Capítulo 14


Bajo tierra. Afluente Aguas Negras, Brasil

El Profesor estaba navegando en la oscuridad a una velocidad de tres nudos. Hasta el momento llevaban tres horas en la cueva y se habían quedado asombrados con las tallas que habían documentado y que cubrían los muros de roca: representaciones de hombres salvajes en diferentes poses de caza, dioses y guerreros incas, y bestias y peces extraños. Hasta el momento habían catalogado trescientas figuras distintas. La obra se había llevado a cabo meticulosamente y mostraba en detalle cómo tenía que haber sido la vida para aquellos que viajaron por el antiguo túnel antes que ellos.

Carl se encontraba al timón en el puente de mando acompañado por Jack, que ayudaba con las sondas y como centinela buscando salientes de roca, que casi los habían hecho migas en dos ocasiones. El Profesor seguía navegando bajo en el agua con el lastre extra que habían cargado, ya que el techo solo se alzaba tres metros sobre ellos y en algunos puntos no alcanzaba ni el metro. De vez en cuando veían murciélagos revoloteando, acercándose y alejándose de los focos.

Jenks se encontraba en la sección siete para ayudar al equipo científico con el módulo de observación expandible, que se bajaría para darles unas vistas de su nuevo territorio subacuático.

El centro de la sección estaba ocupado por una gran estructura en forma de caja hecha en su mayoría de cristal y aluminio. Había asientos para seis tripulantes en el interior de esa embarcación de trece metros de largo, y estaba totalmente equipada con pequeñas cámaras, tanto de fotografía como de vídeo. Jenks acompañó a Danielle, al doctor Nathan, a Sarah, a Mendenhall, a Heidi Rodríguez y al profesor Ellenshaw hasta el módulo de observación y se aseguró de que la presión hidráulica estaba alta. Después, se quitó el puro de la boca.

—Bueno, sospecho que van a sentirse un poco mareados cuando descienda. La sección es telescópica, así que en realidad no estarán fuera del barco, solo debajo de él. ¿Preparados?

Los seis pasajeros asintieron y se giraron hacia el cristal que, por el momento, no mostraba más que un casco externo de composite.

Jenks pulsó un botón del intercomunicador.

—Sapo, vas a sentir como un tirón según sumerjamos la sección en el agua; el ordenador del Profesor debería estabilizarse después de unos treinta segundos, así que no te preocupes, ¿vale?

—Vale, suboficial; ahora mismo tenemos unos doce metros bajo la quilla. Avisaremos con tiempo si nos hundimos más de siete —dijo Carl desde la cabina.

—De acuerdo, chicos y chicas, agarraos los traseros —dijo Jenks al levantar la cubierta del interruptor y pulsarlo.

El zumbido de los hidráulicos sonó desde los motores incorporados en los lados del Profesor cuando la sección comenzó a desplegarse. Los pasajeros se sujetaron a los reposabrazos de sus asientos y alzaron la mirada según descendían. Los rostros de Jenks y el resto del equipo científico se oscurecieron al oír el estruendo del agua al pasar. Volvieron a girarse hacia el cristal cuando la pequeña plataforma con aspecto de barco entró en el río. Mendenhall estaba sentado en el asiento delantero y, por ello, era el que más cerca estaba del aerodinámico frontal con forma de arco. Unos escasos quince centímetros de acrílico lo separaban de la verdosa agua que estaba despidiendo la plataforma. Primero bajaron un metro y medio; después, otra sección comenzó a deslizarse desde el casco del Profesor y la plataforma descendió otro metro y medio. A continuación, los focos se encendieron y el mundo submarino se iluminó alrededor de ellos con lúgubre detalle.

—Dios mío, esto es genial —dijo Sarah.

Sobre ellos, una sección insonorizada se deslizó encima de la parte superior de la plataforma sumergida, aislándola de la luz y el ruido procedentes del Profesor y de la tripulación de arriba.

Sobre sus cabezas, peces de agua dulce de todas las especies se precipitaban a su alrededor, algunos curiosos ante las criaturas extrañas que estaban mirándolos, lo suficiente como parar mirarlas a ellas también.

—Joder, atentos a eso; es el puto barbo más descomunal que he visto en mi vida. Fijaos en su color —dijo Mendenhall.

Por fuera del cristal de la puntiaguda proa, un barbo albino con una gran boca que era, por lo menos, lo suficientemente grande como para tragarse a un hombre, pasaba nadando por allí, pero se alejó precipitadamente al situarse en el centro de uno de los focos.

—Estamos invadiendo su casa —apuntó Danielle al ver las negras paredes de la cueva pasar ante ella.

—Mirad ahí —dijo Ellenshaw—. Es Supay, el dios del inframundo inca.

Al otro lado de las ventanas acrílicas podían ver una estatua de por lo menos doce metros de largo. Estaba tendida bocarriba. El Profesor la esquivó sin problema y ellos pudieron admirar esos ojos sesgados de serpiente, que parecía como si estuvieran fijándose en el extraño navío que le pasaba por encima.

—¡Profesor, mire! —gritó Danielle.

