Capítulo 16


El Profesor seguía sumido en la semioscuridad al mediodía. De vez en cuando, motas de brillante luz del sol se filtraban en forma de rayos tan deslumbradores como láseres. El opresivo calor y la imagen de esas extrañas estatuas habían inquietado a la tripulación hasta el punto de que la mayoría estaba perdida en sus pensamientos. Antes de que hubieran embarcado, cada departamento los había puesto al tanto de todo lo que se sabía sobre la expedición de Padilla y ahora ciertas páginas de esos informes destacaban de las demás como una obra maestra. Cada hombre y cada mujer a bordo del Profesor recordaba el fósil y su edad aproximada obtenida de las pruebas del carbono 14 que se habían llevado a cabo. Aunque no era oficial, la estimación de solo quinientos años era ahora una curiosidad y asustaba un poco porque cuanto más veía uno ese extraño mundo, más podía creer en la existencia de casi todo.

Jack estaba leyendo un manual de tecnología sobre el funcionamiento de una pequeña carga que podía utilizarse en profundidades de hasta sesenta metros y que estaba llena de hidro-rotenone, un tranquilizante empleado por los investigadores científicos y desarrollado en Brasil para programas subacuáticos de pesca con devolución. Se operaba exactamente igual con las cargas del tamaño de granadas de mano, con la diferencia de que estos pequeños huevos plateados disponían de un pequeño interruptor que podía utilizarse para seleccionar varias profundidades y detonar una carga que dispersaría el hidro-rotenone en un arco de nueve metros bajo el agua.

—¿Más juguetitos? —preguntó Sarah al sentarse junto a Jack bajo el falso crepúsculo creado por las copas de los árboles.

Soltó el manual y miró a Sarah, ataviada con unos pantalones cortos y una camisa azul sin mangas. Estaba recién duchada y olía a repelente de insectos.

—Me encanta ese perfume —dijo él al darle una palmadita en la pierna.

—Es el último grito en Nueva York ahora mismo. —Miró la mano de Jack un instante, lamentando que él no pudiera dejarla posada sobre su pierna.

El Profesor había alcanzado los seis nudos y la brisa creada por la velocidad extra resultaba agradable. Oyeron risas provenientes de unas cuantas secciones más al fondo, donde la mayor parte del equipo científico se encontraba reunido en la cubierta, tomando el aire después del almuerzo. Mendenhall estaba de guardia junto a Jenks, y Sánchez y Carl estaban aprendiendo los puntos clave de la operación sumergible en la sala de máquinas. Jack alzó la cabeza y preguntó dónde estaba Danielle Serrate.

—La última vez que la vi estaba en la biblioteca informática haciendo algo —respondió Sarah—. ¿Por qué? ¿Es qué estás empezando a preguntarte qué motivos tiene para haber venido con nosotros?

—Sí, cuesta creer que su presencia aquí solo esté motivada por su exmarido, pero al ser la directora de su agencia y estar sancionada por su gobierno tras la ayuda que ha ofrecido, no me importaría saber cuáles son sus motivaciones reales.

—¿El hecho de que Carl esté acercándose a ella influye en tu modo de pensar?

—Everett es adulto, sabe cuidar de sí mismo, creo. Ha pasado un año desde que perdió a Lisa y es hora de que empiece a darse cuenta de que hay otras mujeres en el mundo. Además, ¿le has oído hablar tanto en el último año?

—Sí, yo…

El mismo objeto de su conversación los interrumpió y Danielle se asomó por la escotilla abierta.

—Jack, ¡mira allí! —dijo al llegar a la cubierta y apoyarse contra la borda.

El comandante se levantó y Sarah y él se situaron cada uno a un lado de Danielle. Inmediatamente, Jack vio lo que la mujer estaba señalando y se giró para correr hacia el intercomunicador del barco, donde aporreó el botón.

—Apague los motores, suboficial —dijo antes de pulsar el botón marcado como «Ing» y añadir—: Carl, ¿sigues en Ingeniería?

—Sigo aquí —respondió.

—Busca a alguien e id al saliente de popa; utilizad un bichero y recoged esos cuerpos —dijo apresuradamente.

