Palo Alto, California
Tres semanas después
Las oficinas de Helen en el campus de la Universidad de Stanford estaban a oscuras, a excepción del pequeño santuario al que ella llamaba «hogar», cuando no estaba haciendo trabajo de campo. Apenas podía llamarse oficinas a esas habitaciones. El aula estaba ocupada por equipos y asientos para sus alumnos, junto con numerosas muestras de su trabajo fuera de la universidad. Su espacio personal se encontraba copado por una pequeña mesa de laboratorio y unos mapas de todos los tamaños imaginables clavados en cada centímetro de la pared. Todos mostraban regiones de América del Sur conocidas cariñosamente para sus muchos estudiantes como «el fin del mundo». Algunos contenían leyendas escritas a mano que decían «Aquí hay dragones», a modo de broma por sus tendencias hacia la criptozoología. Henri Saint Claire miraba por encima del hombro de Helen hacia el mapa tendido sobre el escritorio que mostraba la ruta que ella había planeado concienzudamente.
—Entonces, ¿entraremos en la cuenca desde la zona de Brasil y no seguiremos la ruta original de Padilla? Creía que seguiría la ruta del español precisamente para asegurarse de que no se desvía.
—Lo habría hecho, pero su expedición original fue a través de los Andes y de muchos cientos de kilómetros de selva tropical que ahora podemos evitar yendo por Brasil en lugar de por Perú. La mezcla de selva y bosque es tan densa que incluso la fotografía espacial es incapaz de penetrarla, y no me fío de ir navegando, ¿y usted? —Señaló varias imágenes en color sacadas de fotografías del Servicio Geológico de Estados Unidos—. Sabemos que el afluente está ahí, ahora tenemos la prueba. Es posible entrar en el valle y en la laguna desde el este; que no se pueda ver, no significa que no esté ahí. Además, por experiencias pasadas sabemos que es imposible obtener permiso del gobierno peruano para cruzar su territorio. Ahora bien, siempre que seamos honrados, Brasil ofrece ayuda de manera gratuita, estipulando únicamente que el gobierno tenga representación en la expedición para asegurarse de que no ocurre nada contraproducente.
—Eso también es un motivo de preocupación, no solo para mí, sino también para nuestra fuente de financiación, el señor Méndez. Nos tomamos la seguridad muy en serio, Helen. Después de todo, no es que esté exactamente empleando solo sus propios fondos para esta empresa, sino también los del Banco de Juárez. No debería permitirse que nos acompañen extraños.
—Me temo que no hay más remedio. —Examinó con exagerado interés la ruta manuscrita tal cual la había trazado Hernando Padilla—. Brasil ha visto cómo una desmesurada cantidad de antigüedades han salido de su país. Insisten en que haya un oficial de Aduanas presente en la expedición y, créame, no permitirán ningún cambio en su política de actuación. —Dejó la lupa sobre la mesa y miró a Henri a los ojos.
Él sonrió.
—Entonces así se hará. Eso hace que el número de miembros del equipo ascienda a cuarenta y seis, entre estudiantes, profesores y guías.
Farbeaux volvió a mirar las copias de las páginas del diario que había examinado metódicamente tras su regreso de Colombia. Coincidía en que la ruta propuesta por Helen era, en efecto, la mejor según la descripción del capitán español.
—Muy bien, profesora Zachary, apruebo la ruta que ha elegido y le comunicaré mi conformidad al señor Méndez tras mi regreso a Bogotá para el pago final de los fondos de la expedición. Helen, ha hecho un trabajo espléndido. Tanto trabajo de investigación, la pista del diario perdiéndose una y otra vez… Pero su tenacidad y su fe en el proyecto por fin han tenido su recompensa.
—Gracias. Si no hubiera contado con la ayuda que usted me ofreció de manera gratuita, no habría salido tan bien. —Le ofreció una copa de champán—. Por una nueva… o debería decir… vieja forma de vida que esperamos sacar a la luz —brindó.
