Capítulo 17


Cuando el Profesor lentamente bordeó una larga curva, las calmadas aguas de pronto se enfurecieron y se volvieron blancas con espumosos rápidos. Jenks maldijo y dio marcha atrás. La tripulación, mitad de guardia, mitad dormida en sus literas, salió propulsada. Los que estaban de guardia perdieron el equilibrio y aterrizaron en cubierta, mientras que los demás maldijeron cuando se golpearon la cabeza contra las luces del techo. Otros cuantos se cayeron de sus literas.

Jenks vio que estaba librando una batalla perdida cuando el río se apoderó del Profesor y lo lanzó hacia delante como si estuviera sobre una ola. Unas espumosas aguas cayeron por encima de su proa de cristal y dio la impresión de que acabaría sumergido bajo el río. Maldijo de nuevo cuando sintió un repentino golpe bajo el casco y el barco se alzó más de medio metro en el oscurecido espacio que formaba el impenetrable dosel de árboles. Encontró los interruptores de emergencia que controlaban los protectores subacuáticos de las portillas y los pulsó todos tan rápido como pudo. No pudo oír el ruido hidráulico que indicaba que los protectores de acero estaban deslizándose.

Jack fue avanzando por las secciones hasta que llegó a la cabina y se dejó caer sobre el asiento.

—¿Qué tenemos aquí, suboficial? —preguntó al colocarse el arnés sobre los hombros y ajustarlo.

—Rápidos salidos de la nada, sin previo aviso; no ha habido ningún cambio en la corriente que indicara que tendríamos unas aguas tan bravas más adelante.

Bajo su mirada, el Profesor chocó contra una gran roca saliente y rebotó hacia el centro del ahora loco afluente. Giró veinte grados a estribor y pudo oír improperios de la gente que caía contra la cubierta. Jack alargó la mano, conectó el micrófono 1 y se dirigió a los que estaban situados en la parte trasera.

—¡Que todo el mundo se abroche los cinturones! —gritó por encima del ruido de los rápidos.

Jenks empujó la palanca hasta la derecha, intentando enderezar al Profesor, que volvió a golpearse contra la orilla izquierda. Las alarmas comenzaron a sonar. Había riesgo de incendio en la sección de Ingeniería y varias escotillas abiertas. Una alarma de daños se oyó en la sección cinco, anunciando que estaba entrando agua.

—¡Hijo de puta! Espero que estos chicos estén preparándose ante esa alerta de incendio —dijo al llevar los motores a potencia máxima y marcha atrás.

El Profesor no respondió mientras se desplazaba hacia el centro del afluente.

—¡Estamos en una inclinación muy pronunciada! —gritó Jack después de mirar el calibrador.

—Imposible. No había corriente, ¡a menos que estemos cayendo en algún puto agujero! —gritó Jenks.

Otras alarmas sonaron indicando que el Profesor tenía problemas en la sección ocho.

—¡Suboficial, tenemos un gran agujero en la sección siete, entre esta y la sección ocho! —gritó Carl por el intercomunicador.

—Encárgate tú, Sapo, aquí estamos muy ocupados —respondió Jenks cuando el enorme barco dio contra una roca en el centro del afluente y volvió a elevarse antes de caer en las blancas aguas, esparciendo una cantidad enorme de líquido y dejando la cabina tres metros bajo la turbulenta agua. De nuevo, el Profesor tocó con violencia la orilla derecha. En esa ocasión chocó contra la roca. Todos oyeron el horrible crujido del material de composite cuando se enderezó y viró a babor.

Igual de pronto que las aguas bravas aparecieron, desaparecieron, y el Profesor se quedó trazando un lento círculo en mitad de un afluente mucho más ancho. Los reflectores iluminaron las orillas gemelas al girar hacia la ribera y, después, al situarse frente al río. Jenks activó los reactores de estribor y el Profesor redujo la velocidad de su giro, pero uno de los reactores debía de estar dañado porque no desaceleró lo suficientemente rápido. Al final, el enorme barco chocó contra la arenosa orilla y eso hizo que dejara de dar vueltas. Jenks hizo lo mismo con los reactores de popa y el barco detuvo el giro provocado al rebotar contra la orilla y que lo habría mandado en la dirección contraria. Jenks pulsó el interruptor para activar el sistema automático de mantenimiento de posición, esperando que aún funcionara después del viaje en montaña rusa que había hecho el barco. El Profesor no se diseñó para hacer rafting por aguas rápidas. Todo estaba en calma mientras oía los propulsores trabajando en alternantes estallidos de agua. Finalmente, el Profesor se detuvo por completo. Las luces de todas las secciones de popa se habían apagado y la tripulación estaba navegando solo con la tenue luz de emergencia alimentada por batería.

—Comandante, en la parte posterior de esta sección encontrará la caja de fusibles. Arregle ese interruptor para que podamos ver los daños que hay, ¿de acuerdo?

Jack se desabrochó el arnés de seguridad y fue hacia la popa, donde enseguida encontró el panel cubierto de cristal y lo abrió. Tres grandes interruptores habían saltado. Pulsó el primero y después los otros dos. Las luces superiores volvieron y pudo sentir cómo todos suspiraron aliviados. Oyó a Jenks por el intercomunicador.

—Ingeniería, ¿cuál es vuestra situación?

—Un minuto, suboficial, aún estamos colocando algunas piezas por aquí —le gritó Mendenhall.

Jack fue a comprobar cómo estaban los demás. Encontró a Sarah y Danielle ayudando al cocinero con un pequeño incendio que se había generado en el horno. Los ventiladores del techo estaban despejando el humo y supuso que lo tenían controlado, así que siguió avanzando. En la sección ocho vio que Carl, Sánchez y los profesores Ellenshaw y Keating estaban sellando el marco que rodeaba una de las ventanas subacuáticas. Mientras trabajaban, tenían unos cinco centímetros de agua rodeándoles los tobillos.

—¿Está controlado? —preguntó Jack.

Carl lo miró y asintió. Tenía un buen corte en la frente.

—Cúrate eso, Carl —le dijo Jack señalándose la frente. Después, se marchó.

El resto del departamento de Ciencias estaba bien, a excepción de unas cuantas lesiones sin importancia y daños en el equipo. Era la sección de Ingeniería la que preocupaba a Jack, donde un metro y medio de agua cubría las dos plataformas de los motores. Mendenhall estaba arrodillado trabajando con el motor número dos.

—¿Qué tienes, Will? —le preguntó Jack.

Mendenhall se sentó en el agua y lo miró.

—El motor dos se ha desarmado, comandante. Tardará un tiempo en funcionar. El eje que lo comunica con el reactor principal ha quedado doblado como una galleta de esas con forma de lazo y por lo menos necesitaremos cinco días para repararlo.

Jack se acercó al intercomunicador y llamó a Jenks.

—Suboficial, hemos perdido el número dos y necesita una extensa reparación. El número uno parece estar bien, pero tendremos que tomárnoslo con calma.

—Ahora mismo no lo necesitamos —respondió Jenks.

—¿Por qué? Podemos llevarlo a pocos nudos —contestó Jack.

—No lo necesitamos por ahora. Dígales a los chicos que trabajaremos con el número dos en los próximos días, mientras su gente da con lo que ha venido a buscar.

—¿De qué está hablando, suboficial?

—Comandante, hemos encontrado su jodida laguna —dijo Jenks con tranquilidad.

