Capítulo 24


La pirámide

El primer giro en el canal casi acabó con ellos cuando el barco impactó con fuerza contra el muro y los quince ocupantes dieron bandazos por la gran embarcación. La corriente estaba ganando velocidad a medida que más y más agua los golpeaba por detrás. La presa se había vaciado por completo sobre ellos y ahora se encontraban viajando a una velocidad de vértigo hacia una muerte oscura y desconocida.

Mientras Jack intentaba centrarse y el agua caía sobre él, se aventuró a mirar arriba desde la parte delantera del barco. La oscuridad estaba, de nuevo, adoptando una tonalidad verde. Los arquitectos incas habían empotrado grandes piedras de tritio en las paredes para iluminar el rastro del tesoro, así que ahora por lo menos podía ver vagamente el giro en el sistema que los haría pedazos. Jack sabía que debían intentar controlar su descenso como fuera.

Se dirigió a los rostros cargados de pánico.

—Mirad, tenemos que empezar a cambiar el peso en esta… —El barco volvió a precipitarse en otra curva y Jack quedó cubierto de agua cuando el barco rebotó en otro canal y descendió por un camino más inclinado aún. Se mantuvo sentado y se agarró a los lados—. Miradme. Cuando levante la mano derecha, situaos todos en el lado derecho y viceversa, porque de lo contrario acabaremos chocando contra un muro a ochenta mil kilómetros por hora.

No esperó a que nadie asintiera o hiciera algún comentario; simplemente se giró y miró al frente. Carl tendría que controlarlos en la parte trasera.

Bajo la tenue luz, el comandante vio otro recodo acercándose y ese quedaba a la izquierda. Levantó el brazo izquierdo y gritó, aunque por encima del bramido del agua nadie pudo oírlo.

—¡Moveos, ahora!

Carl saltó a la izquierda y tiró de Robby con él. Los demás, al verlo, repitieron el movimiento; la mayoría pareció caer sobre el suboficial, que de nuevo gritó.

Jack se preparó cuando el barco comenzó a deslizarse a la izquierda y demasiado tarde advirtió que el peso no era suficiente para hacer el giro. El barco se desplazó contra el muro curvado y golpeó con tanta fuerza que él salió despedido. Se agarró al lateral para salvar su vida mientras la embarcación empezaba a tomar inercia de nuevo. Sarah estaba allí al instante, y Kelly se le unió. Juntas, ayudaron al comandante a volver al navío.

—Gracias, yo…

El túnel se iluminó con el destello de los disparos cuando las balas chocaron contra los muros a su alrededor. Jack miró atrás y vio que Farbeaux había saltado a otro barco junto con Méndez y otro hombre. Viajaban ligeros y por eso tenían menos peso que controlar. Otro estallido de disparos casi lo alcanzó antes de que Jack tuviera tiempo de caer al suelo del barco.

Sin control, el navío aumentó la velocidad y chocó contra el siguiente recodo. Impactó contra el muro con tanta fuerza que se ladeó a la derecha y después giró sobre su recta proa. Ahora viajaban hacia atrás. Hubo más disparos y Jack oyó a uno de los estudiantes gritar de dolor.

Se levantó y disparó su 9 mm hacia el barco. Vio los ojos de Farbeaux abrirse como platos antes de que el francés se arrojara al suelo. Una de las balas de Jack alcanzó a Méndez en el hombro y lo vio girar y caer por debajo de la borda. Al volver a apuntar, otro recodo lo hizo caer a un lado. En esa ocasión todos oyeron el crujido de la madera cuando el barco comenzó a partirse en dos. El agua empezó a colarse por el hueco a medida que se separaba.

—¡Le hemos dado, Jack! —gritó Carl.

—Que todo el mundo se agarre a algo… —Era demasiado tarde; cuando empezó a hablar, el barco se partió en dos y las quince personas cayeron al bramador canal.

El agua era profunda y diferente a los rápidos. Jack sabía que podían sobrevivir si prestaban atención. Otro recodo se echó rápidamente sobre ellos cuando el agua los llevó hasta una esquina. Una joven parecía ahogarse y Jack se sumergió en su busca. Rápidamente alargó la mano, la agarró por el pelo y tiró de ella cuando los dos dieron contra el muro y fueron lanzados por el aire cuando la pared dibujó la curva.

Farbeaux se agarró cuando su barco trazó la curva y emergió en medio de los supervivientes que habían caído al agua. Miró horrorizado que el colombiano que quedaba situado en la parte delantera de su embarcación apuntó a dos estudiantes que luchaban por salir a flote a su derecha. Supo que no podía reaccionar a tiempo.

—¡Ahórrate la munición para los que puedan luchar, imbécil! —gritó.

Supo que el hombre iba a disparar de todos modos. Farbeaux estaba furioso, pero también carecía de poder para detenerlo cuando un repentino bramido, más fuerte que el agua, sonó en el túnel del canal. El hombre salió despedido al agua por una mano palmeada y después el barco pareció golpear un objeto sumergido. Farbeaux y Méndez se vieron lanzados por el aire y cayeron al agua. Ambos estaban a punto de dejarse llevar por el pánico al darse cuenta de que uno de los animales estaba en el canal con ellos.

Juntos, diecisiete hombres y mujeres se encontraban en un viaje que ninguno podría haber imaginado nunca. El sistema del canal era cada vez más abrupto y los recodos no tan numerosos según descendían por la pirámide que iba ensanchándose en su base.

Jack intentó sujetar a todos los que pudo y les gritó que se agarraran los unos a los otros para formar una cadena que les permitiera viajar juntos por la corriente. Sin que ninguno lo advirtiera, el agua cayó por una pequeña cascada y ahora se deslizaron por el aire. Carl agarró al suboficial un momento y después lo perdió cuando el propio peso de Jenks hizo que se le escapara. Se precipitaron al agua en el siguiente nivel y se sumergieron. Cuando Carl emergió vio al suboficial a escasos metros, estremeciéndose de dolor mientras Virginia avanzaba hacia ellos. Fue ese movimiento el que informó a Carl de que habían pasado a la luz. Al mirar atrás comprobó que la cascada por la que habían caído los había enviado a un túnel, un túnel que los conducía hasta un lugar en el que habían estado antes.

—¡Mirad! —gritó uno de los estudiantes.

