Jack, Virginia y Carl habían llegado a la conclusión de que, tras una inspección de la mina, independientemente de si encontraban o no a los estudiantes perdidos, habría que dar por finalizada la expedición por razones que incluían una posible situación de alarma nuclear en el valle. Jack sabía que tendría que alertar a Niles y después llevar hasta allí, como fuera, todo un equipo militar para conducir una adecuada misión de búsqueda del arma, si es que existía ese arma. Pero entre el descubrimiento de una unidad operacional secreta, que había sido clandestinamente adjuntada al equipo de Zachary, y el hallazgo de una llave nuclear activada, las probabilidades de que a esa expedición en particular le fuera a ir muy mal enseguida eran muy altas. Jack les hablaría a los demás del asunto nuclear después de registrar la laguna y la mina en busca de supervivientes de la expedición perdida.
Antes de enviar un equipo bajo la catarata y al interior de la mina que, según indicaba el mapa de Padilla, se encontraba allí, primero tenía que saber si había salida en caso de emergencia. Gracias a las lecturas del sonar, el equipo científico había determinado que todo el valle estaba acribillado de cuevas y túneles debido a antiguos ríos de lava. Había pozos de mina abiertos mediante voladura claramente indicados en sus lecturas.
De modo que Jack ordenó que la campana de inmersión y el sumergible salieran a acotar los muros de la laguna e intentaran descubrir cualquier vía de escape, al igual que posibles restos del barco y la gabarra de Zachary. Instó a la gente a darse tanta prisa como les permitieran los protocolos de seguridad; incluso Jenks había reducido su larguísima lista de comprobaciones de ambas embarcaciones.
El sumergible, según Jenks (que lo pilotaría), era rápido y manejable. Acompañaría a la campana de inmersión que ya estaba colocada para las auscultaciones del sonar que tenían que hacer. En cuanto a cualquier forma de vida agresiva que pudieran encontrar bajo el agua, el suboficial le aseguró a Jack que el sumergible podría ocuparse con su cargador completo de arpones neumáticos. Treinta y cinco en total se habían colocado en una pistola giratoria delante del piloto y eran operados desde el interior del entorno seco del sumergible.
Jack no quería parecer protector en exceso, pero hizo que Jenks le asegurara que la campana quedaría protegida, ya que contendría un cargamento que se estaba volviendo cada vez más preciado para él: Sarah. Ella era la elección lógica para esa investigación a fondo, puesto que sabía qué buscar en los estratos de roca de lava que conformaban las paredes de la laguna. Para observar la vida submarina, «Charlie el Loco». Ellenshaw, como habían llegado a llamarlo a sus espaldas, por supuesto, acompañaría a Sarah junto con el profesor Keating, que no perdería a Ellenshaw de vista. Mendenhall se había presentado voluntario para ir con Jenks en el sumergible biplaza.
Dentro de sus limitaciones de tiempo, Jenks había comprobado a fondo los dos sistemas y se había asegurado de que funcionaban bien. La campana era el más seguro de los dos, ya que iba conectada al Profesor todo el tiempo mediante una especie de cordón umbilical. El sumergible era mucho más complejo y peligroso, ya que estaba absolutamente separado del barco y podía estar sumergido durante más de cinco horas con el oxígeno que tenía a bordo. La embarcación con forma de torpedo era conocida como un «buzo seco»; en otras palabras, la tripulación estaría totalmente enclaustrada con su propia atmósfera. Jenks le había puesto el nombre de Yoyó Uno a la campana de inmersión porque parecía un yoyó unido a una cuerda. El sumergible poseía el potente nombre de Tortuga.
—Bueno, supongo que ya está —dijo al salir del Yoyó Uno—. Dejaos puestos los trajes térmicos; con lo hondo que vais a bajar, os quedaréis más fríos que el culo de un pocero.
—¿Que qué? —preguntó Ellenshaw, sin comprender el comentario.
Jenks miró al profesor de cabello alborotado y se sacó de la boca el puro para decir algo, pero se lo pensó mejor y se limitó a sacudir la cabeza.