—Por la historia y por las cosas perdidas —respondió él brindando con su copa, que a continuación depositó sobre la mesa evitando rozar los nuevos mapas en los que Helen había trabajado. Enrolló la copia que ella le había hecho para poder llevarla a Bogotá y entregársela a su financiador.
—Entonces, nos vemos en Los Ángeles dentro de cinco semanas.
—Helen, este es un viaje que no me perdería por nada del mundo —dijo él mientras le daba un golpecito en el hombro con el mapa enrollado.
Helen vio a Henri subir a su coche alquilado y marcharse. Se rió suavemente cuando se giró y volvió a entrar en su pequeño despacho. Se sentó junto a la pequeña mesa de laboratorio que utilizaba como escritorio y miró el mapa que acababan de estudiar juntos. Utilizó el dedo índice de su mano derecha para trazar suavemente el curso del río Amazonas que había descrito. Luego empleó ambas manos para hacer una bolita con la copia del mapa y la tiró a la papelera de la esquina. Hizo lo mismo con la copia de las páginas del diario de Padilla. Le había llevado tres días enteros planear la ruta falsa que le había entregado a Saint Claire, y otros dos días dibujarla y crear las páginas falsificadas del diario. Pero sabía que había merecido la pena, ya que el bueno del profesor Saint Claire se había tomado en serio su espléndida imitación y su falsa ruta.
Después, Helen se sirvió otra copa de champán y con ella en la mano caminó hasta los archivadores que abarrotaban el despacho. Dejó la copa encima, abrió con llave el segundo cajón y cogió un mapa doblado y una pequeña carpeta. Llevó el mapa, la carpeta y la copa a la mesa y se sentó. Desplegó el mapa auténtico y extrajo de la carpeta las verdaderas copias que había hecho del diario.
Sonrió y dio un trago. Después, se sacó el móvil del bolsillo y comenzó a marcar los números que había memorizado y que, por razones de seguridad, no había grabado en la agenda del teléfono.
—Aquí Robert.
—¿Está todo listo en San Pedro? —Helen dio otro sorbo a la copa.
—Ahora estamos cargando el equipo más grande. El espacio de la cubierta se quedará algo justo, pero nos las arreglaremos. Habremos terminado en unas horas.
—¿Qué pasa con la estudiante de posgrado sustituta, la que encontraste en Berkeley? ¿Se ha presentado?
Tras una breve vacilación, su ayudante, Robby, respondió.
—Sí, señora. Llegó hace una hora y ya ha ocupado su sitio. Creo que quedará más que satisfecha con ella. Es una de las más brillantes en su campo. Sabe de animales.
—Bien. Mira, estaré allí en unas tres horas, voy a coger un vuelo para el LAX. Mi abogado debería llegar aproximadamente a la misma hora que aterrice mi vuelo, así que por favor asegúrate de acompañarlo hasta las oficinas del barco y de decirle que yo llegaré enseguida, ¿de acuerdo?
—Hecho, doctora. Bueno, ¿cómo le ha ido su última reunión con el tipo del dinero?
—Mejor de lo que me esperaba. Nos ha dado el segundo cheque y ha partido hacia Bogotá para recoger la tercera parte de nuestra financiación. Es una pena que no vayamos a necesitarla, pero eso lo mantendrá alejado y fuera de nuestro camino hasta que zarpemos. ¿Ya han llegado nuestros nuevos benefactores?
—Sí, están aquí los seis; ese tal doctor Kennedy y otros cinco. ¿Qué quiere que hagamos con todo el material geológico de Henri Saint Claire, los magnetómetros y otros equipos de excavación?
Ella dio un largo sorbo al champán y sonrió mientras lo tragaba.
—Dejadlo en el muelle con una nota que diga: «Embustero, te va a crecer la nariz».
—Hecho, doctora. Nos vemos en nada.