Jack oyó los motores detenerse. Corrió hacia la escotilla y bajó las escaleras de caracol. Rápidamente, fue hacia la sala de máquinas en la popa. Las dobles puertas estaban abiertas hacia el saliente de popa. Una de las sillas desmontables salió volando cuando los hombres maniobraron para capturar con los ganchos los cuerpos que flotaban en el agua. Cuando se unió a ellos, vio que estaban hinchados.

—¡Joder! —gritó al alargar el brazo y abrir la baranda. Los cuatro hombres se esforzaron al máximo por subir a bordo los dos cuerpos por el saliente de popa y justo sobre las letras negras que decían «Profesor».

—¡Oh! —exclamó Carl cuando los invadió el olor. Con delicadeza, giró el más grande de los dos cuerpos y vio que era un hombre ataviado con un traje de buceador. El neopreno estaba estirado al máximo y se había rajado en la parte alta de los brazos y en los muslos. Tenía la cara hinchada y deformada, pero eso no impedía ver las profundas heridas infligidas en su rostro.

Jack oyó ruido detrás de ellos y vio a Virginia y a la doctora Allison Waltrip, jefa de Medicina del Grupo, corriendo hacia las puertas dobles. Virginia contuvo un grito, pero Waltrip inmediatamente se agachó sobre las dos formas inmóviles. Los tres marines dieron un paso atrás y se giraron hacia el calmado río. La doctora pasó del cuerpo más grande al más pequeño. Con cuidado, lo giró y vio que era una chica que no podía haber tenido más de veinte o veintiún años. Ese cadáver estaba hinchado como el otro, pero no presentaba heridas aparentes. Tenía los ojos abiertos, espantados, y cubiertos por una sustancia lechosa que hizo que Virginia se girara parcialmente antes de recordar su profesionalidad. La doctora Waltrip comenzó a palpar el cuerpo en busca de alguna herida. La chica iba vestida con unos pantalones cortos y una blusa que a Jack le recordaron a la ropa que llevaba Sarah. La doctora deslizó los dedos por el cabello de la joven y se detuvo.

—Herida de bala en la sien. Creo que estaba muerta antes de caer al agua, pero no puedo estar segura sin una autopsia.

Después, volvió a centrar la atención en el hombre del traje de neopreno.

—Sus lesiones son considerables. Las heridas de la cara no habrían puesto en peligro su vida —giró al hombre—, pero estas heridas son lo suficientemente profundas como para que varias arterias en la espalda estén seccionadas y los pulmones dañados. —Palpó las lesiones abiertas haciendo que todos se estremecieran un poco. Al pasar los dedos por uno de los cortes más grandes, extrajo algo y lo alzó hacia la luz de la cubierta. Era redondeado y estriado y parecía brillar con el efecto de un arcoíris.

—¿Qué es, doctora? —preguntó Carl.

—No lo sé. —Lo miró más de cerca—. Parece casi un folículo capilar por debajo, ¿lo ven? —Lo alzó para que todos pudieran examinarlo.

—Creo que sé lo que es —dijo Heidi al acercarse y quitarle a la doctora el objeto.

—¿Qué? —preguntó Carl.

—Parece exactamente una escama de pez; una escama grandísima, pero una escama.

Jack se acercó a la baranda y miró al agua.

—Doctora Waltrip, ¿en dos horas podría saber cómo han muerto?

—Puedo intentarlo —respondió.

Jack se dirigió al intercomunicador del saliente de popa e informó a Jenks de que anclarían en mitad del afluente durante dos horas mientras se llevaba a cabo la autopsia de los dos cuerpos. Después, vio a los hombres trasladar los cadáveres a los laboratorios médicos de la sección siete.

Cuando se marcharon, Jack alzó la mirada hacia el dosel de árboles de selva tropical y vio motas de luz desvaneciéndose en el cielo. Después de albergar la esperanza de acceder a la laguna antes de que cayera la noche, ahora tenía que reconsiderarlo dadas las circunstancias. Tal vez tendría que ordenar que permanecieran anclados durante más tiempo, ya que la idea de entrar en la laguna de Padilla en una total oscuridad no resultaba nada atrayente. A pesar de haber hallado cadáveres, la urgencia de llegar al lugar en busca de posibles supervivientes se había convertido en un asunto discutible. Ahora tendría que pensar en la seguridad de su equipo como su única prioridad.

