desganadamente al colocarse la capucha de nuevo.

Al girarse y entrar en la cueva, el profesor Fallon y Carl y los otros dos miembros del equipo de excavación levantaron la luz portátil que utilizarían en la fase inicial de la recuperación. Sarah fue la primera en seguir al especialista de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades y encendió su linterna una vez estuvo dentro. En un principio, lo único que pudo ver con la luz fue polvo flotando y la espalda de Andrea, que estaba ondeando otra sonda de metal conectada a su lector, en esta ocasión asegurándose de que sus pisadas no iban a provocarles la muerte a cada movimiento que hicieran. Entonces la luz de Sarah captó la forma geométrica de unos andamios de madera a través de las motas de polvo. Envuelto en la penumbra se alzaba un barco negro. Aún visible en su lateral, podía apreciarse lo que parecía un dragón descolorido tallado en la oscura madera. Recorría toda la longitud del barco y su cola se enroscaba alrededor de la popa. Cuando lo enfocó con su luz, advirtió que la mitad inferior del navío estaba muy deteriorada. Los tablones podridos que conformaban su casco empezaban a desmoronarse, haciendo que la cubierta superior se hundiera hacia el interior de la embarcación.

—Al director Compton le habría encantado ver esto.

Sarah dio un respingo ante el sonido de la voz de Carl.

—¡Por Dios! No hagas eso —lo reprendió—. Me has dado un susto de muerte. —Aunque tiene razón, pensó. Niles Compton, el director del Grupo Evento, vivía para descubrimientos como ese, y le habría encantado guardarlo en una de las cámaras acorazadas del Grupo para estudiarlo más a fondo. Sarah dejó de lado ese pensamiento y volvió a centrarse en lo que debía; después de todo, estaban ahí para asegurarse de que las antiguas leyendas sobre ese barco no eran ciertas. Esa era la única razón por la que se había infiltrado en esa excavación de la universidad.

—Puede que tengamos entre manos una situación peligrosa —dijo Andrea desde los andamios más bajos.

—¿Peligro? —preguntó Fallon al mirar el barco, ansioso por demostrar que su investigación no erraba y por erigirse en defensor de la historia de Seito acerca de una antigua embarcación enterrada en una cueva.

—El junco va a desplomarse sobre sí mismo. Si esa cubierta superior cede, aplastará lo que sea que este barco transportaba y, si su teoría y lo que recuerda el viejo Seito están en lo cierto, podríamos contaminar todo Okinawa.

—Antes de que lo descubramos, doctores, sugiero que traiga aquí al anciano y le hagamos más preguntas —dijo Carl después de acceder al andamio superior que daba a la cubierta principal del junco chino.

—No está autorizado, señor Everett —respondió Fallon mientras avanzaba con cuidado hasta donde se hallaba él.

—¿Qué tienes ahí arriba, Carl? —le preguntó Sarah desde abajo.

—La razón por la que el equipo de la doctora Kowalski estaba recogiendo trazas de sangre seca —respondió Carl cuando el profesor se unió a él.

—Por Dios, ¿qué demonios es eso? —exclamó Fallon al ver lo que Carl estaba mirando.

—¿Va a mantenernos en suspense o va a actuar como un profesional? —dijo Andrea desde el nivel inferior.

—Creo que nuestro viejo teniente Seito tiene que contarnos por qué aquí arriba hay tres esqueletos con uniformes del ejército japonés —respondió inexpresivo.

Todos quedaron asombrados una hora después, cuando el viejo, junto con su intérprete (ahora ataviados con trajes de protección química amarillos), se inclinó ante los restos de los tres esqueletos sobre el andamio superior.

—¿Quiénes son? —le preguntó Carl al soldado.

El anciano se puso recto con la ayuda del intérprete. Pudieron oírlo tomar oxígeno profundamente, casi hiperventilando, y a continuación comenzó a hablar en su japonés nativo.