Jack estaba nervioso mientras Carl y él escuchaban al bromista suboficial. Sabía que a nadie le hacía gracia la decisión de retrasar la incursión inicial en la mina, pero quería todas las vías de acceso acotadas antes de arriesgarse a perder las sondas que les quedaban, e incluso una vida. Habían llevado a cabo pruebas en las profundidades de la laguna, pero aún tenían que descubrir el fondo. Creyeron haberlo alcanzado una vez, pero las sondas del tamaño de pelotas de béisbol se habían alojado momentáneamente en un saliente y después se habían soltado, hundiéndose en la oscuridad de la laguna aparentemente sin fin.
Sarah había anunciado durante una de las pruebas que, tras la frialdad inicial, a los cuarenta y cinco metros el agua comenzaba a calentarse a una velocidad asombrosa. Ella lo llamó «la capa térmica de la laguna», donde la actividad volcánica estaba calentando el agua y forzando que saliera por antiguas válvulas de vapor. Virginia también les había entregado los resultados de las cinco sondas que habían lanzado. A un nivel de sesenta metros, el porcentaje de fluoruros en el agua aumentaba en un quinientos por ciento, lo cual resultaba extraño y aun así no suponía peligro, a pesar de que jamás se había topado con semejantes cantidades de fluoruro y no podía encontrarle explicación al fenómeno.
—Comandante, no podrá ver al Tortuga, pero el interior del Yoyó estará en este monitor; puede pasar de vistas externas a internas. Pero Sapo y usted mantengan los ojos bien puestos en las bombas y en los cables de energía de la campana por encima de todo, ¿está claro? —preguntó Jenks.
—Claro —respondió Jack al girarse hacia Sarah y los dos profesores.
—Me encuentro un poco fuera de mi terreno aquí —comentó Sarah.
—Tonterías, pequeña alférez. Está húmedo, nada más, pero por lo demás es como cualquiera de sus cuevas —dijo Jenks al colocarse el traje de neopreno—. Ahora, suban a bordo y tomen asiento. Lo único que tienen que hacer es llevar a cabo las auscultaciones, sacar fotografías y observar. —Miró a Keating y a Ellenshaw, que dio un paso atrás, acobardado ante su intensa mirada—. Y digo «observar», nada de tocar interruptores y pulsar botones, y nada de preguntar qué es esto y qué es aquello. La pequeña alférez está al mando ahí abajo, ¿entendido?
—Sí, suboficial, ni botones ni interruptores —dijo Ellenshaw al asentir con la cabeza girada ligeramente hacia la izquierda, como queriendo dar a entender que sería Keating, y no él, el que pulsaría botones y tocaría interruptores.
Jenks pasó a centrar su mirada exclusivamente en Keating, que también dio un paso atrás sin comprender el porqué de esa actitud del suboficial, ya que no había visto al hombre de pelo blanco indicarle que era él quien causaría problemas.
—De acuerdo, vuestro carruaje aguarda, señoras —dijo Jenks señalando y haciendo una media reverencia hacia la escotilla abierta.
Sarah y Jack se miraron antes de que ella subiera los tres peldaños de la pequeña escalera y entrara en la campana. Enseguida la siguieron Keating y Ellenshaw, que estaban farfullando algo sobre el hecho de que los hubiera llamado «señoras». Jenks bajó la escotilla y giró una pequeña rueda que la cerró herméticamente. Los pasajeros desaparecieron bajo la moldura que mantenía al Yoyó en su lugar. Jenks le dio dos palmadas al redondeado casco y tiró de una palanca que soltó la campana de su moldura. A continuación, utilizó una pequeña bomba de mano para abrir hidráulicamente la gran escotilla por debajo del Yoyó y que, al descender, permitió que entrara un pequeño reguero de agua. Se vació rápidamente y él utilizó el controlador del torno para empezar a bajar la campana. Se detuvo cuando la campana estuvo completamente hundida, y se puso los auriculares.
—¿Me reciben, Yoyó? —gritó.
—Alto y claro —respondió Sarah.
—Se quedarán ahí hasta que el Tortuga esté en el agua, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
El suboficial se quitó los auriculares y se los pasó a Carl antes de girarse hacia un nervioso Mendenhall.
