Deberías haber contado con ello.
A fin de cuentas, lo estás viendo en las noticias. Los coches patrulla aparcados en diagonal, los policías que se arremolinan y miran en tu dirección frunciendo el entrecejo. Ves los cordones, toda esa cinta combada, y sin pensar sabes que allí, al otro lado, hay algo horrible, el residuo de algo demasiado pérfido para el consumo general. Ahí, comprendes, está la escena del crimen.
Un lugar en el que el suelo no es firme.
—El Quiropráctico —dice el busto parlante que da las noticias— sigue aterrorizando a los neoyorquinos.
Das un respingo al oír eso porque eres neoyorquina. La imagen cambia a la señora Álvarez, la vecina normal que llora la pérdida de alguien especial, tan hermosa. Parece una buena mujer, de modo que te solidarizas con ella. Haces un rápido cálculo mental, calculas la distancia entre la señora Álvarez y tu casa y piensas en llamar a un amigo. ¿No ibais a un restaurante que está justo a la vuelta de la esquina?
Miras el teléfono que está junto a las llaves, en la pequeña cocina. Quieres llamar a alguien, pero en lugar de eso acurrucas los pies entre las manos, pasas los pulgares por el esmalte de las uñas de los pies.
Pobre chica, piensas. Frunces el entrecejo tratando de imaginar la horrible verdad que hay detrás del portavoz de la policía de Nueva York y su fachada de eufemismos. Múltiples laceraciones. Trauma por impacto de objeto romo. Pero hay más. Siempre tiene que haber otra vuelta de tuerca para hacer las cosas aún más retorcidas. Lo de la espina dorsal, eso va a disparar la audiencia, sin duda. ¿Qué hay de lo otro? Lo del sexo. A fin de cuentas, no es sólo el asesinato, es el motivo.
Pobre chica, piensas, apretando las rodillas con fuerza. Como tú, tenía secretos, dulces secretos, que otros malvados querían conocer. Vislumbras imágenes, desnudas, rudas y húmedas. Sientes en la boca algo metálico. Hueles el olor a entrepiernas sin lavar. Por un instante, la oyes gritar…
Preocupada, apartas la vista de la pantalla para mirar el pulgar con que acaricias los dedos de tus pies. Decides que tienes unos pies bonitos.
Estoy de acuerdo.
Te preguntas si tiene algo que ver con la especie masculina. No te sorprendería. Tu último novio estaba enfermo —no enfermo enfermo, pero sí lo bastante—, siempre tratando de convencerte para que te tragaras su ya sabes qué. Y el anterior, bueno, mejor no sigamos por ahí.
Parpadeas, te pasas dos dedos por la sien y la mejilla de un modo que a tu padre le recordaría a tu madre. Tus ojos —que son buitres— regresan trazando círculos a las noticias. El detective que está a la izquierda del portavoz, decides, se lleva a casa copias de las fotos de la escena del crimen. Es entrecano.
Está hecho de carne, como tú.
Te ríes entre dientes y suspiras, sintiéndote cálida, segura y sola. «Esto es estúpido», decides. Cambias de canal, te vas a la teletienda, que te hace reír.
Y entonces oyes los golpecitos en la ventana.
Te quedas muy quieta.
No hay ningún código, ni ritmo ni regularidad, sólo la arritmia de las cosas que vuelan al viento.
Sólo yo.
Le quitas el sonido al televisor, tratas de ver al otro lado de tu adorable reflejo, pero acabas revisando tu aspecto. Te pones de pie, broncínea a la luz de la lámpara, sin aliento por la indecisión.
Te acercas al borde de la pecera.