—Ha dicho —tradujo su intérprete— que lamenta decir que se trata del coronel Yashita y dos de sus soldados. Asesinados de un disparo por la espalda por él mismo y por el almirante Tarazawa.

—Quería excavar en el buque, ¿verdad? —preguntó Carl—. Yashita quería utilizarlo como si aún fuera viable.

El anciano comprendió la pregunta sin necesidad de intérprete y asintió. Después, añadió algo, pero demasiado bajo como para que los demás pudieran oírlo.

—El señor Seito dice que fue un acto de traición por su parte y por parte del almirante, pero que volvería a hacerlo. Ya había habido demasiadas muertes. Sellaron la cueva y en su informe atribuyeron a un derrumbamiento la desafortunada pérdida del coronel y de sus hombres.

El grupo quedó en silencio. Carl asintió hacia el anciano y Sarah le dio una palmadita a Seito en la espalda.

—¿Dónde está la doctora Kowalski? —preguntó de pronto Fallon.

Carl miró a su alrededor; no veía a Andrea por ningún lado y de inmediato oyó el sonido, al mismo tiempo que lo hicieron los otros. Había ruidos provenientes del interior de la antigua bodega de carga.

—¡Maldita sea! —exclamó Carl al subir rápidamente a la cubierta superior. Su pie atravesó la madera podrida como si hubiera pisado un suelo de cristal y, al intentar liberarlo, vio a los demás que ascendían apresuradamente por el viejo andamio de madera. Alzó el brazo rápidamente—. ¡Alejaos! Esta jodida cosa está derrumbándose, yo…

Fue todo lo que alcanzó a decir, ya que su peso fue suficiente para romper el resto de esa sección de la cubierta. Al principio sintió ingravidez y después el estómago se le subió al pecho cuando comenzó a caer. Se produjo una momentánea oscuridad y entonces un brillante destello de luz. Notó que algo suave detenía su caída. Oyó un fuerte gruñido y un insulto que sonó a francés antes de sentir cómo él mismo, y lo que fuera que había amortiguado su golpe, caían al fondo de la bodega.

—¡Idiota patoso, podría haberme roto el equipo! —gritó Andrea debajo de él—. ¡O podría haberme destrozado a mí! ¡Apártese! —le ordenó mientras lo empujaba.

Cuando los dos se pusieron en pie, ella, sin decir nada, enfocó algo con su linterna y lo que vio la dejó paralizada al instante. Extendiendo la mano, le indicó que no se moviera. Carl alzó su linterna y se quedó perplejo al ver, al menos, treinta grandes contenedores amarilleados por el paso de los años y de casi un metro de alto apoyados unos contra otros y aún amarrados con lo que quedaba de las podridas cuerdas que los habían sujetado unos setecientos años atrás. Los recipientes tenían un dragón rojo, ya descolorido, pintado en ambos lados.

—¡Joder! —murmuró Carl.

—Si lo que quiera que hay dentro sigue siendo viable, puede que todos estemos jodidos —dijo Andrea mientras miraba los treinta y dos contenedores de un arma misteriosa que, según la leyenda china, era el «aliento del dragón».

Dos horas más tarde, después de que el grupo de excavación hubiera ayudado a Andrea a montar su equipo fuera del casco del junco, esperaron ansiosos a que ella confirmara sus peores temores. Los estudiantes de posgrado y el profesor Fallon sabían que si la carga seguía siendo un agente activo pulverizado, no tendrían ninguna oportunidad de examinar el antiguo junco.