—De acuerdo, sargento, metámonos en este altamente experimental, no certificado, y probablemente más peligroso sumergible que se hayan construido nunca.
Mendenhall no respondió; simplemente miró a Jack y a Carl y después, lentamente, siguió a Jenks hacia la elevada cabina de mandos acrílica del Tortuga.
El Yoyó descendía a cuatro metros por minuto mientras el Tortuga zumbaba en espiral a su alrededor en busca de signos de escapes de agua que se harían notar mediante las pequeñas burbujas que emanarían de su casco de titanio. Mendenhall se sintió mareado por un momento cuando el Tortuga, con una longitud de casi cinco metros, giró en círculos alrededor de la campana de inmersión.
Sarah tomó auscultaciones de sonar activo de las paredes mientras descendían. Los dos profesores miraban a través de sus ojos de buey individuales de quince centímetros de grosor, por los que vieron numerosos peces y tomaron notas de sus especies y de la profundidad a la que los habían divisado.
Sarah estaba apuntando anomalías en su gráfico cuando vio que el sonar había captado el gran cuerpo de un pez dirigiéndose hacia ellos. Se colocó los auriculares y se acercó el micrófono a los labios.
—Yoyó a Tortuga, tenemos un gran banco de peces acercándose a estribor; mantengan los ojos bien abiertos —dijo al echarse atrás y señalar la ventana de Ellenshaw. Colocó la mano sobre su micrófono—. Ahí fuera —susurró.
—De acuerdo, Yoyó, a lo mejor podemos llevarnos la cena, solo tendríamos que freírla —contestó Jenks.
Sarah no respondió. Alargó la mano y activó el sonar para seguir el rastro del banco de peces de manera continuada. De pronto Ellenshaw dejó escapar un grito ahogado e incluso el reservado Keating resopló.
—Eso no son peces, parecen pequeños buceadores —dijo Jenks por la radio.
Sarah se inclinó hacia delante y vio el agua alrededor de la campana abarrotada de pequeños monos anfibios. Habría cientos de ellos acercándose y alejándose de las luces exteriores. Sarah se rió al verlos jugar y Keating dio un salto atrás cuando uno se aproximó a la ventana, se quedó junto al marco un instante y después se alejó precipitadamente. Ellenshaw observaba con absoluta fascinación mientras tomaba notas frenéticamente. Tenía la boca abierta, estaba en el mundo de sus sueños.
—Jack, Carl, ¿estáis captando esto?
—Sí, acabamos de enviar las imágenes de vuestra cámara al laboratorio —respondió Jack.
—¿Cogemos uno? —preguntó Jenks.
—¡No! —gritaron Sarah y Jack al mismo tiempo, casi interrumpiéndose el uno al otro.
—Suboficial, no estamos aquí para agredir, solo para observar, ¿está claro? —dijo Jack.
—Claro, comandante —respondió apesadumbrado el suboficial.
Mientras observaba, un gran grupo de los anfibios se separó del grupo principal y rodeó al Tortuga. Mantenían el nivel de flotación utilizando sus pies y manos palmeados. Tenían las colas en constante movimiento, lo que les proporcionaba una tremenda velocidad. Jenks se rió cuando uno se situó frente al sumergible y el casco lo golpeó; después, se agarró al borde de la cabina y miró a los dos hombres que había dentro. Mendenhall tuvo que sonreír ante la cómica expresión del animal que, claramente, se preguntaba qué lo había golpeado. El mono farfullaba incluso debajo del agua, haciendo que una gran cantidad de burbujas saliera de su pequeña boca.
En la campana de inmersión, las pequeñas criaturas estaban intentando mirar dentro para ver a los extraños que habían accedido a su mundo submarino. Sarah no dejaba de sonreír y dar golpecitos en el cristal y los anfibios repetían sus movimientos, golpeando también ellos el cristal con sus pequeñas garras.