Había quince personas en la cubierta superior mirando lo que solo podía describirse como un mundo perdido. La inmensa cascada era tal como la describía la leyenda. El agua caía desde un manantial situado a varios metros en el aire. El centro de la gran laguna estaba moteado por la luz del sol más brillante que pudiesen recordar, mientras que los márgenes del agua permanecían en una casi absoluta oscuridad. El caos provocado por la gigantesca catarata generaba su propio sistema de vientos y corrientes que refrescaban a los que estaban en la cubierta y los liberaban del implacable calor y de la humedad. Rodeando la laguna había unas amplias riberas que se extendían desde el agua como las arenas que uno podría encontrarse solo en los más lujosos hoteles de Waikiki. Pero, con mucho, el rasgo sobresaliente de todo ese escenario era el gigantesco arco de piedra que se alzaba por los lados de la catarata y que parecía contar con una prolongación bajo las aguas. Dos deidades de piedra hacían guardia a cada lado, flanqueando la cascada. Eran similares a las extrañas estatuas que habían visto antes, pero con un estilo más ornamentado. Las manos de ambas deidades agarraban con fuerza dos impresionantes lanzas de treinta metros.

—Nunca en mi vida había contemplado algo tan hermoso como esto —dijo Danielle al acercarse a Carl.

—Es una pasada.

—De acuerdo, necesito ir acompañado para mayor seguridad —dijo Jack—, y vamos a empezar a organizarnos. Con toda esta belleza natural, se me ha pasado una cosa. El barco de Zachary no está por ninguna parte.

La admiración de la laguna y del boscoso valle se detuvo en cuanto Jack mencionó el navío desaparecido. Lo que había sido una imagen impactante de pronto pasó a ser algo ominoso para todos. En algún lugar de la jungla un papagayo chillaba, y el Profesor escoró a estribor, oscilando hacia la luz del sol en el centro de la laguna.

La mayoría de los equipos científicos se dividieron en grupos de reparación. El equipo de Seguridad preparó una zódiac de goma para explorar la orilla en busca de algo que pudiera ayudarlos a localizar a la profesora Zachary y a su equipo. Jack había intentado establecer una trasmisión por satélite con el Boris y Natasha, pero el plato transmisor se había soltado de la montura en lo alto del palo mayor. Tommy Stiles había sido el elegido para repararlo.

Jack, Mendenhall, Carl, Sánchez, Jackson y Shaw desamarraron la zódiac hinchable. Carl estaba al timón y viró la barca hacia la oscuridad de la laguna en dirección a la ribera más ancha situada en el lado este. El motor Evinrude de setenta y cinco caballos quebró el silencio de la laguna y de los rocosos muros que la rodeaban. Revolucionó al máximo el motor los últimos diez metros y alejó la barca todo lo posible hasta la arenosa orilla, elevando el motor del agua cuando la zódiac llegó a la orilla.

Jack fue el primero en salir con su M-16 apuntado hacia la absoluta oscuridad del límite forestal. Los demás se unieron a él y siguieron su ejemplo. La extrema quietud acompañó el silencio de todos ellos mientras oteaban la zona que los rodeaba. Jack miró atrás, hacia la silueta, y la iluminación interior del Profesor, que permanecía en el centro de la laguna alumbrada por el sol. Miró el reloj; les quedaba aproximadamente una hora de luz solar. Si es que a esto se le puede llamar luz solar, pensó.

—Formación en línea recta, caballeros. Carl, tú sitúate en la retaguardia.

Jack echó a andar por la orilla y siguió la marca del caudal hasta el sur. Cada tres metros inspeccionaban la laguna. Mendenhall sacó de su mochila una pequeña vara con lo que parecía una bombilla en el extremo y la clavó en la arena; se dedicó a colocar una detrás de otra y alineó la valla láser de aviso temprano para poder protegerse de algo que pudiera entrar en el agua desde la zona de tierra. Según avanzaban, oyeron los sonidos del bosque cuando recobró vida. El graznido de los pájaros y el charloteo de los monos les permitió relajarse, ya que al menos esos eran ruidos que podían identificar. Siguieron colocando sus alarmas de perímetro a lo largo de los siguientes cuarenta minutos. Aunque habían cubierto solo la mitad del perímetro al lado este de la laguna, sería una mitad que podrían ignorar básicamente durante la incipiente noche, ya que nada que superara los treinta centímetros de alto podría traspasar el láser que unía cada polo con el anterior y el posterior en la cadena.

—De acuerdo, vamos a volver atrás de momento —dijo Jack decepcionado por no haber visto nada, y sin una sola prueba de que allí hubiera habido alguien en algún momento.

Sánchez estaba mirando en la semioscuridad cuando tocó con el pie un objeto enterrado en la arena. Se agachó y vio una pieza de metal oxidada que resaltaba en la dorada playa. Tiró de ella, pero no se movió. Después, quitó la arena de alrededor de la oxidada prominencia. Mendenhall se unió a él cuando los demás se detuvieron y los dos hombres tiraron hasta que finalmente el metal salió y ellos cayeron sobre la arena mientras Sánchez sostenía una forma curvada.

—Mirad esto —dijo asombrado.

Le faltaba la empuñadura y pudieron ver los restos de tela trenzada que en su momento habría cubierto el mango. La hoja de la espada estaba casi intacta, pero el una vez afilado borde estaba comido por el óxido.

—¡Joder! ¿Cuántos años creéis que tendrá? —preguntó Sánchez.

—Yo diría que unos quinientos setenta y tantos —respondió Jack—. Venga, volvamos. Puedes llevarte tu premio y enseñárselo a los expertos.

Sánchez sacudió suavemente en el aire la espada española, impresionado con su descubrimiento.

Durante el regreso, Jack y Carl, especialmente, mantuvieron los ojos puestos no solo en el bosque, sino en la laguna también. Sin embargo, fue Mendenhall el que lo vio primero.

—Oh, no.

Jack se detuvo y observó la zona justo dentro de los límites forestales hacia donde Mendenhall estaba mirando. El comandante se estremeció y echó a andar hacia allí.

Esparcidos por todas partes estaban los restos de la expedición Zachary. Jack contó al menos catorce cuerpos e indicó a sus hombres que se dispersaran y comenzaran a analizar la dantesca escena. La gente parecía haber sido atacada por un animal. Los restos estaban por ahí, tirados como muñecos raídos entre los escombros de las tiendas y los suministros. Chicos y chicas. Así era como lo veía Jack. Solo eran niños.

—Por Dios, comandante —fue todo lo que Mendenhall pudo decir.

Sánchez contempló horrorizado lo que tenía ante él. Todos habían visto bajas antes en los conflictos del Golfo, pero nada podía compararse con eso. Sánchez miró la espada que había estado sosteniendo como si fuera un premio y dejó que se deslizara de entre sus dedos.

—Antes de que los enterremos, debemos traer aquí a los científicos para que les echen un vistazo —dijo Jack—. Venga, a movernos. La lista de embarque nos informa de que hay más gente que esta. Puede que tengamos supervivientes.

Aunque sonó decidido, Jack cada vez tenía menos confianza en encontrar a alguien vivo.

Jack ya había publicado la lista de los equipos para la guardia nocturna y mantuvo el estado de alerta en un cincuenta por ciento. Tras regresar de la orilla y entregarle el acero español a los científicos, el barco bullía con el conocimiento de que Padilla había estado efectivamente en el valle, que la leyenda ya no era leyenda, sino realidad. Jenks había hecho sonar la bocina de navegación en tres ocasiones por si había supervivientes de la expedición de Zachary ocultos en la selva. Sonó en intervalos de dos minutos, pero nadie apareció. Desde la fuerte intrusión de sonido, la selva que rodeaba la laguna había adoptado un inusual silencio.