—¡Dios mío! ¡Por favor, que alguien empiece a grabar esto! —gritó Ellenshaw al situarse frente a un celacanto de agua dulce, un pez que se creía extinto desde hacía más de sesenta millones de años. Más de una especie de agua salada se había encontrado en la costa de África, pero ese era el primer espécimen vivo que Ellenshaw había visto en su vida, a excepción de las extrañas imágenes de uno que se habían grabado hacía cuatro años. Estaba a escasos centímetros de su cara.

—Las cámaras están funcionando, profesor —gritó Jenks por el intercomunicador desde arriba.

—Esto es asombroso —dijo al alzar las manos hacia el cristal. El enorme pez nadaba tranquilamente, con sus fuertes apéndices tipo aletas que hacían que se moviera como un nadador con sus manos.

—Esta especie es distinta a la encontrada en el mar, ¡fijaos! Debe de pesar noventa kilos y encima está en agua dulce. ¡Fascinante! —exclamó Ellenshaw—. Profesor Keating, ¿está viendo esto? —preguntó por el intercomunicador.

—Y tanto. Es absolutamente pasmoso.

Cuando Sarah se unió a ellos junto a la ventana, el pez prehistórico de pronto se movió con la velocidad de una serpiente atacando a una víctima. Se golpeó contra el cristal e hizo que todos los que estaban dentro cayeran hacia atrás y se estamparan contra los asientos o bien sobre la cubierta. Se alejó y después volvió a arremeter contra el cristal. Repitió el agresivo acto tres veces más y, en cada una de ellas, fue ganando más velocidad. Después, el pez de metro y medio pareció decidir finalmente que ya bastaba y se alejó por las turbias aguas.

—Vaya, ha sido una pasada; no es exactamente algo que meterías en el acuario de tu casa, ¿eh? —dijo Sarah mientras Mendenhall la ayudaba a levantarse.

—¿Lo hemos grabado? —preguntó Ellenshaw.

El altavoz cobró vida y Jenks respondió:

—Lo tenemos todo. Ha estado cerquísima, creía que iba a hacer un agujero en esa ventana.

—Es verdad que ha sido extremadamente agresivo —dijo emocionado un despeinado Ellenshaw.

—Sí —apuntó Mendenhall, mirando al profesor como si hubiera perdido la cabeza.

—Bueno, chicos, ya basta por ahora, es demasiado peligroso permanecer aquí abajo. Vamos a subir —advirtió Jenks.

El techo se deslizó hacia atrás mientras ellos volvían a sus asientos. La sección inferior se replegó sobre la primera y esta dentro del casco principal. Los seis miembros de la tripulación salieron con la sensación de acabar de escapar de otro mundo.

—Espero que podamos conseguir un espécimen mientras estemos aquí. Sería maravilloso —dijo Ellenshaw dándole una palmadita en el hombro a Mendenhall.

El sargento le sonrió, como inquieto, luego se giró hacia Sarah y puso los ojos en blanco.

Más tarde, mientras Jenks estaba al timón en el puente de mando, el Profesor de repente salió de la cueva hacia la noche estrellada. Fue tan brusco que ni siquiera se dio cuenta hasta que la luz de la luna iluminó el puente de mando. Alargó la mano y le dio una palmada al cabo Walter Lebowitz, que había estado durmiendo y que se suponía que tenía que ayudarlo.

—¡Despierta, cabeza bote! —gritó Jenks, y se encendió un puro.

Por un momento, el cabo no sabía dónde estaba y la claridad de la luna lo confundió tras pasar tantas horas dentro de la oscura cueva. Miró a su alrededor, hacia la selva que se desbordaba desde la orilla.

—Ve a despertar al capitán de corbeta Everett y al comandante Collins. Diles que hemos salido de la cueva y que tenemos que parar, vaciar los tanques de lastre y comprobar el estado del barco. Nos pondremos en marcha otra vez dentro de… —Miró el cronómetro digital del cuadro de mandos—. Dos horas. ¿Entendido, cabo?

—Sí, suboficial.

—Entonces, ¿por qué no te mueves, chico? —bramó Jenks.

Lo vio irse y apagó las luces exteriores, sumiendo al mundo exterior en la oscuridad, de no ser por la luz de la luna. Las luces de la cabina de mando se apagaron, y solo el brillo azul verdoso del panel de control iluminaba a Jenks. Alargó la mano para reducir la marcha y apagar los motores antes de conectar el piloto automático. Los reactores que se accionaban eléctricamente mantendrían al Profesor en el centro del afluente con pequeños ajustes en sus propulsores. Únicamente los reactores delanteros funcionarían a tiempo completo para evitar que el barco se alejara con la corriente. Después, giró el manillar que decía «Evacuar lastre» y un fuerte zumbido, producido por el aire que se escapó, recorrió el barco y despertó a casi todo el mundo. Unas grandes burbujas de aire y agua rodearon al Profesor cuando los tanques se vaciaron y el casco del barco se alzó después de que hubiera estado medio hundido ante la necesidad de avanzar bajo en el agua.