Helen cerró su teléfono y dejó de sonreír. Odiaba engañar a alguien como Henri Saint Claire, pero no tendría que haber fingido querer formar parte del proyecto porque anhelase descubrir uno de los mayores misterios de todas las eras. Estaba en el proyecto simplemente por avaricia, por la suya propia y por la del gánster que se hacía llamar «banquero».
—No irá tras el mítico El Dorado en este viaje, doctor Saint Claire. Allí adonde nosotros vamos, usted no puede seguirnos —dijo para sí al guardar el verdadero mapa y las páginas de Padilla en su maletín. A continuación, se levantó y salió para adentrarse en la noche.
La Casa Blanca, ala oeste
El consejero de Seguridad Nacional estaba sentado en su escritorio frente a una pantalla de ordenador dividida en cuatro secciones con imágenes distintas. En la esquina izquierda aparecía el general Stanton Alford, comandante general del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos. En la parte superior derecha, el contralmirante Elliott Pierce, del Servicio de Inteligencia Naval de Estados Unidos; justo debajo de él, el semblante serio del general Warren Peterson, del Servicio de Inteligencia del Ejército de Estados Unidos. Y a su izquierda, el general Stan Killkernan, de Inteligencia de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos. Se encontraban ahí para discutir sobre un informe que la CIA y, antes que ellos, la Oficina de Servicios Estratégicos, había tenido guardado desde los días previos a la segunda guerra mundial. Los oficiales de Inteligencia reunidos no se estaban tomando bien los recientes acontecimientos.
—Si el Estado Mayor Conjunto o el presidente albergan la más mínima sospecha de lo que hemos hecho, lo vamos a tener muy negro y empezando por usted, señor Ambrose. Lo último que he oído es que el presidente no está demasiado satisfecho con los generales que hay por aquí. Creo que el título del libro que hemos abierto ante el mundo en los últimos días se llama Traición. No solo hemos proporcionado un material vedado a una nación extranjera, sino que ahora estamos robando armas para emplearlas en suelo de un país amigo. Todo este plan se nos está yendo de las manos —dijo el general Peterson al mirar a la cámara desde su ubicación en el Pentágono.
—No tenemos más elección que enviar el arma y el equipo a Suramérica como precaución. ¿Y si se redescubre el antiguo yacimiento? El material anterior a la guerra solo podría relacionarse con nosotros si se encontrara algún vínculo con la antigua incursión, algo que condujera al almacén donde se reunió el material. Pero aparte de eso, el único modo de que algo pueda llevarles hasta nosotros es si uno de ustedes se asusta y se echa atrás. Caballeros, si esa profesora saca a relucir esa zona de Brasil, todo el maldito asunto se hará público —contestó furioso el consejero de Seguridad Nacional.
—Estoy de acuerdo —dijo Stanton Alford—. Después de todo, puede que ni siquiera tengamos un yacimiento que haya que destruir. No creo que esa tal profesora Zachary lo descubra nunca. Demonios, ni siquiera sabemos dónde está. Solo tenemos el material, no la ubicación donde se encontró. Los Cuerpos de Ingenieros fueron el único departamento que documentó la incursión de 1942 y ese informe estuvo enterrado en los Archivos Nacionales. Y ya que el antiguo material viajó a Iraq y ya no está en este país, no se puede rastrear hasta llegar a nosotros, a menos que este informe de Ingeniería que data de los años de la guerra se descubra en los Archivos Nacionales, pero nos encargaremos de controlar y vigilar ese informe.
—¿Y qué pasa con la fuente de Zachary? Ni siquiera sabemos con seguridad cómo consiguió la información.
Alford estaba cansándose del debate.
