Madrid, España
En la actualidad
La mujer caminaba de un lado a otro de la pequeña y abarrotada oficina y se detuvo un instante para mirar al anciano sentado en la silla giratoria detrás de un antiguo escritorio de caoba. El hombre vestía una camisa de batista y un peto vaquero. Las gruesas gafas de carey se le deslizaban sobre la nariz y él se las subía distraídamente hasta colocarlas en su sitio. Manipuló con cuidado la vieja carta, un compendio de órdenes para ser exactos, y con el necesario respeto que uno tenía que mostrar ante documentos de esa antigüedad. La mujer se secó el sudor de la frente y entonces, sin pensarlo, se echó atrás su melena rubia y se hizo una coleta que sujetó con una gruesa goma. Después se giró para mirar por la ventana de cristal de quinientos años que aportaba una visión borrosa y sesgada del mundo exterior.
San Jerónimo el Real era una de las iglesias católicas más antiguas de España y en ese momento se encontraba cerrada por una más que necesaria reforma de ingeniería. La bella construcción gótica databa del año 1503 y ya había pasado por muchas restauraciones, pero en esa ocasión era un trabajo que permitiría que el edificio se sostuviera sobre sus cimientos originales durante otros quinientos años. Los golpes y el sonido de los martillos neumáticos retumbaban en la antigua edificación mientras fuera, en las calles, muchos de los habitantes más mayores de Madrid pasaban por delante y se santiguaban a modo de reverencia hacia la iglesia.
—Mi estimada profesora, esta carta —el hombre deslizó el dedo índice sobre la tinta seca— podría ser una brillante falsificación, ¿no lo había pensado?
La mujer se apartó de la ventana para mirar al arzobispo de Madrid. El anciano dejó con cuidado la carta sobre la mesa y, suavemente, juntó las dos páginas alineándolas sobre el vade con un pequeño toque. La mujer se fijó en la delicadeza con la que el hombre manipulaba las páginas y supo que él consideraba que eran auténticas. Fue hasta una silla, abrió su pequeño maletín y sacó un ordenador portátil. Tecleó un comando rápidamente y dejó el ordenador sobre el escritorio del arzobispo, teniendo la precaución de no rozar el antiguo texto que le había llevado para que lo examinara.
—La firma de la carta ha sido identificada como la del padre Enrico Fernaldi, escribiente de los archivos del Vaticano. La letra fue verificada por los archivos del Vaticano y lo que ve es una copia de esa verificación tomada de los textos de no menos que otros veintisiete documentos de aquella época, incluyendo la carta de autorización de dos páginas que acaba de examinar y que data del año 1873.
El arzobispo Lozano Santiago, el conservador de setenta y dos años de esa y otras veintiuna propiedades del Vaticano, sonrió y levantó la mirada de la pantalla del ordenador que contenía la imagen de la misma firma que aparecía en la carta del Vaticano que tenía ante él.
—La felicito por la trampa que me ha tendido con tanta facilidad, profesora Zachary. Muy inteligente.
La doctora Helen Zachary, presidenta del departamento de Zoología de la Universidad de Stanford, también sonrió.
—No pretendo faltaros al respeto, su eminencia —respondió sabiendo que la bendición del hombre dependería de esa prueba. Como guardián de uno de los secretos más protegidos del Vaticano en el mundo, ese hombre resultaba formidable.
—Que la carta y las órdenes que contiene parezcan auténticas no implica que sus palabras contengan la verdad —dijo él mientras bajaba con cuidado la tapa del portátil—. Después de todo, se sabe que de vez en cuando la santa Iglesia ha utilizado el subterfugio a la hora de tratar secretos de Estado, una pequeña vanidad para algo tan tabú como la información que está usted buscando.