Estaban entrando en la cámara principal. El Profesor estaba allí, aplastado sobre las escaleras que salían de ese mismo canal.

—¡Joder! —exclamó Carl al ver a Jack delante, ayudando a los estudiantes a salir del agua y subir a la escalera de piedra—. ¡Menudo viajecito!

—¿Qué le habéis hecho a mi barco? —gritó Jenks al salir de la cueva.

Orilla sur de la laguna

El equipo Delta estaba completo. Habían hecho falta cerca de veinte minutos para localizarlos a todos y otros diez para bajar a cuatro efectivos delta y diverso personal de las Fuerzas Aéreas de los altos árboles donde habían aterrizado. Al menos habían podido conservar tres bobinas de cuerda. Las cinco zódiacs habían emprendido la marcha. Para detenerlas, los hombres tenían a su disposición trece Berettas de 9 mm, dos armas de asalto Ingram con solo un cartucho extra con una treintena de balas, y un rifle M-14 sin munición extra.

—Chicos, espero que tengáis un plan que implique lanzar piedras cuando nos quedemos sin munición —dijo el coronel de las Fuerzas Aéreas al arrodillarse junto a los dos hombres heridos.

—Incluso con lo que tenemos, no será mucho contra esos cincuenta que hay a bordo de esas zódiacs —dijo el sargento delta.

—Vamos, chicos, tenemos que asegurarnos de que esas barcas no lleguen al otro lado —dijo Ryan nervioso.

—Eso es lo que tenemos planeado hacer, señor Ryan, pero solo contamos con munición para completar esa misión —respondió el sargento delta Meléndez—. Mire, odio decir esto, pero nuestra descarga inicial no pueden ser tiros de gracia. Primero tenemos que ralentizar y detener a las zódiacs. Hacerles tantos agujeros como podamos. Vamos a recibir un montón de disparos. Disciplina, caballeros, disciplina.

Los trece hombres se reunieron y asintieron.

—De acuerdo, equipos de tiro de dos hombres: los míos emparejaos con los pájaros azules y yo me llevaré a Ryan. Las barcas primero, los cabrones, segundo, ¿entendido? Esperad a mi disparo y después dejad que se desate el infierno.

Los hombres se emparejaron sin comentar nada y comenzaron a marchar por el denso terreno.

Pero cuando la fuerza de rescate improvisada se puso en marcha, no se percató del pequeño indio que estaba justo en el lugar donde los hombres habían estado un momento antes. El hombre cubierto de fango se llevó un pequeño silbato a sus labios atravesados por hueso y lo tocó suavemente, imitando a la perfección a uno de los muchos pájaros del Amazonas. Al hacerlo, la selva comenzó a llenarse de la tribu, no tan perdida, de los sincaros, y se alejaron en silencio siguiendo a los norteamericanos.

El Dorado

Everett nadó hasta el lateral derecho de la entrada a la cueva. Hizo una señal a Jackson con la mano y los dos hombres establecieron contacto visual. El comandante sabía exactamente qué pretendía Carl. Jack le lanzó al capitán de corbeta un escueto saludo y después ayudó a los demás a sacar al suboficial del agua y tenderlo sobre los escalones de piedra.

—¡Mirad mi barco! —sollozó Jenks.

Carl esperó y, mientras, cogió su último cartucho de munición del bolsillo trasero y expulsó el vacío de la Beretta. Insertó el nuevo sin tiempo que perder cuando los dos hombres salieron de la cueva escupiendo agua. Farbeaux fue el primero y procuraba alzar al más pesado, Méndez. El hombre gordo no intentaba ayudar al francés lo más mínimo; simplemente se sujetaba su brazo herido. Farbeaux vio a Carl inmediatamente y continuó. Carl lo siguió.

Jack estaba allí con el resto de supervivientes e incluso ayudó a Méndez a subir los escalones. Cuando el colombiano cayó al suelo, Jack le tendió una mano a Farbeaux y el francés la agarró.

—Comandante, no deja de asombrarme. Su calculado riesgo parece haber dado frutos; por desgracia, me temo que no ha servido de nada, a menos, claro, que entre sus otras milagrosas actividades haya logrado desactivar cierta cabeza explosiva durante su loco descenso por los canales.

—Me temo que no, coronel.

Farbeaux hizo pie en los escalones y se dejó caer de agotamiento.

—Una pena —fue todo lo que dijo al tenderse sobre la piedra bajo las piernas de Supay.

Carl tenía a Farbeaux y a Méndez a punta de pistola. El colombiano le había ofrecido al estadounidense todo a ese lado de la luna a cambio de liberarlo, pero Carl, e incluso Farbeaux, se habían reído ante su intento. Siguieron a Jack y a los demás por la escalera de piedra y pasaron a verse bajo las luces que habían instalado antes en la cámara.

Jack y Virginia encontraron un sitio blando en el suelo y ahí tendieron al suboficial, que no dejaba de refunfuñar y que, inmediatamente, apartó las manos de Jack a tortazos. El comandante se preguntaba dónde estarían Sánchez, Danielle y Ellenshaw, pero no tuvo que esperar mucho. Oyó un sonido y el profesor salió de detrás del muro de suministros. Jack agarró su 9 mm justo cuando Heidi, con la cabeza vendada y aún sangrando, llegó ayudada por Danielle y Sánchez. Después apareció un hombre que Jack no conocía. Iba vestido con un traje de neopreno, como el de Carl y el suyo. El extraño tenía un arma letal apuntando a la cabeza de Heidi Rodríguez.

—Soltará al señor Méndez o esta mujer será la primera en volar por los aires —dijo el hombre de forma intimidatoria y con un forzado acento inglés.

—Yo haría lo que dice, comandante; es un personaje de lo más indeseable —interpuso Farbeaux mientras avanzaba y le quitaba la pistola a Jack.

Con el brazo que no tenía herido, Méndez le arrebató al capitán de corbeta su arma y lo golpeó en la cara. Sin embargo, el marine no cayó al suelo; simplemente se limpió la sangre de la nariz y de la boca y le lanzó una extraña sonrisa al hombre gordo.

Los demás reaccionaron con gritos ante el ataque a Carl, pero Jack alzó una mano para indicarles que no se movieran. Kelly, que observaba la escena con horror, echó atrás a Robby.

—Lo siento, comandante, este cabrón ha salido de la nada —dijo Sánchez antes de que un empujón en la espalda lo hiciera callar.

