Hicieron falta treinta minutos para sacar a Mendenhall y a Sánchez de la sala de máquinas. Encontraron el cuerpo de Lebowitz inmovilizado bajo el palo mayor, que se había desplomado sobre la cubierta. El profesor Ellenshaw había quedado atrapado bajo una de las literas de la sección seis y habían necesitado una sierra de metales para liberarlo. Heidi Rodríguez tenía una herida con muy mal aspecto en la frente y pensaron que ya no se despertaría hasta que, de pronto, se incorporó y gritó que estaba ahogándose. La habían encontrado en la sección siete bajo una mesa de acero inoxidable volcada entre tubos de laboratorio rotos y equipo técnico. Los focos de lo que quedaba de las luces de la cubierta iluminaban la entrada y el muelle y las escaleras sobre donde se encontraba el Profesor.
No había rastro ni de Jenks ni de Virginia. Danielle y Ellenshaw habían aparecido después de escapar de la zona de Ingeniería y dijeron que se habían separado de los otros dos. Ellenshaw explicó nervioso cómo Danielle le había salvado la vida y casi matado al mismo tiempo al hacerlo sumergirse bajo la catarata para evitar que resultase aplastado.
Danielle ahora estaba vendándole la frente a Heidi con una gasa que había sacado de la enfermería y estaba hablándole con delicadeza. Jack hizo recuento de los muchos cuerpos que habían recuperado del área de recreo y de la zona de Ciencias, y fueron veinticuatro en total. Los dos jóvenes ayudantes de Ellenshaw estaban tendidos en la cubierta junto con cinco miembros del equipo de Seguridad del Grupo, incluyendo a Shawn y a Jackson. Carl se acercó por detrás y le puso una mano en el hombro.
—Jack, he comprobado los agujeros que nos han hecho y proceden de dos cargas distintas, sin duda artefactos explosivos. Tenemos quemaduras en el casco y estaba doblado hacia dentro. Diría que ha sido una carga de entre un kilo y medio y dos, y lo mismo ha pasado en la sección de Ingeniería.
El comandante seguía mirando los cuerpos cubiertos y en un principio no respondió. Carl estaba a punto de hablar otra vez cuando Danielle se aproximó a ellos.
—Espero que Sarah esté a salvo —dijo.
Jack se giró hacia la mujer y con la mirada le pidió que contara todo lo que sabía.
—Comandante, la bestia se la ha llevado cuando nuestra sección se ha inundado. Nos agarró a las dos, yo logré soltarme, pero Sarah no. Lo siento.
—¿Por qué iba a entrar el animal en el barco?
—Puede que le suene extraño, pero tengo la sensación de que estaba intentando ayudarnos. No me pregunte por qué, es solo una intuición. —Y con eso se dio la vuelta.
—Jack, ¿estás bien? —le preguntó Carl pasándose las manos sobre sus piernas heridas.
—¡Will! —gritó Jack ignorando la pregunta.
—Sí, comandante —respondió Mendenhall desde donde estaba ayudando a curar las heridas de Ellenshaw y Stiles.
Jack se acercó a una de las ventanas, ahora atravesadas por una gran cantidad de grietas. Utilizando una linterna, rompió e hizo caer lo que quedaba de cristal. Metió la mano y sacó dos radios de mano del compartimento de Comunicaciones y rápidamente comprobó los ajustes y la carga. Le lanzó una a Mendenhall.
—Tengo un trabajo para ti, y es jodidamente peligroso.
Mendenhall miró a Jack y a Carl y sonrió.
—Sí, señor.
Jack simplemente asintió, nunca hasta entonces más orgulloso del hombre al que había prometido hacer oficial, y entonces se le ocurrió algo.
—Sargento Mendenhall, por la presente queda ascendido al rango provisional de alférez del Ejército de Estados Unidos ante la presencia hoy de…
—El capitán de corbeta Carl A. Everett, de la Marina de Estados Unidos —apuntó Carl con toda seriedad.
—Y ante la pendiente aprobación y recomendación del director del Departamento 5656, el doctor Niles Compton, se le notifica de dicho ascenso en campaña. ¿Entendido, alférez Mendenhall?
Mendenhall adoptó una expresión solemne.
—Sí, señor, entendido. Ahora ya me ha dado el azúcar, así que creo que estoy preparado para la medicina.
Jack agarró a Mendenhall del hombro y lo llevó lejos de los demás.
—Mira, Will, necesito que salgas ahí fuera y accedas a tierra alta. Eso significa que encuentres un modo de salir de la laguna y que trepes hasta el otro lado de la cascada. No sé si la radio me alcanzará aquí dentro, pero una vez en posición, tienes que vigilar la laguna. Coge un par de visores nocturnos e informa mediante el canal; y tu alias es Conquistador[7]. Has de decirle que la operación Mal Perder está en marcha y tienes que disparar a voluntad siempre y cuando veas un elemento armado accediendo a la laguna, ya sea por tierra o por barco. Esperamos que sea por barco. Dile a Jinete de la Noche que ejecute, ejecute, ejecute. Tres veces, ¿entendido, Will?
—Sí, señor, tres veces. ¿Y después qué?
—¿Y después qué? Mete el culo detrás de una roca bien grande y reza para que el cuerpo achicharrado del señor Ryan no te aterrice encima.
Mendenhall se limitó a mirar al comandante.
—No, ahora en serio. Si la operación Mal Perder funciona, mantente agachado hasta que sepas que es seguro y, créeme, lo sabrás cuando lo sea.
—Sargento, ¿quiénes son esos hombres que vienen?
—Tenemos que dar por hecho que son los malos. El Boris y Natasha los captó ayer dirigiéndose hacia aquí. Van excesivamente armados y Niles y el presidente no saben nada de ellos.
—Sí, señor, lo haré lo mejor que pueda.
—Buena suerte, alférez.
Carl se acercó al comandante y juntos vieron cómo su nuevo oficial introducía su radio en una gran bolsa de plástico y se la guardaba por dentro de la camisa.
—De acuerdo, capitán Everett, pongámonos en marcha y veamos si podemos encontrar a alguien vivo aquí dentro.
Sarah acababa de entrar en la pequeña cueva cuando captó el sonido de un chapoteo detrás de ella y rápidamente retrocedió a tiempo de ver cómo, primero Virginia y después Jenks, eran sacados del agua por la criatura, que comenzó a caminar arrastrando por la dura roca a la pareja que no dejaba de vomitar agua y toser. Los soltó delante de ella y luego se dio la vuelta para regresar lentamente al agua, donde desapareció.
Sarah ayudó a Virginia a ponerse de pie y la abrazó. Después, quiso servir de apoyo a Jenks para que este se levantara, con su pierna herida, antes de que él rechazara su ayuda y volviera a sentarse.
—Dios, ¡cuánto me alegro de veros! —dijo llorando—. Vamos, Virginia, tengo algo que enseñarte.
—No te preocupes por mí; solo está rota por dos partes. ¡Bah! No es nada —dijo Jenks mirando su pierna.
Virginia ignoró al suboficial mayor y siguió a Sarah hasta la más grande de las entradas de la cueva. Sarah echó atrás la cubierta y alargó hacia el interior la mano con la linterna. Inmediatamente, Virginia entró, con cuidado de evitar la burbujeante caldera de magma en el centro de la sala.
—¿Helen Zachary? —Se arrodilló y colocó la mano sobre el rostro marcado y achicharrado de su vieja compañera del Grupo Evento—. Dios mío, ¿qué ha pasado?
El joven que tenía al lado se movió y abrió los ojos. Alargó la mano hacia el pequeño flujo de agua que recorría el muro de la cueva y se limpió la cara. Después, comenzó a sollozar, despertando así a las otras nueve personas que dormían a lo largo de las ásperas paredes.
—Gracias a Dios —dijo entre lágrimas.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué estáis aquí? —le preguntó Sarah.
—La… criatura nos trajo aquí. Ha estado… alimentándonos, conservándonos con vida.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Virginia.
—Rob, quiero decir, Robert Hanson. Era… soy… el ayudante de la profesora Zachary.
—Bueno, has hecho un buen trabajo al mantener a tu gente unida —dijo Sarah.
—Kelly, Kelly, ven aquí —dijo Robby en la oscuridad de la cueva.
Bajo la mirada de Sarah, una joven se acercó y se sentó junto al ayudante, que no dejaba de llorar. Sonrió a Sarah.
—Dios, ¡cuánto nos alegramos de verlas! —dijo la chica con lágrimas en los ojos.
—Tenemos que sacarla de aquí —dijo Robby.
—Estamos aquí para rescatar a todo el mundo —respondió Sarah.
