Capítulo 20


Ciudad de Panamá, Panamá

Ryan cogió el teléfono que le entregaba uno de los delta, ahora asignado como miembro de Seguridad para la operación Mal Perder.

—Aquí Ryan.

—Teniente, hemos tenido un grave problema con la expedición; ya no parecen estar en la laguna. El Boris y Natasha está captando un espacio vacío donde antes se encontraba el Profesor. Además, ha tomado imágenes de esos cincuenta y tantos hombres que han cruzado los rápidos. Parece que pretenden acceder a la laguna. Escuche, señor Ryan, Jack logró colocar los emisores de calor antes de que esto sucediera, así que tendrá una zona objetivo iluminada. ¿Está su equipo preparado para desplegarse? —preguntó Niles.

—Señor, deberíamos pensarnos bien lo de enviar a nuestro equipo a tierra. Todo este despilfarro de medios no está dando más que problemas.

—A trabajar, Ryan. El presidente dice que no habrá incursión por tierra, de ninguna manera, así que o es la operación Mal Perder o nada. Tenemos que quitarles de encima ese elemento terrestre desconocido.

—Sí, señor —respondió.

—Ahora, mire, la CIA ha confirmado que ahí fuera no hay ni unidades brasileñas ni peruanas, así que los que están dirigiéndose hacia allí tienen que ser de los malos. Acribíllenlos, señor Ryan, ¿me ha oído? Proteja a nuestra gente. ¡Vamos, a volar! —Y Niles colgó.

Ryan devolvió el teléfono y miró al sargento delta justo antes de sobresaltarse al oír una alarma. Dos hombres subieron la escalera corriendo hacia el transformado 747 portando extintores.

—¡Joder! ¿Y ahora qué pasa? —preguntó mientras el humo empezaba a salir por las puertas dobles del avión.

Centro del Grupo Evento

Base de las Fuerzas Aéreas de Nellis, Nevada

Niles estaba sentado tras su mesa, frotándose las sienes. Se quitó las gafas y le dio un golpe a la mesa con la mano.

—¿Estás seguro de que has oído una explosión justo antes de perder la comunicación? —preguntó Pete Golding.

Niles no alzó la mirada. Simplemente asintió, sin molestarse en emplear la voz. Respiró hondo y empujó hacia Pete la imagen de la gigantesca estatua y el grafiti de su vientre; el hombre se quedó con los ojos como platos.

—¿Todo esto es una burla?

—Pete, necesitamos que el Europa desentierre algo, y digo «desentierre». Alguien más conocía la existencia de la laguna de Padilla y quiero averiguar quién nos ha mentido y por qué. ¿Puedes ayudarme?

Pete analizó la foto una vez más y una bombillita se le encendió en la cabeza con respecto al familiar encabezamiento del dibujo que todos los demás habían pasado por alto. Alzó la mirada.

—Sí, puedo ayudar.

—Tengo a un hombre volando para entrevistar al único superviviente de la expedición de 1942. Al menos debería poder decirnos detrás de qué iban.

—Pues pongámonos con ello. Podemos cubrir mucho terreno hasta que nos informe.

Niles no dudó en aprovechar la oportunidad de estar haciendo algo, lo que fuera, aunque la sensación de que les habían tendido una trampa seguía ahí… y de que Jack y los demás habían caído en ella.

El Profesor se encontraba posado sobre los escalones de piedra. Sus compartimentos inundados estaban vaciándose gracias a los cincuenta grados de inclinación hacia babor que había adquirido al situarse sobre la escalera. La estatua se alzaba imponente sobre el diminuto barco que yacía destrozado a sus pies.

El comandante salió a gatas de la cabina de mando a través del marco de una ventana rota y después ayudó a Carl a escapar. Descendieron lentamente por la proa y se deslizaron hasta la piedra que había debajo. Jack encendió la linterna y la movió a su alrededor. Carl hizo lo mismo mientras corrían hacia la popa y fue como si su luz quedara absorbida por la oscuridad que rodeaba al Profesor. Cuando miraron a su alrededor, un extraño y fuerte crujido sonó desde lo que parecía una gran distancia, e incluso pudo oírse por encima de la cascada que caía en el centro de la pirámide.