—La única otra mención de la mina es un rumor y una insinuación de la posible existencia de un diario de quinientos años de antigüedad. Mi departamento mantuvo bajo su poder las muestras del ejército durante setenta años. Jamás se le entregó a la comisión reguladora, ni el antiguo Departamento de Guerra lo clasificó nunca como un arma. Así que propongo que procedamos con cautela y enviemos a nuestro equipo con la expedición. Como he dicho, lo más probable es que esa loca no encuentre ni una maldita cosa. Está utilizando los datos de hace quinientos años de un conquistador, ¡por el amor de Dios! Es como buscar una aguja en cinco mil pajares. Solo podría haberse topado con la descripción de la ubicación en la base de datos de los Archivos Nacionales. La teoría del diario es ridícula.
—¿Y si localiza el yacimiento? ¿Sugiere que la respuesta es eliminar la expedición de Zachary al completo con su alternativa infalible, una bomba atómica y unos cuantos seals? —exclamó furioso el general Peterson.
—Mis hombres no dejarán que la cosa llegue tan lejos. He trabajado antes con este equipo de ataque en particular y son muy buenos. Ningún ciudadano estadounidense resultará herido. Eso puedo garantizárselo —dijo con tono de seguridad el contralmirante Pierce—. Además, ¿y si esa mina aún existe? Jamás podríamos permitir que una nación del tercer mundo tuviera acceso a la caja de Pandora, ¿verdad? Colocamos el arma táctica en el interior de la mina y que se derrumbe. Problema resuelto.
—Hay demasiadas malditas variables, Elliott. Colar ahí un equipo, delante de las narices del Estado Mayor Conjunto y del presidente. Ni siquiera me atrevo a mencionar cómo reaccionaría Brasil ante semejante intrusión. ¿Y ese arma táctica que va a enviar? No quiero ni imaginar qué procedimientos de seguridad se han violado para semejante engañifa. ¡Esto es una puta locura y yo no me enrolé para matar ciudadanos estadounidenses!
—General Peterson, ya está decidido. Acordamos unánimemente, usted incluido, que la ubicación del yacimiento de Padilla no se haría pública jamás. En cuanto al material…, si se descubre en Iraq, no es muy probable que pueda ser rastreado hasta nosotros porque ni se refinó ni se extrajo aquí. El único modo de que salga a la luz es que aparezca alguna referencia sobre el mismo. Sí, esa profesora, en su desquiciante ahínco por encontrar la ubicación de la laguna de Padilla, descubrió una relación, pero fue algo fortuito. La otra referencia a la zona está en las viejas leyendas de Padilla de las que se burla la comunidad científica y que no se toman en serio. La ubicación y lo que se extrajo de allí están enterrados en lo más hondo de las memorias de los supervivientes de la incursión inicial, la de los años cuarenta, si es que alguno sigue vivo hoy. Usted estuvo de acuerdo con la distribución del material tanto como nosotros, y la agresión se detuvo.
—Como he dicho, se nos ha ido de las manos, hemos de…
—Tendrá su puesto en el gobierno después de las próximas elecciones, igual que yo. La misión está en marcha y ese arma en particular que tanto le preocupa, si es que se llega a utilizar, se introdujo en el inventario naval como un arma inactiva y destruida, de modo que nadie la echará en falta. Sea como sea, dudo mucho que alguien deba ser eliminado. Bueno, eso es todo, ocúpense de sus asuntos y dejen que el contralmirante Pierce y yo nos ocupemos de la letra pequeña. Que pasen un buen día, caballeros.
Ambrose no esperó a que se expresara ninguna otra preocupación que pudiera provocar la división del grupo; siempre era mejor actuar directamente para que no hubiera vuelta atrás.
El delgado consejero de Seguridad Nacional se giró y sacudió la cabeza mientras cogía de nuevo el informe matinal de Inteligencia sobre la actividad fronteriza entre Irán e Iraq. Sonrió al ver la frase en cursiva: A las 03.45 de esta mañana, hora de verano del Este, la imagen del satélite ha verificado la retirada absoluta de todas las divisiones de combate iraníes de la frontera con Iraq.
Soltó el informe sobre su escritorio, fue hasta el perchero y se puso la chaqueta del traje para informar al presidente del comunicado matutino. No pudo evitar preguntarse qué precio había que pagar por la paz. Levantó el teléfono e hizo una llamada.