Un fuerte zumbido salió de su portátil. En la gráfica del sonar vio que había registrado una anomalía en la pared opuesta de la laguna, muy por debajo del hueco que había detrás de la catarata. Rápidamente anotó la cueva en el gráfico y marcó las coordenadas. Después, cuando estaba a punto de girarse hacia su ojo de buey, el ordenador volvió a sonar y reveló un punto de luz rojo acercándose a ellos a cuatrocientos cincuenta metros de distancia. En ese momento exacto los pequeños anfibios rompieron filas y se esparcieron por todas las direcciones. Ella volvió a mirar el sonar, atestado de puntitos rojos según las criaturas se alejaban. Su apresurada retirada cubrió el punto rojo que antes estaba ahí.
—Ey, ¿qué ha hecho Ellenshaw? ¿Es que ha dejado que le vean el pelo? —bromeó Jenks por la radio.
Sarah no respondió, había captado el punto de luz de nuevo unos cien metros más cerca que antes. Fuera lo que fuera, era rápido.
—Suboficial, tenemos compañía y se acerca deprisa desde la zona norte de la laguna. Creo que viene del área de las cataratas.
Jenks no respondió cuando detuvo el movimiento en espiral del Tortuga y lo giró hacia la posible amenaza.
Sarah siguió mirando hasta que el punto de luz, de pronto, se precipitó bajo ellos. Se acercaba a veinticinco nudos, calculó rápidamente.
—Jack, puede que el responsable se dirija hacia aquí —dijo nerviosa por el micrófono—. Sea lo que sea, está bajo las embarcaciones, a unos noventa metros, y sigue sumergiéndose. No es lo suficientemente grande como para ser uno de los plesiosauros.
Los dos profesores se desabrocharon los cinturones e intentaron mirar por los ojos de buey hacia lo que tenían debajo, más allá de las luces exteriores.
—Ustedes dos, ¡abróchense otra vez! —les gritó más alto de lo que había pretendido.
—Comandante, ¡empiece a elevar la campana! —gritó Jenks al girar el Tortuga unos cien grados. Activó sus alerones tipo avión y aplicó propulsión. Su motor hidropropulsor respondió de inmediato.
—Recibido, elevando —respondió Jack.
Sarah sintió el torno elevador accionarse. La profundidad de la campana comenzó a caer, tal y como indicaban los medidores de profundidad. Vio que el objetivo se encontraba a solo unos noventa metros y cada vez menos profundo. Jenks no podría situarse a tiempo.
Mientras Keating buscaba movimiento fuera de su ojo de buey, de pronto la portilla quedó ocupada por una espantosa cara. Dio un salto atrás al ver a la criatura mirando el interior de la campana. Sarah se quedó paralizada un instante cuando contempló aquello que había asustado al profesor a través del cristal.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Ellenshaw con la voz entrecortada. El animal había nadado rápidamente hasta su ojo de buey y ahora estaba frente a él.
La criatura tenía unos grandes ojos negros y miraba con lo que para Sarah era mera curiosidad. Las escamas que le cubrían el cuerpo eran gruesas y parecían ser exactas a la muestra encontrada en el cuerpo del seal. La boca se le abría y cerraba mientras sus agallas se movían a cada lado, justo por debajo de la mandíbula. La mitad inferior trasera de su cabeza tenía una larga hilera de espinas que se giraban hacia abajo, y cuando esa extraña hilera de espinas parecidas a aletas se activó, se abrieron en forma de abanico como un escudo protector. Las grandes protuberancias con forma de mano de la criatura se sacudían hacia delante y atrás en un intento de mantener su posición frente a la portilla.
—¡Por Dios! —gritó Jenks por la radio—. ¿Qué cojones es eso?
—Deténgase y manténgase ahí, suboficial. No es agresivo, al menos aún no —gritó Sarah—. Jack, para el elevador —dijo con tranquilidad. Justo un momento después sintieron una pequeña sacudida cuando la campana se detuvo sobre la capa en la que comenzaron a recibir luz desde la superficie.
—¡Miren, es medio humano! ¡Tiene que ser eso! Se puede sentir y ver su inteligencia —dijo Ellenshaw.