Cuando Jenks se relajó y miró adelante, lo único que pudo distinguir fue más oscuridad conforme el afluente pasaba bajo el interminable dosel de copas de árboles una vez más. Sospechaba que esa sería la última ubicación por un tiempo en la que el comandante podría establecer contacto con alguien en casa.

—Hola, ¿puedo acompañarlo? —lo interrogó una voz femenina.

Jenks se giró y vio a esa mujer con pinta de científica y largas piernas acercándose y sentándose en el asiento del copiloto.

—La doctora Pollock, ¿verdad? —aventuró Jenks al abrir su ventana lateral corredera y tirar los restos de su puro al río.

Virginia vestía unos vaqueros Levi’s y un jersey de cuello alto negro.

—Sí, ¿cómo está, suboficial?

—Estoy bien, ¿qué puedo hacer por usted? —preguntó posando la mirada en su pecho antes de volver a mirarla a los ojos—. ¿De visita por los barrios pobres o qué?

—Bueno, estaba en la cocina esperando a que me sirvieran un café y se me ha ocurrido que podría venir aquí delante y ver al ogro en persona, para juzgar por mí misma y saber si es usted el hosco cabronazo que todo el mundo afirma que es —dijo enarcando una ceja mientras se quitaba las gafas.

—Bueno, ¿y lo soy?

—Aún no lo sé, aunque le he oído desde la cocina gritarle a ese pobre marine. Usted parece creerse un tipo duro y desagradable, pero todavía no me he formado una opinión.

Él miró a la alta mujer más fijamente incluso que antes, o demasiado para lo requerido por la buena educación. Arrugó un ojo mientras intentaba comprender de qué iba la doctora.

—¿Cambiaría algo que le diera una patada en el culo? —preguntó él bruscamente.

—Tal vez sí —respondió Virginia—, pero ¿por qué no mejor se toma un descanso y me invita a un café? Después podremos hablar de ese lado suyo que nadie ve. —Se levantó y abandonó el puente de mando.

Jenks la siguió con la mirada cuando ella salió por la escotilla de cristal en dirección al compartimento de navegación. Buscó un puro, pero entonces se lo pensó mejor y se levantó para ir tras ella. Se detuvo lo suficiente para mirarse en la gran ventana junto a la mesa de navegación al entrar en la sección dos y decidió que no estaría mal hacer un viajecito al cuarto de baño. Tenía los ojos inyectados en sangre y el aliento le olía como si acabara de volver de un permiso en Shanghái. Él no lo sabía, pero Virginia Pollock sentía debilidad por las causas perdidas y, sin duda, ese suboficial era una.

Cuando rompió el alba, con la antena en alto y funcionando y el radar girando para satisfacción de Jenks, Jack intentó contactar con el complejo Evento. Tenían un claro en la fronda de árboles de unos veinte metros y por eso esperaba que el Boris y Natasha se hubiera movido según lo planeado. Pete Golding respondió con la misma claridad, como si estuviera hablando desde la orilla del río. Jack informó de que habían penetrado la catarata y habían encontrado el afluente justo ahí donde indicaba el mapa. Después, Pete le dio paso a Niles.

—Jack, deberíamos poder veros en una hora o así a través del Boris y Natasha. Cuando os veáis en territorio de densas copas, utilizaremos el radar espacial para seguir el rastro del Profesor mediante su señal de calor —dijo Niles.

—De acuerdo. Ahora estamos en marcha; nada impactante de lo que informar, de momento.

—Jack, tenemos dos problemas. Uno, el presidente no, repito, no permitirá que Ryan y los Delta pisen Brasil. Es una cuestión política y no hará esa llamada.

—Bueno, con suerte podremos con lo que sea que nos lance Farbeaux.

—Ese es el problema número dos; tenéis compañía en camino, además del francés.

—El barco y la gabarra, ya lo sabemos. Probablemente sea él —respondió Jack.

—No, Jack. El Boris y Natasha ha captado a un grupo armado de unos cincuenta hombres a pie entrando en la zona de las cataratas. Y tengo más buenas noticias; el barco y la gabarra que os seguían no aparecen por ninguna parte; sospecho que os habrán seguido hasta el afluente.

—¿Has alertado a Ryan sobre nuestro respaldo? ¿La operación Mal Perder sustituirá a la Conquistador? —preguntó Jack.

—Hecho, está al tanto del plan dos. El equipo Delta actuará como seguridad mientras el Proteus esté en territorio de Panamá, pero eso no es definitivo, Jack. Están teniendo problemas para activar el sistema. Recuerda, todo el programa es experimental y la maldita plataforma podría explotar en mitad de Suramérica, así que tened cuidado. Si la cosa se pone fea, saca a tu equipo de ahí y mételos en la selva, si hace falta. ¿Están claras las órdenes, comandante?

—Entendido; ve a dormir un poco, Niles —dijo Jack y cerró el enlace de comunicación por satélite. Le dio una palmadita a Tommy Stiles en la espalda—. Gracias. Se ha oído clarísimo.

—¿Va todo bien? —se interesó Sarah.

Él le guiñó un ojo.