Carl, al fin, reunió todas las piezas del rompecabezas: el año anterior, un laboratorio chino de setecientos años de antigüedad había sido desenterrado durante una excavación arqueológica fuera de Pekín. Cuando una unidad infiltrada del Grupo Evento descubrió que los estudiantes de la Universidad de Pekín habían encontrado pruebas de una instalación biológica adelantada a su tiempo en cientos de años, la noticia había impactado a los virólogos del Grupo Evento. Se habían hallado trazas de agentes químicos dentro de los restos de los hornos. Rudimentarios microscopios, compuestos de ocho o nueve diferentes lentes de cristal que proporcionaban la ampliación necesaria para estudiar la expansión de la enfermedad también fueron desenterrados cerca, en una excavación aparte, que igualmente fue investigada por el Grupo. Esos dos elementos, uno junto al otro, pintaban un cuadro histórico que sacudiría los cimientos de la ciencia moderna si se corriera la voz. Después, el departamento de Ciencias Computacionales de Evento descubrió que, unos setecientos años antes, las fuerzas invasoras de Kublai Kan intentaron soltar en el aire un compuesto pulverizado. Tales hallazgos fueron pasando por la cadena de mando hasta que el presidente dio permiso, a regañadientes, para que en la excavación de Fallon pudieran participar Carl y Sarah por razones de seguridad nacional, tras hacerse patente que el doctor Fallon había encontrado el lugar mientras estudiaba los informes de supervivientes en Shanghái que hablaban de un misterioso naufragio en la isla de Okinawa.

Aún con su traje químico, Andrea instaló una pequeña mesa de trabajo dentro de la bodega de carga del navío chino. Carl instaló una improvisada luz y se quedó de pie junto a la doctora mientras ella llevaba a cabo su análisis. Carl era el único miembro del equipo al que permitió entrar y únicamente porque ya estaba ahí. Hasta el momento había empleado con mucho cuidado un taladro especial para perforar la cera de abeja y la porcelana. Sin extraer el taladro, colocó un anillo de goma en la broca y la fijó al sellador de cera antes de retirar la broca del contenedor y de la junta de goma. Tras extraer la herramienta, rápidamente cubrió la junta de goma con un tapón de goma. A continuación, respiró hondo y se sentó. De los instrumentos que había reunido en su pequeña mesa, cogió un tubo que contenía una sustancia química de color claro y lo agitó hasta que el líquido se volvió ámbar. Después, colocó la punta de la sonda en su interior.

—Si es usted un hombre religioso, señor Everett, ahora es el momento de rezar para que, sea lo que sea esta cosa, se haya deteriorado a lo largo de los siglos y haya quedado inactiva. Si no, me temo que tenemos por delante mucho que limpiar.

Carl no respondió; había permanecido callado durante todo el procedimiento. Desde que había caído por la cubierta podrida, mantenía los ojos bien abiertos mientras reflexionaba sobre algunas cosas. Había estudiado el informe de la doctora Kowalski que Niles Compton había reenviado desde la localización del Grupo en Nevada y en él no se mencionaba el hecho de que la buena doctora hablara francés. La información no parecía importante, pero los informes estaban elaborados por la Agencia de Seguridad Nacional y no pasaban nada por alto. Aun así, ahora estaría alerta por si había otros descuidos.

Cuando Andrea separó lentamente el pequeño tapón de goma de la junta, rápidamente volvió a sellarlo con la sonda telescópica que, con mucho cuidado, fue introduciendo en el contenedor de porcelana. Carl pudo oír su breve y controlada respiración mientras mantenía el brazo firme. Insertó la sonda dentro del contenedor hasta que encontró resistencia y entonces la soltó y sacudió las manos como si se le hubieran quedado dormidas.

—Lo que quiera que haya ahí dentro se ha endurecido con los años. Y eso es bueno; significa que puede que ya no haya polvo y que será más fácil moverlo si resulta que sigue activo.

—Me produce vértigo que me diga eso, doctora —dijo Carl con la mirada fija en Andrea y el contenedor.

Andrea frunció el ceño bajo su máscara y quitó su analizador portátil de la mesa. Agarró dos pequeños cables eléctricos que salían de la sonda de acero que había introducido en el contenedor de porcelana y los conectó a su ordenador portátil. Después, cogió el tubo de goma de un octavo de pulgada de la sonda y también lo insertó en un lateral del analizador. A continuación, tomó una buena bocanada de oxígeno y comenzó a teclear unos comandos. De pronto, el analizador emitió tres pitidos en una rápida sucesión y el indicador de la esquina superior derecha se puso rojo.