Virginia y los demás habían recuperado el cuerpo de uno de los estudiantes para examinarlo, mientras que a los demás los habían enterrado apresuradamente en la arena. Sarah había expresado la opinión de que los cuerpos no habían sufrido más destrozos por parte del animal que los había matado gracias a la protección de las pequeñas criaturas que habitaban las aguas de la laguna. Los pequeños monos habían observado desde las sombras de los árboles cómo los hombres habían ejecutado su espantosa labor de reunir y enterrar los restos. Se oyeron varios murmullos y suspiros procedentes de las criaturas mientras los cuerpos eran cubiertos por la arena.

Las reparaciones del Profesor progresaron a buen ritmo a lo largo de la noche. Lo único que quedaría después sería la reparación del motor número dos. Montarlo y sustituir el eje llevaría más de tres días enteros, pero Jenks no veía ningún problema en volver a ponerlo a trabajar a pleno rendimiento. Necesitarían ese motor para cruzar los rápidos fuera de la laguna, y fue solo cuestión de suerte que tuvieran un eje de repuesto en el almacén del barco.

—¡Preparados con las bombas de lastre! —gritó Jenks al pulsar el botón y comenzar a llenar los tanques de lastre del Profesor para hacerlo descender en el agua y que sus ventanas inferiores pudieran tener unas mejores vistas de la laguna.

La tripulación oyó el sonido de las bombas según el agua iba entrando en los cuatro inmensos tanques que rodeaban el casco interno del barco y todos miraron a las ventanas cuando el enorme barco comenzó a hundirse en el agua. Ahora exactamente la mitad de la embarcación estaba por debajo de la superficie de la extraña laguna. El saliente de popa se encontraba solamente a quince centímetros sobre la línea de flotación y sus puertas traseras permanecerían cerradas mientras estuviera ahí. Los reflectores subacuáticos lograban, con mucho, disipar la oscuridad alrededor y por debajo del barco, además de avivar la majestuosidad de lo que contenía la laguna. Peces de todas clases se acercaban y pasaban por delante de las luces, tan curiosos ante su presencia como la que la tripulación sentía por los peces. Sarah miraba por encima del hombro de Carl. Los peces entraban y salían de su ángulo de visión, acercándose a los grandes ojos de buey, y se quedó asombrada al advertir que no le tenían miedo a esa rara embarcación.

—¿Cuándo tienes pensando dejarnos entrar en la mina, Jack? —preguntó Virginia quitándose unos guantes de goma al acceder a la sala.

—No hasta que el Profesor vuelva a estar al cien por cien, por si de pronto tenemos que salir echando leches —respondió.

—Pero Jack…

Miró a Virginia y ella se encogió de hombros, consciente de lo fútil de su argumento. Añadió:

—Llevas razón; tal vez mañana podamos meter alguna sonda.

—Quiero examinarla tanto como los demás, Virginia, pero solo porque puede que aparezca gente recluida ahí. Sin embargo, no perderé a nadie porque no hayamos tomado las precauciones pertinentes. El satélite sigue abajo y, sí, aunque tengamos que gastar todas las sondas que transportamos, mañana buscaremos supervivientes. ¿Qué has encontrado en la autopsia?

—Bueno —respondió Virginia al sentarse en uno de los grandes sillones—, las lesiones corresponden al ataque de un animal salvaje. Grandes laceraciones en el torso y la cabeza. La causa de la muerte fue una hemorragia masiva. Me temo que, sin más equipo, nos vemos limitados en cuanto a las pruebas que podemos realizar. —Se excusó y se marchó al ver al suboficial atravesar el pasillo exterior.

Jack la vio marcharse y sacudió la cabeza.

—Espero que todo el mundo comprenda que no podemos irrumpir en esa cueva, o mina, hasta que sepamos a qué demonios nos estamos enfrentando aquí.

—Virginia está ansiosa, igual que todos nosotros, por encontrar a esos chicos. Sabe que tienes que esperar. Creo que estás siendo duro contigo mismo. Esperar es lo correcto —dijo Sarah.

Jack miró a Sarah y a Carl, que supo en qué estaba pensando. Carl asintió y Jack habló.

—Sarah, ¿recuerdas lo de esa llave de bomba que encontramos?

—¿Qué pasa con ella?

—La llave se utilizó. En algún lugar ahí fuera, o tal vez dentro de la mina, tenemos una bomba. Me temo que nuestras prioridades han cambiado. Por razones que desconocemos, alguien quería destruir este lugar. Aunque hay que encontrar a los chavales, si están vivos, ahora tenemos un arma nuclear activa en juego.

No sabía si le gustó conocer esa información.

—Sí, entiendo.

En la cubierta superior, Virginia se unió a Danielle y al suboficial mientras veían las estrellas salir directamente sobre ellos. Los sonidos de la noche por fin habían regresado después de la acometida de la sirena: los insectos y la fauna salvaje dejaban que se los oyera de nuevo, y eso hizo que la tripulación que estaba fuera se sintiera mejor. No había nada peor que el silencio.

—Maravilloso —dijo Virginia al alzar la mirada hacia el espacio vacío que les concedía el centro de la laguna.

—Ni humo ni luces de la ciudad que las oscurezcan —apuntó Jenks al dejar de mirar al cielo para mirar a Virginia. Se había afeitado y se había puesto una camiseta limpia para la guardia de la noche.

—Creo que iré a ver qué hace el sargento Mendenhall en la popa —dijo Danielle excusándose.

Jenks se contuvo cuando comenzó a fijarse instintivamente en los ajustados pantalones cortos de Danielle mientras ella se alejaba. Se giró hacia Virginia y se sacó de la boca la colilla de su puro.

—Bueno, doctora, aquí te tengo…

Virginia interrumpió su comentario.

—A mí también me gustas, suboficial, y seguiremos con esto cuando volvamos a casa.

Jenks abrió los ojos de par en par mientras miraba a la alta mujer.

—¡Que me jodan y me vaya al infierno! —farfulló.

El cabo Sánchez estaba encargado de la guardia de la torre y se sintió arrullado por el delicado movimiento del barco. Apoyó los codos en la baranda justo encima de la plataforma del radar que se extendía hacia fuera desde la vela. El suave zumbido eléctrico también ayudó a inducir el sueño que estaba sintiendo mientras observaba las blancas arenas de la orilla a casi doscientos metros de distancia. Lentamente, se giró y examinó el otro lado de la laguna; estaba tranquilo. Respiró hondo y agradeció la refrescante brisa que lo invadió, aunque no sabía cómo había podido atravesar la densa fronda de árboles. Pero, fuera como fuera, era agradable. Se giró hacia la orilla que habían visitado esa tarde y observó. Alzó los prismáticos de visión nocturna y escaneó primero la playa y después el límite forestal. La cerca láser que habían colocado estaba en funcionamiento y brillaba. Un leve sonido captó su atención. Giró las lentes y miró a la izquierda de donde habían dejado la zódiac. No vio nada. Miró la caja de la alarma de aviso conectada por radio a la línea de láser. De los treinta sensores, todas las luces verdes estaban encendidas formando un semicírculo; nada había cruzado la línea desde la selva. Pero mientras miraba de nuevo por los prismáticos, no advirtió que una gran línea de burbujas brotaba al tiempo que algo se movía y se alejaba de la zona de la cascada. Estaba alzándose desde las profundas aguas y dirigiéndose al Profesor.

