Capítulo 12


El río Amazonas

45 kilómetros al este del afluente Aguas Negras

El helicóptero se había reunido con Méndez, Farbeaux y la tripulación del barco alquilado, el Río Madonna. Su capitán había maniobrado con precisión el gran remolcador fluvial de diez camarotes para recibir a los pasajeros del helicóptero. El primero había sido el capitán Juan Rosolo, un hombre al que Henri Farbeaux detestaba por considerarlo un asesino de emboscada de la más baja calaña, y los hombres que lo siguieron a la cubierta probablemente no fueran mejores. Ese desarrollo de la situación resultaba de lo más inquietante, pero era algo que Farbeaux había permitido.

Rosolo se presentó inmediatamente ante Méndez y los dos conversaron en voz alta, lo suficiente como para que Farbeaux supiera que Rosolo le había fallado a su superior. Méndez, con la delicadeza de un martillo de demolición, había soltado una lista de sus improperios preferidos y Farbeaux se alegró de estar en la proa del barco y mantenerse alejado de eso. Aun así pudo oír a Rosolo acercarse tras la intimidante actitud de Méndez.

—¿Qué pasa, perro guardián? —preguntó Farbeaux sin girarse hacia el hombre.

—No me llame así, señor[4]. A mi jefe le gustaría verle en la popa —dijo Rosolo con una sonrisa burlona.

Farbeaux observó por un momento las profundas aguas del Amazonas antes de girarse y pasar por delante de Rosolo, rozándolo.

El práctico fluvial, el capitán Ernesto Santos, le lanzó al francés un rápido saludo de visera cuando cruzó el puente. Ese capitán parecía saber lo que se hacía. Su reputación, junto a su propia afirmación, de conocer cada centímetro del Amazonas era bien sabida por todos a bordo. Decía que su familia y él llevaban generaciones surcando el río.

Sin embargo, cuando finalmente le revelaron su destino después de haber zarpado, el capitán de barba descuidada se había mostrado muy callado y hosco. Había protestado en vano diciendo que el Aguas Negras no tenía una entrada en ese punto del río, que el único modo de acceder se encontraba a varios cientos de kilómetros al este, y que incluso ese acceso solo era navegable durante la temporada de lluvias. El argumento se diluyó en cuanto le entregaron en metálico una tarifa excesivamente alta por el alquiler.

Farbeaux se acercó al pequeño saliente de popa donde Méndez estaba esperando y Rosolo llegó por detrás y lo rozó ligeramente, devolviéndole el gesto que antes Henri le había dirigido a él un momento antes. Farbeaux ignoró a Rosolo y se sentó junto a la pequeña mesa donde Méndez estaba examinando algunas fotografías.

—Ah, Henri, aquí nuestro amigo se ha traído unas noticias bastante perturbadoras de Estados Unidos. Como sabe, teníamos vigilado el despacho de la profesora Zachary y algunos peces se colaron en nuestra red. —Le mostró a Farbeaux una fotografía de Danielle. El francés apenas le echó un vistazo, después miró a Méndez, que le pasó otra de veinte por veinticinco y con acabado brillante—. Iba acompañada por este hombre —dijo, observándolo para ver su reacción. Y no quedó decepcionado; inmediatamente, Farbeaux cogió la segunda foto.

—El hombre de los túneles —dijo en voz baja.

—¿Cómo dice? —preguntó Méndez acercándose.

Farbeaux estudió la fotografía un momento más y la dejó caer en la mesa.

—El año pasado me encontré con este hombre en una situación nada usual en el desierto norteamericano. Creo que se llama Everett.

—Capitán de corbeta Carl Everett de la Marina de Estados Unidos, para ser más precisos —apuntó Rosolo—. He sido incapaz de descubrir su puesto actual u obligaciones, pero según informes de la Marina, antes pertenecía a los Seal y fue un miembro muy condecorado —dijo mirando fijamente al alto francés.

—Creo que ya no trabaja para los militares, sino para lo que se describe como un «gabinete de expertos». Esta organización escoge entre los militares a toda su gente de Seguridad y solo se rodea de los mejores. —Se giró hacia Rosolo—. Y usted, perro guardián, si de verdad supiera algo sobre las unidades de Operaciones Especiales de la Marina norteamericana sabría que un hombre nunca deja de ser un seal, sino que siempre lo es.

—Aspectos semánticos aparte, esto es bastante preocupante, ¿no cree, Henri? —preguntó Méndez mientras sacaba más fotografías y se las mostraba a Farbeaux.

—Estas se tomaron en un parque nacional de Montana. ¿Reconoce a alguna de estas personas? —tanteó Rosolo.

Farbeaux miró las cuatro fotos. Estaban granuladas y tomadas desde cierta distancia con una lente telescópica a través de la ventanilla de un vehículo.

—A estos dos nunca los había visto —dijo fijándose en el primer plano de Mendenhall—. Pero este de aquí —añadió pasándole a Méndez la foto del sargento negro— puede que trabaje con Everett, el soldado seal.

—Entonces todo el rompecabezas encaja. Nuestro amigo el señor Rosolo oyó una conversación de Everett a través de un teléfono protegido y cifrado en la que decía que esa gente estaría en Montana buscando el mapa de Padilla. Para resumir la historia, Rosolo intentó impedir que recuperaran algo que los trajera hasta aquí y, siento decir que fracasó miserablemente y que solo logró matar a dos empleados de Parques Nacionales y fue incapaz de recuperar o destruir el mapa. —Los ojos de Méndez se posaron directamente en su asesino.

—¿Encontraron el mapa?

—Hemos de suponer que sí, y que sin duda se guiarán por él —respondió Méndez dando un golpe en la mesa, furioso.

—La organización en cuestión es bastante tenaz cuando se trata de llegar al fondo de cualquier asunto. La experiencia me ha hecho aprender que sus recursos son asombrosos y sus bolsillos se encuentran bien nutridos, incluso más que los de usted.

—Bueno, parecen ser todo lo que usted admira en ellos. Estuve a punto de ordenar que atacaran a su exmujer y a su hombretón en Nueva Orleans, pero ¿qué sentido tendría cerrar el portón una vez que tu perro ya ha escapado?

Farbeaux cerró los ojos y se obligó a relajarse.