—Bueno, eso no tiene muy buena pinta —dijo Carl.

Andrea no respondió. Lentamente, bajó el analizador y dejó la sonda en el contenedor. Se levantó con cuidado, se apartó lentamente y sintonizó la radio que llevaban en la manga amarilla de su traje químico.

—Bueno, ¿qué es? —preguntó Carl mientras Andrea se alejaba del contenedor.

—¿Profesor Fallon? No entiendo del todo cómo lo hicieron los chinos hace setecientos años, pero lograron…

—Doctora Kowalski, señor Everett, ¿serían tan amables de reunirse con nosotros aquí en el andamio, por favor? —ordenó una voz familiar—. No quiero tener que ponerme desagradable con sus colegas.

Andrea miró a Carl.

—¿Lleva un arma consigo, señor Everett? —susurró Andrea al introducir la mano en un pequeño bolso que llevaba colgando del costado y sacar una pistola automática Beretta de 9 mm.

Carl enarcó las cejas bajo su máscara.

—¿Ir armado es lo normal en los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades? —preguntó él mientras sacaba una Colt automática del 45.

—¿Es Asaki ese que ha hablado, el capullo del gobierno de Okinawa? —preguntó Andrea en voz baja.

—Sí, y creo que no me gusta nada su tono —respondió Carl preparado para la confrontación.

—Señor Everett, si está armado, por favor, deje su arma sobre la cubierta superior antes de venir o me temo que aquí nuestros amigos harán algo desagradable —le advirtió Asaki.

Carl le indicó a Andrea que se guardara la pistola en el traje químico. Sin vacilar, ella rápidamente despegó el velcro, se bajó la cremallera y se guardó su Beretta; fue casi como si se hubiera esperado la orden de Carl.

—Podemos quitarnos los trajes protectores por ahora, no hay rastro de partículas aerotransportadas —gritó Carl.

Se quitó la capucha y la máscara, tiró la 45 por el agujero que había hecho al atravesar la cubierta con la caída y se giró hacia Andrea.

—Entonces, ¿con qué agencia está, doctora? ¿Con la Agencia de Seguridad Nacional, con la CIA o con alguna otra? —susurró.

—Por favor, vengan a la cubierta para que podamos terminar —ordenó Asaki—. La más mínima estupidez y les haremos daño a sus amigos, empezando por los estudiantes.

Carl respiró hondo y esperó a Andrea.

Mientras pasaba por delante de él, ella se quitó la capucha y la máscara y se sacudió su melena pelirroja. Se detuvo un instante, lo justo para coger sus gafas de la pequeña mesa. Después, se giró y miró a Carl mientras se las ponía.

—En respuesta a su pregunta, señor Everett, supongo que podría decir que conoce a mi marido, o exmarido, para ser más precisos. Verá, señor Everett, yo también sé que usted no es un miembro de seguridad contratado por la Universidad de Riverside, sino que en realidad es el número dos del departamento de Seguridad de lo que se conoce en círculos muy privados como el Grupo Evento —susurró—. Me llamo Danielle Serrate, antes señora de Henri Farbeaux. Y ahora me temo que debemos hacer lo que nos dicen antes de que maten a uno de esos chicos inocentes.

Por un momento, Carl no pudo moverse. Se esperaba algo, pero no la exmujer del enemigo número uno del Grupo. Ahora sabía por qué había maldecido en francés cuando la pilló desprevenida. El coronel Henri Farbeaux había sido como una piedra en el zapato para su organización durante quince años. Farbeaux era mucho mejor recabando informes históricos de lo que la mayoría de las naciones creían. Aunque despiadado en su búsqueda de antigüedades y tecnología, no necesariamente en ese orden, era un hombre que rivalizaba con el director del Grupo, Niles Compton, en coeficiente intelectual, razón por la que era tan peligroso y por la que, al menos, cinco países tenían una sentencia de muerte contra él.