Jack y Carl dejaron a Sarah y fueron hacia la popa a preparar las sondas teledirigidas que utilizarían al día siguiente para la inspección de la mina. Jack quería soltarlas esa noche ante la presión de encontrar cualquier superviviente del equipo de Zachary, pero Jenks tenía razón, la luz del día era mejor. No tenía sentido perder las sondas que les quedaban en una búsqueda nocturna.

Tras acceder a la zona de Ingeniería, vieron al profesor Ellenshaw y a Nathan llenando los tanques de aire de emergencia de la campana de inmersión para tres tripulantes que aguardaba en su armazón de acero junto al sumergible. Su cable y sus mangueras de aire se encontraban en un gran bidón de acero. Había herramientas dispuestas en una gran tela sobre la cubierta, ya que habían estado trabajando con las monturas rotas del motor. El sistema de megafonía del barco se activó.

—Comandante, aquí Jackson. Tengo un objetivo dirigiéndose a nosotros a unos tres nudos, parece estar a unos seis u ocho metros de profundidad. Según la lectura del dispositivo, es muy grande.

Jack estaba a punto de agarrar el intercomunicador cuando el Profesor fue sacudido hacia estribor. Carl perdió el equilibrio y cayó a la cubierta, y Ellenshaw casi quedó aplastado por la campana de inmersión cuando se soltó de su armazón de acero y giró hacia la pasarela. Jack se lanzó y apartó al profesor justo cuando la campana chocó contra el mamparo de popa con un fuerte estruendo metálico. El Profesor finalmente se enderezó cuando los gritos comenzaron a oírse desde la cubierta superior.

—¡Joder! —exclamó Carl al mirar por la ventana de popa.

Jack recobró el equilibrio y miró hacia lo que Carl estaba mirando. Casi bloqueando por completo la ventana de metro y medio de ancho había una oscura masa ondulante de color blanco grisáceo que parecía tener un fino pelaje cubriendo una áspera piel. La ventana situada bajo el nivel del agua se veía oscura y eso significaba que la anchura de lo que fuera que había golpeado al Profesor era enorme.

El barco se sacudía de lado a lado de manera frenética.

—Hay otro aquí… no, un momento, ¡hay dos! —dijo jadeante Ellenshaw desde su posición en la cubierta donde Jack lo había echado al suelo—. ¡Dios mío, no puede ser!

—¡Agárrese, va a embestirnos! —gritó Carl.

Jack se preparó como pudo y abrió la escotilla trasera doble. Cuando la puerta se abrió, el agua entró a la vez que el Profesor era sacudido otra vez. En esa ocasión, el casco salió por completo del agua por el lado de popa cuando el animal golpeó la parte baja del enorme barco. Una vez más, todos los que se encontraban en cubierta acabaron en el suelo. Jack cayó por la escotilla hacia la cubierta exterior del saliente de popa cuando el ángulo del barco se volvió tan extremo que se vio, de pronto, bajo el agua. Una vez más, el barco se calmó por un instante y él se puso derecho, respirando hondo cuando la popa del Profesor salió del agua tras el impacto.

—¡Fijad la jodida campana! —les gritó Carl a Nathan y a Ellenshaw.

Cuando Jack se giró pudo oír gritos y varios sonidos explosivos, que no podían ser otra cosa que disparos, provenientes de la cubierta superior. El barco recibió un golpe y se agitó de nuevo. Al girarse y fijar las puertas de cristal para contener la inundación en la sala de máquinas, vio una cola, puntiaguda y veloz, pasar por delante de su cara al chocar contra la cubierta del saliente de popa y aplastar la baranda de aluminio que la cercaba. Entonces la cola desapareció y volvió a sumergirse en el agua. Intentó llegar hasta la escalera que conducía a la cubierta superior. Simultáneamente se oyeron varios disparos más entre los gritos. Finalmente, Jack pudo agarrarse al primer escalón y se impulsó hacia arriba mientras sonaban más disparos y alaridos.

Por fin pudo ver lo que estaba pasando en la cubierta superior, y la imagen que lo recibió fue una que parecía sacada de una pesadilla. Mendenhall estaba de pie y disparando su M-16 por encima de la borda, pero la velocidad de los animales del agua los convertía en unos objetivos terribles. Danielle se encontraba en la cubierta, a los pies del sargento, que intentaba mantenerse recto, cuando Jack llegó desenfundando su 9 mm.

Un animal que parecía un plesiosauro, supuestamente extinto, movió su alargado cuello rápidamente de atrás adelante, abriendo y cerrando unas brutales fauces apuntadas hacia la gente que ocupaba la cubierta superior. La bestia era pequeña, al menos comparada con los fósiles venerados en los museos. Apresuradamente, Jack estimó que no parecía medir más de seis metros de largo, que en su mayoría eran cuello. El cuerpo se sacudía y la cola chocó contra el Profesor en un intento de acabar con el gran objeto que tenía delante. Jack vio animales más pequeños nadando y sumergiéndose alrededor del más grande. La obvia diferencia entre estas criaturas y otras similares que la gente podía haber visto en la mayoría de los museos era el hecho de que parecían tener un armazón más endurecido sobre su torso. El caparazón verde brillante resplandecía cuando el agua caía libremente por él.

El plesiosauro cubierto de pelo se lanzaba hacia delante en el agua con una velocidad increíble. Jack oyó otro grito y más disparos desde algún punto de la proa.

—¡Tiene acorralados al suboficial y a la doctora Pollock! —gritó Mendenhall cuando disparó, al ver a su objetivo despejado. La bala del sargento rozó la oscura piel de la bestia, que siseó desviando sus amarillos ojos de su presa hacia la popa del barco. De nuevo, estampó su brillante cuerpo contra el Profesor, casi poniéndolo bocabajo. No creían que pudiera enderezarse tras ese fuerte impacto, pero lentamente comenzó a ladearse hacia el lado correcto.

—¡Cuidado! —gritó Jack al derribar a Mendenhall sobre Danielle. La gruesa y poderosa cola del animal se había alzado desde el agua y había vapuleado a sus adversarios desde atrás.

Jack se preparó, aunque sabía que era demasiado tarde. La cola lo golpeó en el pecho y lo levantó casi dos metros en el aire.

Sarah estaba quieta en la cocina y gritó cuando las luces de arriba se hicieron pedazos. Alzó la mirada cuando la luz se apagó, pero aun así pudo ver el casco hundirse hacia dentro por la presión que el monstruo estaba ejerciendo contra él. La ventana superior se combó y se agrietó. Después, olió a fuego en el momento en que el interior del Profesor se quedó a oscuras.

Finalmente Carl llegó a la cubierta superior desde el centro del navío después de abrirse camino como pudo entre la oscuridad y el agua. Cuando vio a la bestia por primera vez, se le abrieron los ojos como platos, pero eso no evitó que disparara su arma a la bamboleante cabeza del plesiosauro. Se encontraba solo dos secciones por detrás de Jenks y Virginia cuando la oyó gritar y al suboficial maldecir. Vio el destello de tres disparos cuando Jenks disparó desde donde cubría a Virginia bajo la borda. En lo alto, un M-16 abrió fuego con tres disparos, uno de los cuales acertó a uno de los animales de agua dulce en la curvatura de su cuerpo donde su piel rozaba el Profesor, justo por encima de la línea de flotación. Sánchez había abierto fuego desde la cofa de vigía. El sargento volvió a disparar, en esa ocasión falló y dio en el agua, aunque después perforó el cuerpo de una de las cuatro criaturas más pequeñas y con caparazón.