—Les diré esto para que les quede muy claro. Nadie va a ponerle la mano encima a Danielle, nunca. ¿Estamos de acuerdo? —Sus ojos azules no mostraron temor ni por un instante y esa mirada paralizó a Rosolo, después de que el asesino se hubiera levantado para mirar a Farbeaux tras la no tan velada amenaza a su jefe.

—¿Ah, sí? —preguntó Méndez.

Farbeaux se recostó en su silla.

—Soy yo el que pondrá fin a su vida. Ni usted ni mucho menos él —añadió apuntando hacia Rosolo.

—Esperemos que eso suceda después de esta excursión para que así pueda tomarse su tiempo con esta problemática mujer, porque ese es el derecho de todo marido, ¿verdad? —dijo Méndez intentando romper la tensión que había creado.

—Si conozco a esa gente como creo, puede que ya estén de camino hacia aquí. Claro que su jefe de Seguridad ya lo sabría si se hubiera quedado allí y hubiera hecho el trabajo por el que le paga, en vez de presentarse aquí, en el único lugar del planeta donde no hace falta.

—Esa gente necesitará semanas para reunir los medios necesarios para seguirnos hasta aquí. ¡Tardarán en llegar! —dijo Rosolo—. Y yo voy donde me dicen, y me han dicho que venga aquí.

Farbeaux sacudió la cabeza ligeramente y entonces sintió la suave vibración bajo sus pies, que fue subiendo hasta sus brazos mucho antes de que el sonido llegara a sus oídos. Vio los gestos de preocupación en los rostros de los dos colombianos y, de no ser porque se jugaba mucho, la imagen le habría resultado muy cómica.

—Será mejor que le diga al capitán que aumente la velocidad de este barco y que lleve a esta expedición hasta su destino porque vamos a tener compañía pronto. Mucha compañía —dijo Farbeaux levantándose—. Y si yo fuera usted —añadió mirando a Méndez—, echaría a este imbécil por incompetente, porque la gente que acaba de decir tan orgulloso que tardará en venir acaba de llegar. —El francés miró al cielo y fue retrocediendo hasta meterse bajo la cubierta del puente y desaparecer.

El capitán Santos, gracias a su destreza (o al instinto requerido por un contrabandista y traficante de armas), rápidamente condujo la gran embarcación bajo la fronda de árboles y dejó que la proa se hundiera en el barro, haciendo al barco detenerse y ocultándolo al mismo tiempo de cualquier ojo que pudiera espiarlos desde arriba.

Las tranquilas aguas del río se mecieron con el sonido de los helicópteros que las sobrevolaban. A través de los densos árboles que abarrotaban la ribera, Farbeaux pudo ver algún tipo de cargamento colgando de unos cables unidos a los helicópteros de color gris y las palabras «Marina de los Estados Unidos» estarcidas en pintura gris oscura. A los once helicópteros los seguían dos aeronaves de aspecto extraño que sobrevolaban el Amazonas. Los Osprey MV-22 sacudieron la selva al pasar sobre ella bramando con sus afamados rotores basculantes que les proporcionaban una velocidad mayor de la que ningún helicóptero del mundo pudiera lograr. El francés se fijó en que estaban volando casi a ras, demasiado cerca del suelo, lo cual posiblemente significaba que tenían que mantenerse bajo el radar. Y esto, a su vez, indicaba que tal vez los intrusos no tenían permiso oficial para entrar en Brasil.

Pero a pesar de todo, el Grupo Evento estaba allí, y Henri Farbeaux observó su llegada desde las sombras, con impotencia.

Centro del Grupo Evento

Base de las Fuerzas Aéreas de Nellis, Nevada

Niles y Alice acababan de recibir la noticia de la llegada del grupo a una zona cercana al afluente, al Aguas Negras. El director estaba hablando con el presidente mientras Alice escuchaba y tomaba notas. Los otros ayudantes de Niles estaban ocupados en el centro de Comunicaciones, monitorizando el tráfico de radio todo lo que podían antes de que la expedición entrara en territorio donde se perdía la señal. El director Compton, junto con Pete Golding, el centro de Informática y el laboratorio de Jet Propulsion en Pasadena, estaban en proceso de reprogramar al Boris y Natasha, y una vez eso estuviera hecho, el satélite se habría movido mil seiscientos kilómetros al sur a un punto situado directamente sobre la laguna y el valle. Cuando hubieran localizado el punto, no solo esperaban establecer comunicación por satélite con el equipo del Amazonas, sino que también creían que era posible obtener imágenes de vídeo de Jack.

—Niles —dijo el presidente—, los jefes de Inteligencia de las tres ramas están reuniendo toda la información que pueden encontrar, pero nadie sabe por qué Kennedy y sus hombres habrían estado en ese barco. La opinión colectiva es que trabajaban ajenos a órdenes de la Marina y de las Fuerza Aéreas, posiblemente por cuenta propia. He consultado con el FBI y dicen que han verificado que hubo un tiroteo en el cementerio y que algunas de las lápidas resultaron gravemente dañadas, aunque no se encontraron cuerpos.

—Con su permiso, señor, me gustaría empezar a trabajar yo mismo en esto y en la conexión con Kennedy, si le parece bien, claro.

—Me parece bien. Hay por aquí algunos que creen que pueden hacer lo que les plazca. Descubra quiénes son, y ahora hábleme de los progresos del equipo de rescate.

—Tenemos gente competente sobre el terreno y moviéndose río arriba, señor presidente. Creo que sabremos más a esta misma hora mañana. El comandante Collins conoce cuáles son las prioridades en esta situación. Le he puesto al tanto de lo de su hija. —Niles se detuvo—. Jack traerá a esos chicos a casa, y puede que sea para bien que en su expedición estén esos seals, cualquiera que sea la razón de su presencia. No los imagino permitiendo que se les haga daño a inocentes.

—Estoy de acuerdo —dijo el presidente—. Manténgame informado sobre lo que sucede ahí fuera mientras pueda. —Vaciló—. Aquí está en juego algo más valioso que el oro o unos animales prehistóricos. —Se aclaró la voz—. Tengo las coordenadas de por dónde pasará el Proteus. Maldita sea, ha de permanecer mucho tiempo en el espacio aéreo brasileño. Espero que no los vean más que como un vuelo comercial.

—Es un riesgo que debemos asumir. El Proteus es el único apoyo de Jack si aparece el matón del colegio.