—No lo entiende. —Cogió la mano de Kelly—. Es la hija del presidente.
—¿Qué? —preguntó Sarah en voz alta, sobresaltando a todos los que se habían despertado y que estaban acercándose poco a poco a sus rescatadores para asegurarse de que eran de verdad.
—¡Déjalo ya, Robby! Yo no soy más importante que los demás.
—De acuerdo, de acuerdo, ya podréis explicarnos esto más tarde —dijo Sarah—. Ahora mismo, el plan es sacaros a todos.
Mientras tanto, Virginia examinó a Helen rápidamente sin gustarle lo que vio. El rostro de la profesora estaba cubierto de laceraciones y había perdido mucho pelo. Tenía una fiebre tan alta que Virginia, instintivamente, apartó la mano antes de llegar a tocarle la frente. Mostraba marcas negras en la cara y el cuello y parecía casi como si el párpado izquierdo se le hubiera derretido sobre el ojo.
—Dios mío, si no supiera que es imposible, diría que esto es…
—Envenenamiento por radiación —respondió Robby, fracasando miserablemente al no lograr ser tan valiente como pretendía de los otros; se echó a llorar de nuevo mientras tocaba la mano de Helen.
—¿Envenenamiento por radiación? —preguntó Sarah.
—La mina está llena de uranio, uranio enriquecido que se acerca al plutonio extremadamente caliente. Dios, se le ha disparado la fiebre, está descontrolada —dijo el chico al rozar la frente de Helen.
—¿Los demás? ¿Están bien? —preguntó Virginia.
—Sí, en su mayoría no tienen más que unos arañazos y mucho miedo. Hay unos animales que nos traen peces para comer, pero es como si estuvieran reteniéndonos aquí por alguna razón —sollozó—. Aunque, por lo menos, el pequeño parece mantener alejada a la otra criatura de nosotros.
—¿Otra criatura? —preguntó Sarah.
—Sí, es una grande que no tiene rasgos humanos como la pequeña. Odia todo lo que respire aire, cree la profesora. —Kelly miró a Helen—. Cree que la pequeña es salvaje y vive en la laguna, mientras que la grande proviene de las criaturas que trabajaban en la mina, que trabajaban extrayendo el mineral. Pensaba que las usaban para mantener a los esclavos a raya, para que estuvieran aquí acorralados. Los malditos incas utilizaban tanto a los sincaros como a los animales para hacer lo que ellos no podían… extraer el uranio caliente.
—En el mundo natural no existe el uranio enriquecido; es imposible en el orden natural de los elementos —dijo Virginia al tomarle el pulso a Helen. Cerró los ojos y pensó un instante, tratando desesperadamente de encontrarle algo de sentido a ese momento extremadamente raro—. De acuerdo, admito que los elementos y la situación parecerían contradecir la asunción natural de la improbabilidad —añadió al alargar la mano y coger agua para echársela a Helen por la frente—. Tenemos uranio calentado hasta una temperatura extrema por la actividad sísmica de la caldera… y recuerda, Sarah, hemos captado concentraciones de fluoruro inusualmente altas en el agua de la laguna, claramente liberadas por la arcilla u otro tipo de suelo de este valle; es posible transformar ese mineral en…
—Plutonio apto para armas, gratis —terminó Sarah por ella, recordando los pies de foco que había en la cueva y el grafiti en la barriga del Supay—. Por Dios, todo el que haya accedido a este nivel de la mina está contaminado. Si no salimos pronto de aquí, sobre todo ellos —asintió hacia Rob y los demás—, estamos jodidos.
—Eso es justo lo que creía la profesora —dijo Kelly mirando a Sarah a los ojos.
Jack y los demás comenzaron apresuradamente a sacar suministros del Profesor porque la embarcación jamás volvería a ver el agua sin Jenks allí para supervisar sus tan necesitadas reparaciones. Era demasiado inestable sobre los escalones de piedra como para retrasarse al sacar los suministros.
Aunque estaban ansiosos por entrar en El Dorado en busca de supervivientes, Jack y Carl instalaron una iluminación provisional sobre el impresionante muelle que los incas habían tallado en la roca. Las maravillas que la luz reveló iban más allá de lo que uno pudiera creer. Todos los dioses incas estaban representados a lo largo de los altos muros y de las muchas columnas. Los túneles y tiros de mina estaban apilados unos sobre otros en una espiral sin fin en dirección a lo alto de una gigantesca cascada interior que caía hacia el suelo en el centro de la gran mina y cuya rociada mantenía el interior de esta constantemente húmedo. Los pilares que bordeaban cada nivel estaban tallados en la roca. Cuántos cientos de años, o posiblemente miles, había tardado en excavarse ese tiro de mina era algo que se escapaba a su imaginación.
Según iban aventurándose en el interior de la vasta expansión del pabellón y dejaban atrás las intensas luces para adentrarse en las sombras, vieron cajas y cajas de raciones militares, bidones de combustible, equipo embalado y otros suministros. Cada caja de madera tenía escrito con letras negras las palabras: «Ejército de Estados Unidos».
Jack miró a Carl y enarcó las cejas.
—Mira esto.
Formando filas contra el muro exterior de piedra de la cámara principal había lo que parecían tumbas. Unas gruesas piedras estaban dispuestas capa sobre capa creando una gran protuberancia en el suelo de piedra. En total había veintitrés. Unas lápidas salían de las rocas y en cada una había enganchada una pequeña cadena con una placa de identificación. Jack agarró una y la alumbró.
—Sargento técnico Royce H. Peavey.
—Bueno, supongo que eso explica quiénes fueron los artistas del Kilroy, pero ¿qué cojones estaban haciendo aquí, Jack?
—Toda esta jodida cosa me huele muy mal, pero no podemos detenernos a especular, debemos continuar. —Jack le echó un último vistazo a un grupo de norteamericanos que habían llegado muy lejos para acabar finalmente en un lugar terrible.
—Supongo que primero empezaremos en el punto más bajo de la mina y que luego iremos subiendo —dijo Carl al apartarse del alijo de suministros militares de setenta años de antigüedad y de los hombres a los que tenían que haber alimentado.
—¿Los canales? —preguntó Jack mientras seguía a Carl de vuelta al destrozado Profesor.
—Supongo que podemos reunir el equipo de buceo que necesitamos si eres listo, pisaterrones.
—Ahí lo tiene, capitán de corbeta Everett, usted primero.
—¿Crees que Sarah sigue viva?
—Sí, y apuesto a que Jenks y Virginia también lo están.
Carl miró hacia las tumbas.
—Es una suerte que tengas aquí a la Marina, Jack. Por lo que se ve, a los del Ejército no os fue muy bien por estos parajes en el pasado.
Farbeaux ordenó detenerse al grupo cuando oyó voces. Ladeó la cabeza a la derecha y escuchó de nuevo. Nada más que silencio fue lo que encontró cuando mandó callar a los hombres que tenía detrás. Había pasado cerca de una hora desde que había hecho al grupo descender una pronunciada pendiente en los túneles. Farbeaux había pensado que la rampa había sido una especie de resbaladero empleado para deshacerse de la chatarra y de otros materiales innecesarios de la mina. La rampa, tan pronunciada como era, conectaba con casi todos los subniveles según descendía por la mina.
Méndez y sus hombres estaban empezando a quejarse porque habían dejado atrás vetas y vetas de oro, cada depósito más grande que el anterior. Sabía que cada uno de esos idiotas, incluyendo al propio Méndez, había cogido muestras y se las había echado al bolsillo.
Vio sus bolsillos abultados a través de su visor nocturno y sonrió antes de sacar su mochila de nuevo y efectuar otra lectura. Los hombres que tenía detrás, sumidos en su avaricia, no se dieron cuenta de lo que estaba haciendo; estaban centrados en sacar todo el oro que pudieran.
Apagó la máquina y se quitó el visor. Sobresaltó a los hombres al encender una lámpara de haz ancho y apuntar con ella una veta muy extensa y verdosa de mineral que se extendía de lado a lado junto a otra de oro. Volvió a conectar el contador Geiger en miniatura, acercó la sonda y el aparato se volvió loco emitiendo un sonido parecido al cantar de los grillos. Cerró los ojos y apagó la máquina. Había encontrado lo que había ido a buscar en lo profundo de la mina. Tras años esperando y recibiendo muestras de minerales de ese hombre del Vaticano, tras años buscando el diario de Padilla, de pronto ahora el filón estaba ahí, preparado para que lo sacaran de la tierra y lo vendieran al mayor postor.
—¿Qué era ese instrumento que estaba utilizando, señor? —preguntó Méndez mientras se secaba el sudor de la frente con un asqueroso pañuelo.