El plesiosauro sacudió su inmensa cabeza y la golpeó contra la sección en la que se encontraba Jenks, aplastando el casco de composite y haciendo que el suboficial perdiera su arma al abalanzarse sobre Virginia para protegerla.

De pronto Carl oyó disparos provenientes del agua; vio los destellos a unos dieciocho metros del barco. Varias de las balas alcanzaron a la bestia, propia de una pesadilla, justo detrás de la cabeza, sacudiéndola violentamente. El dinosaurio y sus pequeños compañeros dirigieron su atención hacia su nuevo adversario y fue entonces cuando Carl encendió el reflector, alimentado por batería, para ver quién había disparado. Era Jack, que se mantenía a flote en el agua. Carl vio al comandante disparar dos veces más contra el grueso cuerpo de la criatura, cuyos ojos amarillos brillaban de pura rabia. Agachó su largo cuello y su cabeza e inmediatamente agitó las aletas delanteras en el agua. A medida que el animal se alejaba del barco, Carl se quedó asombrado al descubrir lo que parecían unos regordetes dedos saliendo de las aberturas con aspecto de aleta. La bestia iba a por Jack. Apresuradamente, Carl disparó varias veces, como hicieron todos los tripulantes armados en la cubierta superior. Incluso Jenks estaba ahora de pie y disparaba salvajemente hacia la inmensa forma que se movía agitadamente en el agua.

—¡Joder! —gritó Carl. Finalmente Sarah logró llegar hasta la cubierta superior mientras él vaciaba su 9 mm en el animal prehistórico—. ¡Nada hacia él, Jack! —gritó, aun viendo que Jack jamás lo conseguiría.

Sarah contuvo un grito al advertir que uno de los pequeños animales había llegado hasta Jack, que desapareció bajo el agua. Carl bajó su arma, saltó por encima de la baranda superior, y se lanzó de cabeza hacia la enturbiada laguna. Mendenhall hizo lo mismo en la popa. Sarah no pudo evitarlo, le fallaron las piernas y se desplomó contra la borda. El profesor Keating salió por la escotilla y acudió a su lado. Los demás miraron cómo con espantosa lentitud, igual que en un sueño, el agua se arremolinaba alrededor de la pequeña bestia. Vieron a Carl salir a la superficie y escudriñar a su alrededor y a Mendenhall volver a sumergirse. Pero cuando los dos hombres se metieron bajo el agua, el movimiento se detuvo. El animal más grande ahora se encontraba en el punto hacia donde Jack había sido arrastrado. Cuando Jenks apuntó al agua con el gran reflector, vio unas cuantas burbujas y cuatro largas estelas saliendo de un círculo de sangre que iba expandiéndose cada vez más.

La noche quedó en silencio y lo único que pudieron oír fueron los fuertes chapoteos de Carl y Mendenhall, pero incluso ese sonido cesó cuando los dos se dieron cuenta de que Jack y los animales habían desaparecido. Y entonces un silencio absoluto se extendió por el agua a excepción del suave murmullo de la laguna al chocar contra el Profesor.

En menos de doce horas en ese mismo sitio, el Profesor había sufrido daños en dos ocasiones. El golpeteo al que lo había sometido la familia de plesiosauros fue sustancial, aunque Jenks anunció que era posible repararlo. Sin embargo, su informe de la situación cayó en oídos sordos ya que la tripulación se encontraba hundida tras saber que habían perdido a Jack. En el laboratorio de Ciencias, Virginia y la doctora Waltrip intentaban convencer a Sarah de que tomar un sedante no la convertiría en menos mujer ante los ojos de nadie. Aun así, ella se negó y abandonó el laboratorio furiosa.

Aturdida, pasó por delante de todos corriendo hasta la escalera de caracol situada en el centro del navío; Jenks la siguió y la sujetó del brazo en el primer escalón, aunque se lo soltó al verle los ojos.

—Cuidado ahí fuera, jovencita —le dijo, y le entregó su M-16.

Ella lo cogió y subió las escaleras, empujó la escotilla y salió a la noche. Vio a Mendenhall apoyado contra la borda y se acercó. Él se quedó asombrado al ver a quién tenía al lado y la observó durante un minuto antes de girarse hacia el agua.

—Lo que habéis hecho Carl y tú… Os metisteis en el agua para sacar a Jack, quiero… quiero agradecerte que lo intentaras —dijo conteniendo las lágrimas.

—Solo he hecho lo que habría hecho él si hubiera sido yo el que estaba en el agua —respondió sin mirarla—. Nos entrenó para reaccionar sin pensar, pero nunca nos enseñó cómo actuar si fracasábamos…

Sarah puso la mano sobre la de él, pues de repente se había dado cuenta de que ella no era la única que lamentaba la pérdida de Jack. Sabía que el sargento miraba a Jack como a un padre y que para Carl era su mejor amigo. Por su parte, el capitán de corbeta se había sumido en la tarea de reparar el barco para no pensar en lo sucedido. Sarah sabía que ella también necesitaba hacer su trabajo y decidió que había llegado el momento de seguir. Le dio una palmadita a Mendenhall en el hombro y se dio la vuelta.

Se acercaba el alba cuando a Carl lo despertó Shaw, que había hecho doble guardia en la cubierta mientras los demás reparaban el barco. Vio la expresión de miedo en el rostro del cabo e inmediatamente se levantó de su litera.

—¿Qué pasa?

—Señor, creo que uno de esos animales ha salido a la superficie y está flotando alrededor del barco. He sentido que algo nos golpeaba hace un minuto y, cuando he mirado abajo, ahí estaba, grandísimo. Puede que tengamos una oportunidad de matar a ese cabrón. También he reparado el sistema de aviso por láser. Algo ha desactivado la cerca en algún momento de la noche.

Carl se levantó de un salto, sin molestarse en calzarse, y corrió hacia la taquilla de armas. Jenks, que llevaba toda la noche despierto reparando el casco desde dentro, lo vio pasar corriendo y lo siguió. Rápidamente, Carl sacó un rifle Barrett del calibre 50 y se lo entregó a Jenks. Después, le lanzó dos granadas de mano a Shaw y cuando vio a Mendenhall bajar adormilado por la escalera le entregó también dos granadas. Agarró una lata de fosforoso blanco y corrió hacia la escotilla del centro. El resto del barco estaba despertándose por el ruido que hicieron los hombres al subir las escaleras corriendo.

Carl alcanzó la borda y se quedó sorprendido al ver el grueso cuerpo del gran plesiosauro contra el casco. Su cuerpo se hundía y se alzaba fácilmente con el movimiento de la laguna. Siguió con la mirada la longitud completa de la bestia, que desapareció en la oscuridad del agua hacia la popa del Profesor.

—La hostia, es un hijo de puta bien grande —susurró Jenks.

Carl no respondió. Estaba observando algo extraño que parecía estar envuelto alrededor de la zona central del cuerpo de ese animal de cuello largo. Al mirar hacia delante vio la misma cosa en dirección a la proa, donde la cabeza desaparecía en las profundidades de la laguna.

—Está muerto. —Le pasó a Mendenhall las dos granadas que tenía en la mano y después, sin ninguna explicación, saltó antes de que los que estaban a bordo pudieran detenerlo.

—¿Estás loco, Sapo, puto oficial de mierda? —gritó Jenks.

Mientras observaban horrorizados, Carl salió a la superficie y se dirigió hacia el plesiosauro. Dio lentas brazadas y, aunque sospechaba que esa gigantesca bestia estaba muerta, alzó la mirada y con la mano hizo un gesto emulando una pistola. Jenks apuntó a la parte más gruesa del animal con el rifle según Carl se acercaba.