—Estoy de acuerdo, está estudiándonos —añadió Keating, asombrado por la imagen que había ante ellos—. Profesor, ¿por qué tendrá las espinas recorriéndole la base de la cabeza?
—Su suposición académica sería tan buena como la mía, querido amigo. Tal vez se trate de una protección o simplemente una herramienta de apareamiento empleada por este animal.
De pronto, la criatura se alejó del ojo de buey y se sumergió más hondo para volver a aparecer frente a Sarah, que hizo lo que pudo por no reaccionar ante su repentina llegada. La gran cabeza se ladeó, sacudiendo las grandes espinas que parecían casi trenzas. Estando tan cerca, Sarah se fijó en que las espinas terminaban en unas afiladas púas. La bestia abrió su boca y ella pudo ver dentro unos dientes muy pequeños. La cara no tenía escamas; sus rasgos eran suaves y de un tono verde blanquecino en comparación con su cuerpo, que era de un verde más oscuro con reflejos plateados y dorados.
—Jack, dime que estás grabando esto —dijo.
—Lo tenemos. Eso debió de ser lo que me salvó y mató a ese plesiosauro. Mendenhall, asegúrate de que sacas imágenes de cuerpo entero de esta cosa.
—Grabando con la cámara delantera —respondió el sargento.
La criatura fue nadando de una portilla a otra observando a los ocupantes de la campana con inmensa curiosidad. No dejaba de intentar tocarlos, aunque el cristal se lo impedía. Después, lentamente comenzó a retroceder, primero agitando sus dedos palmeados y después sacudiendo sus poderosas patas. Se acercó a las burbujas creadas por el Tortuga y nadó en círculos a su alrededor.
—Tranquilo, suboficial —advirtió Sarah—. Solo está mostrándole la misma curiosidad.
—Sí, claro, ustedes tenían una valla de titanio de casi ocho centímetros a su alrededor, pero esta monstruosidad podría hundir este ataúd de aluminio solo con desearlo mucho.
—¿En serio? —preguntó Mendenhall sin moverse cuando la bestia se detuvo y lo observó a escasos centímetros.
La criatura pasó una mano sobre la cabina y la apartó con brusquedad. Jenks redujo la potencia y el Tortuga se quedó suspendido a unos cincuenta metros del Yoyó. El monstruo de nuevo tocó la cabina de cristal justo por encima de la cabeza de Mendenhall, y el sargento tuvo que controlarse para no agacharla cuando el animal, de más de dos metros y medio, hizo ademán de cogerlo. Pero entonces, con la misma velocidad con la que había aparecido, se alejó en la oscuridad de la laguna.
—Esa cosa es cinco veces más rápida que el Tortuga, comandante. Suba la campana y sáquela de aquí. Nosotros nos quedaremos hasta que esté a bordo. Tenga cuidado y tómeselo con calma —dijo Jenks.
Jack volvió a pulsar el interruptor para subir al Yoyó, más feliz que nunca de obedecer una orden del viejo suboficial.
Mientras el Tortuga giraba lentamente alrededor de la campana, el Yoyó fue alzado poco a poco. Sarah representó gráficamente la cueva, con su ángulo inclinado hacia abajo, que el sonar había captado muy por debajo de la catarata. Tal vez era un conducto de lava prehistórico, pero sin verlo de primera mano no podía estar segura. Por otro lado, el agua que salía de ese conducto en particular estaba treinta grados más fría que la de la laguna a esa profundidad.
Los dos profesores estaban debatiendo sobre la existencia del animal que acababan de ver cuando un temblor recorrió la campana. Sarah se aferró a su carpeta llena de cálculos y Ellenshaw y Keating dejaron de lado su discusión y dirigieron su mirada al redondeado techo.
—Nuestro visitante ha vuelto. Joder, ¡está tocando los cables umbilicales! —anunció el suboficial.
La criatura primero tiró del cable de acero y después del tubo de oxígeno de goma, y luego de los dos a la vez. Al principio los sacudió suavemente, pero después con más fuerza.
Sarah y los dos profesores se zarandearon en sus asientos cuando la campana se movió de un lado a otro. Después, de pronto, dejó de moverse.