El hombre le indicó a Carl que se acercara a Jack para poder verlos a los dos.

—Danielle, ¿por qué no deja que Sánchez ayude a la doctora Rodríguez para que usted pueda reunirse con su compañero? —preguntó Jack mientras Sarah y Carl enarcaban las cejas.

Danielle miró a Jack y después a Carl, sabiendo que era él quien la había descubierto.

—¿Los tres lo sabían? —preguntó al soltar el brazo de Heidi. Robby corrió a ayudar a Sánchez mientras Ellenshaw se sentaba en el duro suelo.

Jack miró el reloj y se quedó en silencio. Veinte minutos.

—Sí, nuestro jefe es un poco más listo de lo que pensaban. El director Compton no se creyó su historia ni por un segundo, y menos después de que el capitán Everett viera su marca de sol en el George Washington, lo que provocó que el doctor Compton se pusiera a investigar.

Danielle cerró los ojos y señaló su dedo anular. Antes había llevado su anillo de boda, cuya reciente presencia había dejado una banda de piel no bronceada.

Farbeaux se rió. Dio un paso adelante y rodeó a Danielle con un brazo para llevarla hacia sí.

—Ya te dije que serían difíciles de engañar, querida.

Ella lo apartó de su lado y miró al capitán Rosolo.

—Me ha costado mucho convencer a este maníaco de que no nos matara a todos —dijo al dar un amenazador paso hacia Rosolo.

Méndez, que seguía sujetándose el brazo, dio un paso adelante y apuntó a la pareja francesa con la pistola que le había quitado a Carl.

—Deténgase o le dispararé —le dijo Méndez a Farbeaux—. Ahora tengo dos razones para matarle, señor: por haberme mentido con eso del mineral peligroso y ahora porque su exmujer, que aún parece estar muy unida a usted, me resulta demasiado retorcida.

Jack estaba observando a Rosolo. El arma que tenía era rusa, una Malfutrov del calibre 50. Corría un chiste por las Fuerzas Especiales norteamericanas que llamaba al arma «Gatillazo» por su tendencia a errar el tiro después de haberse mojado. Mientras Jack observaba, una pequeña gota de agua cayó de la empuñadura donde estaba almacenado el cartucho de munición del arma. Fue algo que le transmitió esperanza.

—Es hora de marcharse de este lugar —dijo Farbeaux al orientar a Danielle hacia las escaleras—. Por si lo han olvidado, hay un pequeño y desagradable dispositivo flotando por alguna parte.

—Estoy de acuerdo, señor, pero usted se quedará aquí con los norteamericanos.

Farbeaux se giró para mirar a Méndez. El cañón de la Beretta le apuntaba directamente.

—Por favor, saque la pistola de su cinturón —le ordenó Méndez.

Farbeaux miró a Carl, que empezó a prepararse.

—Mi hombre, el capitán Rosolo, disparará a todo el mundo si no obedece. —Méndez miró al comandante—. Y estoy seguro de que, con mucho gusto, completaría lo que no pudo lograr en Montana.

Jack medio sonrió y le preguntó a Rosolo:

—¿Fue usted?

—Sí, y puede estar seguro de que la misión no habría fracasado si yo hubiera estado en tierra y no volando —dijo el delgado hombre mientras daba un paso a la izquierda. Agarró a Sarah, apartándola de Jack, le puso la pistola en la cabeza y disparó.

Afluente Aguas Negras

El capitán Santos mascaba su puro cuando puso al Río Madonna a toda máquina. Conocía ciertos lugares donde el poco profundo barco fluvial podía penetrar los rápidos, y giró hacia el primero. Sus hombres estaban agarrados a la borda y observaron las aguas que se precipitaban ante ellos cuando él viró el gran barco a la izquierda. Había soltado la gabarra con el equipo en el río, donde la había varado. Maldijo cuando se topó con el fondo, que parecía haber salido de la nada, y el Río Madonna se elevó del agua momentáneamente antes de caer de golpe.

Había llegado el momento de que su barco y él actuaran y de ganarse su recompensa económica. Sabía que solo tendría tiempo de llegar a la laguna y detener a esa gente para cumplir la misión por la que le pagaban.

Cuando, con éxito, se apartó de una de las rocas más peligrosas de los rápidos, levantó una mano del viejo timón y se tocó el colgante que llevaba por dentro de la camisa. Presionó con sus dedos el objeto redondo justo cuando el Río Madonna chocó contra otra roca oculta en su trayecto hacia la laguna.

El Dorado

El percutor hizo clic y Sarah se estremeció ante la premura de su no muerte. Jack fue el primero en reaccionar, y después Carl y Farbeaux, que agarró el arma fallida al mismo tiempo que Sarah se daba cuenta de que seguía viva y se echó a un lado. Farbeaux se agachó y le lanzó a Carl el arma que se había sacado del cinturón. Disparó y alcanzó a Méndez en la cabeza. El hombre cayó al suelo, justo encima del suboficial.

Jack se había hecho con la pistola antes de que Rosolo llegara a saber qué había pasado. El capitán le lanzó un gancho con el dorso de la mano, pero falló porque el comandante se agachó antes de aproximarse a Rosolo por la izquierda y golpearlo en un lado de la cabeza.

Carl acercó la pistola de Farbeaux hacia él y Danielle. El capitán de corbeta no se molestó en mirar el forcejeo entre Jack y Rosolo porque, en su opinión, el resultado era inevitable. Rosolo había cometido un error muy grave con Jack: había intentado matar a Sarah.

Rosolo había hecho un movimiento de jiu-jitsu y Jack sonrió. Los estudiantes, que no conocían sus habilidades, comenzaron a animar a Jack al ver a los dos hombres cuadrarse para pelear. Cuando Rosolo alzó las manos, Jack hizo justo lo contrario: bajó los brazos y lo rodeó. Rosolo se abalanzó y Jack le apartó la mano abierta y lo golpeó con el codo en el puente de la nariz, haciendo añicos el hueso, enviando metralla hecha de cartílago y fragmentos de hueso al cerebro del capitán y haciéndolo caer al suelo de piedra como si fuera una muñeca de trapo.

Los alumnos se quedaron asombrados. Everett giró la cabeza hacia Farbeaux y Danielle.

—No merece la pena cabrear a Jack, ¿verdad?