—No creo que podamos protegerlo por encima de la zona objetivo.

—Si se meten en problemas, el Proteus tiene su caza de escolta. Serán capaces de mantenerlos a salvo de cualquier hostilidad hasta que salgan del espacio aéreo brasileño.

El presidente tardó un momento en responder y después le dijo a Niles:

—Si permito la entrada de un caza de escolta en el espacio aéreo brasileño ahora mismo, y si ellos, intencionada o accidentalmente disparan contra cualquier atacante, será interpretado como un acto de guerra. El presidente de Brasil ya está agobiándome a través del secretario de Estado.

Niles se apocó. Ahora el Proteus volaría en espacio aéreo hostil sin su tan necesitada protección de los cazas. La misión de respaldo no era tal. Las probabilidades de que funcionara eran alarmantemente pocas y las probabilidades de que pudieran llegar a la zona correcta de la selva eran más escasas aún.

—Hablaremos pronto, Niles. Avíseme en cuanto sepa algo del comandante Collins, por favor.

Niles miró a Alice.

—Jack tiene que encontrar a Helen y a esos chicos vivos.

—¿Sabes, Niles? —Lo miró directamente a los ojos—. Creo que deberías desahogarte y contarme qué es eso que os tiene tan asustados al presidente y a ti.

—¿Cómo ha podido el senador ocultarte algo alguna vez?

—Estoy esperando.

—Los alumnos de Helen… bueno, una alumna en particular… —Niles sacudió la cabeza—. Engañó a sus guardias del servicio secreto y se subió a ese barco con Helen y los demás. Es la hija mayor del presidente, Kelly.

Confluencia del afluente Aguas Negras y el río Amazonas

La sección de la popa fue la última en colocarse con la ayuda de los buceadores de la Marina enviados por el barco de reparación Cayuga, del grupo de batalla del Stennis. Soltaron el cable y el Seahawk de la Marina de Estados Unidos se separó de las espesas copas de los árboles y sobrevoló en círculos a la espera de la orden de recoger a los diez buceadores.

En el agua, el suboficial Jenks, ataviado con unos pantalones cortos y una camiseta, introdujo los últimos pernos de ensamble por las bridas que unían cada sección a las gruesas y expandibles juntas de goma que le daban al Profesor la flexibilidad que necesitaría para navegar el afluente. La goma era tan gruesa que un hombre solo no podía doblarla, pero con los poderosos propulsores hidráulicos del Profesor, las juntas entre las secciones se estiraban con facilidad, como si fueran una goma elástica.

Los técnicos del departamento de Logística del Grupo elegidos para la primera fase de la misión estaban ocupados extrayendo con una bomba el agua que se había acumulado en los pantoques del Profesor durante su montaje. Tres hombres del departamento de Ingeniería ayudaron a Jenks con el arranque inicial de los dos enormes motores diesel. El resto de la tripulación estaba ocupada preparando al Profesor para su viaje. Dos Seahwaks habían explorado el afluente Aguas Negras hasta donde habían podido antes de perder el rastro del río cuando este pasaba bajo el denso dosel de árboles. A uno de los pilotos le había parecido ver algo bajo la fronda, pero al pasar de nuevo sobre la embarcación Río Madonna, no vieron nada. Los helicópteros de la Marina avanzaron ochenta kilómetros antes de que su indicador de combustible les avisara de que tenía que volver al punto de encuentro.

Sarah y Jack le quitaron las correas al equipo en los laboratorios de investigación mientras Carl y Danielle ayudaban a los profesores Ellenshaw y Nathan a llenar el inmenso tanque que, con suerte, mantendría con vida a los especímenes. Mendenhall estaba con el resto del equipo de Seguridad, formado por el cabo Henry Sánchez, el soldado de primera Shaw, el especialista de quinto grado Jackson, el especialista Walter Lebowitz y el sargento Larry Ito. Con cuidado, estaban cargando las baterías del pequeño sumergible biplaza y llenando los tanques de combustible del Profesor con diésel de los contenedores de goma, de casi nueve mil quinientos litros, que un tercer Osprey MV-22 había dejado sobre la orilla del río. El resto de la tripulación estaba compuesto por quince ayudantes de laboratorio cuyos jefes de departamento eran Virginia Pollock, la doctora Heidi Rodríguez, la doctora Allison Waltrip, jefa de Medicina del Grupo Evento, y el profesor Keating, del equipo de Antropología. Los ayudantes cargaron las provisiones de comida, agua y otros artículos esenciales para su viaje.

Jenks colocó el último perno expandible y lo fijó con una llave dinamométrica. Después, le lanzó la herramienta al buzo situado sobre la redondeada popa, justo encima del emblema del barco que estaba pintado a ambos lados del saliente. El ojo de la bella mujer, cuyo verde resaltaba contra el blanco casco, destacaba sobre el río teñido de verde. Con todo completado excepto el encendido de los motores, el buzo avisó al último de los Seahawks para que recogiera a los hombres que quedaban y que regresarían al grupo de batalla del Stennis. Unos cuantos aldeanos de Río Feliz se reunieron y se mostraron bastante emocionados al ver helicópteros sobrevolando la zona, algo raro para muchos de ellos. Pero, con mucho, lo que atrajo al mayor número de curiosos fue el propio Profesor. Ahí estaba, anclado a la orilla del Amazonas, con su resplandeciente casco blanco brillando bajo el luminoso sol y las ventanas tintadas de la cabina del timonel destellando. Los aldeanos nunca habían visto una embarcación cuya proa superior fuera toda de cristal. Podían distinguir las figuras moviéndose dentro y se quedaron asombrados por la cantidad de gente que ocuparía el barco. Jack había ordenado que se repartieran barritas de chocolate y unas cuantas provisiones médicas a los mayores de la aldea como gesto de buena voluntad por las molestias que los norteamericanos estaban causándoles a las familias.

Jenks observó cómo sacaban a los últimos buzos. Un único Seahawk patrullaría siguiendo una pauta circular hasta que el Profesor estuviera en camino. El suboficial subió una escalera de la sección cinco, en el centro de la embarcación de treinta y seis metros, y vio a un equipo de tres hombres del centro de Informática terminar de conectar el mecanismo de comunicaciones. Se había quedado impresionado con la abundancia y la calidad de todo lo que el Sapo Everett había llevado. No sabía exactamente quiénes eran esas personas, pero solo tenía que explicarles una vez cómo hacer las cosas y al momento se ponían manos a la obra. Allí, en el centro del barco, se sintió satisfecho al ver la antena del radar funcionando en lo alto del palo mayor, de casi catorce metros, que se inclinaba hacia la popa formando un aerodinámico ángulo.