—Sí, ha sido solo una llamada preventiva. Informa a todo el mundo de que de ahora en adelante estaremos en estado de alerta al cincuenta por ciento.

Carl, Sarah y Danielle se acercaron para observar en el navegador la versión generada por ordenador del mapa de Padilla. Carl deslizó un dedo a lo largo de la orilla del afluente, introdujo las coordenadas en un pequeño teclado, y el punto de luz que indicaba la posición del Profesor apareció en rojo, bajo el denso toldo de árboles.

—Según el mapa, la aldea sincaro de Padilla estaba solo a unos tres kilómetros río arriba, lo cual situaría a la laguna y al valle no muy lejos.

—Ni siquiera podemos informar de nuestra posición desde que el cielo ha desaparecido —dijo Sarah.

—Sí, nunca he visto árboles así. ¿Cómo pueden crecer tanto como para tapar todo el cielo?

—Agua, lluvia constante. Cada uno lucha por su derecho a recibir la luz del sol y lo convierten en una batalla por la supremacía —dijo Danielle—. Cada uno compite por el sol estirándose sobre el vecino y creando así un efecto de paraguas gigante que no permite que lo atraviese nada.

Los motores del Profesor sonaban como el triste canturreo de una nana constante. La mayor parte del equipo se había ido a dormir al entrar en la oscuridad de la selva tropical, pues sabía que en unas horas dormir sería difícil. Jenks llevaba el timón con Virginia, que estaba disfrutando mucho porque el suboficial permitía que utilizara los mandos de la cabina tras haberse mostrado asombrada por lo receptivo que era el gran barco. Mientras copilotaba el navío, se reía con casi todo lo que Jenks decía. El suboficial nunca había sonreído tanto como durante el tiempo que pasó con Virginia.

Carl seguía inclinado sobre la mesa de navegación con Sarah y Danielle cuando oyó a Jenks y a la científica reírse a carcajadas; no sabía que Virginia tuviera una risa tan profunda y espontánea. Se levantó y miró a las dos mujeres de la mesa.

—¿A alguien más esto le resulta inquietante? —preguntó.

Washington, D. C.

Ambrose había recibido órdenes de ponerse en marcha. No le gustó y sabía que el secretario estaba exagerando la situación antes de que hubiera, siquiera, necesidad de hacerlo. Levantó el teléfono y marcó los números que había memorizado.

—Sí.

—General, ¿cómo está, amigo mío?

El hombre que se encontraba en Brasil se puso derecho en su silla y tragó saliva con dificultad mientras intentaba sacar voz.

—Estoy… estoy bien, señor.

—De acuerdo. ¿Está preparado por su parte para lo que hace falta?

—Sí, sí que lo estoy.

—Bien. Puede enviar su unidad de tierra al río para seguir a mis compatriotas ya. Si se encuentra la zona en cuestión, puede soltarlos. No se permitirá a ningún elemento extranjero salir de su país. General, ¿está claro?

[5]… eh… sí, lo comprendo.

—¿Son suficientes diez barcos, general?

—Son la mejor fuerza de asalto del sector privado, señor. Harán su trabajo.

—Bien, bien. Su recompensa será generosa, tal como prometimos, tanto económica como políticamente. ¿Tiene a su fuerza aérea preparada por si acaso?

—Es un elemento que preferiría no utilizar…

—Solo se empleará si surge algo imprevisto; no se preocupe, amigo mío.

La conexión se cortó y el general se quedó sujetando el teléfono, consternado por haberse metido en ese peligroso juego de traición.

Afluente Aguas Negras

Dieciséis kilómetros a popa del Profesor

Méndez había aguardado su tiempo. Era un hombre paciente cuando se trataba de matar y ahí era donde sus antiguos socios en el negocio de la droga habían fracasado a escala monumental. Los objetivos y lugares del asesinato tenían que elegirse con una experta precisión y nunca, jamás, se debía tomar la decisión apresuradamente. Méndez y sus operarios sabían cuándo era el momento de atacar. ¿Por qué cargar con la culpa de un asesinato cuando puedes hacer que la gente se crea que alguien más está haciendo el trabajo sucio?

En la oscuridad pudo ver al francés en la cabina del timonel hablando con el idiota del capitán. Santos era un fastidio del que pronto se libraría junto con Farbeaux. Encendió un puro y la llama de la cerilla momentáneamente iluminó sus rasgos cuando miró a Rosolo. Méndez asintió y después se giró hacia la popa del barco.

El capitán Rosolo se aseguró de que Farbeaux continuaba ocupado con Santos, y después siguió a su jefe hasta la borda en el otro extremo del barco. Una vez allí, sacó un pequeño cilindro del bolsillo de su abrigo y encontró el gatillo. Alzó el artefacto, desviándolo del Río Madonna, y lo apuntó hacia un pequeño claro de una fronda de árboles por donde podían verse las estrellas. Por atrás, podían distinguir claramente la gabarra y cómo parecía estar cortando en silencio el río en dos blancas partes. Rosolo se giró y le hizo una señal a uno de sus hombres situado justo debajo de la cabina del timonel. El hombre levantó una radio portátil y la sintonizó con la frecuencia del Río Madonna. Después, con la rueda del volumen girada al máximo, pulsó el botón que desactivaba la supresión de ruidos e interferencias. Dentro de la cabina, oyeron la radio encenderse con el más atroz de los chirridos. Al mismo tiempo, Rosolo tiró de la cuerda del extremo del tubo y una brillante llamarada atravesó el pequeño claro de las copas de los árboles. La suave brisa rápidamente se llevó el revelador humo del barco hacia la selva, justo cuando Farbeaux apareció en el puente para amonestar al hombre de abajo por haber hecho tanto ruido con la radio. Rosolo sonrió, pero el francés no los miró. Luego volvió a entrar en el ahora silencioso puente de mando.