Virginia estaba de pie viéndolo todo. Jamás en su vida había presenciado una muerte tan rápida.

Jack se giró y los miró a todos; necesitó un momento para salir del semitrance en que se encontraba, pero entonces su visión se aclaró y vio a Sarah.

—¿Estás bien? —le preguntó al romper su autoinducido hechizo y dirigirse hacia el grupo de estudiantes.

En un principio Sarah no se movió, simplemente tragó saliva y asintió con la cabeza, atónita ante el repentino rumbo que habían tomado las cosas.

—Vamos, moveos, tenemos que salir de aquí. Sánchez, meta a Heidi en el agua. Capitán de corbeta Everett, suelte a esos dos, ahora mismo no tenemos tiempo.

Carl bajó el arma, aunque se vio tentando a alzarla de nuevo y meterle una bala en la cabeza a Farbeaux. Pero lo detuvo el hecho de que él no asesinaba.

—Hasta la próxima, Henri —dijo al dejar a la pareja y correr a quitar al difunto Méndez de encima del suboficial.

Farbeaux tiró bruscamente de Danielle, furioso consigo mismo por hacer lo que estaba a punto de hacer. Pensó que debía de estar loco por sentirse así.

—Vamos, querida, hora de marcharse.

—No podemos dejarlos con vida… saben quiénes somos. Tal vez no pueda volver a casa nunca.

—Eso no importa; su director te conoce de todos modos y, si sé un poco sobre Compton, te perseguirá por nuestro pequeño engaño. Ahora hay que huir de aquí.

Danielle estaba conmocionada, se tambaleaba mientras era arrastrada por la fuerte mano de Farbeaux. Le pareció ver remordimiento en su rostro… ¿o era culpabilidad?

Cuando Farbeaux se acercó al punto de la escalera situado justo por debajo del muelle donde estaba el Profesor, se dio cuenta de que el agua había expelido una sorpresa más. Ahí, flotando contra la popa, donde empezaba a golpear el agua, estaba la funda de aluminio. El arma había sobrevivido intacta a su descenso por el canal. Farbeaux paró en seco, pero resbaló y al perder el equilibrio tiró de Danielle, que cayó encima de él.

—¿Qué haces? —chilló ella.

—El arma.

Danielle miró y vio cómo el agua que iba subiendo golpeaba el contenedor contra el Profesor una y otra vez entre los propulsores.

—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó.

Farbeaux tomó una decisión. Se quitó su mochila, la abrió y sacó el pesado contador Geiger, que arrojó contra los escalones de piedra. Después cogió la mochila y enganchó la correa alrededor de la cabeza de Danielle.

—Toma, escapa. Te veré en el río, junto a los rápidos. —Se acercó y la besó en la boca—. Vamos, márchate.

—¿Qué… qué estás haciendo?

—No puedo vivir con el hecho de haber ayudado a matar a esos jóvenes. Tengo que ayudar a ese Collins a librarse del dispositivo. —La empujó y corrió hacia el Profesor, que desaparecía entre las aguas con rapidez.

Danielle lo observó por un momento, se levantó y fue hacia el canal y la abertura que ahora estaba desvaneciéndose y que la sacaría de El Dorado. Miró a su marido una última vez, se colocó la mochila que contenía el plutonio y se giró para sumergirse en las agitadas aguas.

Mientras Jack ayudaba a Sánchez con Heidi, Ellenshaw fue el primero en ver al francés cuando llegaron a lo alto del muelle y de la escalera.

—Miren —dijo señalando.

Jack lo divisó inmediatamente. Farbeaux se esforzaba en atrapar una funda amarilla de aluminio que solo podía ser una cosa, el arma nuclear. Intentaba conducirla hacia la escalera, que estaba desapareciendo, pero no podía conseguir el impulso que necesitaba para luchar contra la veloz corriente.

—Profesor, llévese a Heidi y vayan hacia la salida —dijo Jack al soltar a Heidi y bajar corriendo los escalones. Saltó a la corriente, avanzó hacia el francés, y lo ayudó a llevar la funda hasta el primer escalón fuera del agua.

—¿También quiere robar esto? —dijo Jack cuando se dejaron caer contra la funda.

—¿Siempre bromea ante su muerte inminente, comandante?

Jack no respondió mientras veía a todo el mundo sumergirse y nadar hacia la cascada. Reconoció a Robby intentando ayudar a Kelly y a ella apartándole las manos y sumergiéndose. Virginia y dos de los estudiantes tenían al suboficial sujeto por el cuello y avanzaban con gran esfuerzo hacia la ahora sumergida entrada. Después, se percató de que una sombra caía sobre él.

—Vosotros dos, largaos de aquí ahora mismo —dijo al ver a Carl y a Sarah.

—De eso nada, Jack. Creo que ya hemos pasado por esto antes —contestó Carl al tirar del comandante. Después, con una mueca de disgusto, hizo lo mismo con Farbeaux.

Sarah simplemente alzó una mano cuando Jack se giró hacia ella.

—Ahórratelo, Jack, estamos perdiendo tiempo.

—La cuestión es, alférez, que me he quedado sin ideas —dijo Jack al mirar la funda.

Oyeron gritos y alzaron la mirada hacia el canal. Justo antes de que la cabeza del suboficial quedara bajo el agua, lo oyeron.

—¿He oído bien? —preguntó Farbeaux.

Sarah, Carl y Jack se miraron y dijeron al unísono:

—¡El Tortuga!

La laguna

El sargento delta Meléndez desenroscó el silenciador cilíndrico montado sobre el cañón de su 9 mm. Le dio una palmadita a Ryan en el hombro y le guiñó un ojo. Después, alzó el arma y apuntó a la primera zódiac, que ya se encontraba a unos seis metros de la orilla. La goma negra resplandecía con la humedad a la vez que las primeras luces de la mañana convertían el negro de la noche en un amanecer casi más negro todavía que se filtraba por la fronda en el centro de la laguna.

Justo cuando el sargento comenzó a apretar el gatillo, unos gritos procedentes de la cascada llenaron el aire de la noche. La barca abrió fuego con el estruendo de su arma del calibre 50, cegando momentáneamente a los hombres de la orilla. Meléndez respiró hondo y disparó cinco veces seguidas. Las primeras cuatro balas alcanzaron la dura goma de la primera zódiac, y la quinta impactó contra el hombre que manejaba la pesada arma, haciéndolo caer al agua. A juzgar por la gente que había en el agua, Meléndez había desobedecido sus propias órdenes de barcas primero, malos después.