—¡Menudo diseño el que tiene usted aquí, suboficial! —dijo Tommy Stiles, uno de los niños prodigio de Pete Golding del centro de Informática que se había unido al grupo dos años antes, después de haber ejercido como técnico a bordo del crucero de misiles Aegis USS Yorktown. Stiles sería el técnico de radar y comunicaciones del Profesor. Otro hombre, Charles Ray Jackson, sería su técnico de sonar y detección submarina. Había llegado al Grupo Evento a través del «servicio de silencio» después de haber pasado su último año a bordo del USS Seawolf. Asintió; estaba de acuerdo en que era una barco fantástico, al menos en apariencia.

—¿Sí? Bueno, me da un pellizco en el puto culo y me pone la carne de gallina saber que he podido complaceros, nenazas —dijo Jenks al abrir la escotilla de aluminio y comenzar a bajar los escalones—. ¿Qué coño sabréis vosotros? —farfulló con el puro entre los dientes.

Stiles miró a Jackson, que estaba enroscando el cable coaxial restante para guardarlo, y Jackson se encogió de hombros.

—Como en los viejos tiempos.

—¿Es que a todos los suboficiales les dan un curso sobre cómo ser el mayor cabronazo de la Marina?

—¡Qué va! Nacen así —respondió Jackson.

Jenks se situó junto a la silla del capitán y miró su iluminado y totalmente digitalizado cuadro de mandos. La palanca en el lazo izquierdo del asiento no era necesaria para maniobrar el barco, que funcionaba mediante señales de entrada al ordenador principal, que interpretaba lo que el capitán estaba ordenando y accionaba los motores eléctricos apropiados que hacían funcionar los hidropropulsores en la popa del barco, eliminando así la necesidad de cables. El sistema era conocido en todo el mundo como «pilotaje por mando eléctrico». Jenks miró a Jack. Ambos estaban sudando profusamente; las áreas cerradas del Profesor resultaban abrasadoras debido a la falta de aire acondicionado mientras la fuente de energía principal estaba desconectada.

—Bueno, supongo que será mejor que comprobemos si esta jodida cosa va a arrancar —dijo Jenks—. ¿O vamos a empezar este viajecito atendiendo a todo el mundo por golpes de calor, eh, comandante?

—Estaría bien comprobar si funciona, suboficial —dijo Jack.

—Claro que funcionará, ¡joder! Aunque, ¿qué va a saber de eso un comandante del Ejército? ¿En qué coño estaba pensando al preguntar a un pisaterrones? —Se sentó en el asiento del capitán—. ¿Estáis listos ahí atrás? —preguntó en cuanto se colocó los auriculares.

—¡Todo listo! —respondió Mendenhall nervioso. Lo habían nombrado ayudante de mecánica para ese pequeño safari; él y otros miembros del equipo de Seguridad estaban haciendo doblete como maquinistas, para disgusto del suboficial. El ruido de calentamiento de motores se oyó por el sistema de intercomunicación del barco desde la sección de Ingeniería en el último compartimento del barco.

—Sapo, ¿estás ahí? —preguntó Jenks.

—Aquí —respondió Carl por su sistema de comunicación.

—Bien. Si esos motores no arrancan, dale fuerte en la cabeza con el extintor a ese enorme sargento negro; es él quien ha conectado el motor de arranque.

—Porrazo en la cabeza. Entendido, suboficial —respondió Everett sonriendo a un serio Mendenhall.

—De acuerdo. —Jenks alargó el brazo y levantó una cubierta de plástico que ocultaba un botón rojo con una palabra brillante generada por ordenador: «Arranque»—. Allá vamos —dijo al pulsar el botón y apretar con más fuerza su puro entre los dientes.

De pronto se oyó un intenso rugido por todo el Profesor cuando los motores gemelos arrancaron. Los indicadores y mandos digitales estaban iluminados en azul y verde y el tacómetro leía que los motores iban a mil revoluciones por minuto. Unos indicadores rojos mostraban los puntos críticos del funcionamiento del barco, como el estado del motor, el combustible, la temperatura en cada zona del barco junto con el estado de la escotilla y el lastre. Las zonas verdes y azules, las no críticas, como el estado de la batería, el amperaje, el indicador de velocidad, la profundidad del agua y la anchura del río, se iluminaron y el ordenador principal comenzó a generar sus constantemente cambiantes cifras e indicadores. Una gran pantalla en el centro del cuadro de mandos permitía al piloto ver una representación virtual generada por ordenador de la zona que se correspondía directamente con la parte delantera del barco; solo con pulsar el interruptor podía cambiar a una versión de pantalla dividida que mostraba todos los lados, incluyendo la popa, e incluso la zona bajo el agua. Unos sensores y un dispositivo sonar transmitían automática y constantemente señales que el ordenador interpretaba para generar una imagen de todo lo que rodeaba al Profesor.

—¡Joder! —dijo el suboficial dándole una palmada en el trasero al comandante—. ¿Qué le parece eso? ¡Este hijo de perra está respirando!

—Su risa era contagiosa; Jack pudo oír los vítores de cientos de hombres y mujeres por todo el barco mientras sentía a los poderosos motores cobrando vida.

—¿Lo ve? A ellos también les encanta —exclamó Jenks al quitarse el puro y sonreír ampliamente.

Jack le guiñó un ojo.

—O eso o es que se alegran de que funcione el aire acondicionado —dijo al correr la puerta semitransparente y salir de la cabina.

Jenks, cuya sonrisa fue desvaneciéndose, vio a Jack marcharse.

—¡Bah! ¡Qué sabrá él! —farfulló. Pulsó un conmutador de palanca en el brazo derecho de su silla de mandos—. Listos en la popa y la proa para levar anclas —anunció su potente voz por el barco a través de los altavoces instalados en cada sección.

Carl pulsó un botón instalado en la pared de la sala de máquinas y pudo oír la manivela que controlaba las anclas tanto de proa como de popa. Después se oyó un satisfactorio clic cuando la manivela se detuvo. Levantó el pulgar dándoles a Mendenhall y a Sánchez una señal de aprobación.