—¿Sí? —respondió una voz cansada.
—Felicidades por su misión en Irán. ¿Qué tal va su desfase horario?
—Estoy demasiado agotado como para pensar en ello, pero les hemos dejado a esos malditos iraníes algo sobre lo que reflexionar. Puede que Iraq no tenga la bomba que evite que los invadan, pero ahora ellos poseen algo igual de aterrador. Bueno, ¿qué tal esa expedición sobre la que me informó, la de la profesora Zachary?
—Lo tenemos cubierto; no saldrá ningún descubrimiento asombroso de esa zona del mundo. Y si alguien más husmea en los mismos archivos que la última persona, se nos alertará. El informe está controlado y podremos rastrearlo hasta la terminal informática que se esté usando. A veces tiene sus ventajas ser amigo de los jefes de Inteligencia.
—Bien. ¿Algo más antes de que informemos al presidente y a la prensa sobre nuestro triunfo diplomático?
—No, todo va bien. Pronto hablaré con nuestros colegas en Brasil para ultimar nuestras posiciones en lo que respecta a esta expedición, si nuestro amigo de los Seal no cumple con lo que se le ordenó.
—Sé que a veces es desagradable tratar con gente así, pero el fin justifica los medios. Pongámosle fin de una vez por todas a la relación con la mina y sigamos adelante con el verdadero asunto que tenemos entre manos.
—Estoy de acuerdo. Disfrute de todos los elogios de nuestro actual presidente por su conmovedor ejercicio de diplomacia. ¡Si él supiera cómo estaba ayudándonos con las elecciones! Este último golpe diplomático debería de ponerle en lo más alto de las encuestas. Paz en nuestros tiempos, ¿eh? —Se creía muy listo por estar citando a Neville Chamberlain.
—A veces me pregunto si todo esto ha merecido la pena. Ya sabe lo que se dice: no se puede meter al genio en la lámpara.
Después de colgar el teléfono, el consejero de Seguridad Nacional volvió a guardar el informe de la mañana en el archivador con el borde rojo y frunció el ceño. Sabía que la venta de sus almas al diablo era el precio que los seis conspiradores acababan de pagar por la «paz en nuestros tiempos».
San Pedro, California
Cuando Robby Hanson cerró el teléfono móvil, miró a su alrededor y, al ver que nadie estaba observándolo, se giró hacia el voladizo de la segunda cubierta y le indicó a la chica que se acercara. Ella sonrió y salió de entre las sombras.
—¿Qué ha dicho? —preguntó la chica de veinte años.
—No sospecha nada. Con tal de realizar su crucero de ensueño por el Amazonas, a la profesora Zachary no le importa quién venga en este viaje. Además, no es que estemos mintiendo al decir que eres una estudiante de posgrado de la Universidad de Berkeley, ¿verdad?
La chica sonrió y se acercó para besar a Robby en los labios.
—Tenía que venir. ¿Cómo iba a perderme el viaje de mi vida?
—Sí, pero ¿en cuántos problemas me voy a meter yo por esto? Recuerda que fui yo el que te ayudó a escaquearte de tu guardaespaldas. Cuando tu padre lo descubra, le va a dar algo. —Robby sacudió la cabeza, volvió a besar a la chica y la apartó de él—. Ve a tu camarote y empieza a familiarizarte con tus compañeros de viaje, pero que no te vea nadie hasta que consignes tu equipo. Ah, por cierto, Kelly, te llamas Cox. Leanne Cox. ¡Joder, estoy muerto! —murmuró.
Ella batió las pestañas, agarró su nuevo macuto y fue hacia la escotilla que conducía a la cubierta inferior. Después, se detuvo y se giró.
—¿No irás a decirme que mi prometido secreto le tiene miedo a mi padre?
Robby sonrió y empezó a anotar marcas de verificación en su manifiesto.