—Bien hecho, amigo mío —dijo Méndez dándole una calada a su grandísimo puro justo cuando la bengala sonó a noventa metros por encima de los árboles.

A ciento cincuenta metros por encima de los árboles y la densa jungla, el piloto guía de una escuadrilla de dos helicópteros de ataque Aérospatiale Gazelle, antes propiedad del ejército francés, estaba volando en círculos. El brillante destello de la bengala salió de la selva describiendo una trayectoria en forma de arco y los dos pilotos supieron que tenían una misión. Eran mercenarios contratados por Méndez y su especialidad era el asesinato en vuelo.

El piloto del Gazelle guía, movido por la codicia, había renunciado a contratar a un oficial de armas para esa bien pagada ocasión. Los dos pilotos no compartirían su recompensa con nadie. Después de todo, solo iban tras un lento barco fluvial. Podían ocuparse del ataque ellos solos.

Llamó a su copiloto y le dio instrucciones antes de conectar el radar FLIR. El sistema de infrarrojos se activó y mostró el frescor de la selva y de los árboles. Después, mientras cruzaban el sinuoso y desconocido afluente, pudieron ver el objetivo que buscaban. Estaba marcado claramente a través de las copas de los árboles como una brillante luz roja que avanzaba lentamente bajo ellos. Esos tontos jamás sabrían qué les había acertado. Retiró la cubierta de seguridad de su gatillo montado en la palanca de control y seleccionó sus armas. Había optado por no llevar los misiles que había almacenado en Colombia porque sentía que sería un desperdicio, ya que no podrían atravesar los árboles. Sin embargo, las balas de 20 mm no tendrían ese problema porque se abrirían paso a través de cualquier madera protectora que rodeara a su objetivo.

El piloto guía sonrió al llevar a su Gazelle a potencia máxima y se dirigió hacia la oscura jungla que tenían abajo. Su objetivo aún no lo sabía, pero estaban a punto de ser destruidos desde el cielo por un rayo.

USS Profesor

Jack se levantó de la mesa de navegación. Un ruido familiar había entrado en su pensamiento y se había desvanecido. Miró a Carl, que estaba observando la taza de café que tenía cerca del borde de la mesa. Un diminuto temblor estaba haciendo que el oscuro café brillara trémulamente en la tenue luz de la cabina. Jack alargó la mano hacia el intercomunicador.

—Suboficial, ¿ha encendido algún sistema en los últimos treinta segundos?

—Es tarde, comandante, no es el momento de utilizar un equipo que no necesitamos —respondió Jenks.

—Apague los motores —dijo Jack al mirar a Carl y a Sarah.

De pronto, el barco se quedó quieto. Mientras escuchaban y sus rostros cambiaban de color bajo las luces de las pantallas de navegación, Jack ladeó la cabeza. Lo oyó inmediatamente y volvió a tocar el intercomunicador.

—Suboficial, reinicie los motores y espere a que yo le avise; puede que tengamos compañía.

—Joder, no somos un barco de guerra, comandante. Ya se lo he dicho.

—Suboficial, cierre la boca y esté preparado.

—¿Qué crees, Jack? ¿Los brasileños? —preguntó Sarah.

Esta finalmente oyó el suave zumbido de los motores desde fuera y le asombró que los dos oficiales lo hubieran oído por encima del adormecedor zumbido del Profesor.

—No, Brasil utiliza los Kiowas y los viejos Hughies que les vendimos. —Jack cerró los ojos y se apoyó en la mesa para escuchar más atentamente—. Son Gazelles. Helicópteros de ataque construidos por los franceses.

—Joder, ¿estás seguro? —preguntó Carl al acercarse al teléfono.

—Me harté de oír a esos pequeños cabrones en África y en Afganistán.

—Will, ve a la taquilla de armas y prepara un equipo de fuego en la cubierta —dijo Carl por teléfono.

Colgó el receptor justo cuando cuarenta balas de 20 mm impactaron contra el Profesor. Jack tiró a Sarah al suelo cuando las balas perforaron el fino casco de composite y se perdieron bajo el agua. Jack no se molestó en utilizar el intercomunicador en esa ocasión y gritó hacia la cabina.

—¡Mueva el culo, suboficial!

La orden fue innecesaria, puesto que Jenks ya había acelerado al máximo al Profesor. El gran barco se fue hacia el centro del afluente y comenzó a zigzaguear de manera evasiva. Sabía exactamente lo que estaba pasando y cómo neutralizar en parte la ofensiva que les llegaba desde arriba.