Carl se reunió con Sarah y con los doctores Nathan y Ellenshaw en el pie de la gran escalera de caracol en la sección cuatro que conducía a la cubierta superior y más exterior del Profesor. Subieron y Carl abrió la gran burbuja de cristal acrílico. Salieron al calor. Una sección de tres por tres metros situada en el centro del barco, a popa de la torre de radio y radar, les permitió acceder a una vista del río. Tres secciones más adelante, vieron a Jack y a Virginia aparecer en la cubierta y sentarse en uno de los muchos asientos resistentes a la intemperie que cubrían la borda.

Sintieron al Profesor temblar cuando Jenks le aplicó más potencia y el barco lentamente se alejó de la orilla. Fue retrocediendo hasta que su gran popa se situó en el canal principal del Amazonas y después oyeron el cambio de transmisión y el Profesor casi saltó por encima del agua. Su cuerpo de tres cascos avanzó elegantemente, abriéndose paso en las verdosas aguas en su travesía inaugural por el río más famoso del mundo, de camino a un afluente que solo existía para el mundo moderno en las leyendas.

Dos horas después, Collins, Everett y Mendenhall estaban fuera de la cabina cercada de cristal mientras Sarah estaba sentada con Jenks en el asiento del copiloto, hablando, cómo no, sobre el barco del suboficial.

El cabo Sánchez, que para gran disgusto de Mendenhall se había presentado voluntario como cocinero de la expedición, les llevó una bandeja con café. Les pasó dos tazas por la puerta a Jenks y a Sarah y después dejó la bandeja en la mesa central del departamento de Navegación.

—Creo que no le caigo bien al suboficial —dijo limpiándose las manos con un paño.

—A ese hombre solo le cae bien este de aquí —respondió Carl dándole unas palmaditas al lateral de composite del barco.

—Pues no es normal —gritó Sánchez al meterse por la escotilla para volver a su cocina.

Jack volvió a la gran mesa de cristal. Habían escaneado el mapa de Padilla y lo habían pasado al ordenador de navegación principal. Ante ellos, y detalladamente, estaban los elementos que le habían añadido al mapa colocando colores de terrenos conocidos y otros rasgos sacados de imágenes del satélite Rorsat del Servicio Geológico de los Estados Unidos. El visualizador podía mostrar su posición actual y gracias a él podrían ver su situación en el mapa generado por ordenador durante todo el camino. Durante las siguientes horas esperaban tener la telemetría conectada con el laboratorio Jet Propulsion de Pasadena para que les dieran acceso a imágenes en vivo procedentes del Boris y Natasha.

Carl giró una bola de acero encastrada en el marco lateral de la mesa del mapa y se deslizó por la imagen del río desde su posición actual. Mientras daba un sorbo al café, estudió la zona más preocupante. El mapa de Padilla mostraba solo el tortuoso río; en los mapas más científicos que se habían superpuesto sobre el del español, solo había árboles y selva. Desde arriba, no había río, ya que había desaparecido bajo las copas de los árboles. Una línea por ordenador marcaba dónde debería de estar el afluente según el mapa de Padilla que había debajo.

—Hay muchas variables, como la anchura, la profundidad y otros factores, que podrían detenernos en seco —dijo Carl.

—Bueno, supongo que entonces veremos si el Profesor es tan mágico como el suboficial cree que es —contestó Jack.

—Me parece que lo será —apuntó Mendenhall—. Lleva razón. Tiene algo, ¿verdad?

Tanto Carl como Jack miraron al sargento, pero no comentaron nada.

—Eso no significa que me guste o no, solo que ha construido un barco fantástico —dijo Mendenhall a la defensiva—. Creo que iré a comprobar el cuarto de armamento y el equipo de buceo —dijo, sintiéndose como un traidor por alabar a su capitán. Cogió su café y se disculpó.

—¿Qué está pasando en Navegación? ¿Algún cambio en el curso? ¿Seguimos esperando ese corte fantasma en el afluente Aguas Negras?

Jack pulsó el botón de comunicación y seleccionó «Cabina».

—Ningún cambio en el curso; según Padilla, el afluente está oculto, parece una curva normal. Así que manténgase a la derecha de la corriente central —dijo Jack al soltar el botón.

Cuando los dos hombres miraron la pantalla vieron el corte. Estaba marcado por un grupo de árboles que habían crecido tanto en la época del español que Padilla había hecho una cruz negra a través del dibujo del sol. Carl murmuró algo.

—¿Qué era eso? —preguntó Jack.

—Supongo que ahí es donde nos caemos por el precipicio del fin del mundo.

Jack no respondió. Se limitó a asentir.

Tres horas después, y con Carl al timón, Jenks y la mitad del equipo estaban cenando en la abarrotada sala de estar de la sección cuatro. Con sus solo siete metros de ancho, el Profesor se hallaba escaso de espacio para moverse. Sarah, Virginia, y Jack se habían sentado tan lejos como podían del suboficial para evitar cualquier encanto innecesario que él pudiera añadirle a su conversación. Todos estaban disfrutando de las vistas del río de un modo único: las portillas inferiores se encontraban bajo el agua y el verde río fluía ante ellos como un enorme acuario.

—¿Estamos preparados por si nos topamos con nuestro amigo francés? —preguntó Virginia declinando la olla de jamón y queso de Sánchez y optando, en su lugar, por una taza de café y una ensalada.

—Todo depende de las circunstancias, supongo. No es ningún idiota; esperará hasta que sienta que tiene ventaja o el factor sorpresa de su lado. Supongo que aguardará a que hayamos hecho la mayor parte del trabajo. Por lo que sé, es su patrón de actuación.

Sarah escuchó, pero no hizo ningún comentario, así que Jack supo que estaba pensando en algo.

—¿En qué piensas?

Ella dejó el tenedor en el plato y suspiró.

—Es por Danielle y por el hecho de que se presentara en la excavación de Okinawa. Si tanto interés tenía en seguir a su exmarido, ¿por qué utilizarnos a nosotros? Quiero decir que cuenta con otros recursos a su disposición, tantos que nosotros deberíamos ser irrelevantes.

—Bueno, ya has oído su explicación. No quería traer a su propia gente por razones personales —dijo Virginia.

—No me lo trago —insistió Sarah.