—¿Esto? —Farbeaux alzó su mochila—. Bueno, digamos que me está indicando dónde se encuentra el mayor de los hallazgos, algo que a usted no debería interesarle. Pero se lo explicaré brevemente; ahora mismo, vayamos a buscar eso que tan emocionado le tiene, amigo mío. Su oro.
—Pero ya hemos encontrado suficiente oro para toda una vida solo en esta sinuosa rampa que ha descubierto. ¿Por qué seguir?
—Amigo, puede llenarse los bolsillos hasta que el peso le aplaste los huesos, o puede seguirme hasta los niveles más bajos y encontrarlo ya excavado, fundido y, posiblemente, apilado para usted, listo para ser transportado. Pero usted mismo… Llévese lo que tiene ahora y espere meses mientras intenta meter aquí más equipos para extraer el oro para, posiblemente, terminar viendo cómo el gobierno brasileño se lo lleva antes de que usted tenga oportunidad de robarlo, o sígame y encuéntreselo todo listo para llevar. Si lo hace a mi modo, al menos ahora obtendrá lo que pueda transportar con el barco, y no lo que pueda caberle en los bolsillos… —Volvió a mirar la serpenteante rampa y, dirigiéndose de nuevo a Méndez, añadió—: Lo cual me parece bastante ridículo, por cierto.
Méndez no supo cómo reaccionar ante la suave reprimenda. Estaba empezando a odiar al francés. La actitud de Farbeaux desde que entraron en la mina había cambiado; era como si ya hubiera conseguido lo que pretendía y ahora tratara a su benefactor con desdén. Mientras se vaciaba los bolsillos del oro que había reunido, vio a Farbeaux seguir bajando por la pronunciada rampa de eliminación de despojos. Se aseguraría de que el hombre le mostrara respeto, como habían hecho en el pasado muchos de los que se habían cruzado con él.
Farbeaux encontró la salida de la rampa que quería. La lectura de su contador llegaba casi al máximo. El mineral era más fuerte en una amplia cámara marcada por dos columnas que señalaba la entrada a un ancho pasillo. Las columnas tenían las mismas tallas de las extrañas criaturas que habían marcado las de la entrada al afluente, pero esos dioses estaban representados acuclillados mientras sus impresionantes brazos y patas se aferraban a lo alto del marco de piedra y protegían la entrada al pasillo empleado para extraer el oro y otros minerales de los niveles más bajos.
El grupo siguió bajando por el gran tiro de mina, dejando atrás el antiguo camino trazado por los sincaros, mientras trabajaron azotados con fustas para llevarles a los incas su tesoro. El canal que recorría la longitud del túnel obviamente se había utilizado para llevar pequeños barcos amarrados mediante cuerdas, empleados como un antiguo sistema de acarreo. Los hombres incluso encontraron restos de los barcos en zonas de la excavación de túnel a túnel, algo muy ingenioso para aquellos tiempos, y efectivo a su modo.
Una sala dentro de la entrada de piedra que había sido excavada en un lateral del túnel olía a peligro. Farbeaux apuntó dentro con su linterna y vio que la habitación albergaba un pequeño depósito de costales blancos. Uno se había desintegrado con los años y había caído roto sobre el suelo de piedra. El polvo de oro resultaba inconfundible bajo la luz por su resplandor y su brillo. Miró a su alrededor y vio lo que parecía ser una palanca. También se fijó en unos pequeños agujeros que bordeaban el portal de entrada y por los que goteaba agua. Hacía un calor extremo ahí dentro. Alumbró de nuevo la palanca, un pequeño mango que salía del muro interior de la sala y que se encontraba a un brazo de distancia de la entrada.
—Que sus hombres no entren en esta sala —dijo girándose hacia Méndez.
—He visto lo que hay ahí dentro, señor. Es exactamente lo que veníamos buscando —respondió desafiante el colombiano—. Jesús, Hucha, entrad y sacadme uno de esos sacos —ordenó.
Farbeaux se apartó.
—Se lo he advertido, señor.
Dos hombres en el centro de la larga línea dieron un paso hacia la entrada. Jesús avanzó vacilante y, bajo la mirada de Farbeaux, dejó que su pie izquierdo se posara sobre el falso suelo justo frente a la entrada a la vez que su compañero lo seguía. La piedra se hundió poco más de un centímetro, algo apenas perceptible incluso para Farbeaux, que sabía qué buscar. El rectángulo de piedra que estaba hundiéndose en el suelo activó un pequeño tubo de bronce dentro de la gruesa baldosa. Unos pequeños tapones de piedra salieron disparados de la entrada y de otros puntos del interior de la sala con un fuerte «¡pum!», lo cual provocó que todos los que estaban fuera, en el túnel, se estremecieran ante las detonaciones parecidas a escopetazos. Jesús y Hucha se vieron de pronto atrapados en una lluvia de agua hirviendo que debía de proceder directamente de la cámara de magma sepultada dentro de la pirámide. De inmediato cayeron al suelo de piedra, gritando y retorciéndose. Rodaron por el suelo, pero por todas partes donde intentaban escapar del abrasador y estruendoso vapor, este los encontraba desde las muchas y antiguas toberas que había dentro. Finalmente y una vez había quedado claro lo que sucedía por desobedecer sus órdenes, Farbeaux introdujo la mano y tiró del fulcro. El vapor se redujo a la nada casi inmediatamente.
—¿Sabía que la sala era una trampa mortal? —preguntó Méndez con tono acusatorio.
—Sí, por eso he dicho que no entrara nadie.
Jesús y Hucha estaban muertos, aunque uno de los cuerpos no parecía creérselo todavía, ya que se giró dejando la cara del hombre pegada al suelo. Se les habían derretido las botas y en varias zonas de su cuerpo los huesos asomaban por la ropa.
—Ha ido demasiado lejos, ¡debería haber dicho algo!
—Y lo he hecho. He dicho «no entren en esta sala». —El francés miró hacia los hombres de Méndez—. Por favor, hagan lo que yo diga y no terminarán como sus compatriotas. Aquí hay muchos peligros que pueden matarlos, y lo harán, de muchas maneras horribles. —Farbeaux miró al interior de la sala, donde ahora los cuerpos estaban rojos y descarnados; solo su ropa había sobrevivido al infierno líquido que los había devorado—. Creo que presenciar esto es el mejor aprendizaje que podríamos tener. Ya lo han visto, ahora sigan mis instrucciones —dijo con frialdad al girarse y seguir por el camino.
Los colombianos no dijeron ni una palabra porque todos podían oler la piel hervida.
Méndez vio a Farbeaux detenerse y observar el profundo canal durante un momento. Estaba harto del tiránico comportamiento que ese hombre había adoptado dentro de la mina, además de doblemente preocupado porque Rosolo no los había alcanzado. Sin apartar la mirada del francés, indicó a sus hombres que avanzaran.
Jack siguió al más experimentado Carl por el canal hasta atravesar la cascada sin dejar de mirar a su alrededor desesperadamente en busca de algún rastro del animal que se había llevado a Sarah. Siguieron el muro durante casi veinte metros y empezaron a buscar un acceso. Sabían que Sarah había detectado varias entradas utilizando la sonda de la campana de inmersión. Jack casi se chocó con Carl cuando él se detuvo de pronto. Ahí, unos pocos metros delante, en las negras aguas, la luz de Carl estaba iluminando a la criatura que se mantenía en la laguna girando rápidamente sus manos palmeadas en el agua y dando suaves patadas con sus pies. Sus oscuros ojos los observaron durante un momento y después, de pronto, el animal se volteó y salió disparado hacia la pared. Jack agarró a Carl y señaló el punto donde la bestia se había esfumado por una pequeña abertura de la roca. Se reactivaron sus sentidos y se dirigieron hacia el lugar por el que había desaparecido el animal.
Sin que ellos lo supieran, otro par de ojos había observado a la criatura y a los oficiales cuando se encaminaron hacia la entrada más inferior de la mina.
El capitán Rosolo, tras haber sobrevivido al ataque de la bestia a la que acababa de ver hacía un momento, se giró y salió buceando en la dirección contraria. Desde las dos explosiones de sus bombas lapa, se había tomado su tiempo para estudiar la disposición subacuática de la laguna. Ahora que estaba terminando, se había percatado de la compañía que tenía en el agua y había visto a los dos estadounidenses entrar en la laguna desde la cascada.
Nadó hacia la entrada de El Dorado; suponía que había llegado el momento de dar uso al seguro de vida del grupo americano y el francés, algo que haría encantadísimo.