—No me extraña que sea usted tan zorra —farfulló él para sí cuando comenzaron a subir.

Inmediatamente, Carl asimiló la situación y supo que, desde un punto de vista militar o defensivo, iba a ser como un hombre con una sola pierna en un concurso de dar patadas en el culo. Por el modo en que los malos estaban desplegados dentro y alrededor de la cueva, podía ver que no tenía posibilidades. Asaki había desplegado a sus hombres en seis zonas diferentes, donde mantenía retenido al equipo de campo en el interior de la cueva. Carl sabía que Asaki debía de tener más hombres, tanto en la cueva más grande como fuera. Sarah y el profesor Fallon y el viejo soldado Seito estaban junto al representante de Okinawa, que obviamente no era Asaki, a menos que fuera algo peor y estuviera desempeñando un doble deber como matón y burócrata. Además, a su lado y sujetando su propia Colt 45 estaba el intérprete del anciano.

—Por favor, dé un paso a un lado y deje que la doctora Kowalski se una a nosotros, señor Everett. Tenemos mucho que hacer y muy poco tiempo para hacerlo —exhortó Asaki mientras agitaba una pequeña pistola.

Carl permitió que la recién desvelada Danielle Farbeaux, o como ella decía, Serrate, saliera de detrás de él. Aún no estaba seguro de que ella no estuviera metida también en lo que sucedía ahí.

—Muy bien, como pueden ver, las cosas no son lo que parecen. Su situación ha pasado de una de descubrimiento a una de cooperación. Hagan esto y les aseguro que nadie resultará herido —dijo Asaki lo suficientemente alto como para que todos lo oyeran; su voz se transportó con facilidad por la pequeña cueva.

—Es usted… una… deshonra —dijo Seito con un titubeante inglés.

Asaki ignoró al anciano y le indicó a Danielle que se acercara.

—A ver, doctora, ¿con qué clase de agente biológico estamos tratando?

—Aún no he completado mi análisis.

—Creo que miente, pero no tema, doctora, tenemos gente para eso; extraeremos el arma primero y después…

Andrea lo interrumpió.

—Si comete un solo error, podría condenarse a una muerte horrible —dijo al situarse directamente sobre los restos y el destrozado uniforme del coronel del ejército de la segunda guerra mundial. Tenía un pie posado sobre la espada samurái del coronel—. ¿Por qué hacen esto?

—El hombre al que está pisando tan tranquilamente es mi abuelo. Mi verdadero apellido es Yashita —dijo el hombre al que conocían como «Asaki».

Carl ahora comprendía, al menos, parte de lo que estaba sucediendo. ¿Quién se lo habría imaginado?

El hombre del gobierno apuntó a Seito.

—Fue asesinado por este hombre y por el cobarde y deshonrado almirante Tarazawa porque no tuvieron la fortaleza de salvar la guerra como mi abuelo había deseado hacer con este regalo de los dioses. Pero hoy las viejas heridas se sanarán y mataré dos pájaros de un tiro.

Seito escupió a Yashita. Sarah, al ver la furia que atravesó el rostro de Yashita, se situó delante del anciano soldado sin pensarlo. Entonces una extraña calma invadió la cara del representante del gobierno, que sonrió mientras se limpiaba de la mejilla y del cuello el esputo del anciano.

—Como he dicho, para cuando termine el día mi sentido de la justicia habrá quedado satisfecho.

—¿Qué haría con un agente biológico alguien como usted? ¿Vendérselo al mejor postor? —preguntó Carl aún con las manos alzadas.