Jack le lanzó una mirada que ella conocía demasiado bien.

—No es solo que no me guste, ni que su anterior apellido fuera Farbeaux. Es por el modo en que su agencia se ha vuelto tan cooperadora precisamente ahora. Además, ha pasado poco tiempo desde la muerte de Lisa y creo que es una mala influencia para Carl.

—Oh, así que es eso: no crees que Carl sea hombre suficiente para evitar un lío amoroso. ¿O es que estás celosa por Lisa? —preguntó Jack.

—Escucha, Jack —dijo y advirtió su error un segundo después de haber dejado que saliera de su boca—. Quiero decir, comandante, olvide eso… Es solo que tal vez al teniente Ryan le habría ido mejor trabajando con ella, en lugar de Carl —dijo cogiendo su tenedor para indicar que daba por finalizada su intervención en esa incómoda conversación.

—Por cierto, ¿dónde está Jason? Normalmente va pegado a Carl y a ti como un cachorrillo —comentó Virginia.

—Le he asignado otro proyecto —respondió Jack rápidamente—. Y Ryan es el último hombre que querrías alrededor de una mujer francesa —bromeó esperando desviar la conversación del paradero del teniente.

—Suboficial Jenks, comandante, vengan al puente, por favor —dijo Carl por el intercomunicador—. Estamos acercándonos a la zona donde nuestro español dijo que empieza el río Aguas Negras.

Jenks y Jack pasaron por delante de Danielle en la escalera de cámara que unía la zona de navegación con la cabina. Sonrieron y asintieron a modo de saludo. Ella les devolvió el gesto. El suboficial se detuvo y ladeó la cabeza para admirarla por detrás antes de entrar en la cabina para relevar a Carl.

—¿Te ha estado haciendo compañía la francesita, Sapo? —preguntó Jenks al tomar asiento.

—¡Qué va! He estado solo aquí arriba —respondió Carl.

En lugar de entrar en la cabina, Jack giró y miró a su alrededor en el compartimento de navegación. Fue hacia la mesa del mapa. El ordenador con el mapa de Padilla estaba encendido y Jack recordaba haberlo apagado antes, así que supuso que Carl debía de haberlo conectado al ocupar el puesto de Jenks. Se asomó a la cabina y vio que el mapa también aparecía en el monitor situado entre los dos asientos. Everett debió de haber usado primero la mesa de cartografía y después haber conectado el programa con la cabina.

—Tenemos un riachuelo cerca y cuatro metros y medio de agua bajo nuestra quilla, así que todavía no hay ningún problema —dijo Jenks.

—Estaba pensando —preguntó Jack—, ¿qué habría hecho al capitán Padilla tomar esta ruta en particular en lugar de seguir por el río principal?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Carl desde el asiento del copiloto.

—No tiene sentido, tuvo que haber algo que sus exploradores hubieran visto y que hizo que Padilla eligiera esa ruta en lugar del Amazonas, una peculiaridad en el río, tal vez, o un objeto hecho por el hombre. No me lo imagino abandonando el río principal de manera arbitraria.

—Entiendo lo que quieres decir, pero no tengo ni idea. De ser como sugieres, otros en los quinientos años posteriores habrían visto lo mismo y se habrían aventurado a ir por el afluente —dijo Carl—. Así que, lo que fuera que lo atrajo hasta él…

—Ya no está —terminó Jack por él.

—Bueno, este va a ser un viajecito corto, chicos. Mirad —dijo Jenks al disminuir la marcha.

—¡Pero qué…! Debemos de haber tomado la ruta equivocada —exclamó Carl.

De pronto, una gran pared de roca situada ante ellos hizo que el Profesor pareciera diminuto. Una cascada caía creando una hermosa escena, pero eso era todo. El afluente terminaba tras solo dieciséis kilómetros.

Jenks miró la imagen por sonar.

—Es profundo. Hemos pasado de cuatro metros y medio bajo la quilla a casi once —informó. Lanzó un fuerte pitido al fondo para lograr una imagen más clara del mismo cuando las ondas sonoras rebotaron—. Hay peñascos y porquería en el fondo y varios bancos de peces bastante grandes, pero eso es todo. Esperad un minuto, mirad esto —dijo señalando la imagen generada por el ordenador. Utilizó un cursor y retrocedió un poco—. Es una roca con forma extraña.

—Se parece mucho a una cabeza, ¿verdad? —comentó Carl.

Jack se inclinó y asintió. El peñasco, si acaso se trataba de eso, parecía una cabeza, con orejas, nariz y todo.

—Bueno, a veces las ondas sonoras engañan, es una roca con forma extraña, nada más.

—Suboficial, esas quince sondas por control remoto TRW que tiene… Creo que merecería la pena utilizar una para comprobar qué es. Apuesto a que se trata de algo importante —dijo Jack sin dejar de mirar la imagen generada por el sonar.

—Está apostando unos cinco mil pavos, comandante —respondió Jenks al meterse un puro nuevo en la boca—. Solo tengo cinco programadas y operativas; ha habido prioridades en el trabajo asignado los dos últimos días.

Jack lo miró.

—Usted es el jefe, yo solo soy un esclavo de galera —dijo Jenks—. Sapo, en tu panel de mandos, pulsa el botón que dice UDWTR Compartimento 3, ¿vale? Vamos a ver si os he entrenado bien estas últimas horas en la operación de nuestro Perro Fisgón.

Carl encontró el botón y lo pulsó. En algún punto por debajo oyeron un breve chirrido que venía de alguna parte. Después, un pequeño panel de mandos apareció en el reposabrazos de la silla de Everett. Estaba equipado con una pequeña palanca. Jenks alargó el brazo y conectó el monitor principal que había entre ellos a otro canal, plagado de interferencias estáticas.

—Ahora, levante la pequeña cubierta de plástico.

Carl vio la cubierta junto a la palanca y la levantó. Debajo había un botón rojo que se iluminó cuando se levantó la cubierta.

—Púlsalo, Sapo —ordenó Jenks.

Carl pulsó hasta que hizo clic. Oyeron un chorro de aire y vieron burbujas alzarse a la superficie ante ellos.

—¡Ey, ey, cuidado, vas a chocarla contra la orilla! ¡Gírala, gírala! —gritó Jenks con fuerza.