—¡Ups, el último no ha dado a la puta barca! —dijo el sargento mientras los otros equipos abrían fuego.

Ryan quiso sonreír ante el comentario, pero no lo hizo, ya que comenzaron a salir balas de la selva, cogiendo desprevenidos a los equipos de asalto de las barcas. Unos hombres, muy probablemente de la Fuerza Delta, se dejaron llevar y así alcanzaron a varios de los otros artilleros, a los que también derribaron. Una de las armas de calibre pesado abrió fuego y fue como si se hubiera desatado el infierno alrededor de los hombres apostados en la orilla. Se agacharon para ponerse a cubierto mientras las grandes balas impactaban contra árboles y plantas a su alrededor, obligándolos a permanecer encogidos. Un aviador y uno de los Delta gritaron cuando grandes fragmentos de corteza de los troncos de los árboles los alcanzaron. No fue mucho antes de que otro de los asaltantes los encontrara y comenzara a asolar sus escondites. Ryan supuso que sería cuestión de minutos que su cubierta protectora quedara reducida a la nada.

Los hombres, por turnos, iban levantándose, disparando y agachándose. Ryan oyó al M-14 abrir fuego con seis disparos haciendo caer a cuatro de los hombres que se alzaban arrogantes en el interior de la barca de la retaguardia. Después, dos disparos más del calibre 50 bombardearon la zona situada inmediatamente a su derecha, y en esa ocasión hubo gritos de dolor cuando algunos de los letales proyectiles alcanzaron su objetivo.

Ryan estaba siguiendo a Meléndez cuando, de pronto, agarró la bota del soldado.

—¡Escuche! —gritó.

Cuando el sargento se detuvo e intentó oír por encima del continuo tiroteo, le pareció captar el largo silbido de la bocina de un barco.

—Es un motor —gritó Ryan, que rápidamente miró hacia arriba—. ¡Joder, mire eso!

Mientras atendían, un viejo remolcador de río cayó por los rápidos y entró en las aguas más calmadas de la laguna, como si su piloto hubiera efectuado esa maniobra cientos de veces antes.

—Creo que los malos acaban de recibir refuerzos —dijo el sargento al insertar en su automática el último cartucho de balas de 9 mm.

Estremeciéndose, Ryan miró su pistola y vio la corredera atrás del todo, lo que implicaba que estaba vacía, y justo en ese momento una bengala roja salió del barco. Sus esperanzas habían quedado desvanecidas por el comentario del sargento; había esperado que se tratara de unos marines amigos acudiendo a su rescate.

Cuando la bengala alcanzó su punto máximo, cientos de flechas de pronto trazaron un arco en el cielo con un sonido que ninguno de los norteamericanos había oído nunca. Después oyeron los golpes de un intenso tamborileo que resultó absolutamente aterrador. A continuación, los atacantes de las zódiacs empezaron a gritar según los alcanzaban las flechas. Cuando Jason Ryan comenzó a levantarse, sintió el afilado extremo de una lanza contra su espalda, a la vez que los gritos de los que agonizaban llenaban el oscuro aire alrededor del campo de muerte.

Los sincaros habían llegado para recuperar su jardín del edén.

El Dorado

Mientras intentaban con todas sus fuerzas meter la funda amarilla dentro del Profesor, el mismo túnel por el que habían caído antes se había llenado hasta el punto de no poder soportar más la presión. Las paredes externas que rodeaban la entrada a la cueva cedieron y treinta y ocho millones de litros de agua que ya no podían ser contenidos por una mera piedra cayeron en cascada en la cámara abierta, golpeando al Profesor y haciéndolo chocar contra el muelle. Jack, Carl, Sarah, y Farbeaux casi fueron arrastrados por la fuerza del agua, pero todos se sujetaron gracias a una cavidad dentada en la que colocaron el contenedor. El Profesor de nuevo comenzó a llenarse de agua y a sacudirse contra las piernas de la gran estatua de Supay.

—Mételo bien dentro. Nos quedan cinco minutos para la detonación —gritó Jack al doblar sus esfuerzos para conseguir meter un tornillo cuadrado en un agujero redondo. Perdían el equilibrio según se llenaba la cámara y ninguno podía alcanzar la escalera, porque tanto ellos como el Profesor estaban por encima del muelle.

La piedra que sostenía a Supay comenzó a desmoronarse por la sacudida del agua. Fue Carl el que oyó el primer gran crujido cuando parte de la pierna de la gran estatua se soltó y cayó al agua.

—Oh, genial, ¡vamos, vamos! —gritó al empujar con más fuerza.

—¡Joder! —gritó Jack al dejar de empujar, de pronto, y comenzar a tirar.

—¿Qué está haciendo, comandante? —gritó Farbeaux, que quiso detenerlo.

El comandante no respondió y finalmente liberó la funda. Cuando tocó el agua, otro fuerte crujido se oyó en el interior de la cámara después de que la pierna izquierda de Supay al completo se viniese abajo. El Profesor estaba flotando mientras sus espacios delanteros iban llenándose de más y más agua. Sarah gritó. La gigantesca estatua había empezado a caer hacia el canal.

—¡Oh, esto no puede estar pasando! —gritó Carl al ver cuál sería el resultado.

La estatua se precipitó al agua con la fuerza de una explosión y el Profesor, junto con las cuatro personas, salió despedido hacia el interior de El Dorado. Y entonces Supay hizo lo que Carl había esperado que no hiciera. Taponó la entrada a la cascada como un corcho en una botella. Una vez la gran estatua de piedra se había instalado en el canal, el agua comenzó a subir a una tremenda velocidad.

Jack había perdido a Sarah cuando el Profesor fue alcanzado por la estruendosa ola y Carl ya no estaba con Farbeaux y con él. Solo podía esperar que no los hubiera aplastado el casco del barco. En lugar de preocuparse, agarró la funda a la que se había aferrado y la abrió. Vio que le quedaban tres minutos. Sacó el arma de la funda y, sin demasiada delicadeza, la lanzó al interior del espacio dañado de la sección de Ingeniería del Profesor.

—Joder, ¿por qué no se me ocurrió sacarla de la funda? —dijo el francés.