—¡Tiene compañía, capitán! —gritó Mendenhall.

Carl vio a cuatro de los animales más pequeños alejarse del cadáver del grande; fue como si hubieran estado allí intencionadamente. Ellenshaw había explicado antes por qué creía que los animales de caparazón verde eran las crías del más grande, y que al no reconocer el barco por lo que era, la madre se había enfrentado al Profesor como si fuera una amenaza para ellos. Y, así, como un maestro, les había enseñado la lección sobre por qué la bestia había atacado al buque.

Carl se quedó observando un momento, pero los pequeños plesiosauros no reaparecieron. Siguió acercándose hacia el cuerpo flotante. Lentamente, alzó la mano y tocó la áspera piel del asombroso animal antes de darle unas palmaditas. No se movió. Y entonces descubrió lo que había llamado su atención desde la cubierta superior. La bestia había quedado empalada, y por supuesto inmovilizada, sobre los hidropropulsores del Profesor. Se giró y nadó hacia la zona de la cabina, donde también estaba brutalmente enganchada a los propulsores delanteros.

—¿Qué cojones pasa, Sapo? —preguntó Jenks. Otros miembros de la tripulación habían salido a la cubierta.

—Se ha golpeado contra los propulsores con tanta fuerza que ha quedado empalada.

Las condiciones bajo el Profesor habían empeorado, tal como quedaba expuesto bajo la difusa luz de primera hora de la mañana. Ahora el agua estaba turbia, aunque por lo menos Carl encontró el largo cuello de la bestia ahí donde se hundía bajo el agua. Deslizó la mano sobre él hasta que se le resbaló súbitamente. La cabeza del animal había quedado seccionada por completo. Hilos de carne salían del tronco y unas largas rajas deslucían la oscura y ligeramente velluda piel del animal. Carl miró a su alrededor y de pronto sintió que no estaba solo. Dio una patada hacia la superficie de la laguna y, al hacerlo, inmediatamente nadó hacia la escalera.

—¿Qué coño está pasando, Sapo? —repitió Jenks.

—Algo quería que supiéramos que este animal estaba muerto. Le han arrancado la cabeza del cuerpo.

Los demás comenzaron a hablar, pero Sarah simplemente miraba hacia la catarata preguntándose quién… o qué… había vengado la muerte de Jack.

Las pequeñas manos se movían y los murmullos eran imparables. Le arrojaron algo de tierra e incluso le metieron unas cuantas bayas en la boca. Después de la fruta vino el agua fría, que no solo le salpicó toda la cara, sino que le hizo atragantarse al pasar por las bayas y colarse en su garganta. Jack tosió mientras recuperaba la consciencia. Al escupir lo último que le quedaba de la extremadamente dulce fruta y vomitar como un vaso de agua salobre, miró lentamente a su alrededor. El bosque lo rodeaba con la oscuridad y los ruidos a los que se había acostumbrado, aunque los chillidos de los monos y los graznidos de las muchas y distintas especies de pájaros amenazaron con abrumar sus sentidos recién despertados.

Cuando se calmó un poco le pareció poder ver la laguna a través de los árboles. Se palpó el pecho y las piernas y comprobó que no tenía ningún hueso roto. El tobillo derecho parecía dañado, pero al levantarse pudo apoyar todo su peso sobre él. Fue ahí cuando vio que su bota estaba destrozada y que unas marcas rodeaban la gruesa suela de goma. Parecían marcas de dientes. Le estaba costando mucho evocar lo sucedido, y lo único de lo que se acordaba era de que se ahogaba y lo metían bajo el agua, y era incapaz de salir a tomar aire. Rememoró la sensación de haberse soltado y de que lo agarraran de nuevo, y luego una sensación de velocidad, de ser arrastrado a las profundidades para que, de pronto, lo soltaran. Ahora sí recordaba que el agua iba volviéndose más cálida a su alrededor tras producirse una tremenda explosión de movimiento en torno a él. A continuación, otro vago recuerdo de un animal que no tenía derecho a existir. El plesiosauro comenzó a materializarse en su confundida mente. Ahora se acordó de haber caído al agua y haber disparado al gran animal cuando este chocó contra el barco.

Jack comprobó el estado de su tobillo dando unos cuantos pasos. Entonces recordó las bayas que le habían metido en la boca y vio que las había escupido sobre el herboso suelo. Miró a su alrededor y se preguntó quién había intentado darle de comer. Estaba pensando justo en eso cuando un puñado de pequeñas bayas rojas impactó en su cabeza y en sus hombros. Alzó la mirada y descubrió un pequeño y brillante brazo desaparecer entre las ramas del árbol. Sin apartar la mirada del árbol, bajó la mano, recogió una de las bayas y se la metió en la boca. Masticó y tragó y siguió mirando arriba. Fue ahí cuando oyó una especie de charla a la altura del suelo, frente a él, y se giró en esa dirección. Al mirar vio salir de la maleza a varias de las pequeñas criaturas con aspecto de mono que Sarah había dicho que había visto acariciando al pobre Sánchez. Le pareció que estaba alucinando. Sacudió la cabeza y los vio avanzar arqueando las patas. Tenían las extremidades delanteras más largas que las traseras y parecían tambalearse mientras caminaban. Su piel parecía suave, sin ningún pelo visible. Unas escamas cubrían sus cuerpos e incluso en la oscuridad pudo distinguir las aletas que bordeaban sus antebrazos y sus patas. Unas pequeñas agallas se metían hacia dentro y hacia fuera a lo largo de su mandíbula, y sus minúsculos labios estaban separados, mostrando unos dientes cortos y puntiagudos, en absoluto parecidos a los de un mono.

—Bueno, ¿qué tenemos aquí? —Su propia voz le sonó extraña.

Las cinco pequeñas criaturas se detuvieron en seco al oírlo hablar. Se miraron los unos a los otros como si el sonido proveniente de ese hombre los asombrara.

Ahora Jack se fijó en sus diminutas manos y, en efecto, como Sarah había dicho, tenían membranas entre los dedos y lo mismo pasaba en sus extremadamente grandes pies. Tenían un apéndice con aspecto de aleta en lo alto de sus cabezas que subía y bajaba según tomaban aire por sus cortas narices.

—Supongo que tengo que daros las gracias por las bayas y el agua, ¿no?

La criatura que tenía más cerca se giró para mirar a sus compañeros y después miró de nuevo a Jack. Ladeó la cabeza y de pronto corrió los aproximadamente diez metros que había hasta los árboles y desapareció; los demás la siguieron inmediatamente. Jack los vio marcharse y se preguntó qué los habría asustado. Escuchó atentamente y oyó chapoteos en la laguna. Se giró en esa dirección y fue entonces cuando descubrió las huellas. Eran enormes y provenían del agua. Había otro grupo de pisadas que volvían por donde habían ido las primeras. Las enormes huellas palmeadas que salían de la ribera parecían indicar que eso a quien pertenecían había arrastrado algo.

—¿Qué cojones…? —farfulló al agacharse para tocar una de las impresiones en el suelo. Sacó su Beretta de 9 mm. ¿Había sido él al que habían arrastrado?

Oyó voces y escudriñó la laguna de nuevo. Siguió el rastro de las grandes huellas con forma de abanico hasta el agua, bajo la brillante luz del sol, y descubrió la surrealista imagen del Profesor anclado en el centro de la laguna. Varias personas abarrotaban la cubierta superior mientras miraban a un hombre en el agua. Jack se acercó y gritó.