—Está bajando por el cable hacia la campana —gritó Jenks.
La criatura apareció en la ventana de Ellenshaw y después se alejó rápidamente. Entonces Keating dejó escapar un pueril grito de pánico cuando esa cosa súbitamente se situó frente a él. El mitad hombre, mitad animal, colocó una mano en el cristal y ladeó su gran cabeza. Los gruesos labios se separaron mientras sus agallas se movían y esos ojos negros se estrecharon batiendo tres pares de párpados.
—Esto no me gusta nada. Este comportamiento no es común en un animal salvaje. Debería mostrar curiosidad y marcharse.
—Estoy de acuerdo, esto no es normal —dijo Keating.
—¡Vaya, ahora sí que se ponen de acuerdo! —apuntó Sarah exasperada cuando la bestia alzó una mano palmeada y golpeó el cristal delante de Ellenshaw—. Oh, oh —exclamó Sarah mientras la bestia lo golpeaba otra vez—. Jack, ¡sácanos de aquí!
La campana, inmediatamente, comenzó a subir.
—¡Está aporreando el casco! —gritó Jenks.
La criatura golpeó el cristal, después la campana de titanio y rápidamente sacudió las patas. Volvió a alzarse hacia el cordón umbilical y comenzó a tirar de los cables en un enloquecido frenesí.
—Ya está, va a matarlos —dijo Jenks al darle potencia al Tortuga.
Mendenhall agarró los dos asideros en la parte superior de la cabina y se hundió en su asiento por la repentina aceleración cuando avanzaron hacia el Yoyó a toda velocidad.
La bestia seguía subiendo, pero de repente se vio sacudida por la ola de presión provocada por el avance del Tortuga. Detuvo su ataque y se quedó allí un momento, viendo cómo la amenaza se acercaba a ella. Después, nadó hasta la campana, yendo de ventana en ventana para examinar el interior. Entonces un estallido de burbujas salió de su boca cuando se acercó a la portilla junto a la que estaba Ellenshaw y la golpeó con fuerza, sacudiendo la campana de lado a lado. Finalmente, cesó el ataque y desapareció en la oscuridad en un remolino de burbujas.
—Esto hace que buscar al Bigfoot se quede en nada, ¿verdad? —comentó un tembloroso Keating con risa nerviosa.
Ellenshaw ignoró el comentario y siguió dividiéndose entre mirar por su ventana o por el monitor situado sobre la campana, intentando desesperadamente localizar a la bestia de nuevo.
—De acuerdo, Jack, la hemos perdido de vista. Súbenos —dijo Sarah antes de quitarse los auriculares lentamente y recostarse en su asiento.
Veinte minutos después, Sarah estaba de vuelta en el Profesor trazando un gráfico de la cueva subacuática que el sonar había captado.
—Puede que sea un conducto de lava extinto, pero mirad esto —señaló el gráfico extendido en la gran mesa. Notaron que aún le temblaba la mano ligeramente tras su encuentro en el agua—. ¿Veis lo perfectamente redondeada que es? Tiene unos cuatro metros y medio de diámetro, creo. No sé, Jack, pero si tuviera que dar una opinión, diría que esa cueva es artificial y que no es, en absoluto, un conducto de lava.
—Alférez, si puedo decir algo, la profundidad de su gráfico indica que ese conducto se encuentra a más de ciento veinte metros por debajo de la superficie de la laguna y por ello resulta imposible que el hombre haya podido excavarla —dijo Danielle al mirar a Sarah y Carl y, finalmente, a Jack.
—No, si contamos con que en algún momento esta laguna no estuvo aquí —contestó Sarah, con la vista fija en los ojos de la francesa.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Jack.