—¿Qué es eso? —preguntó Everett al apuntar hacia arriba con la linterna.

—Oh, oh —exclamó Jack.

De pronto el aire que los rodeaba pareció estar vivo. Unos gigantescos murciélagos habían decidido que la intrusión de ruido y vibración provocada por el Profesor había sido demasiado. Salieron en enjambre como abejas furiosas y rodearon a Jack y Carl, que se agacharon para protegerse, tendiéndose sobre los húmedos escalones y cubriéndose las cabezas mientras los murciélagos los arañaban frenéticamente. Si solo uno de los animales los hubieran golpeado, les habría roto algún hueso. Y entonces, de pronto, del mismo modo que había comenzado la invasión, los murciélagos desaparecieron.

—¡Menos mal! —dijo Carl al levantarse—. ¿Adónde han ido? —preguntó al apuntar arriba con la linterna una vez más.

—Supongo que hacia la cascada. Debe de haber otra entrada ahí arriba que dé al río que crea la cascada. Venga, vamos a sacar a nuestra gente del Profesor.

Cuando Jack alumbró con la linterna la sección de Comunicaciones, vio que Stiles estaba de pie, intentando reanimar a Jackson que, claramente, no viviría. Sacudió la cabeza y siguió en silencio. Carl apuntó al cristal con su linterna y maldijo al ver al marine muerto. Después siguió a Jack hasta la hilera de ventanas. No parecía haber nadie en la sección de Navegación, tal y como sospechaban, y continuaron hasta la sala de estar. Sus luces inmediatamente captaron tres cuerpos flotando en el agua, que les llegaba hasta la cintura. Jack reconoció a Keating inmediatamente. Estaba flotando bocarriba y girando lentamente según el agua salía de la sección dañada. Por el aspecto de su cuerpo, había muerto como consecuencia de la explosión; le faltaban el brazo derecho y la mitad de la cabeza. Jack movió la luz y vio que la doctora Waltrip estaba tendida sobre el sargento Larry Ito, que parecía haber intentado protegerla. Pero la explosión los había matado a los dos. Tragó con dificultad al no ver a Sarah. Esperaba que estuviera con el suboficial y los demás que lo hubieran logrado.

Carl miró en el interior de la sala y gritó al ver los cuerpos. Movió la linterna a su alrededor, esperando descubrir a alguien más, a alguien respirando.

—Somos un equipo de rescate de mierda, Jack.

El comandante no respondió. Ahora tenía la luz apuntando a la entrada de la mina. El agua se arremolinaba con la violencia de la catarata y en esa vorágine de espuma no vio a nadie. Los supervivientes del Profesor estaban solos y en la oscuridad.

Sarah despertó e inmediatamente comenzó a toser. Procuró salir de una inconsciencia que amenazaba con doblegarla como un coma inducido. Se giró, vomitó agua y luego un fluido con un sabor espantoso. Intentó incorporarse del suelo, extremadamente caliente y húmedo, pero volvió a caer hacia atrás. Sabía que se había hecho daño en alguna parte, pero no podía pensar con la suficiente claridad como para distinguir dónde. Volvió a erguirse, pero se desplomó gritando de dolor cuando se dio cuenta de que tenía la muñeca derecha fracturada. Fue ahí cuando pensó con la suficiente claridad como para recordar que no se la había roto con la violencia inicial de lo sucedido en el barco: se la habían roto cuando estaban tirando de ella por el agua.

Utilizó la otra mano para alzarse de la caldeada piedra y, al mirar a su alrededor en la oscuridad, apenas pudo distinguir las largas volutas de vapor que salían del suelo y de los muros de piedra. Una extraña luminiscencia estaba también emanando de esos muros, proporcionando luz suficiente para que se viera la mano cuando la alzó, casi como si estuviera contemplando las cosas a través de la lente tintada en verde de un visor nocturno. Se acercó la muñeca a la cara y vio que la zona dañada ya estaba hinchándose. Sí, estaba rota.