Helen Zachary se despertó e intentó abrir los ojos, pero la infección la obligaba a mantenerlos pegados; además, tenía el ojo izquierdo chamuscado por la naturaleza extrema del mineral que había manipulado.
A Jenks estaban curándole la pierna tres de las estudiantes de la expedición que se alegraban de poder hacer lo que fuera. El suboficial mayor no dejaba de sonreír y de reconfortar a las chicas diciéndoles que había más gente allí y que, sin duda, estaban buscándolos, todo ello sintiendo un espantoso dolor mientras las jóvenes intentaban atenderlo torpemente. Cada cierto tiempo respiraba hondo, invadido por las espantosas oleadas de dolor que le provocaban al tocarlo, y alzaba la mirada para guiñarle un ojo a Virginia, que estaba orgullosa del modo en que el hombre había intentado animar a todos los de la cueva.
—Ese hombre… Kennedy —balbuceó Robby llorando—, vino aquí porque alguien quería asegurarse de que no se extraía nada de ese mineral, pero fue él quien cogió muestras. Fue la gente de Kennedy la que provocó a la criatura que vive en la pirámide; atacó a su equipo y después a nosotros cuando intentamos ayudar. No sé por qué, pero esa cosa actuó como si estuviera aquí para impedir que se saque algo de esta mina. Me refiero al mineral; no tenía nada que ver con el oro, solo con ese jodido mineral. Y entonces fue la profesora Zachary la que descubrió el porqué. Estaba comunicándose… bueno, aunque de un modo rudimentario… con la más pequeña, con la que nos ha tenido ocultos desde que la otra se volvió loca.
—Eh… nos… estamos… relacionados.
Sarah y Virginia vieron que Helen estaba intentando incorporarse.
—Oh, no, no hagas eso, Helen, no te muevas, estás muy enferma —dijo Virginia posando una mano en el pecho de Helen y empujándola suavemente hacia abajo.
—¿Virginia? —susurró—. ¿Tú y… aún… me odiáis?
—Déjalo ya, nadie del Grupo… —Se contuvo antes de decirlo—. Nadie te ha odiado nunca, Helen, nadie.
Una lágrima cayó lentamente del ojo derecho de Helen y se deslizó sobre su hinchada mejilla.
—Niles —susurró.
—Cariño, ha sido Niles el que nos ha enviado aquí —le respondió Virginia al oído.
Una triste sonrisa surcó la expresión de Helen justo antes de que perdiera el conocimiento.
—¿Qué ha querido decir con eso de que la criatura y nosotros estamos relacionados? —preguntó Sarah.
Robby puso un paño húmedo sobre la frente de Helen, se sentó y lo explicó.
—Antes de que la oscura bestia hundiera el barco y volcara su furia en esos tipos que se llevaron las muestras del mineral, la doctora Zachary llevó a cabo una secuencia completa de ADN de las dos criaturas. No había ni una sola diferencia, ni entre ellas ni entre nosotros.
—Eso es imposible. Por lo que he visto, esa cosa es un anfibio —contestó Virginia.
Robby se encogió de hombros.
—No importa lo que usted crea; esos animales una vez fueron como nosotros. La doctora dijo que eligieron volver al agua, mientras que nosotros elegimos quedarnos en tierra.
—¿Y dices que se ha comunicado con él? —preguntó Sarah.
—Según una especie de diario de pared pintado por los sincaros, a quienes la bestia y los de su especie salvaron una vez de un aciago futuro, la especie más oscura antes era esclava junto con los indios. Y eran las únicas criaturas, tanto humanas como de otro tipo, que podían extraer el uranio sin enfermar. Las más pequeñas, según la doctora, eran salvajes, los incas nunca las domesticaron, y por eso nos toleran más que la oscura. La doctora dijo que los animales tenían una resistencia natural, pero no una completa inmunidad al mineral. Guardaba relación con una terapia de inmersión total, un modo natural de luchar contra la enfermedad por radiación. Ya que las criaturas extraían el mineral bajo el agua, no morían tan rápidamente como nosotros, que caminamos sobre la tierra.
—¿Pero para qué necesitaban o querían el mineral los incas? —preguntó Virginia.
—La doctora nos explicó que lo utilizaban para calentar sus gigantescos potes de fundición. Según ella, descubrieron que era más eficaz que intentar aprovechar los aspectos volcánicos naturales de la mina. Sobra decir cuánta gente murió durante su reinado por esta zona. Tal vez Pizarro tenía razón; ¿quién puede decir quién jodió a quién? —dijo amargamente—. A los sincaros no les dio pena que conquistaran a sus amos y apuesto a que esas criaturas también se han alegrado bastante.
—¿Cuántas hay? —preguntó Sarah, verdaderamente preocupada.
—Kelly, tú estabas ahí cuando la profesora transcribió sus notas. ¿Qué dijo sobre el número de animales?
Kelly estaba demacrada como el resto, pero esbozó una sonrisa que le indicó a Sarah que tenía mucho valor.
—Dijo que los animales son una especie longeva, pero Helen cree que esas dos podrían ser las últimas de su especie. La salvaje, la criatura verde y dorada, es muy protectora con todo lo que hay en el valle. Nos salvó de morir de hambre.
—Pero ¿qué…?
—Cualquier otra pregunta podrá hacerse mejor fuera —dijo una voz grave con acento francés desde la entrada de la cueva, interrumpiendo la pregunta que Virginia estaba a punto de formular—. Así que, por favor, salgan deprisa ya que mi socio, como un estúpido, ha tirado de la anilla de una granada de mano y está preparado para lanzársela —terminó Farbeaux mientras miraba con reprobación a Méndez por la estupidez que había cometido.
Todos se levantaron con excepción de la profesora herida y de Jenks, que solo pudo mirar a su alrededor, con frustración, en busca de un arma.
—¿Estos tipos no van con ustedes? —preguntó Robby al empezar a seguir al resto.
—No —respondió Sarah.
—Por favor, señor, encuentre la anilla y vuelva a colocarla en la granada enseguida —ordenó Farbeaux mirando al variopinto grupo de supervivientes y, después, al sombrío semblante del colombiano.
Méndez gruñó al volver a colocar la anilla plateada en la granada. Se la lanzó a uno de sus hombres y se giró hacia las doce personas harapientas que tenía ante él.
—Coronel Farbeaux, ¿verdad? —preguntó Sarah.
—A su servicio —respondió el francés complacido verdaderamente por un momento mientras miraba a Sarah—. La señorita McIntire, ¿no es así? ¿Qué tal le fue por Okinawa, querida? Una experiencia con la que aprendió mucho, ¿tal vez? —Se giró y les ordenó en español a varios de los hombres que encendieran las antorchas que recorrían la pared.
Sarah no respondió, aunque sí que se preguntó cómo ese maniaco podía saber que había estado en Japón recientemente… Pero entonces, le pareció conocer la respuesta. No hacía falta un cerebro como el de Niles Compton para averiguarlo.
Farbeaux sonrió al pasar por delante de Sarah y Virginia y se asomó a la pequeña cueva. Frunció el ceño al ver a Helen, y después se puso recto y volvió al lado del grupo. Méndez y sus hombres habían encontrado otras antorchas y la zona quedó iluminada de un modo que resaltó las pinturas de la pared y las tallas.
—¿Helen está grave? —preguntó él.
—Se está muriendo, coronel, así que no intente dejarnos aquí. Tenemos que llevarla a un hospital —respondió Virginia bajando las manos.
Farbeaux miró a los norteamericanos y a Méndez y cerró los ojos.
—¡Por favor, mantenga las manos en alto, señora![8]—bramó Méndez.
—¡No! —contestó Virginia con rotundidad.
—Haz lo que dice —farfulló Jenks desde dentro de la pequeña cueva. Estaba mirándolos por la entrada mientras seguía tendido en el suelo.
—Cierre la boca, suboficial, esta gente ha pasado por demasiadas cosas; vamos a sacarlos de aquí —anunció Virginia.
—Me temo que nadie puede salir de aquí —dijo Méndez al indicarles a sus hombres que avanzaran.
Farbeaux metió la mano en su mochila y sacó una pequeña botella que le lanzó a Virginia. Ella la miró con desconcierto.
—Potasio y yodo. Reducirá la velocidad con la que se propague la infección, pero me temo, por la pinta que tiene la profesora, que no servirá de mucho, aunque tampoco le hará más daño. Debe de haber recibido unos cinco mil rads, una exposición inmensa.
Virginia, furiosa, le lanzó de vuelta la botella a Farbeaux.
—Métasela por el…
—Es demasiado tarde para la profesora Zachary —dijo Sarah situándose rápidamente entre Virginia y el francés—, pero tengo curiosidad por saber por qué se le ha ocurrido traer el único fármaco que podría servir para una exposición menor, coronel.