Jack no oyó la pregunta, ya que se puso a nadar rápidamente hacia la abertura por la que desapareció. Farbeaux lo siguió.

Fuera del casco, Sarah salió por fin a la superficie después de ser arrastrada por la ola dejada tras la estela de Supay. Se encontró con Carl cuando él también emergía a escasos metros de ella. Los dos nadaron hacia la popa del Profesor, que había empezado a alzarse en el aire. Estaba hundiéndose por la proa a gran velocidad. Carl fue el primero en llegar a la abertura y se agarró. Intentó en vano alzarse, pero la zona del casco a la que estaba agarrado cedió y volvió a caer al agua, a punto de golpear a Sarah.

—¡Olvídalo, tiene el culo demasiado alto! —gritó por encima del bramido del agua. La cámara estaba llenándose rápidamente—. ¡Jack, estamos perdiéndolo! —Esperaba que el comandante lo hubiera oído.

En el interior del Profesor, Jack no solo estaba luchando con la bomba para meterla dentro del Tortuga, que estaba balanceándose, sino que estaba luchando contra el mismo Profesor a la vez que la gravedad empezaba a hacer efecto. El barco estaba hundiéndose por la proa.

—¡Suba la escotilla de la cabina, coronel! —gritó Jack.

Farbeaux agarró la cabina de plexiglás y la sujetó mientras Jack encajaba el arma de acero inoxidable en el asiento delantero. El comandante tomó impulso, se metió en la cabina de mandos y rezó para que el sistema eléctrico no se hubiera cortado. Pulsó el interruptor y vio las luces de los mandos brillar como un árbol de Navidad. No vaciló al disponerse a utilizar el teclado del pequeño ordenador insertado en el panel y, rápidamente, encendió el piloto automático, activó el ordenador, e introdujo la medida de tres metros, que era la profundidad a la que estimaba que se encontraría ahora la entrada de la cueva bajo el agua. Cuando el sistema se lo indicó, fijó una velocidad de cuarenta y cinco nudos, la velocidad máxima para la pequeña embarcación. Un aviso luminoso lo advirtió de que, a la velocidad que había seleccionado, la cantidad máxima de tiempo de inmersión eran solo tres minutos. Lo ignoró y programó su rumbo, rezando por que hubiera hecho bien los ajustes. Cerró la cabina.

—¡Carl!

—Sí —respondió el capitán de corbeta desde fuera.

—Esto va a hacer caída libre, asegúrate de que su morro está apuntando en la dirección correcta cuando toque el agua.

Jack no esperó su respuesta y pulsó un botón para soltar al Tortuga de su soporte. Al hacerlo, las puertas que había debajo se abrieron con un sonido explosivo y los hombres se estremecieron cuando el ángulo al que descendía el Tortuga hizo que la pequeña nave se golpeara por la abertura al salir del Profesor. Jack y Farbeaux suspiraron aliviados cuando el submarino rebasó las puertas.

—Será mejor que nos marchemos, coronel.

—Estoy de acuerdo —fue lo único que respondió el francés al echar a nadar rápidamente hacia el agujero en el casco del Profesor.

El Tortuga cayó casi decapitando a Sarah cuando sus propulsores de alta velocidad arrancaron antes de entrar en el agua. Carl tentó a la muerte acercándose y empujando la proa del Tortuga hacia el canal y el punto donde había estado la cueva interior hasta haber quedado sumergida. Los propulsores acuáticos tocaron el agua y el Tortuga salió disparado hacia lo que parecía un sólido muro de roca. Después, lentamente, se sumergió.

—De acuerdo, vamos a nadar hacia allí —le gritó Carl a Sarah justo cuando Jack y Farbeaux salieron a la superficie a su lado.

En grupo, nadaron hacia la estatua de Supay que había taponado por completo la entrada. Se sumergieron y Farbeaux fue el primero en ver el pequeño hueco donde la puntiaguda oreja de Supay se apoyaba contra la entrada de la roca. Había un hueco de unos ochenta centímetros y esperaba que tuvieran tiempo de atravesarlo.

Mientras tanto, el Tortuga se coló por la abertura de la cueva, pero se había calculado mal su profundidad y la cabina chocó contra lo alto de la boca de la cueva y se rajó. Cuando el agua comenzó a colarse dentro, el olor a ozono eléctrico y a humo comenzó a llenar el desocupado compartimento del Tortuga. El submarino entró en el canal y comenzó a subir.

Farbeaux fue el primero en salir a la superficie y miró a su alrededor en busca de los demás. Sarah apareció también y después Carl.

Jack sintió cómo lo agarraban por debajo y lo empujaban hacia arriba. Agradeció la ayuda mientras comenzaba a subir y cuando salió a la superficie de la laguna tuvo que sonreír al ver a Will Mendenhall a su lado, tosiendo y escupiendo agua.

—¡Qué alegría encontrarlo, alférez! —dijo Jack.

—He visto que le estaba costando un poco subir, comandante.

El nuevo alférez acababa de llegar a ese nivel de la laguna después de haber descendido desde un lado del acantilado al advertir que los demás salían a la superficie, pero no Jack. Se había tirado a buscarlo.

—¡Salgamos de este jodido lugar!

Justo cuando Jack pronunció esas palabras, un profundo estruendo sonó en todas las direcciones. Arriba, donde se originaba la catarata, una impresionante tromba de agua salió disparada hacia el aire y a continuación el lateral del acantilado estalló. Todos los supervivientes que seguían en el agua se agacharon con la esperanza de que esa tremenda cantidad de escombros no los alcanzaran. Jack se mantuvo a flote porque tenía que verlo todo para asegurarse y sintió a Farbeaux a su lado.

Bajo su mirada, la gigantesca pirámide inca de El Dorado comenzó a derrumbarse por dentro a la vez que el arma termonuclear derretía la roca desde el interior. Los debilitados muros de piedra se disolvieron bajo el ataque masivo de rayos gamma y cayeron.

Los testigos del final del legendario El Dorado jamás olvidarían cómo había muerto la mina con un bramido desgarrador a la vez que todo el extremo norte de la laguna se venía abajo. La bomba derribó una pirámide que había sido construida por los antiguos para soportar una fuerza tremenda, equivalente a diez toneladas de TNT.