—¡Mierda! —exclamó Carl al ver en el monitor que la pequeña sonda con forma de torpedo estaba dirigiéndose hacia aguas menos profundas. Agarró la pequeña palanca y la giró a la izquierda. El ángulo en el monitor cambió y la brújula digitalizada en el cuadrante inferior de la pantalla giró de este a norte y de norte a sur.

—De acuerdo, Sapo, ahora te diriges directamente a nosotros; gira la parte de arriba de la palanca, es tu mando para controlar la velocidad. ¿Sapo? ¡Despacio, joder!

La imagen se giró justo hacia el Profesor; el barco de tres cascos era claramente visible y la sonda redujo la velocidad.

—Joder, chico, más despacio, ¿vale? Ahora, presiona la palanca hacia abajo. Eso controla la inmersión de la sonda; aprieta hacia abajo para hundirla, y tira hacia arriba para…

—¿Subirla? —preguntó Carl.

—Ya sabía yo que te hicieron oficial por alguna puta razón, Sapo.

Carl giró la sonda de nuevo hasta que comenzó a alejarse y después hizo que la unidad radiocontrolada de un metro veinte, y apodada Fisgón, que TRW había desarrollado especialmente para la Marina, descendiera en espiral dejando tras de sí su casi invisible cable de alimentación y control de fibra óptica.

—Aprendes rápido. Ahora intenta no meterte en el fango. Podemos recuperarla y utilizarla otra vez. Comandante, dígale a ese chico, Mendenhall, que vaya al saliente de popa y se prepare para subir la sonda a bordo, pero que no se caiga por la borda porque esa cosa pesa.

Jack lo hizo utilizando el intercomunicador.

En el monitor la imagen se volvió más oscura. Una luz justo debajo del morro del Fisgón apareció gracias a un sensor reóstato instalado que se iluminaba automáticamente en la oscuridad. La sonda iba sumergiéndose más a cada giro que daba y las pequeñas aletas del dispositivo de flotabilidad cero la obligaban a que lo hiciera formando una espiral. Jenks consultó la profundidad.

—Tres metros hasta el fondo, dos y medio, dos… Calma, Sapo —dijo viendo el indicador de la profundidad e ignorando la imagen. La sonda bajó la velocidad.

—Dejad que diga que para ser un afluente sin salida, me está costando muchísimo dominar esta cosa. Cada vez que me dirijo al este, quiere seguir avanzando. Hay una corriente jodidísima ahí —dijo Carl mientras forcejeaba con la pequeña palanca.

Por la ventanilla, Jack pudo distinguir alguna clase de espesa vegetación detrás de la ancha cascada. Después centró su atención en la pantalla del ordenador.

—De acuerdo, estás a un metro veinte; nivélala y muévete tres grados a la derecha. Eso debería colocarte sobre nuestra roca —dijo el suboficial.

El Fisgón se giró a la derecha un segundo y después se puso recta a las órdenes de Carl. La luz no recogía nada más que agua turbia y algún que otro pez.

—¿Dónde coño está? —preguntó Jenks.

La luz captó una silueta más oscura delante del Fisgón. Carl movió la sonda hacia delante, girándola hacia la cada vez más fuerte corriente. Finalmente la luz iluminó lo que parecían unos grandes dientes. Después, la boca y la nariz, unas grandes orejas afiladas y unos ojos que los miraban a través del monitor. La cabeza tenía, al menos, tres metros de alto y parecía como si hubiera incluso más enterrado bajo el fango.

—Suboficial, ¿podemos mandar esta imagen a los laboratorios de ciencias?

—Sí, claro —respondió Jenks al pulsar el botón llamado «Monitores de barco»—. Ya está, ahora todo el barco puede ver al futuro suegro de Sapo —dijo riéndose.

Jack pulsó el intercomunicador.

—Doctores, miren sus monitores. ¿A alguien se le ocurre algo?

La sonda efectuó un giro completo alrededor de la enorme cabeza captando otros pequeños detalles: las plumas que recorrían unos poderosos brazos, el pecho hecho de una piedra distinta a la del resto del cuerpo. Alrededor de su circunferencia, solo la mitad de la piedra quedaba por encima del fango y el lodo del fondo del río. El resto desaparecía en las tinieblas.

—¿Pueden ver si la figura sujeta algo en su mano derecha? —preguntó la voz del profesor Ellenshaw por el altavoz instalado junto a la cabeza de Jack.

El Fisgón se sumergió unos metros más. La sonda se deslizó por la gran barriga de la estatua y quedó sobre el fango. Las imágenes revelaron que, en efecto, aparecía sujetando algo.

—¿Qué opinan? —preguntó Carl.

—¿Una horqueta? —sugirió Jenks ajustando el brillo del monitor.

—No, eso no, pero se acerca —dijo Jack al pulsar el interfono—. Profesor, tenemos un tridente en la mano derecha y un hacha en la izquierda que se cruza sobre su cintura. Todo lo demás está bajo el fango.

—Bien, bien, caballeros. Acaban de demostrar más allá de cualquier duda que al menos, en algún momento los incas pasaron por aquí y que les resultó lo suficientemente relevante como para dejar un gran amuleto sagrado. Es el dios inca Supay, dios de la muerte y señor del inframundo. También es el señor de todos los tesoros subterráneos —dijo Ellenshaw con un tono misterioso.

—Yo también creo que es Supay —añadió el profesor Keating desde uno de los laboratorios.

—Estoy de acuerdo; lo que tenemos delante de nosotros es exactamente eso, Supay —apuntó la voz del profesor Nathan—. Dios del inframundo.

—Qué bonito —farfulló Jenks.

Jack estaba escuchando, pero al mismo tiempo estudiando los muros del precipicio que se alzaba ante ellos. Había muchos y grandes salientes, así que era totalmente posible que la estatua se hubiera roto o que hubiera caído desde uno de ellos tal vez por un terremoto o por la erosión.

—Creo que habría sido una guía o, al menos, una razón suficiente para que la expedición de Padilla se desviara —dijo Carl aún mirando al monitor.

—Pero ¿adónde coño fue? —se preguntó Jenks—. Tal vez salieron trepando de aquí hasta el otro lado de los acantilados y tomaron el afluente en otro punto.