—Los artefactos, que son claramente descritos y mencionados en la orden, se enviaron desde el Vaticano en 1875, después de que uno de los escribientes civiles fuera arrestado por la Guardia Suiza por haber intentado sacarlos clandestinamente del subsótano del archivo en noviembre del año anterior, en 1874. Como dice en esa carta al papa Pío IX, y cito textualmente: «La necesidad de ocultar los objetos es imperiosa; su presencia no hará más que generar corrupción en hombres buenos y decentes». Por esa razón la misión de ocultar los artefactos se le confió solo a los caballeros del Vaticano, los medallistas papales, y por eso mismo también, según esa carta que acaba de leer, el papa Pío IX ordenó que se enviara el diario aquí a Madrid y se ocultara en esta misma iglesia. El mapa sería enviado tan lejos como fuera posible y quedaría en las leales manos de un caballero de la Orden Sagrada. Ese lugar era Estados Unidos, pero el caballero al que le fue confiada encontró un desafortunado final y el mapa se perdió para siempre.
El arzobispo deslizó su gran silla y se levantó sin mucha dificultad. Para tratarse de un hombre acostumbrado a la grandiosidad en todos los aspectos, parecía cómodo con ropa de obrero.
—No me parece usted una fanática cazatesoros. —Se acercó a la parte delantera del escritorio y, con cuidado, levantó la carta de dos páginas del Vaticano—. Estaba seguro de que el campo de la zoología tendía a la adquisición del conocimiento a un nivel menos… avariento.
—Le aseguro que no soy una cazatesoros. Mi campo es el estudio de la vida animal, no perseguir la leyenda de Padilla.
El arzobispo miró la carta una vez más y después se la entregó a Zachary. La sola mención de la expedición perdida del capitán Padilla, una historia que se había transmitido mediante el boca a boca de español a español, y que estaba plagada de relatos de oro y misterio, del legendario El Dorado, fue suficiente para que dejara de hablar de inmediato.
—He de felicitarla, como poco, por su persistencia a la hora de desenterrar un descubrimiento tan excepcional como un documento del Vaticano tan importante como este.
Helen le quitó de las manos las páginas amarilleadas por los años.
—Me las ha… —vaciló un momento— prestado un amigo de Estados Unidos que colecciona cosas muy antiguas.
—Y tanto —dijo él—. Me interesaría saber cuántos documentos secretos que pertenezcan a la Iglesia tiene ese amigo. Puede que la Interpol también comparta mi curiosidad.
Helen quería desvincularse de la fuente que le había proporcionado la carta; ese quebradero de cabeza era lo último que necesitaba. Y la mera idea de que la Interpol le siguiera el rastro a su fuente casi daba risa.
—Entonces, ¿está de acuerdo en que es una orden auténtica? —preguntó ella.
—Aunque lo fuera, jamás divulgaría información alguna sobre el diario o el mapa de Padilla, mi querida profesora. Ni aunque dicho conocimiento estuviera en mi posesión, jamás permitiría… quiero decir, la Iglesia jamás permitiría que semejante imprudencia volviera a manchar su historia y mucho menos por cazatesoros como usted o quien sea que está respaldándola. —Le dio la espalda—. Diría que tiene un compañero en este cometido, ¿no es así?
Helen bajó la mirada un instante y cerró los ojos. Sostenía con delicadeza las finas y preciadas páginas entre sus manos.
—Sí que tengo un socio que me financiará por los motivos que me llevan a seguir adelante y esos motivos no son ni el oro ni la gloria, sino un descubrimiento mucho mayor.
El arzobispo se giró y se quedó mirando con dureza a la mujer de treinta y seis años. Estaba bronceada y era llamativa, con unos ojos verdes encendidos de pasión.
—Tal vez es hora de que me cuente la razón por la que quiere ver el diario. —Alzó un dedo cuando la sonrisa de Helen volvió a asomar—. No estoy admitiendo que tenga esa maldita cosa ni que se halle en posesión de la santa Iglesia.
—Créame, su eminencia, nunca lo habría molestado si la búsqueda del mapa de Padilla hubiera tenido éxito, pero me temo que está perdido de verdad.
Él frunció el ceño.
—¿Está segura?