Fue entonces cuando se percató de que podía oír el agua correr y captar el fresco aroma de la vegetación. A continuación oyó un ronco bramido y al retroceder contra el muro, impulsándose con el trasero y la mano que no tenía lesionada, rozó con los dedos un objeto que no estaba hecho de piedra. Lo agarró: era una especie de poste. Pero cuando intentó utilizarlo para sostenerse y mantenerse en pie, comenzó a ladearse. Se soltó, aunque demasiado tarde, ya que el poste cayó al suelo con un fuerte sonido metálico y de cristal roto. Tuvo que bajar la mirada dos veces porque no daba crédito a lo que vio. A menos que Padilla hubiera estado siglos adelantado a su tiempo, alguien se había adelantado a Helen Zachary al encontrar El Dorado. A los pies tenía un pie de foco, viejo, oxidado y con sus tres patas y sus seis lámparas de alto voltaje. Sus ojos siguieron un cable de alimentación hasta otro pie, que estaba erecto. El cable lo conectaba con otro más.

—¿Qué co…? —farfulló al ver, bajo esa artificial luz verde, que había seis pies de foco en total. Estaban dispuestos en un semicírculo apuntando hacia dentro del perímetro de casi treinta metros donde los habían colocado. Ahora el grafiti captado por la cámara del Fisgón 3 comenzaba a cobrar sentido.

Sarah miró a su alrededor, pero no pudo ver ningún generador al que estuvieran conectadas las luces. Siguió un grueso cable hasta un muro y desde ahí hasta una abertura que tenía unos dos metros de diámetro. Era como si la hubieran excavado de la roca. Acercó su pie con precaución y subió un escalón elevado y después otro y otro más. Lentamente retrocedió por los escalones por los que había subido, puesto que aún no sabía si quería adentrarse en esa dirección con toda esa oscuridad, ya que por lo menos ahí podía ver gracias a la extraña fosforescencia. Movida por la curiosidad, deslizó la mano por el muro y se la acercó a la cara. Tenía los dedos cubiertos de una especie de tritio natural. Toda la mano le brillaba suavemente mientras se la limpiaba con la pernera del pantalón.

—¿Qué coño está pasando aquí? —bramó.

Miró con más atención y pudo ver que las partículas brillantes eran en realidad escrituras antiguas; de hecho, toda la pared tenía incrustaciones del mineral, pero solo partes de ella estaban talladas creando un relieve. Posiblemente los antiguos habían escrito ahí su historia. Se preguntó si se trataría de escritura inca.

Sus ojos se posaron en un objeto más oscuro incrustado en una pared. Al acercarse, comprobó que era una antorcha. La tocó y decidió que estaba hecha de metal, de hierro tal vez. Intentó sacarla de su montura, pero parecía pegada por cientos de años de mugre. Duplicó sus esfuerzos y cuando finalmente la soltó, casi perdió el equilibrio con el impulso. Alguna especie de sustancia combustible permanecía en su extremo. Buscó en sus bolsillos y dio con el mechero que siempre llevaba por si, como siempre había dicho a modo de broma, alguna vez acababa en una cueva subterránea y sin linterna. Encendió el mechero y lo acercó al extremo de la vieja antorcha de hierro. Se prendió y ella la apartó para examinar lo que la rodeaba.

Todo a su alrededor eran extrañas imágenes y jeroglíficos. Dibujos de animales e imágenes de gente pequeña llenaban las paredes. Pudo ver que las representaciones humanas llevaban cadenas y cargaban peso en la cabeza y los hombros, mientras que los amos incas permanecían al lado con amenazadores látigos y palos. Pero más amenazadoras aún eran las calaveras. Recorrían toda la cámara hasta la altura de la cabeza. Había por lo menos mil clavadas en la sólida roca. La antorcha también reveló unas losas de piedra, como literas, cubriendo el suelo. En la caverna se sucedían las habitaciones con amplias zonas de asiento. A su alrededor, unas antiguas cadenas cubrían las paredes, la mayoría rotas, pero otras con aspecto de haberse usado recientemente. Sarah vio restos de una hoguera, que llevaba mucho tiempo apagada, en el borde de una profunda gruta. El viejo suelo de piedra estaba suavemente desgastado por las incontables pisadas de esclavos muertos hacía mucho tiempo.