Jack no se pronunció; siguió mirando los muros que rodeaban al Profesor. Salió de la cabina y volvió a la sección de navegación. Allí sacó otros mapas, eligió el que quería, y cliqueó con el ratón en un lateral del panel de mandos. Apareció un mapa del Servicio Geológico y en él Jack localizó la zona donde estaban gracias a su transpondedor de posicionamiento global. Trazó el curso del pequeño afluente que tenían sobre ellos, el mismo del que se había creado la catarata, y lo siguió. Conducía hacia el Amazonas. Envió el mapa al monitor del panel de mandos y volvió a la cabina.

—No creo que treparan ningún acantilado; el pequeño afluente responsable de las cataratas que tenemos delante, el Santos Negrón, no es más que un río de ciento sesenta kilómetros de largo que ni siquiera es tan viejo. Se originó por unas inundaciones hace menos de cinco años. Creo que Padilla se ciñó a este afluente; tuvo que ser el único natural que existiera hace quinientos años.

—¿Y cómo avanzaron su gente y él? ¿Bajo el agua? —preguntó Carl.

—Si no fue bajo el agua, ¿por qué no bajo el suelo? ¿O ambas cosas? —preguntó Jack.

Carl y Jenks no dijeron nada; miraron fijamente hacia las antiguas cataratas artificiales.

—Pero ¿qué probabilidades hay de que estas aguas hubieran cubierto por accidente la ruta que tomó Padilla?

Jack se giró hacia Danielle Serrate, que estaba detrás de él apoyada en la escotilla.

—Fue algo fortuito —dijo Jack—. El nuevo afluente correría por donde la lluvia hubiera creado un foso más allá de donde el gobierno brasileño hubiera controlado la inundación. Una vez llegó a este punto en una tierra sin acotar, no les importó qué nuevos afluentes se crearan.

—Apuesto por eso —dijo Danielle.

—Eso es lo que creo que deberíamos hacer —dijo Carl al agarrar con firmeza la palanca del Fisgón y alzar su morro. La imagen del monitor cambió y se volvió más brillante según la sonda emergía de las tinieblas del fondo hacia la superficie. Jack le dio una palmadita a Carl en el hombro. El Fisgón corrió hacia el este en dirección a las cataratas que ahora empezaban a mecer la sonda de izquierda a derecha con la turbulencia del agua que caía. Carl dirigió la sonda tres metros más abajo y el monitor se llenó de espuma blanca y burbujas cuando el impacto del afluente que caía de arriba sacudió la superficie plana bajo la sonda. Carl ajustó la orientación y envió al Fisgón tres metros más abajo, aún creyendo que el impacto del agua podría dañar la sonda TRW. De pronto, el Fisgón se adentró en unas aguas más oscuras, pero más quietas, donde se topó con una obstrucción, lo cual hizo que saltara una alarma.

—¡Eh, vaquero, te has estampado con algo! A ver si puedes echarla un poco atrás —dijo Jenks.

—Suboficial, ¿cuánto se puede acercar a las cataratas? —preguntó Jack.

—Puedo colocarla justo debajo si quiero; esa catarata que más bien parece una manguera no podría abollar este casco de composite.

En el monitor, el Fisgón había retrocedido con éxito y se había elevado cinco metros hacia la superficie.

—¿Qué es eso? —preguntó Danielle.

El suboficial encendió los motores del Profesor y comenzó a acercar el barco hacia la catarata.

—Son arbustos, plantas de agua y lianas, una gruesa cortina de todo ello —describió Carl—. Hay un muro de esa amalgama detrás de las cataratas. Es lo que ha detenido al Fisgón. ¡Joder! Puede que tengas razón, Jack.

—¿Razón en qué? Vamos, ¿en qué tiene razón? —preguntó Jenks cuando el Profesor se giró lentamente hacia la turbulencia del agua.

—Cree que sabe dónde y en qué punto nuestro intrépido capitán Padilla desapareció en la historia, suboficial —dijo Carl al sacar al Fisgón a la superficie, junto al Profesor—. Y fijaos en el centro, ahí; lo han atravesado hace poco. ¿Veis que ha crecido nueva vegetación? Sospecho que esa zona debilitada nos dice que la profesora Zachary también ha pasado por aquí.

—Que Mendenhall suba la sonda a bordo; la chica hoy se ha ganado el pan —dijo Jenks.

Jack ordenó que se subiera al Fisgón.

—Bueno, imagino que querréis que pase al Profesor por ahí —comentó Jenks.

—Probablemente nos llevaría un día abrirnos paso por ahí a base de hachazos, y puede que unos cuantos salgan gravemente heridos con la fuerza de la cascada —dijo Jack al inclinarse para ver la catarata que tenían delante.

—¿No estarían más dañadas las lianas y las plantas si la profesora Zachary hubiera pasado por aquí hace menos de tres meses? —preguntó Carl.

—Chavalito, esto es Suramérica; el índice de crecimiento de las plantas aquí abajo se puede medir por minutos, no por días mi meses —respondió Jenks.

—Bueno, pues entonces vamos —insistió Danielle.

—A menos que crea que su chico no cuenta con los medios suficientes para abrirse camino por ahí, suboficial —dijo Carl sin mirar a Jenks.

El hombre apretó el puro entre los dientes.

—¿Los oficiales creéis que podéis jugar conmigo así? ¿Creéis que podéis utilizar esa mierda que os enseñaron en la escuela de oficiales, o en West Point o en Psyops, para provocarme y hacer que me atreva a atravesarlo? —preguntó mirando a Jack.

—En absoluto —respondió este.

Jenks miró los mandos digitales del panel que tenía frente a él y no dijo nada. Mientras que los demás creían que se lo estaba pensando, en realidad ya estaba calculando la tolerancia de presión del casco de composite del Profesor. Se quedó en silencio durante dos minutos enteros.

—Comandante, Sapo, pidan ayuda y arríen las velas y el estay; estamos demasiado altos como para pasar por esa abertura. Además, vamos a ponerle mucho en el culo a este chico. —El suboficial vio las expresiones de confusión de Jack y Danielle—. Cargamos con un montón de lastre; tenemos que ir bajos, peligrosamente bajos, para que pase por lo que sea que hay ahí delante —explicó—. Y aun así no hay una puta garantía de que podamos hacerlo. Puede que atravesemos la abertura y que nos encontremos un camino sin salida a los cincuenta metros.

—O siendo más optimistas —dijo Carl al levantarse de la silla del copiloto—, podríamos caernos por el borde del mundo.