—¿Por qué iba a tenerle miedo a uno de los hombres más poderoso del mundo? ¡Claro que no, señorita Cox!
Farbeaux decidió ir conduciendo desde Los Ángeles hasta Palo Alto. Tomar la autopista 1 lo relajó y permitió que su mente asimilara la misión y pensara. Había guardado el mapa de Helen Zachary dentro de un contenedor cilíndrico y lo había metido en el maletero. Mientras silbaba, sacó del bolsillo de su chaqueta una cruz española que había pertenecido al padre Corintio. La última vez que el sacerdote de Pizarro había visto la cruz fue en 1534. Su calidez irradiaba hacia su mano mientras la miraba. ¡Qué astuto había sido Corintio al unir las dos muestras del mineral de ese modo tan ingenioso! La cruz había caído por casualidad en manos de Farbeaux el año anterior, cuando se la había ofrecido como pago por unos servicios prestados un antiguo cliente. Había sufrido varios cambios según había ido pasando por las sucesivas generaciones de la familia Corintio: se le habían añadido joyas y un fino baño de oro. Pero la sorpresa que encontró en el interior de aquel compartimento oculto fue un impresionante golpe de suerte.
Farbeaux sabía que las riquezas que podían hallarse en esa casi olvidada laguna estaban cerca de pertenecerle, en parte gracias a esa cruz y a los secretos que le había revelado. Un mito de quinientos años de antigüedad, una vieja leyenda que se negaba a morir, pronto se convertiría en una realidad que bien merecía mucho más que todos los tesoros perdidos que se le habían arrancado a la tierra.
San Pedro, California
Cuatro horas después
Tras su llegada al puerto, Helen estaba haciendo una última comprobación del equipo, embalado y sujeto con correas por toda la cubierta del Pacific Voyager. Solo esperaba que hubiera suficiente espacio en el remolcador fluvial Incan Wanderer y la gabarra Juanita cuando transfirieran el equipo en Colombia. Kennedy y su equipo tenían tres cajas más de las que ella les había permitido llevar. En su tablilla sujetapapeles hizo una marca de comprobación junto a cada espacio que indicaba el peso de sus cajas. Frunció el ceño al sumarlo todo.
—Robby, ¿dónde está el doctor Kennedy? —le preguntó a su más brillante estudiante de posgrado.
Él le lanzó una cuerda enrollada a una de las jóvenes que surtían la expedición de Helen y señaló hacia la popa del Pacific Voyager.
Helen se mordió el labio y le entregó la tablilla con la lista de embarque.
—Dale esto al capitán —dijo al girarse hacia la popa—. Dile que nos pasamos casi ciento cuarenta kilos, pero que aun así estamos dentro de su capacidad de carga.
—Hecho, doctora. —Él la observó un momento, preguntándose si tal vez debería acompañarla a ver a Kennedy y sus hombres, pero decidió que si alguien podía con esos tipos era la doctora Zachary. A continuación, su mirada buscó a Kelly. Estaba en la cubierta, consignando el equipo de su cámara. Las gafas de pasta y el cabello teñido no ocultaban su belleza, pero sí que lograban ocultar su identidad. Supuso que a todos en el barco les costaría reconocerla.
Helen se aproximó a Kennedy y a sus socios, que formaban un corrillo cerca de uno de los grandes tojinos de la popa. Estaban sumidos en una conversación cuando Kennedy alzó la mirada y la vio caminando hacia ellos. Asintió y sus hombres se dieron la vuelta y se marcharon, pero no antes de que Helen advirtiera que uno de ellos se llevaba parcialmente la mano a la frente. Los ojos de Kennedy se dirigieron al hombre en cuestión que, de inmediato, bajó la mano y siguió alejándose. Helen se preguntó a qué venía todo eso.
—Profesora Zachary, ¿preparados para zarpar? —preguntó Kennedy mientras se acercaba a ella.