Jack no podía sacarse de la cabeza la imagen de la joven que habían recogido del río y que, al ponerse esa ropa, jamás se habría imaginado que moriría con ella. Del mismo modo que estaba seguro de que Sarah jamás habría pensado algo semejante al ponerse una ropa similar aquella mañana.

Observó el agua y la quietud de la orilla ante él. Tocó el arma de 9 mm que llevaba en un costado. De todos los lugares a los que lo habían destinado en su carrera, ese era el que más lo había inquietado. ¿Era por la ausencia de luz solar directa? ¿Por las criaturas que permanecían ocultas en la vasta fronda de gigantescos árboles? Jack sabía que nunca había sido un hombre de premoniciones, y aun así sentía, estaba seguro, que era un lugar vedado para los hombres.

Al darse la vuelta para marcharse, un movimiento en la orilla captó su atención. Se quedó quieto y no se volvió para mirar, sino que utilizó su visión periférica. Detrás de los densos matorrales que alineaban la orilla, había varios pequeños indios observando al Profesor situado en mitad del río. El único sonido que captó fue el casi silencioso zumbido de los propulsores del navío mientras forcejeaban contra la corriente. Los ruidos de la selva habían desaparecido y el silencio llenaba la última hora de la tarde. Los rostros de los indios se veían pálidos en contraste con la oscuridad que los rodeaba y fue entonces cuando Jack decidió dejarles saber que estaba viéndolos. Se giró y alzó una mano, pero el gesto pasó desapercibido, ya que los indios se habían desvanecido entre el follaje. Mientras estaba allí sintiéndose como un estúpido, los graznidos de los pájaros e incluso el rugido de un puma llenaron el aire cuando el sonido volvió a rodearlo.

Varias personas se encontraban fuera del laboratorio médico, en la sección seis, esperando noticias de la doctora Waltrip. Heidi y Virginia habían sido elegidas por la doctora como sus ayudantes en la morgue. Jack estaba sentado junto a Sarah, Danielle, Carl, Keating y el doctor Nathan, todos ellos ansiosos por conocer los resultados del examen médico de los dos cadáveres. Se mantenían en silencio.

Jack no había dicho nada sobre los indios que había visto en la orilla, ya que sentía que esa información no le sería de ayuda a nadie; el descubrimiento de la deidad de los sincaros ya había sido el tema de conversación durante casi un día y medio. Una cosa que sí hizo fue solicitar no solo que a los militares se les dieran revólveres, sino también dos rifles por guardia. No tenía nada en contra de la pequeña tribu de nativos del río, pero hasta que descubriera las razones detrás de la desaparición, ¿por qué correr riesgos? A pesar de todo, tenía la sensación de que la gente que había visto no era la responsable de esas dos muertes; parecían curiosos, nada más. De conversaciones previas con historiadores del Grupo, los profesionales que habían estudiado las leyendas, había sabido que esa pequeña gente tenía todo el derecho a, por lo menos, sospechar de cualquier extraño que pasara por el río.

La puerta se abrió y Virginia fue la primera en salir. Estaba pálida y parecía aturdida cuando pidió un café. Allison Waltrip salió quitándose los guantes y metiéndolos en una bolsa de plástico. Después, le pasó la bolsa a Virginia para que tirara los suyos y esta asintió con la cabeza. A continuación, aceptó el café que estaba ofreciéndole Danielle, que también le tendió una taza a la doctora Waltrip. La doctora la aceptó dándole las gracias con un gesto de la cabeza.

—Jack, tenemos que enterrar estos cuerpos —dijo la doctora Waltrip—. Carecemos de instalaciones que nos permitan conservarlos aquí. —Se giró—. Capitán de corbeta Everett, ¿es marine, verdad?

—Sí —respondió Carl.

—Este hombre —alzó una bolsa de plástico— también pertenecía a la Marina. Teniente Kyle Kennedy.

—No me suena —dijo Carl al tomar la bolsa de plástico y examinar las cadenas militares.

—Tiene tatuada una pequeña foca jugando con una pelota en su antebrazo derecho.

Carl se subió la manga.