A su alrededor oyeron los gritos de los doctores y profesores despertados bruscamente por el ruido y el terror que producían las grandes balas que alcanzaban al Profesor. El personal militar estaba haciendo todo lo posible por colocarlos detrás de los equipos y bajo las mesas cuando los alcanzó otra ráfaga. Las balas rastreadoras atravesaron el fino casco con facilidad e impactaron contra el equipo. El estrépito era absolutamente espeluznante.

—¡Quédate aquí! —le gritó Jack a Sarah—. Vamos, Carl. No podremos aguantar mucho.

Los dos hombres se levantaron y corrieron hacia la escalera de caracol de la siguiente sección, agachándose cuando más balas blindadas los alcanzaron. Las rastreadoras de fósforo rojo provocaron fuegos en el interior del barco según atravesaban el casco con la misma facilidad que un chico agujerea una lata de refresco. El sonido del cristal rompiéndose y de los extintores explotando resonó por todo el barco, mientras Jenks daba bandazos de orilla a orilla.

Mendenhall, Sánchez e incluso el profesor Ellenshaw ya estaban en la cubierta. El profesor, de pie sobre el suelo de goma, estaba pasando cargadores para los dos M-16 utilizados por los dos hombres de seguridad mientras disparaban a ciegas contra los árboles en la dirección del sonido de las turbinas que pasaban sobre sus cabezas.

—¿Cuál es la situación, Will? —gritó Jack al lanzarle a Carl uno de los M-16 que Mendenhall había apilado en la cubierta. El capitán de corbeta no perdió el tiempo; tiró de la palanca de carga y abrió fuego contra uno de los helicópteros de asalto que volaban bajo. Sus propias rastreadoras suturaron el cielo y desaparecieron en las ramas de los árboles.

—Creo que hay dos, pero no es seguro. Nuestro fuego defensivo no está atravesando los árboles. ¡Nos van a patear el culo! —dijo Mendenhall al insertar otro cargador mientras más balas atravesaban los árboles. Al principio dieron al agua y después se sucedió el horrible ruido de las balas alcanzando el casco del Profesor. Uno de los laboratorios de Ciencias resultó gravemente dañado. Miró a Ellenshaw que, aterrorizado y con su cabello blanco despeinado, se alzó para pasarle otro cargador completo—. ¡Joder, profesor, permanezca tendido hasta que le pida uno! —gritó Mendenhall empujando con un pie a ese loco para que se tumbara sobre la cubierta.

Jack oyó un grito cuando uno de los Gazelle descendió. Señaló justo delante del punto donde debería estar el helicóptero y Carl, Mendenhall y Sánchez intervinieron. Unas brillantes y blancas balas rastreadoras salieron hacia las copas de los árboles trazando un arco y, horrorizado, Jack advirtió que un noventa por ciento de las ligeras balas de 5,56 mm rebotaba en las ramas y troncos de los árboles, sin llegar a cruzar el cielo ni impactar contra las naves que los atacaban desde arriba.

—¡Joder! —exclamó cuando los rodeó más fuego tras los nuevos disparos de los Gazelle. La escena parecía sacada de una película de ciencia ficción con esas hileras de balas de 20 mm que parecían armas láser aguijoneando el agua y el barco. Los helicópteros estaban señalando la zona con muerte y destrucción mientras eran inmunes a la ofensiva que se les devolvía.

Abajo, el suboficial sabía que no tenía tiempo para poner a cubierto a su patito, que parecía avanzar lentamente, en fila, como en las casetas de tiro de las ferias. Gritó con frustración mientras más balas resonaban por su barco.

—¡Por Dios, ya basta! —gritó al agarrar la delgada mano de Virginia y colocar los dedos de la mujer alrededor del acelerador y del mando del timón situados en su reposabrazos—. Agarra el volante, muñeca; no dejes de zigzaguear todo lo que puedas, pero no estampes a este chico contra la orilla. Sigue moviéndote pase lo que pase. —Abandonó su asiento y, antes de salir de la cabina, se agachó y besó a Virginia en la mejilla—. Ahora mismo vuelvo, preciosa, ya es hora de que aparezca la jodida caballería.

Virginia no oyó ni una palabra de lo que había dicho Jenks. Tenía los ojos abiertos de par en par y estaba demasiado ocupada temblando, lo cual aumentaba su posibilidad de supervivencia, ya que el Profesor se zarandeó cuando ella sacudió los caprichosos mandos. Ni siquiera se dio cuenta de que el suboficial le había dado un beso en la mejilla.

Sobre la cubierta, el equipo de Seguridad sabía que estaban librando una batalla perdida. Jack y Carl tenían claro que los tiradores que sobrevolaban la fronda de árboles tenían un sistema FLIR y que estaban utilizando la propia señal de calor del barco para que los guiara entre los árboles.

—Daría mi huevo izquierdo por un Stinger ahora mismo —dijo Carl al vaciar un cargador de veinte balas contra las ramas, esperando que al menos tres o cuatro de ellas pudieran abrirse camino entre los árboles.