—Debo asistir a una reunión, pero podremos salir en unos veinte minutos. —Se subió la cremallera de su abrigo azul oscuro—. Doctor, según la lista de embarque, tiene tres cajas con las que ni se contaba ni han pasado la inspección, y el peso de esas tres cajas nos sitúa por encima de nuestro límite, lo cual me obliga a preguntarme si pretendía introducirlas sin que yo lo supiera.
Kennedy, un hombre de unos veintiséis años, con el pelo rubio y cortado al cero, se rió.
—Mi compañía farmacéutica nos ha enviado dos ordenadores y un analizador de fluoruro en el último momento. Nada impresionante, en realidad es algo bastante aburrido.
—Entonces, ¿no le importara si las inspecciono, verdad?
—En absoluto, haré que se las abran. No creo que nos retrase más de dos horas. Es un verdadero fastidio porque están muy bien embaladas, pues su contenido es sumamente delicado, pero no queremos incumplir las reglas. Señor Lang, puede desembalar el analizador y los ordenadores y volcar las cajas para…
—No será necesario, doctor —dijo Helen, irritada ante el posible retraso. Estaba nerviosa y no confiaba en Henri Saint Claire. Era como si fuera a presentarse de pronto en el muelle y atraparlos antes de que pudieran hacerse a la mar—. Su compañía farmacéutica se ha ocupado de una porción de la factura que quedaba pendiente para financiar este viaje, pero, por favor, no dé por sentado que eso le otorga el derecho a evadirse de mi autoridad. —Se dio la vuelta y se alejó.
—Jamás se me ocurriría —le respondió a la vez que ella se retiraba—. Valoramos mucho esta oportunidad de examinar la fauna de esa nueva e inexplorada zona de la cuenca… —Cortó su ensayado discurso cuando la mujer no se detuvo y no dejó de mirarla mientras Helen recorría la pasarela hasta las oficinas del barco.
Helen entró en el despacho y se quitó el abrigo al mismo tiempo que sus ojos se habituaban a la luminosidad del interior. Finalmente vio al hombre sentado en la esquina con una de sus largas piernas cruzada por encima de la otra.
—Sinceramente, creía que ibas a tenerme esperando toda la noche en este apestoso lugar —dijo él mientras se levantaba.
—Imagino que has estado en sitios peores. —Ella lo saludó con un abrazo.
—Para que conste, querida mía, tu padre y yo partimos de este mismo puerto hace un millón de años con destino a ese paraíso al que conocemos como Corea. —La soltó y la miró—. Jovencita, pareces agotada.
—Es algo que va conmigo. —Le dio una palmadita en el pecho y se sentó en el borde del escritorio que ocupaba el centro del despacho.
—Entonces, ¿por fin has recibido la anhelada subvención para este enigmático viaje de investigación? ¿Estás contenta?
—Lo estaré si es que llegamos a salir de aquí —contestó mientras miraba al viejo amigo de su padre y abogado de la familia. Lamentaba tener que mentirle sobre la procedencia del dinero, pero logró zafarse de su sentimiento de culpa—. Tengo una misión secreta para ti, Stan.
—Ooh, parece muy misterioso —dijo él, divertido.
—Ni te imaginas —respondió ella. Si él supiera…—. Eres el único en quien puedo confiar para pedirle esto sin que me obligue a responder un montón de preguntas estúpidas.
—A mi edad, he aprendido a formular solo preguntas pertinentes, nunca preguntas estúpidas. ¿Qué quieres que haga?
Helen se levantó y fue hacia la puerta. Se agachó y sacó la funda de aluminio que contenía el fósil. Le entregó la funda al abogado.
—Si por alguna razón no he vuelto para principios de septiembre, ni te he llamado por el teléfono vía satélite para esa fecha, necesito que lleves esta muestra a Las Vegas y se la entregues a un amigo.
Stan cogió la funda y miró a la hija de su antiguo camarada.
—Es una broma, ¿verdad?
Helen se metió la mano en el bolsillo y colocó un sobre encima del contenedor.