—¿Se parece a esto? —preguntó mostrando su tatuaje de una foca de las Fuerzas Especiales.

—Exacto, aunque este tatuaje tenía un cuatro debajo, no un seis —respondió la doctora.

—El equipo Seal Cuatro con base en San Diego; son una fuerza de asalto excelente y bien entrenada. Pero nunca he oído nada sobre un tal Kennedy y conozco a la mayoría de ese equipo.

—Comandante, Virginia está al tanto del contenido de su informe y dice que puedo preguntarle; tengo entendido que participó en operaciones secretas y ha sido adiestrado para toda clase de… —se detuvo y miró a Virginia.

—Flecha Rota —respondió Virginia.

—Sí. Escenarios con operaciones de Flecha Rota, preparados para enfrentarse a ese tipo de cosas.

Jack parecía incómodo hablando de eso con tanta gente cerca, sobre todo con Danielle.

—Es verdad. Estoy cualificado para desarmar o… ¿Por qué lo pregunta? —Solo esperaba que la gente no supiera que la locución «flecha rota» era utilizada por los militares para designar una pérdida de arma nuclear.

—¿Puede identificar esto? —La doctora Waltrip le entregó una segunda bolsa de plástico—. El teniente lo sujetó con tanta fuerza en su mano derecha que he tenido que arrancárselo.

Jack tomó la bolsa y observó, mirando a Carl un instante antes porque sintió sus ojos puestos sobre él.

—La llave de una cabeza explosiva táctica M-2678 —dijo de un modo apenas audible.

—Por Dios, Jack, ¿qué han traído esos idiotas? —preguntó Carl.

—Ni siquiera puedo llegar a imaginarme por qué se creían que iban a necesitar una bomba atómica táctica aquí fuera —respondió Jack cuando la sección quedó en silencio.

—Un misterio más que añadir a nuestra lista —dijo la doctora Waltrip—. La chica no tenía más de diecinueve años. Como he dicho ahí fuera, murió como consecuencia de un posible disparo autoinfligido en la sien izquierda. Había quemaduras de pólvora alrededor de la herida y partículas de pólvora incrustadas en su mano izquierda, indicación de que estaba sosteniendo el arma que la mató. Era una bala de 9 mm. —Le entregó otra bolsa a Jack.

—Podría ser militar, pero quién sabe.

La doctora Waltrip asintió.

—Tenía las plantas del pie cortadas, como si hubiera estado corriendo sobre una superficie áspera y en las heridas de sus pies he encontrado esto. —Les mostró un pequeño tarro con bastoncillos de algodón en su interior. Lo acercó a la luz y todos vieron el brillo—. Diría que es oro lo que he encontrado en las lesiones, en el pelo, en la ropa, en las fosas nasales y en los pulmones. He encontrado lo mismo en casi cada parte del cuerpo.

No hubo preguntas, no se dijo nada. Carl le devolvió las chapas a la doctora.

—Las guardaré en la caja fuerte del barco. Ahora, como he dicho, tenemos que enterrar estos cuerpos muy pronto. Se están descomponiendo rápido.

—Las heridas, doctora, ¿y lo de las marcas en el submarinista? —preguntó Jack.

—Estaba guardando lo mejor para el final, comandante. Virginia, muéstrales la escama, por favor.

Virginia se metió la mano en el bolsillo de su bata y sacó una caja de plástico que le pasó a Jack.

—Sin la secuencia completa de ADN, que Heidi está realizando ahora mismo, no puedo decir mucho. Es una escama de una especie de agua dulce, pero según los datos que tenemos, no pertenece a las aguas de este mundo. Ni siquiera tenemos un informe prehistórico de que haya existido un fósil con escamas así. Fijaos en los profundos surcos de edad que recorren la escama. Pensé que solo servirían para indicar la edad, como los anillos de un árbol o los cuadrados del caparazón de una tortuga, pero cuando la he examinado, he encontrado que la escama es casi impenetrable. He utilizado un escarpelo y no he podido cortarla. El folículo que había unido la escama a su huésped era casi humano. La diminuta muestra de sangre del folículo es como la nuestra, e incluso la he marcado como O negativo. —Alzó una mano cuando todos comenzaron a protestar—. No tengo respuestas, ninguna. Todo lo que hemos descubierto no hace otra cosa que generar más preguntas que respuestas. Ha sido Virginia la que ha encontrado algo que hace que me atreva a pedirle al comandante que lleve un equipo armado a la orilla cuando se entierren los cuerpos. Enséñaselo.