Jack quiso patearse a sí mismo por no haber incluido alguna especie de defensa aérea en su pequeño arsenal de armas, automáticas en su mayoría.

De pronto, se abrió fuego desde la cubierta superior de la proa cuando Sarah, Danielle y algunos científicos comenzaron a disparar con armas de la taquilla de esa zona. Ahora había nueve M-16 disparando a ciegas contra las copas de los árboles.

—Buena chica —farfulló Jack al insertar otro cargador.

En ese momento, una larga hilera de rastreadoras rojas de 20 mm atravesó los árboles y creó una larga línea de agujeros por la proa. Oyeron un grito; una de las ayudantes que trabajaban con el profesor Keating había chillado cuando una de las balas había impactado en su brazo. Jack pudo oír el daño que las balas estaban causando en el interior del Profesor mientras quien fuera que se encontraba al timón en ese momento estaba dirigiendo al barco hacia el centro del afluente.

A unos escasos treinta metros por encima de la línea de árboles, los dos Gazelle dieron la vuelta. Su objetivo resultaba mucho más evasivo de lo que les habían hecho creer. Méndez solo había dicho que encontrarían un barco fluvial, pero esa embarcación estaba moviéndose como si fuera una patrullera. Y, además, estaban recibiendo muchos disparos desde abajo. Hasta el momento el Gazelle que iba en primera posición había sentido varios impactos de armas pequeñas contra su fuselaje de aluminio. Quienquiera que estuviera abajo había organizado a la velocidad de la luz una defensa contra su ataque y el volumen de fuego era asombroso.

Méndez le comunicó por radio al segundo Gazelle que tendrían que ejecutar una maniobra de tijera y atacar a su objetivo desde dos direcciones distintas, para que el barco recibiera un fuego cruzado que, por lo menos, lo dejara inhabilitado. Él concentraría el fuego en la proa y su piloto de apoyo se ocuparía de la popa, alcanzando posiblemente el compartimento del motor y deteniendo, así, al evasivo navío. Después, podrían ametrallar al barco a su antojo.

Los dos Gazelle de fabricación francesa alcanzaron una altitud de sesenta metros y se separaron. Comenzarían con su ronda asesina en dos minutos. Se alinearían con los helicópteros con la ayuda del FLIR y darían comienzo a su asalto en cuanto se encontraran a novecientos metros del objetivo, para darle a su munición una mayor oportunidad de partir en dos a su enemigo.

Jenks se abrió paso hacia la sección de navegación y el sonar del barco. Varias balas estuvieron a punto de acabar con su carrera cuando impactaron en el casco y sacudieron la zona de la cocina, lanzando ollas y sartenes por todas partes. Vio a tres técnicos de laboratorio escondidos detrás de uno de los sillones de la sala de estar y, en lugar de compadecerse de las dos mujeres y el hombre, comenzó a darles patadas cuando intentaban alejarse a rastras.

—¡Sacad vuestros putos culos de ahí y defendeos, jodidos idiotas! ¡Que os mováis, he dicho! —Les soltó un último grito a los técnicos que se arrastraban y después se giró y fue hacia su asiento de la consola de navegación.

Los técnicos rápidamente se levantaron y corrieron hacia la escalera que conducía a la cubierta superior. Debieron pensar que las probabilidades de sobrevivir a las balas ahí fuera eran más elevadas que las que tendrían si tenían que enfrentarse al suboficial.

Jenks alargó el brazo y levantó una tapa roja transparente que tenía un símbolo brillante. Se giró en su silla, pulsó varios interruptores denominados Dwael, y vio que un monitor situado sobre el panel de sonar y comunicaciones se encendía.

—Si estos hijos de puta quieren jugar con la tecnología, jugaremos con la puta tecnología —farfulló al pulsar el sistema de rastreo FLIR que había instalado en el último minuto cuando se lo habían ofrecido los técnicos del Grupo Evento en Nueva Orleans. Se había instalado para detectar movimiento animal donde el espeso follaje bloqueara todos los demás sistemas sensoriales, pero ahora utilizaría el sistema infrarrojo de búsqueda avanzada y el Dwael para crear un arma absolutamente nueva, un aguijón para el viejo Profesor. El láser de aguas profundas realzado con argón era un nuevo sistema utilizado para obtener lecturas precisas en cañones profundos de vías fluviales desconocidas, como la supuesta laguna hacia la que se dirigían. Pero la mayoría de los civiles y militares desconocían que, si se conectaba a potencia máxima, podía emplearse como un instrumento de corte muy eficaz. El principal problema era proporcionarle al sistema suficiente combustible de los generadores del Profesor para que pasara de ser un sistema localizador de profundidad a un arma letal. El suboficial, sin embargo, conocía su barco. Alargó la mano y encontró la conexión de potencia principal para los muchos sistemas del Profesor y después aisló las estaciones de la consola del sonar y del generador. Tiró con toda la fuerza que pudo reunir de la transmisión principal, haciendo que se soltara el cable de la caja y que saltaran todos los interruptores de emergencia, excepto los de los sistemas que había aislado, lo cual provocó un fallo en la rejilla de potencia del barco. Simplificando: el suboficial mayor lo había desenchufado.