—La dirección está aquí dentro, junto con el nombre de mi amigo. También hay un informe sobre la expedición. Mi amigo posee los recursos necesarios para averiguar cómo llegar hasta mí, así que por razones de seguridad y por tu propia conveniencia, no le he dejado instrucciones sobre cómo encontrarme. Stanley, ¿harás esto por mí?
No dijo nada al principio, mientras iba hacia el escritorio y dejaba el contenedor encima.
—¿En qué te has metido, Helen? ¿Adónde demonios vas y por qué tienes que dejarme una lista de instrucciones tan enigmática?
Ella sonrió y volvió a darle una palmadita en la solapa izquierda.
—Te preocupas demasiado; es solo una especie de competición, la carrera por el premio.
—¿Y qué premio es ese?
—Uno grande, Stanley. —Se puso de puntillas y lo besó en la mejilla—. Es peligroso únicamente porque se trata de un lugar muy remoto. Tengo cincuenta personas acompañándome, así que no estoy metida en esto sola. ¿Lo harás por mí?
Él estaba a punto de responder cuando la bocina del barco sonó e interrumpió su respuesta. Hizo una mueca y, una vez el ruido había cesado, alguien llamó a la puerta y Kimberly Denning, una estudiante de tercero, asomó la cabeza.
—El capitán ha dicho que deberíamos aprovechar esta marea o tendremos que olvidarnos de partir hasta mañana —dijo Kimberly y se marchó.
Helen agarró su abrigo y se lo puso.
—¿Me deseas suerte? —le preguntó a Stan.
—Sí. Solo me gustaría saber qué estás tramando.
Ella sonrió y se giró hacia la puerta, alzando la mano para decir adiós.
—Lo único que te diré es que, cuando regrese, nadie volverá a ver el mundo del mismo modo.
La puerta se abrió y Helen se marchó. Stan cogió el sobre blanco de encima del contenedor al ir hacia la ventana. Helen se giró cuando alcanzó el final de la pasarela y se despidió con la mano. Él alzó el sobre y se despidió también. Los alumnos formaban una fila junto a las barandas y decían adiós a sus familiares, que aguardaban la partida en el aparcamiento. A la derecha de Helen, apartado de ella y de sus alumnos, había un grupo de hombres observándolo todo. No estaban despidiéndose de nadie, solo apoyados contra la borda de acero mientras la tripulación del barco soltaba amarras. Stan lo vio zarpar del muelle con la bocina sonando. Se produjo una explosión en la popa cuando los motores arrancaron y el Pacific Voyager se abrió paso hacia mar abierto.
Stan se apartó de la ventana y miró el sobre que tenía en la mano. Entrecerró los ojos y se situó junto a la lámpara del escritorio. La femenina letra de Helen se extendía por el papel blanco en fluidas líneas. Stan miró por la ventana y pudo ver las luces del Pacific Voyager, pintado de azul, alejándose. Después, fijó su atención en el nombre y la dirección del sobre. Lo leyó en alto: «Doctor Niles Compton, casa de empeños Gold City, 2120, avenida Desert Palm, Las Vegas, Nevada».
—¿Una casa de empeños? —se preguntó.
Se metió el sobre en el abrigo y volvió a mirar por la ventana, poniendo ahora su interés en los familiares y amigos de los alumnos de Helen mientras arrancaban sus coches y salían del pequeño aparcamiento. Al instante, y sin saber por qué, se le puso la carne de gallina al ver los coches marcharse. No creía en premoniciones ni en las otras extrañas ciencias que ocupaban los periódicos, pero sí que tenía la sensación de que acabaría entregando ese sobre en la casa de empeños de Las Vegas, y de que las familias que habían visto partir a sus seres queridos en la noche jamás volverían a verlos vivos.
Cogió el contenedor de aluminio y se encaminó hacia la puerta. Se permitió echar una última ojeada hacia el puerto, pero las luces del barco se habían desvanecido en las aguas del Pacífico.