Virginia le quitó la caja de plástico a Jack y la acercó a la luz. También resplandeció con oro.

—Como pueden apreciar, al igual que la chica, está cubierta de partículas de oro, más conocidas como polvo de oro. Hemos examinado tanto el oro de la escama como el de la chica y hemos encontrado que es oro procesado. No oro en su estado natural; ya lo habían calentado y fundido. El microscopio de electrones lo ha verificado —dijo aún sosteniendo la escama junto a la luz—. Estas partículas provenían de lingotes, tal vez de restos dejados en los moldes que se utilizaron. Pero la escama… —vaciló.

—¿Qué? —preguntó Sarah.

—Agárrense. Estaba contaminada… con una fuente de uranio enriquecido, probablemente procedente de una bomba atómica dañada que, según la llave representa e indica, podría estar aquí abajo. Pero hay un extraño factor en juego; la muestra de sangre de la escama no reflejaba efectos a largo plazo de ello. La criatura de donde proviene esta escama parece ser inmune a la radiación.

—Eso es imposible —dijo Keating, a su lado.

—Es mi campo de trabajo, profesor —contestó ella en voz baja—. Sé perfectamente lo que es y no es posible, y el envenenamiento por radiación es un absoluto; no hay especies animales inmunes. Pero si pudiéramos descubrir por qué esta especie en particular sí que es, o era, inmune, sería un descubrimiento que beneficiaría a la raza humana de un modo increíble.

—¿Por qué? ¿Para que pudiéramos hacer la guerra nuclear no solo probable, sino factible, darles a los gobiernos el permiso para cargarse a todo el mundo limpiamente y sin preocupaciones? —argumentó Keating.

Virginia bajó la escama y miró al doctor Keating.

—No, en absoluto, me sorprende que pueda pensar que consideraría una teoría tan terrible —dijo mirando a Keating hasta que él desvió la mirada y sacudió la cabeza—. Pero estaba pensando, profesor, que tal vez podríamos ahorrarles a cientos de miles de personas que padecen cáncer el ultraje de los efectos de los tratamientos por radiación. Tal vez evitar que una niña vomite cada vez que la ciencia moderna intenta ayudarla o evitar que se le caiga el pelo, además de acabar con el dolor que produce la quimioterapia. Se trata de eso, no de hacer factible una guerra nuclear.

—Mis disculpas, Virginia, ha sido un comentario que no te correspondía —dijo Keating apretando cariñosamente su hombro derecho.

—Muéstrales el otro artículo, Virginia, la razón por la que el equipo de enterramiento necesita ir armado y tener mucho cuidado —señaló la doctora Waltrip.

Virginia cerró los ojos un momento y pensó. A continuación, introdujo la mano en la bata de laboratorio y extrajo una fotografía.

—La he aumentado por ordenador. La he sacado de las dos estatuas que los incas colocaron en la orilla —dijo al acercar de nuevo la escama a la luz y mostrar la fotografía para comparar—. ¿Veis las escamas de las estatuas? Aparecen grabadas de manera tenue en la piedra. Ahora fijaos en los surcos de esta escama —añadió aproximando la caja de plástico a la luz— y comparadlos con lo que una raza que ya no existe talló hace cientos o, quizá, miles de años.

—¡Joder! —exclamó Carl.

—Los surcos son idénticos. ¿Por qué iban los talladores incas a duplicar algo en sus estatuas que podían conocer simplemente viéndolo? —preguntó Sarah.

—Tal vez porque estaban tallando basándose en una experiencia real y las estatuas que tallaron eran de un animal real —respondió Virginia pasando la escama y la fotografía.

—Supongo que Helen Zachary estaba trabajando en algo relacionado con ese fósil —apuntó Jack.

—Sí, aunque quizá no haya conseguido permanecer con vida lo suficiente para recibir felicitaciones por ello —contestó Danielle tocando el brazo de Carl.