En la cubierta superior, Jack y los demás seguían disparando cuando oyeron a los Gazelle acercándose y cargando contra el Profesor desde arriba. Animó a todo el mundo a apuntar hacia el ruido. Sabía que era una causa perdida, pero tenían que intentar algo.

De pronto, se oyó una bocina y la voz de Jenks salió por el altavoz de la torre.

—¡Todos, dejad lo que coño estéis haciendo! ¡Tumbaos sobre la cubierta y mantened los ojos cerrados!

Jack y Carl les gritaron a todos que se agacharan. Oyeron un motor y, antes de que Jack se tirara sobre la cubierta de goma, vio una pequeña sección del Profesor alzarse por estribor. Un largo brazo cilíndrico se activó hidráulicamente y giró su cabeza de cristal según el brazo iba extendiéndose. Se parecía a un bolígrafo con una bombilla pegada a la punta. Inmediatamente, Jack lo reconoció. Recordó sus días en el terreno de pruebas de Aberdeen, concretamente los sistemas de láser con argón en los que habían estado trabajando, una versión más grande de lo que acababa de ver saliendo del casco del Profesor. Pero sabía que allí lo habían utilizado con fines no militares como mejoras de velocidad y radar, herramientas de medida con precisión milimétrica. ¿Qué pretendía el suboficial?

Oyó los generadores bajo la cubierta acelerados al máximo justo cuando Virginia llevó al Profesor al centro del afluente, de nuevo. Y entonces los motores se apagaron. A Jack se le erizó el vello de los brazos y empezó a captar el olor del ozono en el aire a medida que la electricidad alcanzaba una potencia monumental. La corriente estaba empezando a escapar y todos los que estaban en la cubierta sufrían escalofríos.

—¡Joder, abajo! —gritó Jack cuando los helicópteros que sobrevolaban los árboles soltaron su artillería.

Las balas comenzaron a dar en el agua a unos doscientos setenta metros del Profesor. Las rastreadoras rojas caían en una impresionante línea recta mientras los dos Gazelle se dirigían al barco detenido. Y entonces, de pronto, se oyó un fuerte crujido proveniente de todas partes. La masa del Profesor golpeó contra el agua cuando Jenks soltó la energía que había acumulado en el láser, lanzando un recto rayo de luz blanca que se abrió paso quemando la espesa fronda de árboles en un microsegundo. Cuando llegó a su objetivo, dio comienzo el proceso de corte.

El piloto guía vio algo explotar desde abajo; al tener su objetivo cubierto por los árboles, pensó que habría dado, con toda seguridad, a uno de los tanques de combustible de los enemigos. Pero entonces, de pronto, los árboles desaparecieron con un fuerte destello y se quedó ciego momentáneamente ante la brillante luz blanca. El rayo alcanzó a su piloto de apoyo en el centro del Gazelle, dividiendo el helicóptero en dos con un corte limpio y lanzando las cuchillas de sus rotores en todas las direcciones. El intenso rayo blanco incendió el combustible y los restos del helicóptero cayeron entre los árboles hasta el río.

El guía inmediatamente soltó el gatillo al virar su Gazelle para alejarse de quien les había disparado desde abajo. Desconocía la naturaleza de ese arma y tampoco quería quedarse a descubrir de primera mano qué había acabado tan repentinamente con la vida de uno de sus empleados. Al mirar tras él, la luminosidad del rayo había disminuido, aunque seguía buscando a su segundo objetivo. El piloto aceleró al máximo e intentó girar, pero el rayo, si bien con menos intensidad, se giró con él. Sin dificultad le seccionó la cola. El helicóptero empezó a dar vueltas fuera de control. Fue hacia los árboles y el piloto cerró los ojos, esperando la inevitable y aplastante muerte que lo aguardaba en cuestión de segundos.

Jack sabía que habían tenido suerte. El Profesor, aún sin energía y dejándose arrastrar por la corriente, pasó flotando por delante de algunos de los restos del primer Gazelle. Al ver los escombros en llamas hundiéndose en las oscuras aguas, tuvo su prueba de que alguien había tratado de detenerlos a toda costa para evitar que llegaran a la laguna.

A dieciséis kilómetros a popa del Profesor, a Farbeaux le había parecido ver el destello del fuego de artillería entre las copas de los árboles. Fue hasta la proa del Río Madonna y miró hacia la oscuridad. Enseguida, el capitán Santos se unió a él.

—¿Usted también lo ha visto, señor?

—He visto algo.

—Ah, tal vez haya sido solo un relámpago de calor. Es un fenómeno común en el río. —Santos observó la reacción de Farbeaux y el capitán se quedó satisfecho al observar su gesto de extrañeza.

—Tal vez —respondió, se giró y vio que Méndez y su matón no se habían movido del saliente de popa. Estaban sentados en silencio en su pequeña mesa, contemplando la noche que los rodeaba, y la única prueba visual de que estaban allí era el suave brillo del puro de Méndez, que incluso ocultaba la sonrisa de su cara.