Farbeaux miró a Jack y no se dijeron ni una sola palabra. El francés alzó la mano a modo de saludo y se alejó nadando. El comandante lo vio irse, más confundido que nunca con el adversario más temido del Grupo Evento.

—Lo hemos dejado marchar, Jack.

Collins se giró hacia Carl, Mendenhall y Sarah.

—En esta ocasión se lo merecía. Volveremos a verlo.

Carl estaba a punto de decir algo cuando un nuevo sonido entró en sus oídos. Se giraron y vieron algo de lo más agradable.

Era grande y se parecía al barco que habían visto el día que los marines los dejaron junto al afluente (parecía que hubiesen pasado años). Los hombres situados tras las barandas estaban recogiendo a los supervivientes del Profesor y de la expedición Zachary de la laguna. En la proa, un hombre grande con una sucia camisa blanca y una barba de cinco o seis días, lo observaba todo con una pierna apoyada en la borda. Incluso desde su desaventajada posición, pudieron ver que estaba mirándolos. Jack, Mendenhall, Everett y Sarah comenzaron a nadar hacia el barco.

Cuando el motor del barco se detuvo a escasos metros de los cuatro, el hombre sonrió y se sacó el puro de la boca.

—¿Se encuentran en apuros, caballeros… oh, y dama? —preguntó con una sonrisa en sus oscuros rasgos.

Jack escupió una bocanada de agua.

—¡No, qué va! Solo… —Se detuvo. No le apetecía bromear; estaba agotado y preocupado por su gente. Recordaba la imagen de ese hombre de la lista de capitanes de río cualificados que había ojeado en el complejo Evento y sabía cómo dirigirse a él porque la mayoría de los capitanes de aquella lista tenían el mismo apellido.

—¿Capitán Santos, verdad?

—Sí, capitán Ernesto Santos a su servicio —respondió al volver a meterse el puro en la boca y medio inclinarse ante los cuatro norteamericanos.

—Súbanos, capitán, y hablemos de negocios —dijo Jack al nadar los últimos metros hasta el barco y ayudar a los demás a agarrarse a la red.

Con cautela, Farbeaux salió del agua y miró atrás, hacia el punto donde los estudiantes y los miembros del Grupo estaban siendo rescatados.

Vio unas grandes burbujas cuando algo nadó hacia la orilla y se alejó rápidamente. Después las burbujas desaparecieron. Fuera lo que fuese se había dado la vuelta y había regresado al centro de la laguna. Después, ya no quiso mirar más. Sopesó sus opciones mientras veía a Santos y a sus hombres recoger a los norteamericanos y decidió que Danielle y él se arriesgarían por la selva después de pasar los rápidos.

Cuando comenzó a girarse, descubrió algo flotando en el borde de la laguna. Parpadeó al reconocer lo que era. Se le nubló la visión y quedó abatido ante esa imagen. Se acercó a la orilla y recogió la mochila que le había atado a Danielle. Le dio la vuelta a la bolsa vacía y se le abrieron los ojos de par en par al ver las marcas de unas garras que habían deshilachado el grueso material. Tocó los bordes y comprobó que las marcas tenían sangre fresca. Lentamente, dejó que la bolsa se le cayera de las manos y se arrodilló sobre la fina arena de la ribera de la laguna.

Allí permaneció, arrodillado, mirando al agua, mortificándose. Su mujer había muerto. ¿Por qué había ido a ayudar a los norteamericanos? Cerró los ojos y miró hacia el ahora derrumbado El Dorado. Después, sus ojos se posaron en el Río Madonna, que recogía a los últimos supervivientes. Los estrechó al ver al último hombre. Jack Collins.

Y en ese momento reaccionó. Ya no se culpaba por ese momentáneo arranque de generosidad que le había costado la vida de su mujer. La persona responsable estaba ahí mismo, delante de él. Era el comandante Jack Collins.

Lentamente, se puso de pie y se internó en la selva. Comenzó a caminar. A caminar y a pensar en cómo iba a vengarse de la gente que lo había engañado y le había hecho creer que era humano.

El coronel Henri Farbeaux entró en la selva donde podía igualarse a los otros animales, porque eso era en lo que se había convertido en su instantánea locura. En un animal.

Jack fue el último en ser subido por la red de carga cuando el capitán Santos ordenó que el Río Madonna llegara hasta la orilla contraria. Sarah, Carl y Mendenhall estaban a salvo entre los demás. Los estudiantes lo miraron, como dándole unas gracias silenciosas; eso fue todo lo que su dolor y su agotamiento les permitió. Sabían que esas cuatro personas que tenían delante eran las que los habían salvado a todos de quedar atrapados en la mina al igual que les había sucedido a Helen Zachary y a muchos de sus amigos.

El comandante localizó a Virginia y a un enfurruñado suboficial, sentados junto a la cabina del timonel en silencio. Después, sonrió a Sarah y le agarró la mano.

—La verdad es que no los he sacado a todos… —comenzó a decir.

Sarah se giró hacia él y lo miró fijamente.

—No empieces con esas tonterías, Jack. Has hecho todo lo que has podido y el resultado lo tienes ante tus ojos. Diez chavales volverán su casa gracias a ti.

Detrás de ella, Carl asentía; estaba de acuerdo con Sarah.

Jack, Sarah, Virginia y Carl se encontraban en la proa contemplando la cascada que había quedado reducida a solo dieciocho metros, desde el punto en que empezaba a caer hasta la laguna. Noventa metros de montaña se habían venido abajo en El Dorado, suficiente tonelaje para hacer que el plutonio y el oro quedaran lejos de las manos del hombre durante muchas décadas.

La laguna volvía a estar en silencio a la vez que los sonidos de la vida regresaban a la jungla que los rodeaba.

—Supongo que Farbeaux se habría hecho con suficiente uranio para garantizar que nos pasáramos muertos de miedo los próximos cincuenta años —dijo Virginia mientras el capitán del Río Madonna daba órdenes de ponerse en marcha.

—No, su plan habría terminado aquí mismo —contestó Jack.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella cuando Santos se giró y sonrió a los norteamericanos con un puro recién encendido.

—Aquí nuestro amigo —dijo asintiendo hacia el capitán Santos— habría matado a cualquiera que hubiera tenido algo que ver con la mina en cuanto hubieran vuelto a su barco. Quizá aún tenga pensado matarnos a todos.

Sarah no lo entendía.