—Sí —respondió como lamentándose mientras se dirigía al otro extremo del pequeño despacho—. Me temo que está perdido para siempre.
—Es una pena, ciertamente, pero como sabe, la leyenda dice que Padilla había logrado guardar muestras de la mina de oro más pingüe de la historia. ¿También se han perdido?
—No tengo ningún interés en esa parte de la leyenda, solo en el hecho de que el padre Escobar Corintio guardó el mapa y las muestras en dos contenedores separados de los cuales no se ha encontrado nunca descripción alguna.
—Por alguna buena razón, tal vez, ya que incluso su carta del Vaticano dice que abrir esos contenedores haría que una maldición recayera sobre esos que desafiaran los candados del Vaticano.
Helen llegó al otro extremo del despacho y, con cuidado, levantó un recipiente de aluminio. Lo dejó sobre el escritorio evitando rozar el portátil.
—No creía que la Iglesia católica le diera credibilidad a tan ridícula superstición.
—No es más que una historia que se cuenta. No creemos en maldiciones, al menos, no oficialmente. Incluso Satán ha quedado relegado, no es más que un demonio minúsculo en las enseñanzas de hoy en día.
—Entonces, ¿es una historia que se recuerda como una mera leyenda, o una que se lee en un diario escrito por un conquistador de España que lleva muerto mucho tiempo? —preguntó Helen sonriendo igual que sonreía él.
Él sacudió un dedo.
—Está pescando otra vez, profesora, pero este pez no es tan fácil de atrapar.
Ella se giró y levantó los cuatro cierres de la caja de aluminio. Un ruido seco se oyó cuando el contenedor hermético se abrió.
—No hay duda de que usted sí que es un pez difícil de atrapar, su excelencia —dijo asintiendo hacia la caja de aluminio—, posiblemente tanto como lo sería este pez. —Abrió la caja y se apartó para que el arzobispo pudiera ver su contenido.
Él se quedó paralizado de inmediato y vio que le costaba respirar. A pesar de ser un simple acto reflejo, no podía entrarle suficiente aire en los pulmones. Abrió los ojos de par en par y se santiguó. A su alrededor continuaban los sonidos de las obras de reforma, pero para el arzobispo fue como si ya no se oyeran.
—Por nuestro señor Jesucristo —murmuró invadido por la vieja doctrina eclesiástica.
Helen Zachary ni sonrió ni habló. Mostrar el contenido del recipiente era su último recurso para conseguir la ayuda del arzobispo. Y no solo eso, sino algo mucho más importante: su confianza. Después de todo, ella solo estaba pidiéndole que desobedeciera una orden papal para ayudarla.
—Como he dicho, los tesoros que busco no tienen nada que ver con el oro o las riquezas del hombre. Es conocimiento lo que busco. Necesito su ayuda. El rumor de una extraña y exótica vida animal descrita en el diario podría estar conectado con este objeto.
—Este… este fósil… ¿qué antigüedad tiene?
Helen miró los restos óseos de la mano. Se habían empaquetado cuidadosamente en una suave espuma. Los cuatro dedos eran largos, de al menos cuarenta centímetros desde la palma hasta la punta. El pulgar tenía la mitad de longitud y el hueso era grueso y de aspecto fuerte. Tres de los dedos terminaban en puntas corvas de aspecto muy letal. Las otras garras se habían perdido debido a su antigüedad. Pedazos de carne petrificada aún eran visibles.
—Me temo que apenas puede calificarse como un fósil, su excelencia. Hemos estimado su edad en solo setecientos años, década arriba década abajo, situándolo en el marco cronológico de la expedición de Padilla.
—¿Es posible? No, no. No puede ser.
Helen, lentamente y con cuidado, volvió a colocar la tapa sobre el recipiente de aluminio y lo cerró. Después, pulsó un pequeño botón situado sobre la tapa una, dos y tres veces para expulsar el aire que había entrado en la caja protectora y, por lo tanto, expulsando así cualquier contaminante que pudiera haberse colado. Cuando concluyó, colocó el contenedor sobre el suelo y se giró hacia el arzobispo.