—Nada tan mundano, se lo aseguro. Ustedes los norteamericanos siempre piensan en el dinero. ¡Dinero, dinero, dinero! —gruñó—. La guerra nunca terminó para muchos de nosotros, señor Everett. Al igual que mi abuelo antes que yo, soy un patriota y sigo muy activo en la guerra contra su país, como lo están muchos otros en todo el mundo. —Dio un paso al frente y señaló hacia abajo mientras diez hombres vestidos con trajes químicos verdes empezaban a subir. Todos llevaban grandes bolsas con cremallera hermética—. Cuando hayamos completado el análisis del arma, se extenderá por todo el mundo. Todo elemento que forme parte de nuestra causa contra Occidente recibirá un bote. ¿Quién iba a pensar que el gran y poderoso Kublai Kan acudiría a ayudarnos? Esto servirá para vengar la destrucción de mi país y la masacre sinsentido de cientos de miles —dijo mientras veía a Carl dar un amedrentador paso adelante—. Por favor, siga avanzando, señor Everett, y podemos empezar con esto ahora mismo, si así lo desea —añadió al apuntar a Sarah con su pistola.

Los hombres de Yashita empujaron a Carl y a Danielle para que ellos dos abrieran paso, motivo por el que ambos chocaron. El movimiento que se produjo obligó a Carl a agarrarla para evitar que ella cayera por el andamio y lo situó directamente sobre la vieja espada samurái.

Yashita gritó en japonés y los hombres situados abajo llevaron a los estudiantes a la cueva exterior. Después, alcanzó el último andamio, se puso la capucha protectora y se metió en la bodega para ver los contenedores por sí mismo.

El intérprete y los tres hombres de Asaki condujeron a Sarah, a Fallon y al anciano junto a Carl y Danielle.

—¿Estáis bien? —preguntó Carl.

—¡Nunca me he sentido más impotente en toda mi vida! —dijo Sarah furiosa.

—Esto es un poco distinto a sus limpias aulas de Nevada, ¿verdad, alférez McIntire? —preguntó Danielle.

Sarah no respondió al sarcasmo de Danielle; por el contrario, enarcó las cejas al mirar a Carl.

—Resulta que nuestra doctora Kowalski es Danielle Serrate, la antigua señora de Henri Farbeaux.

Sarah no se molestó en ocultar su asombro y bajó los brazos provocando una brusca reprimenda por parte de sus captores. Rápidamente, volvió a subirlos y después se rió.

—No me extraña que sea tan zorra —dijo ella repitiendo el anterior comentario de Carl.

Veinte minutos después, los hombres armados les permitieron bajar los brazos y les ordenaron que se sentaran sobre la chirriante madera de los escalones. Carl tuvo la precaución de posar su trasero justo sobre la vieja espada del coronel, por muy incómodo que fuera.

—¿Trabaja para la Comisión Francesa de Antigüedades? —preguntó Sarah.

—Sí, mi presencia aquí no está autorizada. Me enteré de que mi exmarido había empezado a investigar y estudiar sobre peligrosos biorriesgos; tenía un exhaustivo informe sobre la invasión de Kublai Kan, el cual mencionaba este buque en varios pasajes, así que pensé que podría presentarse aquí.

—¿Se ha tomado tantas molestias para seguirle el rastro a su exmarido? ¿Tantas ganas tenía de reconciliarse? —le preguntó Sarah.

—Mis intenciones eran algo más oscuras, pequeña Sarah. Iba a eliminarlo —respondió Danielle fríamente.

—Antes trabajaba para su departamento. ¿Qué diría su director de todo esto? —le preguntó Carl.

Danielle lentamente se giró hacia Carl y esbozó una sonrisa forzada.

—Yo soy la directora de mi departamento.

Sarah y Carl se miraron.

—¿Quiénes son todos ustedes realmente? ¿Hay alguien que sea quien dijo que era cuando firmó? —preguntó furioso Fallon.