Farbeaux enarcó la ceja izquierda mirando a Sarah y por el rabillo del ojo vio a Méndez ponerse nervioso.
—Supongo que no se creerá que se trata de una cuestión de suerte, ¿o quizá sí?
—Me parece que no, coronel.
—A mí también me gustaría saber por qué ha tomado esa precaución médica sin informar a su financiador, señor —dijo Méndez al desenfundar su Beretta de 9 mm y apuntar a Farbeaux. Sus hombres hicieron lo mismo con sus subfusiles Ingram—. Insisto en que me diga por qué está aquí en realidad.
El francés estaba a punto de responder cuando vio cierto movimiento en el agua. La estela estaba avanzando muy deprisa, claramente causada por algo justo bajo la superficie del canal. Méndez vio que el francés dejaba de observarlo para mirar algo que el colombiano no pudo detectar.
De pronto, la criatura estaba allí; había salido disparada del agua como una bala de un cañón. Los dos primeros de los mercenarios de Méndez nunca llegaron a saber qué los atacó. Al ser los que más cerca estaban de la gruta, sin darse cuenta fueron arrastrados hacia las enturbiadas aguas mientras todo el mundo allí presente vio un chorro de agua y una fina bruma roja arremolinándose donde un instante antes habían estado los dos hombres.
Farbeaux no vaciló cuando los mercenarios fueron arrancados de la tierra de los vivos en un microsegundo y salió corriendo hacia una abertura en la pared opuesta que Sarah había descubierto antes. Demasiado tarde, Méndez fue consciente de lo que intentaba hacer Farbeaux, y su pausado tiempo de reacción pareció más lento aún en contraste con la rápida y violenta muerte de dos de sus hombres. Como un loco disparó al francés, que seguía corriendo, y tres balas de 9 mm impactaron a la derecha de la abertura sin alcanzar a Farbeaux por escasos centímetros, ya que él había desaparecido por los empinados escalones.
Justo entonces la bestia volvió a salir de la gruta. Una oleada de agua acompañó a la criatura cuando saltó casi dos metros por encima del muro de la gruta y aterrizó dentro del círculo de los hombres armados, que empezaron a disparar. Sarah ignoró el ruido y los balazos mientras aprovechaba la oportunidad de apoderarse del Ingram del hombre que tenía a su izquierda. Pero justo cuando creía que lo lograría al cogerlo desprevenido, el colombiano sintió su movimiento y se giró hacia ella.
Jenks intentó desesperadamente mover su pierna herida, pero el dolor fue tan intenso que supo que solo tenía un momento para reaccionar y ayudar a la diminuta oficial del ejército. Mientras salían disparos a escasos metros de Méndez y sus hombres, que se defendían contra la maníaca criatura en medio de todos ellos, Jenks sujetó su destrozada pierna con las dos manos y con un grito se movió y agarró por los tobillos al hombre armado junto a Sarah. Sobresaltado, el hombre disparó su Ingram hacia el techo de piedra.
Sarah reaccionó casi igual de deprisa, dando un puñetazo al rostro del hombre mientras perdía el equilibrio. Cayó al suelo justo delante de la entrada a la pequeña cueva y Sarah dejó que su impulso la hiciera caer sobre él. Jenks seguía gritando de dolor cuando los dos fueron rodando hacia él.
Bajo la mirada de espanto de Méndez, la bestia golpeó a sus hombres con unos poderosos y largos brazos. Unas garras de casi veinte centímetros rasgaron carne y hueso, y el caliente aire quedó instantáneamente salpicado de sangre y tendones. Impactado por lo que estaba viendo, apuntó, a ciegas, hacia la sangrienta escena con su Beretta. Disparó dos veces y alcanzó a uno de sus hombres en la espalda. Entonces le entró el pánico y corrió hacia la abertura por la que acababa de ver desaparecer al francés. Tres de sus hombres siguieron a su jefe hacia el interior de esa pared.
Sarah se había hecho con la pistola Ingram, pero el colombiano, ligeramente aturdido, se recuperó enseguida del golpe sufrido al aterrizar sobre la piedra. Cuando Sarah alzó el arma e intentó apuntar desde donde se encontraba tendida, otro grito y el tacón de una bota con los cordones desatados se estampó contra el rostro del mercenario. Jenks comenzó a temblar después de haber golpeado de nuevo al hombre con su pierna rota. Acto seguido, se desmayó del dolor, mientras Sarah soltaba un grito de triunfo y rodaba para liberarse del colombiano inconsciente.
Robby, Kelly y Virginia hicieron todo lo posible por evitar que el resto de estudiantes resultaran heridos cuando las balas comenzaron a volar en todas las direcciones provenientes de los aterrorizados hombres. Varias alcanzaron su objetivo, ya que la bestia gritó y bramó de dolor. Pero eso no detuvo a la enorme criatura, que atrapó al hombre que tenía más cerca. Con total facilidad, lo levantó por encima de su cabeza y lo lanzó contra otros cuatro como si fuera un muñeco de peluche.
Desde su posición en el suelo, Sarah vio que uno de los hombres que tenía cerca, tras haber gastado su cartucho, había desenvainado un machete muy grande y de aspecto letal y lo había alzado sobre su cabeza. Al bajarlo, Sarah disparó el gatillo. Más adelante agradecería el ajuste de disparo de tres balas del Ingram porque con el nerviosismo presionó y mantuvo el gatillo apretado. Dos de las tres balas alcanzaron al hombre en la espalda justo en el momento en el que su machete se clavó en el pecho del animal. La hoja se hundió cuando el impulso que había tomado el agresor lo hizo caer contra la enfurecida criatura. La sangre brotaba del animal cuando agarró al hombre que tanto daño le había causado y saltó con él al interior de la gruta.
Rápidamente, Sarah miró al siguiente hombre, preocupada por que su lentitud pudiera haber matado a la criatura que había acudido a su rescate tan repentinamente. Cuando estaba a punto de apretar el gatillo otra vez, una gran bota golpeó el corto cañón del arma, que cayó al húmedo suelo. Alzó la mirada: otro de los mercenarios que quedaban estaba de pie ante ella con su humeante arma apuntando directamente a su frente. Ahora que parecían haberse librado del animal, el hombre se regodeaba de tener bajo su bota a una Sarah que no dejaba de resistirse.
Robby vio lo que estaba a punto de suceder y se acercó a los dos. Otro de los pistoleros supervivientes rápidamente golpeó a Robby y lo tiró al suelo. Varias de las aterrorizadas chicas comenzaron a gritar mientras él se deslizaba por la piedra.
Sarah sabía que el suboficial no podría derribar a ese hombre, pero en lugar de estar asustada ante su inminente muerte, se mostró furiosa cuando su atacante acercó su caliente arma a su cara. De pronto él se sacudió con expresión de consternación. Su cuerpo volvió a sacudirse y cayó hacia delante, golpeándose la cara contra la entrada de la cueva y desplomándose muerto sobre el suelo. Sarah sintió la suave lluvia de sangre del hombre salpicando su rostro, pero su horror dio paso al asombro cuando dos figuras salieron de la gruta. Llevaban trajes de neopreno negros y avanzaban apuntando dos fusiles de asalto XM-8.
Ahora, balas de 5,56 mm comenzaron a impactar contra los restantes hombres. Cinco de ellos cayeron sin ni siquiera llegar a saber qué los había alcanzado y las balas casi les abrieron la frente. Otros tres, además del que había estado a punto de matar a Sarah, al menos lograron girarse hacia sus repentinos verdugos. Pasar del ataque de un aterrador animal a esa nueva amenaza los dejó atónitos. Más balas de XM-8 acertaron en su objetivo fácilmente. Uno de los asesinos sacó una granada de mano de su cinturón, tiró de la anilla y estaba a punto de arrojarla hacia los nuevos demonios humanos cuando también recibió una bala que le rebotó en el cráneo. La granada cayó al resbaladizo suelo y Virginia, pensando con celeridad, la recogió y la lanzó hacia el exterior por la abertura del canal. Se coló por la abovedada entrada, detonando junto al arco del lateral derecho. La metralla se instaló en la suave piedra empapada de agua.