—La leyenda de la expedición de Padilla y los rumores que rodearon su desaparición puede que no hayan sido una mera leyenda, o solo una historia para asustar a los niños por la noche. Este es el tesoro que estamos buscando. ¿Puede imaginarse lo que podríamos descubrir en ese lugar si podemos encontrar la ruta? Si ha leído el diario, ¿existe una extraña y maravillosa criatura como esta descrita por Padilla?
Despacio, el arzobispo fue hasta su silla. Estaba sumido en una vorágine de emociones, ya que siempre se había enorgullecido de ser una entidad progresista en su iglesia. Nunca fue alguien que se alejara de los datos reales de la ciencia, sino uno de los pocos que sabían que la auténtica verdad de este mundo no puede más que fortalecer la fe de una persona en la existencia de Dios y su hijo Jesucristo. Pero eso era algo con lo que nunca había contado, una prueba de que el hombre había nacido de otra cosa que no era la imagen de Dios. Se quitó las gafas y las dejó sobre el escritorio. Las palabras que tantas veces había leído a lo largo de los años y que le habían producido escalofríos…, ¿eran palabras que trazaban un dibujo de criaturas reales y no solo los delirios de imaginaciones demasiado entusiastas? La leyenda de Padilla la contaban millones de personas de todo el mundo; cada relato hablaba de maravillosos escenarios y todos describían la horrible bestia que protegía un mágico valle.
—Tengo que examinar ese diario. Se lo suplico —dijo Helen al sentarse en una silla. Posó las manos sobre sus rodillas al echarse hacia delante—. Sé que una de sus muchas pasiones es aprender sobre nuestro pasado; incluso tiene un doctorado en Historia Universal por la Universidad de Venecia. Por eso tiene que ver que este fósil puede ser una prueba de que no nos hemos desarrollado solos, que hemos tenido parientes que crecieron junto a nosotros.
Santiago se quedó inmóvil en su silla y se frotó los ojos; le había surgido un repentino dolor de cabeza.
—¿Lo enviaron en 1875 a San Jerónimo el Real para que estuviera protegido? —preguntó ella sin rodeos y cerrando los ojos como si estuviera rezando.
Él tragó saliva y se aclaró la voz.
Helen alzó la mirada hacia los ojos marrones del hombre. La mirada de ella ahora era de expectación.
—No permitiré que el diario deje de ser propiedad de la Iglesia. Puede hacer dos copias de las páginas que busca; tal vez le aporten suficiente información descriptiva de puntos de referencia como para permitirle ubicar la zona que desea encontrar. El resto del diario no es para sus ojos, ni siquiera aunque pueda serle de utilidad. Hay una razón para que esta información esté enterrada en esta iglesia. Y, ya que el mundo ha perdido irrevocablemente las muestras del mapa y del oro, parecería que no tengo más opción que ayudarla. No seré un obstáculo para el conocimiento. —Él se fijó en su expresión—. ¿Impresionada? Al principio yo también lo estaba, pero entonces pensé que esto no tiene por qué quebrantar la fe, solo demuestra que Dios sigue siendo misterioso y que sus caminos son inescrutables. Pero eso no significa que el conocimiento no pueda ser algo peligroso.
Helen cerró los ojos de nuevo y juntó las manos, sin escuchar realmente la advertencia de Santiago, pero contuvo toda muestra verbal de alegría cuando vio la expresión de consternación del arzobispo al levantarse de la silla.
Ella también se levantó, temblando de emoción al saber que su búsqueda del diario del capitán Hernando Padilla había llegado a su fin. El resto que le había mostrado al arzobispo había tenido el efecto por el que había rezado.
—Me temo que puede haberse topado con algo que Dios ha considerado adecuado ocultar en un lugar inaccesible por alguna razón, y, por lo que he visto en esa caja, profesora, sería muy sensato, a pesar de su juventud, que olvidase este asunto.