—Tengo una teoría, y no es más que una teoría, pero creo que tal vez esto antes fue una mina a tajo abierto, una formación natural descubierta y utilizada por los incas, o tal vez por otra civilización. He tenido tiempo para pensar en ello y creo que esta laguna es un rasgo geológico natural. Una caldera, un cráter, de un volcán que no está del todo extinto, pero que es lo suficientemente estable porque el flujo de lava y los conductos de vapor actúan como una válvula de escape de presión natural, sin permitir nunca que las presiones volcánicas lleguen hasta el punto de erupcionar. Esto no es más que una suposición, pero no creo que este punto, que antes era activo, haya erupcionado en unos doce o quince millones de años. Y tal vez, solo tal vez, el afluente y el río sobre la laguna que crea la catarata fluyeran alguna vez en todas las direcciones. Creo que en un momento posterior fueron desviados hasta aquí para llenar un lago hecho por la mano del hombre, esta misma laguna.
—¿Qué pruebas hay que avalen una teoría tan disparatada?
Sarah no respondió a la pregunta de Danielle de inmediato. Alargó la mano y colocó un cedé en uno de los reproductores situados junto a la mesa de navegación. Pulsó un botón y apareció una imagen subacuática.
—La ausencia de luz afecta a la calidad del vídeo, pero sacamos estas imágenes al bajar antes de que apareciera nuestro visitante. ¿Veis esa pared? Se encuentra a unos treinta metros por debajo de la cascada y a sesenta sobre la entrada de la cueva o conducto de lava. Ahora, mirad esto —dijo mientras utilizaba un lápiz para trazar una línea que inicialmente solo ella pudo ver. La punta del lápiz zigzagueó según ella lo deslizaba por la pantalla.
Jack y Carl no lo vieron en un principio, pero entonces Jack se fijó en una formación que la naturaleza jamás podría haber reproducido.
—¿Una escalera?
—Bingo.
—¡Joder! —exclamaron Carl y Danielle al unísono ante un patrón demasiado preciso como para que no lo hubiera realizado la mano del hombre.
—He de disculparme, alférez. Tenía una teoría válida —dijo Danielle al contemplar la pared de roca—, pero ¿por qué iban a construir una escalera debajo del agua?
—Tengo que volver a bajar, Jack —dijo Sarah.
Jack se puso derecho y se rascó la frente.
—Supongamos que tienes razón, que este conducto es un portal hecho por el hombre. Creo que tenemos suficiente para continuar.
—Pero si tenías dudas sobre si entrar en la mina sin una ruta de escape, ¿por qué le hace sentir más seguro una cueva subacuática? —preguntó Danielle.
—Apuesto a que la cueva es una salida viable desde las minas. Los antiguos tenían la costumbre de hacer cosas imposibles, señora Serrate. Por lo que sabemos, hay una zona de presión justo al otro lado de esa entrada que retiene el agua y mantiene seco el túnel.
—Como en las plataformas subacuáticas —apuntó Carl.
Jack se limitó a asentir con la cabeza y miró el reloj. Ya eran más de las tres de la tarde, pero quería unas cuantas respuestas más. Pulsó el intercomunicador.
—¿Suboficial?
—Sí —respondió Jenks desde la zona de Ingeniería.
—¿Preparado para llevar al Fisgón de paseo para averiguar qué ha pasado aquí durante todos estos siglos?
Farbeaux vio a Méndez embutir su gordo cuerpo en el traje de neopreno mientras Rosolo colocaba una bolsa de nailon cauchutada en su cinturón de inmersión y se aseguraba de que estaba bien enganchada. Los otros hombres estaban sentados con sus trajes de buceo ya puestos y comprobando sus recicladores. En total sumaban dieciséis hombres, incluyéndolo a él. Suficiente, pensó Farbeaux, para prácticamente garantizar un desastre mientras recorremos una distancia tan larga bajo el agua hasta la mina.
Santos permanecía asomado por la ventana del puente de mando con su gran puro colocado en una comisura de su sonriente boca. Farbeaux fue hasta el lado contrario del barco, adonde el resto de la tripulación estaba llevando algunos de los suministros empaquetados desde la gabarra anclada. Por el rabillo del ojo le pareció que algo que se movía, pero cuando volvió a mirar, el movimiento no se repitió.
El comandante del elemento de asalto llevaba días tras el Río Madonna. Había sido un recorrido difícil de seguir, pero el coronel se había criado en la frondosa selva amazónica de Brasil. Observó cómo sus hombres lo preparaban todo mientras se adentraban en la selva.