Sarah, a casi diez metros de Virginia y de los demás, se dio cuenta de lo que ocurría. ¡Los estaban salvando! Las dos figuras que surgieron del agua estaban cerca de ser los mejores francotiradores del mundo. Jack Collins y Carl Everett fueron metódicos según fueron matando un hombre tras otro con limpios disparos en la cabeza. Sarah sabía que no se arriesgarían a dañar el entorno que los rodeaba ni a los alumnos, que estaban tan cerca, aunque sí que serían implacables a la hora de ocuparse de la amenaza que allí quedaba. Jack y Carl jamás permitirían que un enemigo sobreviviera para volver a hacerle daño a la gente, y menos cuando había jóvenes de por medio. Los cuatro hombres restantes, que intentaron correr hacia la abertura de la pared, solo llegaron a ser conscientes del repentino impacto en la parte trasera de sus cabezas cuando sus cuerpos se desplomaron.
—¡Despejado! —gritó el más pequeño de los dos hombres en el fortuito y resonante silencio.
—¡Despejado! —respondió el más alto.
Jack y Carl movieron sus armas silenciadas de un lado a otro mientras cubrían visualmente el interior de la cueva que los rodeaba. Allá donde iban sus ojos, los seguían los cañones de sus armas. Varias de las chicas de la expedición Zachary gritaron cuando uno de los humeantes cañones apuntó hacia ellas antes de seguir desplazándose.
—¡Ya está Jack, han caído todos! ¡Los malos han caído! —gritó Sarah alzando un brazo al aire.
Lentamente, los dos hombres salieron de las profundidades de la gruta. Habían accedido desde el lateral derecho de la laguna yendo a parar directos al tumulto provocado por el ataque del animal. Habían visto cómo había estallado la violencia sobre ellos mientras la bestia se movía como un rayo. No podían saber quién estaba siendo atacado o quién estaba dentro de la gran cámara por la que habían salido a la superficie. Después de que la bestia desapareciera, rápidamente evaluaron la situación y Jack comunicó gesticulando con la mano cuál sería el plan. El antiguo miembro de las Fuerzas Especiales y exmarine seal había comprendido exactamente cómo proceder. Ahora se encontraban sobre el caliente suelo examinando la destrucción que los rodeaba.
—¡Joder, Sapo, habéis tardado un huevo, cabrones! —dijo Jenks estremeciéndose de dolor mientras Virginia, una vez más, intentaba ponerle derecha la pierna rota.
—Creíamos que ese hombre-pescado te habría atrapado —dijo Carl mientras examinaba al primer mercenario con el que Sarah había forcejeado. El hombre estaba muerto, sin duda.
El capitán de corbeta se levantó mientras Jack y Sarah volvían junto al grupo. Carl le puso el seguro a su XM-8 y se la enganchó a su cinturón con lastre. Se bajó la cremallera de la mitad superior del traje de neopreno porque el calor allí era extremo.
—Suboficial, ya veo que han encontrado a algunos de los chicos que vimos en los cartones de leche —dijo al mirar al demacrado grupo que tenía frente a sí.
—Jack, Helen está con ellos. Está ahí dentro —señaló Sarah.
Lentamente, Jack se quitó la capucha del traje, fue hacia la pequeña cueva y se agachó. Alumbró con su linterna a la única persona que allí había. Helen Zachary se movió y giró la cabeza hacia él.
—Profesora Zachary, soy el comandante Jack Collins. Niles le envía recuerdos y quiere que vuelva a casa ahora —dijo al entrar. Se arrodilló y le tomó la mano. Inmediatamente reconoció la naturaleza de la enfermedad que afligía a Helen.
Ella intentó sonreír, pero su evidente dolor se lo impidió.
—Dele a Niles… mis disculpas… no… no creo que pueda… prometer nada —murmuró, y Jack le apretó la mano.
—Le diré que ha hecho lo que se propuso, profesora. Nos ha demostrado su teoría sobre una especie que nos era desconocida.
En esa ocasión la mujer logró sonreír, justo cuando Virginia entró en la cueva. El calor de dentro, provocado por el conducto de lava, hacía que fuera casi insoportable estar allí, pero Helen temblaba de frío.
—No le hagan daño a las criaturas… son las últimas de su especie… no quedan… más… misterios… déjenlas tranquilas.
Corriendo, Virginia se agachó y tocó la cabeza de Helen. La triste y temblorosa sonrisa se mantuvo mientras la profesora la palpaba.
—Dígale… a Niles… que lo quiero… y que… estoy…
Helen dejó de respirar y se quedó quieta. La sonrisa había abandonado su rostro, ya que su último pensamiento había sido disculparse con Niles Compton.
—Se ha ido —dijo Virginia al soltarle la muñeca a Helen. Respiró hondo y se secó furiosa unas lágrimas que se deslizaban por su cara.
Jack agarró la mano de Virginia y la sostuvo durante un breve momento.
—¿A cuántos de estos animales nos enfrentamos, Virginia? Carl y yo creemos que había uno en la laguna; no podía haber estado en dos lugares al mismo tiempo.
—No lo sé, tal vez solo dos.
—¿Hay dos? —preguntó Jack soltándole la mano.
—Helen creía que uno es salvaje, pero el otro nos salvó y atacó a esos cabrones. La profesora descubrió que sus ancestros habían trabajado en la mina como esclavos; los incas tal vez fomentasen la locura en ellos para aumentar la crueldad de las bestias —dijo Robby cuando Kelly y él entraron en la cavidad. Se le llenaron los ojos de lágrimas al ver que Helen estaba muerta.
—Espera ahí, chico, esto no ha terminado aún —dijo Jack al sacar su 9 mm del interior de su traje de neopreno y lanzársela a Robby, que la atrapó y miró al comandante desconcertado.
Carl sacó otra arma y se la dio a Sarah.
—Coged un par de esos Ingram y unos cuantos cartuchos; esos tipos ya no los necesitarán.
Jack se levantó y salió de las antiguas dependencias de los esclavos seguido por Robby y los demás. Miró los rostros de cada estudiante; esos chicos habían sufrido mucho. Fijó la mirada en Kelly. Estaba claro que la chica se encontraba bien. Respiró hondo, aliviado de tener una preocupación menos.
—La profesora querría que siguierais siendo valientes un rato más —dijo mientras veía a Sarah recoger las armas de los hombres muertos que los rodeaban—. Ha muerto feliz, así que recordad lo que hizo aquí, en este lugar. Contadles a los demás lo que encontró y hacedles creer con el mismo fervor y nivel de compromiso que ella tuvo. Haced que se sienta orgullosa. Ahora, antes de que intentemos salir de aquí, tenemos que saber qué está pasando; ni al capitán de corbeta Everett ni a mí nos gustan las sorpresas.
Robby contuvo las lágrimas al abandonar la pequeña cueva.
—Este lugar… no es bueno. Nadie debe nunca encontrar esta mina.
Jack miró a Robby y a Virginia, que se situó al lado del suboficial mayor.
—La zona está contaminada, Jack. Sus muros están cubiertos de uranio que se ha enriquecido de manera natural, hay toneladas y toneladas. Esto es prácticamente un arma nuclear —dijo Virginia al señalar las brillantes paredes llenas de tritio que los rodeaban—. Es como si surgiera de un reactor; es imposible, lo sé, pero Jack, está aquí dentro y está empezando a matarnos a todos mientras hablamos.
Rápidamente, Jack apartó a Carl a un lado, lejos del grupo. Susurró:
—Si esa bomba está dentro de esta mina a nivel del mineral y estalla, será la mayor bomba atómica del mundo. Mataría a la mitad de este hemisferio si se activa con un dispositivo termal nuclear.
—Y la cosa se va poniendo cada vez mejor —susurró Carl con ironía.
Jack se giró y encontró la cara que estaba buscando.
—Tú, ¿te llamas Robby, verdad?
—Sí, señor —respondió el chico dando un paso adelante.
—Kennedy, ¿te suena ese nombre?
—Sí, señor. Creo que sabía de este lugar incluso antes de que nosotros llegáramos aquí, no me pregunte cómo, pero lo sabía.
—Hijo, ¿trajo un maletín, de aproximadamente un metro veinte de alto y uno de fondo? Podría haber contenido un dispositivo de flotación, ya que ibais a trabajar cerca del agua. Lo más probable es que el maletín fuera amarillo.
—Sí, casi nos mató haciendo que lo buscáramos después de que la criatura hundiera el barco y la gabarra.
Jack metió la mano dentro del traje de neopreno, sacó la llave de detonación que llevaba enganchada a su placa de identificación y se la enseñó a Robby y a los demás. No le hizo falta preguntar nada, puesto que a Robby se le abrieron los ojos como platos, y fue entonces cuando supo que el ayudante de la profesora al menos había visto la llave en una ocasión.
—Esto es una llave para un arma militar. Sé que se ha utilizado ya porque, una vez que la llave se gira en el dispositivo, un extremo pequeño y bulboso se desprende y permite una conexión eléctrica. Vuestro señor Kennedy encontró el dispositivo y lo armó. Ahora, piensa, hijo. ¿Sabéis alguno dónde lo hizo?