Les había llevado una hora más dejar a Jack y a un grupo en tierra para dar sepultura a los muertos. Durante el tiempo que tardaron, los sonidos de la selva cesaron como una muestra de respeto ante lo que estaba sucediendo. Los cuerpos fueron enterrados rápidamente. Unas grandes rocas se colocaron sobre ellos para evitar que los depredadores se acercaran y después Jack urgió al grupo a volver a bordo. En todo momento sintió los ojos de los sincaros, o quienesquiera que fueran los indígenas de la actualidad, sobre ellos.

—Carl —dijo justo antes de llegar a la improvisada rampa.

El capitán de corbeta se detuvo y examinó los alrededores en la semioscuridad. El sudor le caía por la cara cuando miró al comandante.

—Esa llave —dijo Jack.

—Sí, es preocupante, Jack.

No hizo falta añadir nada porque Carl estaba tan bien entrenado en cuestión de bombas atómicas como Jack. Sabía que cuando giras una llave de activación en una de las cabezas para armarla, la mitad inferior de la llave se suelta; eso es lo que conecta el circuito, crea un puente, y permite así que se active la cabeza explosiva. Después, lo único que tienes que hacer es fijar el tiempo o pulsar un botón.

—La llave está intacta, ¿verdad, Jack?

Collins se metió la mano en el bolsillo para sacar la llave de activación. La alzó y Carl vio que la sección inferior tenía un borde, como si lo hubieran arrancado.

—Oh, joder.

—Odio decirlo, pero tenemos una bomba atómica activa en algún lugar de esa laguna.

Los dos sabían que una vez se había completado el circuito de activación, no podía cerrarse. Tendría que ser desarmado manualmente.

—De acuerdo, los dos estamos entrenados en operaciones de Flecha Rota. Podemos desarmarla —dijo Jack.

—Sí, ya, pero ¿dónde cojones está? Un mono cabreado podría activar esa puta cosa solo con mirarla fijamente.

—Nuestras prioridades han cambiado una vez más, marinero.

A bordo del Profesor, todo el mundo seguía en la cubierta a excepción de Danielle Serrate. Estaba sola en la sección de navegación, sentada allí, sin más. La pantalla principal de la mesa estaba oscura y en ese momento ella la utilizaba como un mantelito para el café. Se encontraba tan sumida en sus pensamientos que no oyó a Sarah entrar.

—Bueno, ¿cómo lo lleváis Carl y tú? —preguntó Sarah al sentarse en uno de los sillones junto al mamparo exterior.

—Eres una mujer curiosa, ¿verdad?

—Solo porque aprecio a Carl y padezco de instinto maternal, especialmente cuando se trata de él. Necesita que alguien lo cuide, como la mayoría de los hombres, supongo —dijo Sarah.

Danielle la miró un buen rato sin decir nada. Después, sonrió.

—Yo no tengo ese instinto maternal. ¿Otros instintos? Sí. Ese en particular, no.

Sarah le devolvió la sonrisa y se apartó de la mesa.

—Apuesto a que tiene otros instintos, señora Farbeaux… Vaya, lo siento. Odio esto —dijo sacudiendo la cabeza y dándose una palmadita en la cabeza—. Señora Serrate, quería decir. Pero apuesto a que se trata, más bien, de un instinto de supervivencia.

—De esa clase y de muchas otras, mi querida Sarah —respondió Danielle al ver a Sarah marcharse. Se levantó, derramando su café en el proceso, y después se forzó a calmarse. Miró a su alrededor buscando un trapo y, al no encontrarlo, miró hacia la zona de la cabina y entró en silencio.

El Río Madonna, cinco kilómetros río abajo

El gran barco estaba viajando a cinco nudos, igual que la última velocidad que conocían del Profesor. Al capitán le había llevado más tiempo del que se había imaginado volver a erguir el palo mayor y las antenas después de salir de la cueva, y desde entonces, había tenido que hacer numerosas reparaciones ya que, sin darse cuenta, había dañado su casco en la oscuridad de la cueva. Fue su habilidad como capitán fluvial lo que evitó que chocara contra una de las dentadas paredes. El francés había sido de grandísima ayuda, ya que había colaborado en el puente, informando de las profundidades y haciendo correcciones del curso del barco. El hombre, en efecto, sabía bien cómo sobrevivir en situaciones difíciles, pero ese tonto de Méndez y sus hombres eran otra historia. Se habían acobardado en la absoluta oscuridad de la cueva y eso era algo que el capitán nunca olvidaría. De ahí en adelante, habría que vigilar a los colombianos.