Pobre Fallon, pensó Sarah. ¿Qué podía decirle, que trabajaba para la organización más secreta del gobierno norteamericano? ¿Que lo que ella hacía era recolectar datos históricos y analizarlos, catalogarlos, y aprender de ellos para asegurarse de que su país no cometía los mismos errores dos veces? ¿Que era un trabajo que requería que se infiltrara en excavaciones desarrolladas por universidades y que trabajara para empresas privadas para obtener información sobre absolutamente todo? ¿Que estaba ahí para proteger a los norteamericanos, y en ocasiones al mundo, de sí mismos, porque lo que ellos no sabían era que la agencia de su gobierno lo sabe todo, desde la verdad de la religión hasta la verdad de los OVNIS?

—Profesor Fallon, lo único que podemos decirle es que estamos aquí para ayudar —respondió Sarah.

—Estoy seguro de que eso lo reconfortará —dijo Yashita mientras subía del interior de la antigua bodega. Se quitó la capucha protectora—. Una cosa que deberían saber, todos ustedes, es que no quedan más héroes en su porción del mundo, solo robots que obedecen las órdenes de Washington y de otras entidades agonizantes.

—Quizá queden uno o dos en Occidente —apuntó Danielle sonriendo.

Al instante, unos gritos salieron de la cueva más exterior. Yashita pareció confuso y ordenó a sus tres hombres que fueran a investigar. Cuando se dispusieron a descender por el andamio, Danielle se bajó la cremallera de su traje protector, sacó su Beretta y disparó, aunque no alcanzó a Yashita, que saltó desde los escalones de arriba y rodó al aterrizar. Cuando intentó levantarse, una tremenda explosión sacudió la caverna, tirando a todo el mundo al suelo. Los hombres con trajes químicos comenzaron a salir de la bodega del barco por las escaleras que habían instalado para descender, y desenfundaron sus pistolas. El intérprete empezó a gritar órdenes y los hombres giraron sus armas hacia los cautivos.

—¡Oh, mierda! —gritó Carl. Le propinó una patada con su bota de goma al hombre que tenía más cerca y lo derribó. Rápidamente le arrebató el revólver, un Colt de pequeño calibre, y disparó a la máscara protectora de otro secuaz de Yashita. Al hacerlo se dio cuenta de que varios de esos fanáticos caían por el andamio, derribados por algo no visto ni oído. Su peso añadido sobre la madera podrida fue demasiado para la estructura, que se rajó y se plegó sobre sí misma. Un instante antes, Carl vio a uno de los esbirros de Yashita agujereado mientras caía hacia atrás, a la bodega. Y entonces sucedió, todos cayeron.

Se oyeron gritos procedentes de todas las zonas de la cueva. Carl estaba tendido en el casco, aturdido y con Danielle sobre él, luchando por quitarse de encima cientos de kilos de madera podrida. Podía oír a Sarah desde alguna parte gritar que Yashita estaba a la izquierda. De pronto sintió cómo lo alzaban; sintió unas manos bajo él y entonces, quienquiera que fuera que estaba ayudándolo, desapareció en el polvo y el humo. A continuación oyó a Sarah gritar otra vez.

Cuando el andamio comenzó a derrumbarse, ella había intentado arrebatarle el arma al intérprete, que se había disparado. Notó un punzante dolor en el hombro. Después, el hombre había disparado a Seito a quemarropa. Ella volvió a gritar para advertirlo y vio al viejo soldado saltar a la derecha y apartar los escombros del andamio para abrirse paso. Sarah empezaba a desprenderse de toda esa madera podrida que la rodeaba cuando vio a Yashita de pie a su lado, disparando a alguien en la cueva inferior. Se preguntó si los estudiantes se habrían liberado y habían desatado esa pesadilla. De pronto sintió que alguien la levantaba… nada menos que Yashita. Estaba sangrando por la boca y zarandeándola.

—¿Quiénes son? —gritó.