Movió la antorcha siguiendo por las paredes la larga historia de los que tenían que haber sido los indios sincaros y sus amos incas. Algunas imágenes mostraban montones y montones de oro siendo extraído de ese lugar. Otras, extraños minerales verdes que eran arrancados de las profundidades de unos gigantescos fosos. Estaba estudiando uno cuando un chorro de vapor salió de un muro situado a seis metros a su derecha. Se agachó, tocó el húmedo suelo y quedó asombrada por lo caliente que estaba. Apartó la mano y volvió a tocarlo, en esa ocasión más suavemente. Entonces supo que había actividad sísmica ahí abajo. Eso explicaba el incremento de la temperatura del agua cuanto más en el fondo de la laguna se estaba.

Alzó la antorcha de nuevo para examinar las paredes. Había imágenes de muchas de las criaturas que habían visto en la campana de inmersión y que permanecían de pie como guardianes ante las imágenes de pequeños hombres y mujeres. Deben de ser los sincaros, pensó al tocar con delicadeza los relieves.

En su cabeza se formó una imagen clara: las bestias eran entrenadas en esos niveles subterráneos para vigilar y alimentar a los sincaros. Fuera lo que fuera lo que se extraía de esa mina, resultaba demasiado peligroso como para que los incas lo supervisaran. Por eso entrenaban a las bestias para ser los capataces de los sincaros.

Centró la atención en las calaveras que bordeaban las paredes. No solo eran pequeñas, supuestamente de los sincaros, sino que además había huesos más grandes y calaveras pertenecientes a las extrañas criaturas. Así que el destino de los capataces era el mismo que el de los esclavos. La muerte.

Al darse la vuelta, alumbró con la antorcha el canal central, que también estaba tallado en la piedra y parecía tener unos seis u ocho metros de profundidad. Sarah sospechaba que esos canales se extendían desde lo alto de la pirámide, originándose desde el río que alimentaba las cataratas internas, de nivel en nivel y transportando el mineral de uno a otro.

Incluso vio un desmoronado aparejo de poleas para luchar contra la gravedad del canal según el mineral era alzado, lo cual indicaba que se encontraba en la zona más profunda de El Dorado. Toda la mina debía de haber quedado inundada por esos canales. Era el método más ingenioso que había visto en su vida para trasladar el mineral de un lado a otro.

Algo gruñó en la oscuridad junto al agua que se movía y Sarah levantó la antorcha en esa dirección. Abrió los ojos como platos al ver a la gran criatura alzarse desde el canal artificial y nadar por la gran gruta que ocupaba todo el centro de la enorme cueva. Llegó a un nivel de agua poco profundo y se levantó, con sus más de dos metros y medio de altura. Tenía esos grandes y fuertes brazos extendidos a lo largo de sus costados.

Sarah tragó saliva con dificultad y miró a la criatura; recordaba sus enormes ojos negros del incidente en la campana de inmersión. Se estremeció al mover su muñeca rota y entonces la asaltó un recuerdo.

—Me has sacado del barco, ¿verdad?

La bestia movió las patas al cambiar su peso de una a otra, y las agallas que tenía a ambos lados de la mandíbula se movieron hacia dentro y hacia fuera a la vez que su boca se abría y se cerraba, obviamente intentando respirar suficiente aire para tener fuerza en tierra. Sarah se dio cuenta de que, aunque la criatura era anfibia, sus pulmones subdesarrollados no debían de ser capaces de mantenerlo durante largos periodos fuera del agua.