—Estábamos separados; nunca vimos el maletín después de que el barco y la gabarra se hundieran. —Robby estaba empezando a mostrarse desesperado cuando dio un paso adelante con Kelly detrás y susurró al comandante—: Señor, ella es Kelly. —Miró a su alrededor, hacia esas caras que los observaban—. Es la hija…
—La hija del presidente. Lo sabemos, chico. Ahora mismo tenemos que sacar a todo el mundo de aquí. —Jack miró fijamente a los ojos del muchacho—. ¿De acuerdo?
—Sí, señor.
—Ahora tenemos…
Las palabras de Jack quedaron interrumpidas cuando un fuerte sonido retumbó por el suelo del lugar.
La metralla de la granada había penetrado en la caliza empapada de agua de la entrada subacuática y había originado varias grietas que se habían expandido lentamente en los últimos minutos hasta que la presión de la laguna exterior fue demasiada como para que esa antigua obra de ingeniería pudiera soportarlo. El muro y la entrada abovedada cedieron a la vez y un torrente de agua entró en el canal, llenándolo rápidamente.
—Jack, esa abertura fue diseñada por los incas para contener la laguna mediante una medición precisa de la abertura contra la presión de la profundidad de fuera. El sistema ha fallado y ya no puede contener el agua. A juzgar por el grosor de las paredes, tenemos unos tres minutos antes de que no haya forma de salir de aquí —dijo Sarah mientras empezaba a empujar a todo el mundo hacia la misma abertura por la que se había esfumado Farbeaux.
Jack se asomó a la pequeña cueva después de lanzarle a Virginia su XM-8 y, a continuación, agarró a Jenks y se lo echó al hombro.
Cuando Carl y Sarah comenzaron a correr con los demás hacia las escaleras situadas justo dentro de la pequeña arcada, se oyó un fuerte crujido. Horrorizados, vieron que una larga fisura se abría en el centro de la pared, justo atravesando los antiguos dibujos tallados por los sincaros y cortando las imágenes en dos. La grieta fue ensanchándose y cuando llegó al pequeño arco, hizo que se derrumbara. Unas grandes piedras del interior de la abertura rodaron y cayeron a la cámara principal, haciendo imposible su intento de escapar. Todos se detuvieron en seco cuando el agua chocó contra sus piernas al traspasar la parte alta del canal.
—¡Joder, esto no tiene buena pinta! —susurró Jenks cuando Jack y él vieron lo que acababa de pasar.
A modo de signo de exclamación a su comentario, la gruta estalló cuando el suelo se abrió y un géiser de agua de la laguna salió, añadiendo su volumen al del fallido canal. El grupo conducido por Carl y Sarah se topó con Jack, Jenks y Virginia.
Jack se quedó impactado al ver a Sarah soltar las dos armas que llevaba y correr hacia el muro del fondo de la caverna excavada. La vio deslizar las manos por la pared como si buscara algo. El agua le llegaba a Jack por las rodillas y seguía subiendo.
—No habréis traído equipo de submarinismo para todos, ¿verdad, comandante? —preguntó Jenks, bocabajo, colgado como estaba del hombro de Jack.
—¡Carl, pásame esa antorcha! —gritó Sarah mientras los demás la miraban absolutamente desconcertados. Entre los gritos de Sarah, el insoportable bramido del agua y su inminente muerte, los alumnos se quedaron paralizados de terror.
Carl agarró una de las antorchas de la pared y se la lanzó a Sarah, que la atrapó hábilmente con una mano y se giró para seguir palpando la pared. Solo le había llevado un momento darse cuenta de que tenían una única esperanza de escapar y estaba rezando para no equivocarse. Había sido el recuerdo de su última discusión en clase lo que la había hecho ponerse en acción.
Jack se sentía impotente mientras la miraba y el peso de Jenks sobre su hombro se hacía más notable a cada momento que pasaba.
—¡Robby, Kelly, tú y los demás id allí y ayudadla con lo que sea que está haciendo! —ordenó.
Robby y los otros diez jóvenes, incluyendo a Kelly, corrieron hacia la pared del fondo y solo tuvieron que esperar un instante a que Sarah se lo explicara. El agua ahora les trepaba por la cintura y Jack tuvo que modificar la postura de Jenks, ya que su cabeza quedó sumergida momentáneamente bajo la acuática embestida.
—¡Una hendidura, un grosor distinto de la piedra, algo que no parezca parte de la pared! —gritó Sarah a los alumnos por encima del bramido del agua.
Los diez alumnos de Helen Zachary, ahora acompañados también por Virginia y Everett, comenzaron a palpar la pared y algunos incluso sumergieron la cabeza bajo el agua para tocar las piedras de abajo. El tiempo pasaba rápido. El agua ya le llegaba a Jack por el pecho. El suboficial se mantenía alzado, agarrándose con fuerza al traje de neopreno del comandante.
—¡Joder, más vale que alguien encuentre algo, aunque sea que se lo saque del culo, porque si no vamos a quedarnos aquí mucho tiempo! —les gritó Jenks a los alumnos.
Jack estaba siguiendo con la mirada la búsqueda de los alumnos cuando sus ojos se posaron en una antorcha de hierro. Estaba encendida, pero no fue eso lo que llamó su atención. Era más grande que las demás que rodeaban la cámara y tenía unos grabados profundos en la base. Cuando sus ojos se acostumbraron a la intensa luz, Jack distinguió la silueta de un águila, ¿o era un halcón? Sujeta por las garras de ese gran pájaro se encontraba la imagen tallada de un hombre.
—¡Sarah, la antorcha! —gritó.
Sarah alzó la mirada y, por un momento confundida, se giró hacia la antorcha que ella estaba sujetando. Jack, con las manos ocupadas en agarrar a Jenks, apuntó con la barbilla hacia la antorcha más grande de la pared. Ella localizó el punto e inmediatamente fue hacia allá. El agua ahora le llegaba a la alférez por los hombros, al igual que les sucedía a algunos de los alumnos de menor estatura. Rápidamente examinó las tallas y, sin previo aviso, tiró de la antorcha hacia abajo. Nada.
—¡Carl, aquí! Tira de la antorcha. ¡Creo que es un fulcro!
—¿Un qué? —preguntó él al correr hacia Sarah seguido por Robby.
—¡Tira, joder, tira! —gritó Sarah mientras saltaba para mantener la cabeza por encima del agua.
Carl tiró. Nada. Robby añadió su peso, pero la antorcha seguía sin moverse. Sarah estaba empezando a pensar que se había equivocado cuando, en un segundo esfuerzo de Robby y Carl, la antorcha se deslizó hacia abajo y su cabeza encendida se hundió en el agua con un silbido. Sarah vio que la piedra situada inmediatamente a la derecha de la antorcha bajada de pronto, y se deslizaba casi un metro dentro del muro. Echó a nadar y se alzó.
—Carl, debería haber un mango de piedra en la cavidad. Solo se mueve hacia un lado… ¡tira de él! —dijo cuando su cabeza se hundió bajo el agua.
Él estaba dividido entre sacar a Sarah del agua y hacer lo que le había dicho. Introdujo la mano en la abertura de la pared justo cuando el agua comenzó a llenar la cavidad. Palpó la piedra y sus dedos dieron con una losa que sobresalía. Medía unos veinticinco centímetros de alto y quince de ancho y estaba hecha de piedra, tal y como Sarah había dicho.
—¿Qué cojones…? —dijo cuando Sarah apareció tras él y se agarró a su hombro.
—¡Tira!
Carl obedeció y el mango de la antigua palanca se movió con facilidad, como si la hubieran engrasado justo el día antes.
Un tremendo estruendo se oyó incluso por encima de la furia del agua cuando una sección de pared de tres metros por dos y medio se abrió a su izquierda y se llenó de agua inmediatamente. Sarah les gritó a todos que entraran en esa nueva y más grande cavidad. Carl ayudó a los alumnos a acceder a ella mientras Jack y Virginia avanzaron lentamente, cargando con Jenks. Mientras, una erupción destruyó el suelo cuando una de las calderas, agrietada por el agua fría, explotó con un fuerte bramido. Otra válvula más alejada también saltó cuando el fuego y el agua ya no pudieron tolerarse más el uno al otro.
Con gran esfuerzo, Jack logró finalmente acceder a la cavidad justo cuando Sarah comenzó a golpear una pequeña piedra a la derecha de la entrada. Era más pequeña que las demás y Sarah esperó que fuera la correcta.