—¿Por qué dices eso?

—Porque es su trabajo —respondió Jack mirando a Santos—. Capitán, ¿le importaría unirse a nosotros, por favor?

Santos se acercó y se sacó el puro de la boca.

¿Sí, señor?[11]

—Capitán, ya puede dejar su numerito de campesino y enseñarles sus joyas a estas damas —dijo Jack sonriendo.

—¿Numerito? No, señor, soy un campesino del río —dijo al meterse la mano por dentro de la camisa y sacar su collar. Besó el objeto, como siempre hacía, y después sonrió y se lo mostró a las dos mujeres para que pudieran admirar su más preciada posesión.

—¡Una medalla papal de la orden de San Patricio! —dijo Virginia atónita.

—Sí. La tengo hace veintitrés años. Empezando con mis antepasados hace muchos años, nuestra pasión por el papa ha continuado a través de mi estirpe. Ha sido nuestra responsabilidad asegurarnos de que el mundo nunca se beneficie de los descubrimientos de Padilla. Asegurarnos de que nadie sobrepasa los límites del río y de sus alrededores —dijo al guardarse la medalla bajo la pechera de su camisa manchada de sudor. Después, volvió a encenderse el puro con una cerilla—. Mi placer en la vida ha sido salvaguardar al paraíso de hombres y mujeres como…

—Nosotros —añadió Sarah comprendiéndolo todo por fin.

Santos sonrió a la vez que su puro se iluminó recobrando vida.

Sí, señora, gente como ustedes.

—El Europa nos proporcionó una lista con los nombres del capitán Santos y su familia, a quienes se les concedieron las primeras medallas en 1865, a su tatarabuelo, creo —dijo Jack recordando la lista de medallistas papales que había estudiado después de que Niles hubiera dado con el nombre de Keogh en Virginia.

, es verdad. Sin duda es usted un hombre con grandes conocimientos, y supongo que no me sería fácil librarme de usted, señor.

—No será necesario. Vamos a asegurarnos de que El Dorado permanece como un mito, un lugar donde mueren las leyendas —dijo Jack mirando al capitán a los ojos.

Santos no dijo nada, pero asintió y dio una calada a su puro antes de echar un vistazo a la mina derruida y oculta detrás de la cascada. Las aguas hacían que solo volutas de humo escaparan de la devastación de dentro.

—Debe de ser aburrido estar aquí solo —apuntó Virginia.

Santos se rió a carcajadas cuando los motores del Río Madonna cobraron vida y el viejo barco se dirigió hacia la otra orilla.

—¿Solo? No, tengo a mi leal tripulación y todo esto —respondió. Miró hacia el puente de mando e hizo un movimiento de arriba abajo con el puño, gesto ante el que la bocina del barco sonó con fuerza en el silencio del valle.

Santos se rió al mirar el labio del volcán extinguido. Después, Jack y los demás oyeron voces, casi como una delicada canción cantada por cientos de personas. Miraron hacia donde Santos estaba señalando y vieron que el borde de la caldera estaba rodeado de sincaros que observaban el avance del barco por el centro de la laguna.

El profesor Charles Hindershot Ellenshaw III se apartó del resto de supervivientes y se llevó una mano a su cabeza vendada al ver a la antigua cultura de ese valle perdido. Comenzó a llorar por el profesor Keating, que había muerto antes de poder contemplar la prehistórica historia de éxito que ahora se desarrollaba ante ellos. Los sincaros habían recibido todo lo que el mundo exterior podía lanzarles, ya fueran incas, españoles o el hombre moderno, y eran ellos a los que Dios concedía el derecho de poseer el paraíso terrenal.

—Es una vida dura, pero mis amigos de ahí arriba, y no El Dorado, son la razón por la que siempre hemos cumplido este servicio para el papa. No por el oro ni por extraños minerales. —Se giró y miró al comandante—. Este lugar es el edén, aunque tiene unas cuantas serpientes que lo protegerán a toda costa.

Un gran grupo de sincaros vieron desde la arenosa playa cómo el Río Madonna anclaba en la orilla este de la laguna. Santos tarareó la melodía de los sincaros al pisar sobre la borda y les indicó a Jack, a Carl, a Sarah y a Mendenhall que se acercaran.

—Ahora he de decidir si matarlos a todos. Estoy en mi derecho de hacerlo —explicó lentamente sin un ápice de acento en su inglés. Le dio la espalda a la orilla y a la selva para dirigirse a los norteamericanos con gesto serio. Después esbozó una triste sonrisa, volvió a meterse el puro en la boca y se puso su sucia gorra sobre su cabello negro—. Pero creo que han actuado honorablemente en este lugar, así como otros no lo han hecho. Esos que no lo han hecho ahora forman parte de la leyenda del valle, ¿no es así?

—Sí —respondió Jack al oír ruido procedente de los arbustos.

—Bien, creo que han perdido algo en la selva, señor, y que ahora van a recuperarlo. Mis amigos los sincaros ya han terminado con ellos.

Cuando Jack y los demás siguieron su mirada hasta la orilla de la laguna, los arbustos se separaron y un grupo más grande todavía de sincaros avanzó en línea recta. Jack sonrió al ver a quién llevaban atado con las manos por detrás de la espalda y como un perro con correa, pero ileso.

—Ey, chicos, ¿qué tal? —preguntó Jason Ryan con su juvenil sonrisa que enseguida se convirtió en una mueca cuando le azuzaron con una pequeña lanza en la espalda. Los sincaros se decían algo en su lengua a medida que lo arreaban a él y a trece supervivientes de la operación Proteus—. ¿Creéis que nos podéis sacar de aquí? —Ryan se encogió de dolor y miró atrás, hacia el hombre en miniatura que le clavaba la lanza.

Media hora más tarde, después de que Ryan, los delta y el personal de las Fuerzas Aéreas hubieran subido a bordo y el Río Madonna comenzara a salir de la laguna, la solitaria criatura atravesó la superficie y miró al barco. A continuación, la bestia se sumergió lentamente a la vez que los animalillos con aspecto de mono abandonaban los árboles y comenzaban a saltar al agua. Y así fue como la vida volvió a la normalidad en el jardín del edén, que recobró la serenidad ante un legendario tesoro derrumbado que seguiría mortificando las mentes de hombres codiciosos de todo el mundo: las minas perdidas de El Dorado.