—Si no le importa que le pregunte, ¿por qué está dispuesto a ayudarme?
Él volvió a girarse hacia ella con el ceño fruncido.
—He leído el diario de principio a fin muchas veces. —Vio la expresión de la mujer—. ¿Le sorprende que tuviera curiosidad por las viejas leyendas? Pero no es solo la mera curiosidad lo que me guía, sino el hecho de que hay otras cosas en esa selva además de su misterioso animal que debo conocer de primera mano. Usted será mi mensajero, porque habrán de tomarse ciertas decisiones sobre este misterioso mundo en el que se va a adentrar, y me ayudará a adquirir la información que necesito para tomar esas decisiones. Ese es el trato y, solo por esa razón, la ayudaré.
Antes de que ella respondiese, el arzobispo ya había abierto la maciza puerta de roble y se había marchado.
El hotel Preciados de Madrid tenía una lujosa decoración del siglo XIX en las habitaciones y zonas públicas con estilo avant-garde del siglo XX. A las diez en punto de la noche, esas zonas públicas estaban abarrotadas de turistas y hombres de negocios que disfrutaban de una cálida noche de verano.
Helen Zachary llevaba en su habitación una hora, después de haber regresado de su cita con el arzobispo Santiago, y estaba sentada en el borde de la gran cama, muy pensativa. Miró su maleta, hecha y preparada para el momento de irse. Solo un instante antes había adelantado su vuelo a Nueva York y ahora tenía reserva para salir a las tres de la mañana. Dentro de su cuidadosamente empaquetada maleta, y metidas entre unas inocuas páginas de su libreta, llevaba las fotocopias de las dos páginas que le habían permitido ver del diario del capitán Hernando Padilla. Lo cierto era que había empezado a temblar cuando el arzobispo le había puesto sobre las manos el viejo diario. El libro había resultado cálido al tacto y fue como si el peso de los días descritos dentro de sus páginas le hubiera caído directamente sobre los hombros. Sin leer el relato escrito por una mano que una vez fue fuerte, Helen sabía que el diario contaba detalles de maravilla y horror. Cuando lo abrió, el arzobispo se lo había quitado rápidamente para pasar a las tan codiciadas páginas que describían la ruta que debía tomarse para encontrar la recóndita laguna y la cascada ubicadas en un pequeño valle. No confiaba en ella lo suficiente como para permitir que leyera accidentalmente nada más que esas dos páginas.
Mientras permanecía sentada calculando cuánto tardaría en empezar a organizar las millones de cosas necesarias para coordinar el lanzamiento de la expedición, alguien llamó a la puerta y el ruido la sobresaltó y la sacó de sus pensamientos.
—¿Sí? —preguntó.
No hubo respuesta al otro lado de la gruesa puerta. Helen se levantó y volvió a preguntar al inclinarse hacia la mirilla.
—¿Sí?
—Esto es Madrid, doctora Zachary, no Teherán —respondió una voz—. Aquí es seguro abrir la puerta.
Tragó saliva, aliviada al reconocer la voz, y rápidamente quitó la cadena y descorrió el cerrojo de la puerta tras la que encontró a un hombre alto con un traje negro, camisa blanca y corbata rojo escarlata. Su cabello rubio estaba peinado hacia atrás y él estaba sonriendo.
—Doctor Saint Claire, ¿cómo ha podido saber en qué hotel me alojaba? —Abrió más para dejarlo pasar.
—Profesora, su cuenta de gastos y sus tarjetas de crédito han sido expedidas por nuestro amigo común en Bogotá. Créame cuando le digo que no ha sido nada difícil localizarla. —Entró en la habitación tranquilamente y de inmediato se fijó en la maleta.
—Me ha pillado desprevenida. Ni siquiera he tenido tiempo de llamarle con la maravillosa noticia.
—Entonces, ¿su misión en Madrid ha sido fructífera? —preguntó él sin ocultar su agitación.