—¿Listos?
El hombre pequeño se acercó al coronel, aunque permaneció en las sombras.
—Listos.
—Las radios funcionarán sin problema debajo de esta puta fronda de árboles, así que monitorícenlo todo. Haré una señal cuando llegue el momento de que los hombres entren en la laguna, ¿está claro?
—Sí, pero mis hombres no están habituados a viajar por el agua. Nos sentimos cómodos sobre el terreno; nuestro entrenamiento se ha basado en el asalto por tierra.
El coronel pareció furioso por un momento, aunque después se calmó.
—Mis órdenes eran traer a sus hombres hasta el punto de asalto y dejar que hicieran eso por lo que les han pagado; así que inflarán sus barcas cuando pasen los rápidos y entrarán en la laguna. Calculo que solo tendrán que enfrentarse a un tercio de los norteamericanos, el resto ya estará dentro de la mina.
—¿Qué pasa con esos idiotas del barco? Representan una amenaza para mis hombres, ¿no?
El coronel miró hacia el Río Madonna, en mitad de la oscuridad. Los hombres que estaban a bordo hacían mucho ruido mientras se preparaban para entrar en el río.
—Puede que les faciliten el asalto. Sospecho que sus propósitos son contrarios a los de nuestros amigos norteamericanos. En cualquier caso, ellos también han de ser eliminados. Nadie sale de este valle vivo; esas son mis órdenes y, por lo tanto, las suyas también. Los que le han contratado serán implacables si fracasa en ese punto.
—Hacemos lo que nos han pagado por hacer. He trabajado muchas veces para su general y jamás le he fallado. Mataremos a todas las personas de la laguna y después dejaremos a los demás encerrados en la mina. Pero la situación ha cambiado, ¿verdad? Nos hablaron de los norteamericanos, pero su general nunca dijo nada sobre este segundo grupo. Esto duplicará el precio, de lo contrario ya puede utilizar a sus propios militares para estos asesinatos.
El coronel se mostró exasperado.
—Se le pagará el precio que demanda, pero estaré con usted para asegurarme de que su contrato se cumple.
El mercenario asintió y les ordenó a sus hombres que siguieran adelante con sus botes de goma.
—Pronto su general tendrá muchos norteamericanos muertos.
A bordo del Río Madonna, Farbeaux se situó en el saliente de popa y comenzó a preparar su equipo. Aún tenía la extraña sensación de que no estaban solos. La selva al otro lado del barco estaba tranquila, pero él no dejaba de levantar la mirada a cada rato para examinar la zona todo lo que le permitía su limitado campo visual.
El reciclador que tenía era grande y voluminoso, pero solo tendría que llevarlo hasta pasados los rápidos. Después, en ese punto, los hombres de Méndez y él entrarían en la laguna sin que los vieran. Al meter su 9 mm y cinco cartuchos de repuesto en una funda de plástico, su mano rozó la gran cruz que llevaba en la mochila. Respiró hondo y la estrechó entre sus dedos. La sacó hacia la débil luz del saliente de popa. Uno de sus contactos, que sabía que ese objeto lo había encontrado el gobierno de Estados Unidos en los años treinta, la robó. Cómo la obtuvo el gobierno era algo que Farbeaux desconocía, pero ahora era suya, y eso incluía también los extraños objetos que la cruz guardaba. Era la razón por la que estaba ahí. Sacudió el gran objeto y quedó satisfecho al oír las dos muestras que llevaba dentro deslizándose sobre el falso fondo. Había sido un ingenioso diseño del padre Corintio, el mismo hombre que era responsable de uno de los primeros encubrimientos políticos del Nuevo Mundo. Al sujetar la cruz y sentir su calidez interna, supo que el sacerdote que acompañó a Pizarro en sus incursiones había superado a su época en cuanto a sabiduría. Con lo que tenía en la mano, Farbeaux era consciente de que, sin lugar a dudas, podía cambiar el equilibrio del poder mundial para siempre. Pero sería él quien tuviera la potestad de la elegir, no un banquero chupasangre mucho más vil que los hombres a los que una vez sirvió.