Debajo de ellos, Carl finalmente alzó a Danielle, le arrebató la Beretta y después intentó salir de entre los escombros que cubrían el suelo de la cueva. Cuando dos hombres apuntaron hacia él, supo que no podría levantar la pistola a tiempo, pero antes de que pudiera intentar disparar, una ráfaga de balas los alcanzó y los derribó. Fue entonces cuando Carl se fijó en que alguien ataviado con un traje negro de Nomex, una capucha de nylon y una máscara antigás salió de un afloramiento de la roca. Estaba a punto de gritar cuando oyó otros gritos más fuertes tras ellos. El hombre de negro echó a correr y Carl y Danielle lo siguieron rápidamente.

—¡Quiero que salgan de aquí! ¡Si no me dejan pasar, la muerte de esta mujer recaerá sobre sus conciencias, no sobre la mía! —volvió a gritar Yashita. El cañón de su pistola asestaba la sien de Sarah, que parecía más furiosa que asustada.

El hombre de negro actuó como si no hubiera oído nada; avanzó lentamente y su subfusil Ingram no se movió ni un milímetro. Carl intentó detener al comando, pero el hombre le apartó la mano con facilidad. Detrás de unas gafas negras y un dispositivo de visión nocturna sobre la máscara antigás, los ojos del hombre apuntaban directamente a Yashita. Carl sabía que si el comando disparaba, Yashita podría reaccionar con un acto reflejo y matar a Sarah de todos modos.

De pronto se escuchó un fuerte grito en japonés y una figura salió de la oscuridad. El brillante filo de un cuchillo provocó un destello y la mano de Yashita que sujetaba la pistola se apartó de la cabeza de Sarah. Esta quedó rociada de sangre cuando se liberó del otro brazo de su captor. En ese momento todo movimiento cesó y las miradas se posaron en Seito. Sostenía en alto la espada samurái y por su pecho caía sangre manchando el plástico amarillo de su traje químico. Con un grito de furia, bajó la espada sobre Yashita, partiéndolo en dos desde el cuello hasta el centro del pecho. El anciano vio a su enemigo abatido y permaneció donde estaba, en silencio, sin mover la espada y con sus ojos marrones clavados en el hombre muerto que tenía ante sí. Después, lentamente, su artrítica mano soltó la espada y él se dejó caer sobre su costado derecho.

El hombre de negro echó a correr con su arma aún apuntando a la cabeza de Yashita. Al no percibir movimiento, rápidamente fue hacia Sarah y, con un poderoso brazo, la levantó. Danielle y Carl corrieron hacia Seito. Él inmediatamente vio el agujero de bala en el pecho del anciano y resopló exasperado. Después, se agachó y levantó la cabeza de Seito. Danielle, apenada, tomó la mano del hombre.

Había siete comandos en total. Seis de ellos habían llevado a Fallon y a los estudiantes a la entrada de la cueva; todos estaban bien, por lo que Carl podía apreciar.

—Ha tenido que volver a jugar a los soldaditos, ¿eh? —le dijo a un moribundo Seito.

—Ese… hombre… no tenía… honor.

Carl asintió.

Seito sonrió al mirar al hombre del traje negro de Nomex e intentó decir algo en inglés, pero no lo logró. Por eso graznó unas cuantas frases en japonés, cuyas palabras apenas pudo pronunciar al final. Después, sus ojos se cerraron y murió.

—Me pregunto qué habrá dicho —dijo Carl apartando de los ojos del hombre un mechón de pelo cano.

—Ha dicho que había oído la opinión de Yashita sobre que ya no quedaban héroes —tradujo Danielle.

El hombre de negro se quitó su dispositivo de visión nocturna, la máscara antigás y la capucha de un solo movimiento. Jack Collins, el director de Seguridad del altamente secreto Grupo Evento y jefe de Carl, miró a Seito.

Danielle frunció el ceño.

—Ha dicho que Yashita se equivocaba; donde haya buenos hombres, siempre habrá héroes.