—Sí, el arzobispo me ha permitido copiar la ruta del diario.
—Helen, me gustaría saber cómo ha sido sujetar el diario, algo tan escurridizo para nosotros.
—Oh, Henri, ha sido indescriptible, como sostener la propia historia entre tus manos.
El hombre alto sonrió y le agarró las muñecas.
—Sabía que sería así. Dígame, ¿ha tenido que mostrarle el fósil?
Helen Zachary cerró los ojos un momento y después sonrió y los abrió.
—Sí, se ha quedado impactado, aunque también tenía algún conocimiento sobre la fauna acuática. Llevaba razón en eso, ¿cómo lo supo?
—Siempre hay que saber qué es eso que hará que los demás se pasen a tu lado del tablero de juego. —Le soltó las manos y miró a su alrededor—. Vaya, parece que ya ha hecho las maletas aunque, según mis informaciones, no se marcha hasta mañana.
—Sí, se me ha ocurrido adelantar el vuelo a casa todo lo posible. No quiero malgastar el tiempo. Pretendo agilizar las cosas. Si nos damos prisa, podemos evitar la época de lluvias en Brasil —mintió.
Él se giró y la miró fijamente con sus ojos azules. Sonrió mostrando sus dientes, pero Helen vio que esa sonrisa no llegó a reflejarse en sus ojos.
—Entonces, es una buena noticia. Puede volver a Estados Unidos conmigo. El Banco de Juárez Internacional Económica tiene un avión privado repostando mientras hablamos. Podemos volar directamente a California sin hacer escala en Nueva York.
Helen, desconcertada por un momento, reaccionó rápidamente e intentó mostrarse complacida.
—Es maravilloso, cuanto antes mejor. ¿Cree que habrá problemas con la financiación inicial para la expedición ahora que sabemos adónde vamos?
—En absoluto, teniendo en cuenta lo que buscamos. Joaquín Delacruz Méndez y su banco jamás me han negado la financiación de un proyecto. —Miró su maleta—. Helen, ¿no olvida algo?
Ella se giró y sacó su chaqueta del armario.
—Creo que no.
—Las copias, boba. ¿Puedo verlas?
Ella respiró hondo y comenzó a recitar las líneas que había memorizado por si le hacían esa misma pregunta antes de volver a casa.
—Sé que puedo parecer una paranoica, pero para no correr riesgos, me he enviado a mí misma las copias por correo certificado junto con el fósil, Henri. No quería tener problemas en la aduana ni con las copias ni con el objeto. —Fue hacia la maleta donde, con tanto cuidado, había guardado la libreta.
—Es muy prudente, ¿pero no le dije antes de que se marchara que alguien se ocuparía de las aduanas en Nueva York? —Enarcó la ceja izquierda.
—Se me pasó por completo. —Alzó la maleta y se encogió de miedo por dentro cuando él se la quitó de las manos.
—Bueno, ya es demasiado tarde para preocuparnos por eso. Para cuando regrese de Bogotá, las copias ya habrán llegado y entonces podremos examinarlas juntos y trazar nuestra ruta. —Fue hacia la puerta y la abrió sujetando con firmeza la maleta de Helen. La dejó salir primero y después cerró y la siguió, sin apartar los ojos de su nuca mientras recorrían el lujosamente decorado pasillo. Sintió que lo estaba engañando, pero se mordió la lengua.
—¡Menuda aventura nos espera, Henri!
—Sí, y tanto, mi querida profesora. Una gran aventura —respondió el hombre al que Helen conocía como Henri Saint Claire. Su nombre real era coronel Henri Farbeaux y mantuvo su falsa sonrisa mientras llevaba su equipaje. El coronel Farbeaux, un ladrón internacional de antigüedades, era buscado por la policía y los gobiernos de muchas naciones del mundo, y todos sabían que ese hombre podía ser un desalmado adversario. Pero por el momento estaba satisfecho de ser conocido, simplemente, como el socio capitalista de Helen Zachary.