Hasta el momento habían tenido un solo accidente en esa extraña travesía. Al hacer un sondeo físico después de que el calón llevara fallando una hora, a uno de sus hombres se le había enredado la cuerda de la sonda al ancla y se había sumergido para soltarla mientras dos hombres lo sostenían por los tobillos y él se balanceaba de un lado a otro. El agua de pronto había erupcionado violentamente y el hombre había empezado a gritar. Cuando los hombres lo sacaron, un largo rastro de sangre salpicó la pintura blanca al alzarlo. Le habían arrancado la mano por completo. Uno de los hombres, Indio Asana, criado en el corazón de la cuenca del Amazonas, había dicho que el gran pez que lo había hecho no se parecía a ninguno que él hubiera visto antes en el río, con una gran y prominente mandíbula y una cola que parecía tan fuerte como para partir en dos una tabla de cinco por diez. Dijo que tenía aletas en ella a diferencia de cualquier otro que hubiera visto, y ya que fue Indio el que lo había dicho, el capitán no dudó de su veracidad.

—Capitán, he recibido una señal a casi cinco kilómetros delante de nosotros —dijo el encargado de radio y sonar desde su pequeña mesa en la parte trasera de la cabina del timonel.

—Señor Farbeaux, una señal de los norteamericanos: alguien nos ha localizado con una búsqueda por sonar activo.

A Farbeaux le sorprendió que el capitán tuviera idea de lo que implicaba eso.

—¿Está seguro?

—Sí, mi equipo, aunque no es lo último en la Marina de Estados Unidos, señor, es bastante adecuado para nosotros, los suramericanos bebedores de ron —dijo sonriendo a través del humo de su puro.

—No pretendía ser irrespetuoso, capitán. ¿A cuánta distancia diría que se originó la búsqueda?

—Mi operario dice que a cinco kilómetros río arriba, señor —respondió al girar el gran timón y dirigirse hacia la orilla, anticipándose a la orden del francés.

—Será mejor que nos retrasemos un poco; puede que hayan parado por alguna razón. Anclemos por un momento, ¿está de acuerdo, capitán?

—Sí, señor, de hecho ya lo estamos haciendo —contestó el capitán al enderezar el timón y llevar al Río Madonna hasta la orilla sur del afluente.

Santos ordenó que se bajaran las anclas de proa y de popa y se apagaran los motores gemelos. Varios hombres corrieron hacia popa y, con largos postes, detuvieron el impulso de la gran gabarra remolque que transportaba el equipo del francés. Una vez quedó satisfecho, observó cómo Farbeaux se dirigía a la cubierta de popa a informar del retraso a su majestad, el señor Méndez. Los gritos y la cólera ante la inesperada parada se desatarían en cualquier momento y el capitán sonrió al preguntarse cuánto tardaría Farbeaux en meterle una bala en la cabeza a ese idiota.

También se preguntó quién habría activado accidentalmente el botón de sonar activo del barco norteamericano, advirtiéndolos a ellos de que el extraño barco se había detenido más adelante. Muy oportuno, pensó y se rió, feliz de que el francés estuviera de su lado. Pero cuando miró río arriba su sonrisa se desvaneció. En algún punto más adelante había una laguna ajena a las risas de cualquier tipo, y que, según se rumoreaba, era un lugar de puro dolor, y él estaba siguiendo a ciegas a ese francés hacia el corazón de ese oscuro lugar. El capitán se sacó una extraña medalla de debajo de su camisa, la besó y volvió a ponerla en su sitio. Después, apagó la luz superior y se quedó sentado en la oscuridad, escuchando los familiares sonidos que había oído desde su infancia. Más adelante, en el río, aguardaban las leyendas, como lo habían hecho durante miles de años, para ser recibidas en las codiciosas manos del hombre. De nuevo, el capitán se sacó el medallón de la camisa y se santiguó.