Carl estaba diciéndoles a los alumnos que se pegaran a la pared del fondo del callejón sin salida, de seis metros por seis, en el que ahora se encontraban atrapados y que se dejasen alzar por el agua justo cuando Sarah gritó de frustración. Sacó la Beretta que Carl le había dado.
—¡Tapaos los oídos! —gritó antes de disparar a la piedra.
La bala impactó en la roca, rajándola, y cayó al agua. Sarah soltó la pistola y se agarró a la pequeña abertura que había creado.
—¡Gracias a Dios! —gritó al meter la mano. Rápidamente encontró el segundo fulcro y rezó porque los incas hubieran sido unos ingenieros tan eficientes como siempre había oído. Tiró.
De pronto, y para asombro de todos los que estaban dentro, se quedaron sumidos en la oscuridad cuando el muro sobre el marco de la entrada se vino abajo. El impacto de la piedra en el agua provocó un torrente que lanzó a todo el mundo contra las paredes y el suelo. Algunos, Jack y Jenks incluidos, perdieron el equilibrio y se hundieron momentáneamente. En un segundo, todo quedó en silencio mientras salían a la superficie escupiendo y tosiendo. Las aguas dentro de la cámara pronto se calmaron y cuanto había se sumió en la oscuridad.
—A los de Disneylandia les encantaría esta atracción —dijo Carl mientras ayudaba a una de las chicas a mantenerse a flote.
—¿Estáis todos bien? —gritó Jack.
Hubo respuestas afirmativas y negativas, aunque el comandante se dijo que si podían hablar era que estaban vivos.
—La atracción no ha terminado. Esperemos que todo funcione y que no nos hayamos salvado de morir ahogados para acabar sepultados.
Mientras lo escuchaban, el suelo bajo sus pies sumergidos comenzó a retumbar y entonces un suave brillo verde fue iluminando el interior de la cámara. Pedazos de tritio, activados por la luminosidad de la luz de las antorchas antes de que la puerta se derrumbara, habían iniciado la reacción necesaria para reunir su energía interna y comenzar a iluminar. Jack encontró a Sarah justo cuando el temblor bajo sus pies alcanzaba su punto álgido.
—Esto no va a ser agradable —dijo Sarah mirando a Jack.
—¿Qué está pasando? —preguntó Virginia, que comenzó a sentir que el agua y el suelo estaban calentándose—. ¿Qué es esta cosa?
—Es lo que los incas utilizaban como ruta de escape en caso de derrumbe. La mina debe de estar llena de ellos.
—No me gusta cómo suena esto —dijo el malherido Jenks.
—¿Llena de qué? —preguntó Carl al agarrar a Sarah.
—Creo que estamos en un ascensor.
—¿Un qué? —preguntaron varias personas a la vez.
—¡Un ascensor! —replicó Sarah.
En ese momento el estruendo cesó y oyeron un gran zumbido mientras el agua que los rodeaba se volvía insoportablemente caliente. Después, en un instante, una explosión sacudió la cámara y la fuerza centrífuga los mandó a todos al fondo.
Cinco mil años atrás, los incas habían temido quedar atrapados en las cuevas mucho más de lo que temían cualquier otro posible desastre. Por eso habían ideado la plataforma de escape más ingeniosa que jamás había diseñado el mundo antiguo. Habían tomado un túnel, formado de manera natural, que se extendía hacia lo alto de su pirámide excavada y habían barrenado otro túnel bajo el suelo de la caverna más baja. Una vez alcanzado el flujo de lava hirviendo a seiscientos metros por debajo, los incas habían cerrado el pozo a costa de las vidas de miles de esclavos. La cámara se había construido siguiendo unas especificaciones precisas dentro del túnel natural, y se había terminado de un modo que habría hecho que un futuro cantero se sintiera orgulloso. El lacre creaba un conducto natural que se acercaba, para aquella época, a lo que hoy sería un cierre hermético. Sarah había oído historias sobre esta tecnología avanzada por parte de la Universidad de California del Sur tras una gran excavación en las ruinas del yacimiento de Chichén Itzá, en el norte de Yucatán. Había recordado las especificaciones… y ahora rezaba pidiendo que a los incas les hubiera salido bien. Y así había sido.
La cámara se desplazó hacia arriba por el interior de la gigantesca pirámide a ciento treinta kilómetros por hora y cada vez adquiría más velocidad. El incremento de presión bajo la cámara se había desatado cuando Sarah había activado el fulcro y eso, a su vez, había hecho que diez toneladas de hierro cayeran sobre las tapas de piedra que, hacía cinco mil años, habían sellado los diseñadores originales de los ascensores. La liberación inmediata de tanta presión y vapor bajo el aparato de escape no tuvo dificultades para hacer subir la cámara de piedra por el pulido túnel. El único problema que se les había pasado por alto a los incas había sido el del frenado. Ni Sarah, ni su profesor, ni muchos otros que habían estudiado el sistema en aulas de todo el mundo habían sido capaces de hallar una solución a esa cuestión. Se suponía que ya que ni el túnel ni la cámara eran perfectos, la presión se iría disipando, pero había controversia con esa teoría. Nadie había logrado ofrecer una explicación lógica a cómo podía controlarse. En esencia, ahora mismo podían estar viajando en un tren sin frenos.
Según aumentaba la fuerza centrífuga, todos salieron a la superficie del agua que iba bajando al colarse por las diminutas grietas de la cámara. Podían sentir la velocidad aumentar mientras el ascensor ascendía bramando por las desconocidas partes de la pirámide.
—¡Joder! —exclamó Kelly al abrazarse a Robby.
—¡Odio esto! —anunció el suboficial.
De pronto, la cámara se ladeó cuando el ascensor comenzó a ascender por la empinada e invertida pendiente del interior de la gran pirámide. Todo el mundo gritó cuando el ángulo cambió y perdieron el equilibrio. Jenks chilló de dolor en el momento en que Jack perdió el equilibrio y ambos cayeron al suelo. El ángulo de ascenso se estabilizó finalmente cuando la cámara subió hacia los niveles más altos de El Dorado.
—¡Estamos parando! —gritó Sarah.
Bajo el suelo de la cámara, la presión iba disminuyendo según ascendían. Los ingenieros incas habían calculado la longitud de la ruta de escape en oposición a la distancia a la que la onda presurizada podía viajar por el túnel, una fórmula sencilla que la mayoría habría considerado imposible. Y lo habría sido, incluso para los incas, si cientos de sincaros no se hubieran utilizado como conejillos de indias en su desarrollo experimental de proporción peso-presión.
Sin previo aviso, un tremendo y ensordecedor silbido atravesó las paredes de piedra de la cámara. Fuera, mientras el ascensor pasaba por el tercer nivel desde la cúspide, otro fulcro se desplazó y abrió una serie de válvulas de piedra en el túnel. Vapor y presión disminuyeron rápidamente en un calculado logro de ingeniería diseñado para evacuar del túnel la presión que quedaba después del empujón hacia la cima. Al mismo tiempo que la violenta frenada en seco hizo que todos cayeran al suelo, el paso de la cámara los llevó a toparse con una serie de protuberancias de piedra que se desprendieron y permitieron que unos leños con resorte, tallados y cubiertos de resina milenaria a modo de conservante, salieran del túnel a través de unos agujeros taladrados. Seis de estos brotaron bajo la cámara y la detuvieron justo después de rebotar en el techo de piedra.
La pared que se había cerrado para dejarlos enclaustrados se separó y fue a parar contra una gran cámara donde se había posado el ascensor. El polvo se arremolinaba por todas partes mientras se oían toses y llantos. Desde algún punto más arriba, la luz natural se filtraba en la cámara más alta de la pirámide. En ese momento, Jack se levantó y tiró de Jenks.
—¡Rápido, Carl, saca a todo el mundo! —gritó el comandante.
Ahora los demás oyeron lo que él había oído procedente del túnel: madera astillándose. Se produjo un pánico generalizado cuando los alumnos empezaron a correr, a arrastrarse, y a dejarse arrastrar por otros para escapar del ascensor mientras el sonido se volvía cada vez más fuerte. Justo cuando Sarah salió por la puerta, el ascensor dio un enorme bandazo y desapareció por el túnel.
Mientras todos se miraban impactados, el silencio supuso una bendición.
—Creo que los frenos han cedido —dijo Sarah con voz débil antes de tumbarse boca arriba hacia la cúspide, tallada en un estilo muy elaborado, de la pirámide, a sesenta metros de distancia.
Pero, claro, fue la brusquedad del hombre dolorido lo que rompió el hielo de terror que hizo estremecerse a la compañía. Jenks se incorporó y, apoyado en un codo, miró a su alrededor y dijo:
—¡Los putos incas no saben diseñar una mierda!