—¡Cómo le gustaría a Ellenshaw echarte un vistazo! Creo que se volvería loco —murmuró.

Al ver al animal de cerca, sin las aguas oscuras de la laguna interfiriendo, pudo comprobar que era una mutación enorme de un cíclido de agua dulce, una llamativa especie que cualquiera podía comprar en un acuario.

Sarah estudió a la criatura, que no dejaba de balancearse, a la vez que el animal la observaba a ella, sumamente intrigado, pero eso no implicaba que ese magnífico ser no le diera pavor.

La bestia bramó dos veces y después, lentamente, comenzó a alejarse hacia aguas más profundas. Confiando en que no la atacaría, Sarah se giró hacia las imágenes que parecían brillar contra la luz y siguió estudiándolas. Se fijó detenidamente en el mineral que las criaturas extraían de las profundidades de la mina y se preguntó qué sería. ¿Esmeraldas, tal vez? Acercó más la antorcha a la pared y vio el punto que representaba la zona donde ubicaban a los muertos. Vio que tanto los sincaros como las criaturas eran depositados unos al lado de los otros, como si fueran iguales en sus miserias y, finalmente, en sus muertes.

—Cabrones —dijo al pensar en las riquezas que los incas habían sacado de ahí a costa del trabajo y del dolor de otros.

Se giró y vio las burbujas provocadas por la bestia al alejarse de la cámara.

—¡Yo no soy una esclava y no vais a retenerme aquí! —gritó al girarse hacia la entrada con escalones.

De pronto se detuvo porque le pareció haber oído un grito contenido y un suspiro y se dio la vuelta para seguir el sonido hasta su origen; provenía del muro opuesto. Alzó la antorcha y pudo distinguir una pequeña abertura en la base de la cámara excavada. La luz revelaba unas espinas de pez y cosas podridas esparcidas por el suelo de la cueva. Entonces vio lo que le había parecido que era fuego emanando de una de las pequeñas cavidades. La luz parecía provenir de detrás de una especie de tela.

Se estremeció ante el olor procedente del muro con cavidades. Se levantó la empapada camisa para taparse la nariz y la boca y caminó hacia la más grande de las salas. Lentamente y con cuidado apartó la piel de animal podrida y los ojos se le abrieron como platos. Ahí, unos yacentes, otros sedentes, alrededor de una especie de estanque natural de magma que bullía en una pequeña caldera con un fuerte olor a azufre, estaban los restos hechos pedazos de la expedición de Zachary.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó.

Farbeaux detuvo a los hombres cuando el pozo de mina comenzó a girar en espiral con un ángulo mucho más inclinado. Alzó la linterna y alumbró las calientes y húmedas paredes. Después apuntó a Méndez, que respiraba entrecortadamente. Sus hombres estaban igual de sudorosos y faltos de aliento. Solo llevaban veinte minutos moviéndose cuando se detuvieron por primera vez.

—Dígame, ¿está cansado, señor? —preguntó Farbeaux sonriendo.

—Cansado, con calor, y empezando a creer que en esta mina no hay nada más que viejas estatuas —respondió Méndez furioso.

—Entonces tal vez no le interese esto —dijo al apuntar con su gran linterna hacia una veta de oro de siete centímetros que surcaba como un rayo la fría pared.

A Méndez se le pusieron los ojos en blanco cuando soltó su pequeña mochila y corrió hacia la veta. La frotó con los dedos, como con cariño, y sus hombres también. Había desaparecido de inmediato cualquier signo del cansancio que hubiesen mostrado antes.

Farbeaux levantó su mochila y rápidamente efectuó una lectura en el pequeño dispositivo que tenía dentro. Sonrió y alzó la mirada.

—Ahora puede darse por satisfecho con este pequeño depósito o podemos ir al lugar donde de verdad comienza El Dorado.

Méndez sonrió, como si estuviera totalmente rejuvenecido. Descolgó su cantimplora del cinturón y bebió agua.

—Guíenos, amigo mío. Allá donde vaya, lo seguiremos.