A bordo del Profesor, la tripulación acababa de abrir una de las ventanas del laboratorio para meter a Carl cuando un grito los sobresaltó a todos. Sarah miró hacia donde los demás estaban señalando y el corazón casi se le salió del pecho. Jack estaba de pie en la pequeña ribera con las manos en las caderas. Después, se llevó las manos a la cara y las colocó alrededor de su boca.

—¿Puede alguien coger una barca y venir a sacarme de aquí? —vociferó. Se oyeron gritos y risas por toda la cubierta superior. Carl se sumergió y nadó hasta el otro lado del Profesor para subir a la barca de goma. Arrancó el motor rápidamente, fue hacia el lado opuesto a toda velocidad y cruzó la laguna.

Al llegar a la orilla con la zódiac, saltó incluso antes de que se hubiera detenido del todo. Estrechó la mano de Jack y lo guió hasta la barca. Sarah estaba tan eufórica que ni se dio cuenta de que los demás estaban dándole palmaditas en la espalda y los hombros. Incluso Danielle Serrate le sonrió.

Una hora después, Jack estaba aseado, tenía el tobillo vendado y el estómago lleno de huevos revueltos y salchichas por cortesía de Heidi Rodríguez. Sarah estaba sentada a su lado y no dejaba de acercarle comida a la cara mientras él contaba su extraña historia. La felicidad de la mujer contagió al resto de la tripulación una sensación de júbilo y alivio.

—No es por romper los buenos ánimos que tenemos ahora, pero ¿cómo ha podido sobrevivir ese animal? —preguntó Jack.

Keating comenzó a responder, pero decidió pasarle el testigo a un emocionado Ellenshaw.

—Bueno, comandante, una de las cosas que debemos considerar es el hecho de que esta laguna, este valle, ahora deben considerarse como se consideraría una isla. Un lugar separado del resto del mundo. Y, como una isla que se ha mantenido imperturbable, la vida animal e incluso su ecosistema habrá evolucionado casi completamente carente de interferencias externas. La comida indígena sería la clave principal para cualquier especie y su crecimiento. Si este plesiosauro, o sea lo que sea, y sus crías tienen un amplio abastecimiento de, digamos, monos y peces, y tanto la vida de la laguna como de la tierra es tan abundante como hemos visto en un entorno tan pequeño, habría menos competencia para esa comida. Lo mismo podría decirse de otras formas de vida asociadas con esta laguna. Es obvio que esta especie se situaría en la cúspide de esa cadena trófica.

Los demás miraron a Ellenshaw como si acabara de hablar en latín.

—Tal vez otro ejemplo sería Madagascar, en la costa de África. Hace muchos, muchos, miles de años se separó del continente y por consecuencia las especies de esa isla se desarrollaron de un modo muy distinto al de sus primos del continente. ¿Por qué? Porque estaban aislados. Los pájaros, por ejemplo, dejaron de volar porque no tenían nada que temer en ese nuevo entorno.

—Hasta que el hombre intervino en la isla —interpuso Keating—. Después, muchas de esas increíbles especies autóctonas se extinguieron, como el pájaro dodo, que se daba en Madagascar y que ahora ya no existe.

El grupo se quedó absorto y en silencio mientras Keating les recordaba que, aunque la madre animal que había atacado al Profesor había sido una asesina, no podía compararse con la implacabilidad del hombre. El incómodo silencio se prolongó hasta que Danielle lo rompió con preguntas.

—Pero ¿cómo puede un animal escapar de la extinción que ha matado a sus primos del continente? Si no recuerdo mal mis clases de biología, ¿el plesiosauro no era de agua salada?

—En cuanto al hecho de que haya escapado de la extinción, el argumento es que muchas variedades de animales marinos pueden haber escapado del destino de sus primos por el simple hecho de disfrutar de una comida más abundante en una ubicación en particular —respondió Keating mientras Ellenshaw asentía sacudiendo enérgicamente la cabeza de arriba abajo.

—Y el hecho de que esta variedad de plesiosauro esté viviendo en agua dulce indica que puede que las criaturas hayan dejado las zonas más duras de los océanos para asentarse en unas aguas menos peligrosas que se pueden encontrar cerca de la tierra firme. Puede que nunca lo sepamos. Tengo una nueva teoría sobre el animal que nos ha atacado porque me he fijado en el armazón. Creo que una de las razones por las que no se extinguió es el hecho de que… —Ellenshaw se detuvo como para darle dramatismo al momento—. Creo que esta especie en particular es lo que hoy conocemos como la tortuga marina gigante.

—¡Oh, venga ya! ¿Cómo puedes especular tan a la ligera?

Y con eso se estableció una discusión entre los dos científicos.

Ignorándolos, Sarah le preguntó a Jack:

—¿Cómo demonios has podido matar a la madre?

—No he sido yo —respondió él antes de meterse media salchicha en la boca.

—Jack, algo la ha matado. Le ha arrancado la cabeza y después ha clavado su cuerpo al lateral del barco —dijo Carl.

El comandante se giró y miró hacia el lado tintado de la ventana. La abrió y respiró hondo. Observó el agua y después se fijó en la pequeña ribera en la que había estado hacía solo una hora.

—Algo me ha salvado de esa criatura y me ha arrastrado hasta esa playa. Era algo grande —dijo al girarse hacia los demás. Tomó la mano de Sarah sin importarle que lo vieran—. Yo estaba prácticamente muerto, el plesiosauro me tenía y no podría haber escapado solo. Los pequeños tiraron de mí con tanta fuerza que me torcieron el tobillo y me llevaron hasta lo más profundo del agua. Cada vez que intentaba salir a la superficie, me arrastraban más al fondo. Y entonces algo se acercó al animal a una velocidad increíble. Solo vi un violento golpe y al momento me soltaron. Había sangre en el agua; pude saborearla. No sabía si era mi sangre o la de alguien o la de algo. Y entonces, antes de poder llegar a la superficie, me agarraron del tobillo y tiraron de mí de nuevo. Lo único que recuerdo después de eso es la sensación de desplazarme por el agua. Y entonces, lo que fuera que me salvó del animal me dejó en la arena, y es todo lo que recuerdo hasta que me he despertado con uno de los pequeños peces mono de Sánchez intentando darme de comer.

—Entonces, ¿qué había en el agua que te ha salvado, Jack? —preguntó Virginia.

—No lo sé, pero según las huellas que había en la arena donde me he despertado, es enorme. Sus pies se parecían a los de las estatuas que hemos visto.

—¡Dios mío! —gritó Charles Hindershot Ellenshaw III—. ¡Es real! ¡La leyenda de la criatura que camina erecta es real! —Su asombro fue suficiente para interrumpir su discusión con Keating.

El Río Madonna estaba anclado y Farbeaux creía que el capitán debería considerarse afortunado de que fuera así. Cuando los norteamericanos apagaron el radar, Farbeaux se preguntó el motivo y de pronto el capitán Santos puso los motores en posición de marcha atrás y situó al Río Madonna en mitad del canal. Allí, el capitán había enviado un pequeño grupo para reconocer el río. Llevaban fuera aproximadamente una hora cuando informaron de que había unos rápidos frente al barco. Por poco, Santos había evitado reducir a añicos el Río Madonna, claro que Méndez estaba furioso por ello y había subido a la cubierta amenazando a todo el que se cruzaba en su camino. Pero el capitán sonrió y vio la frialdad con que lo trató Farbeaux al ignorarlo por completo. El francés parecía estar satisfecho con la espera y el capitán quería saber por qué.

—Me temo que este perpetuo y falso crepúsculo está afectando su capacidad de entender lo que quiero decir, señor —dijo Farbeaux—. Los norteamericanos están allí y nosotros no. ¿Quiere llegar allí disparando y tomando a la fuerza lo que podemos lograr sin correr riesgos y solo manteniéndonos al acecho?

Méndez dejó de caminar de un lado a otro en la popa del barco. Miró hacia la gabarra anclada detrás de ellos y reflexionó un momento.

—Ojalá pudiera hacer algo, lo que sea —gruñó.

—Eso me gustaría también a mí, pero soy un hombre paciente. Los norteamericanos no pueden marcharse sin pasar por aquí; si tuvieran que replegarse, nosotros se lo impediríamos. Además, amigo mío, los minerales llevan allí desde el principio de los tiempos. No se irán a ninguna parte.

Méndez tomó una decisión.

—Como siempre, tiene razón. He de aprender a ser como usted, pero tiene que entender que es difícil para un hombre como yo. —Se giró para mirar a Farbeaux—. ¿Cuál es su plan?

—Esperaremos a la medianoche y utilizaremos nuestro equipo de buceo con reciclador, que no dejará burbujas delatoras en la superficie. Simplemente bucearemos alrededor de los norteamericanos y exploraremos la mina. ¿Está preparado para nadar, señor Méndez?

—Sí, es un buen plan. Pero he de preguntarle, para calmar mi curiosidad, ¿por qué no colocar una carga de munición en la parte baja de ese barco y mandarlos al fondo de la laguna?

—¿Y qué pasaría si quedaran supervivientes, señor? ¿Y si tres o cuatro de esos hombres altamente capaces sobreviven? Me inclino a pensar que no estarían de muy buen humor porque habríamos intentado matarlos, ¿no cree?

Méndez se limitó a observar a Farbeaux. Odiaba que le explicaran las cosas como si fuera un díscolo colegial.

—Conozco a esa gente a la que quiere asesinar tan deprisa, señor. Poseen sobradas aptitudes para hacer pedazos a sus hombres. —Miró hacia Rosolo—. Primero vamos a averiguar si tenemos alguna razón para semejante inclemencia, ¿de acuerdo?

Méndez se relajó y finalmente sonrió.

—Por eso los hombres como yo pagamos elegantemente por hombres como usted, amigo mío. Porque ustedes razonan a otros niveles.

Farbeaux asintió y fue hacia el puente de mando.

En cuanto se dio la vuelta, Méndez dejó de sonreír y se dirigió a Rosolo.

—Tú colocarás la carga y mandarás al fondo de la laguna a la gente que tanto admira. Asegúrate de que no detone hasta que nosotros estemos bien dentro de la mina.

El capitán Rosolo sonrió.

Sí, jefe[6].

—Parece un hombre preocupado por un problema, señor —dijo Santos cuando Farbeaux cerró la puerta del puente de mando.

—No hay duda de su habilidad para observar. Y, por supuesto, claro que tengo problemas. El señor Méndez es un idiota, en cambio usted, capitán Santos, no creo que lo sea. —Lo miraba fijamente a los ojos—. Y ya que ninguno de los dos somos tontos, dígame cómo un capitán de río, uno que ha dicho que nunca ha viajado por este afluente en particular, sabía que habría rápidos más adelante.

Santos esbozó una amplia sonrisa.

—Nací con un desarrollado sentido del peligro, señor. Mi madre siempre estaba santiguándose y diciéndome que yo era de la casa de Satán. Siguió diciendo eso hasta el día en que me envió a Bogotá con las monjas católicas. Después, cuando no supieron qué hacer conmigo, me mandaron más lejos aún a estudiar en el seminario. Pero, señor, el río… siempre estaba gritándome que regresara. Así que ya ve, siento al río y conozco al río y sus muchos estados de ánimo.

Farbeaux se rió.

—Posee un don, de acuerdo, señor, pero es un don para contar historias. Tenga cuidado en el futuro, capitán, y oculte esa extraña… habilidad que posee; alguien más podría sospechar.

Santos vio a Farbeaux salir de su puente de mando. Se santiguó, besó y acarició su medalla antes de volver a guardarla bajo la camisa. Después, fue hacia la ventana y se fijó en los hombres de la cubierta. Abrió un cajón y, sin dejar de mirar, sacó una Colt del 38, especial para la policía.

—Sí, señor, los vigilaré muy de cerca. Pero a usted, más todavía —dijo al comprobar las balas que tenía en la pistola.

Ciudad de Panamá, Panamá

Jason Ryan se encontraba en el gigantesco hangar viendo a un Boeing 747-400 deslizarse por la pista después de aterrizar bajo el ardiente sol de la tarde. Ryan vestía ropa informal, al igual que su escolta Delta formada por dos hombres. Cada uno iba armado con una Beretta 9 mm. A medida que el gigantesco avión se acercaba, pudieron oír el chirrido de sus cuatro grandes motores reduciendo su velocidad. Sus tonos de camuflaje falsificados los habían pintado las Fuerzas Aéreas estadounidenses y los diseñaron partiendo de los colores azul, blanco y rojo. Las palabras «Correo federal urgente» estaban escritas en un lateral y en su gigantesca cola.

Ryan no podía apreciar apenas diferencia con un avión civil de transportes, aunque sí que se fijó en las extrañas protuberancias en el morro del 747. No había ventanas; era una aeronave larga y sellada. El Boeing se deslizó lentamente hasta la parte delantera del hangar, donde se apagaron los motores. Un gran vehículo amarillo pasó a gran velocidad e inmediatamente el personal de tierra enganchó el morro y comenzó a tirar de él.

—¿Entonces, este es el Proteus? —preguntó mirando el avión mientras lo conducían dentro. La gran puerta del hangar comenzó a bajar una vez que la cola de cinco pisos de altura hubo pasado por completo.

Cuando el avión se detuvo, se colocó una pasarela bajo la puerta de la tripulación y esta se abrió. Varios hombres salieron. Eran de la policía aérea y dos se adelantaron corriendo. Los otros cuatro se quedaron atrás con dos ametralladoras MP-5, de aspecto letal, apuntando hacia las oficinas del hangar y otras dos apuntando hacia Ryan y sus hombres. Los dos que avanzaron primero solicitaron que se identificasen. Uno de los hombres los examinó detenidamente y dudó sobre la tarjeta de la Marina de Ryan hasta el punto de ponerle nervioso por un momento. Luego el hombre les devolvió las tarjetas, se giró e hizo una señal hacia el gigantesco avión. Veinte miembros de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos comenzaron a descender por la pasarela.

—¿Quién de ustedes es Ryan? —preguntó el hombre más grande que el teniente había visto nunca en uniforme militar. Era un coronel negro y su voz resonó por todo el hangar.

—Teniente de grado júnior Ryan, señor —respondió Ryan al entregar de nuevo su identificación militar.

—Bueno, me han dicho que usted tiene los datos del objetivo y que es pequeño.

—Sí, señor, ¿cree que puede alcanzarlo? —preguntó Ryan guardándose su tarjeta.

—Hijo, no hemos alcanzado ni una jodida cosa en treinta y un intentos, y eso que dos de los objetivos de prueba eran un océano, ¡un océano! Joder, la última vez casi hacemos volar por los aires la puta cola de esta cosa —dijo con una media sonrisa.

Ryan miró hacia los dos hombres delta y cerró los ojos.

—Asegúrense de llevar los paracaídas de gran altitud por si acaso, tengo la sensación de que la operación Mal Perder podría no funcionar.