19 de agosto, 7:20
Thomas arrastró una mejilla dolorida por la almohada, se sorbió los mocos y gimió. Fieles a su costumbre, Frankie y Ripley estaban discutiendo en el baño. ¿Qué hora era? Antes de que sonara el despertador, seguro. Pequeños cabrones.
—¡Ripley! —se quejaba Frankie—. Cuando es pis, no hay que tirar de la cadena.
—Eres un guarrete.
—… y cuando es caca sí hay que tirar. ¡Lo ha dicho Mia!
Tan. Jodidamente. Cansado. ¿Por qué no podían dormir hasta tarde por una vez? Sólo una vez.
Oyó un gruñido entrecortado. Una mano cálida le acarició la espalda.
«Está bien… Sam».
—Buenos días —dijo ella dando un traspié, desnuda, buscando su ropa. Thomas la miró con sus ojos adormilados y se maravilló ante su perfecto culo de patinadora artística. La luz del día entraba por las cortinas traslúcidas y convertía en mármol su piel, iluminando su vello invisible. Parecía que la forma de Sam se hubiera quedado grabada en su interior; un millón de años, toda una vida de condicionamiento social…, esa mujer perfecta. Había algo glorioso en ello.
En el titular diario de su vida, pensó, el de hoy diría:
Demasiado bonito.
Todavía estaba adormilado cuando ella volvió con su falda y su blusa. Contempló cómo estiraba el cuello hacia un lado y otro ante su espejo de cuerpo entero, frunciendo el entrecejo al tratar de alisar una arruga a la altura de su barriga, primero pasando una mano por encima de ella, después recolocándose una y otra vez la cintura. Murmuró «Mierda…» repetidamente, cada vez con el desdén de por-qué-yo que las mujeres reservan para la ropa no cooperativa y las partes del cuerpo rebeldes.
Si parpadeaba lentamente, se quedaría dormido.
Pero mientras se adormilaba, el pesar liberó una corriente de asociaciones y después, como el cordón de los pantalones de un pijama, empezó a sostener las cosas en su sitio. Vio a Neil metiendo la mano por las profundidades de la falda de Nora, como si fuera a encajarle la mano a otro hombre. Vio a Frankie encorvado entre sombras en la cima de las escaleras, observando a Sam y a él en una agitación de imágenes pornográficas. Después todo empezó a diluirse, parpadear… Gyges frunciendo el entrecejo ante su reflejo. Mackenzie riéndose como un gnomo. Cynthia Powski berreando, arrullando, sangrando…
Sonó el despertador.
Se sintió clavado a la almohada por las sienes. Moviéndose tan poco como pudo, cogió el teléfono y graznó: «Trabajo». La grabación digital de Suzanne le hizo cosquillas en la oreja. «Día de la salud mental», dijo después del tono.
Levantando trabajosamente el culo de la cama, vio que las escaleras estaban desiertas. Esperaba que Ripley y Frankie estuvieran jugando alegremente con la nueva amiga de papá. Se dirigió al baño arrastrando los pies, ansioso, con un cuerpo que aunque despierto todavía daba bandazos.
Era obsceno lo bien que podía sentar una ducha caliente. Su cuerpo se regocijó bajo el aguacero cargado de vapor, aunque sus pensamientos seguían pinchándolo con recriminaciones.
Frankie y Ripley. Ellos eran lo único importante.
Sam lo entendería. ¿Verdad?
Bajó los escalones corriendo, todavía secándose el pelo con la toalla. Sam, casi tan elegante como el día anterior, salió del estudio con Ripley, que iba cogida de su mano. Aunque algo incómodas, parecían estar bien juntas.
—¿Qué tramáis? —preguntó.
Sam le dedicó una sonrisa desconcertada.
—Creo que estamos buscando algo llamado… —Hizo una mueca—. Bebé-piel.
—No encuentro el bebé-piel por ninguna parte, papá.
—¿Has mirado en el rincón de Bart? —Bartender tenía su rincón en el sótano, donde le gustaba acumular cosas.
—No.
—Ve a mirar allí. Probablemente Bart ha estado mordiéndolo, o mordiéndola, lo que sea.
—¡Bart! —gritó Ripley con el gesto autoritario de las niñas pequeñas que juegan a ser madres airadas—. ¿Has cogido el bebé-piel, Bart?
Era raro el modo en que los momentos más naturales podían parecer incómodos en presencia de alguien nuevo. En las cosas de la rutina diaria, nada parecía objeto de reflexión, todas las estridencias estaban amortiguadas por la familiaridad. Pero añádase un desconocido a la mezcla y todo cambia. Con un recién llegado aparece el espectro del juicio.
Una vez que Ripley hubo desaparecido, Sam dijo:
—¿Bebé-piel, eh?
—¡Bart! ¡Chucho sarnoso! —exclamó una voz procedente de las escaleras del sótano.
—Una de esas espeluznantes muñecas que parecen de verdad —explicó Sam—. Empezaron a llamarla Bebé-piel cuando perdieron su ropa. A ojos de todo el mundo, es un bebé cálido y rosado… —Frunció los labios para formar una línea agria—. Pero muerto.
Como Sam no respondió, Thomas añadió:
—Mis hijos son raros.
—Así que han salido al padre.
—Algunos días creo que tiene más que ver con la educación que con los genes.
Ella lo miró pensativamente.
—¿Qué pasa? —preguntó él, aunque ya lo sabía. La locura de los dos últimos días había creado una intimidad entre ambos. Ahora, en la calma de telaraña de la mañana, esa intimidad parecía algo sorprendente, como despertarse misteriosamente sin ropa interior. Ella estaba confundida, quizá incluso más que él, puesto que estaba poniendo en riesgo su carrera.
Y la gente confundida solía retirarse rápidamente.
—Tengo que…
—Mira —lo interrumpió él—. Desayuna un poco conmigo y los niños. Observa al animal Thomas Bible en su ambiente. Investiga un poco antes de tomar una decisión.
Ella se lo quedó mirando con el rostro aún más adorable por los pequeños signos de lo sucedido la noche anterior. Ojos hinchados y vulnerables. El pelo ligeramente desgreñado. Maquillaje de bolso. Pensó en el corazón azul que había en el tablón de su cubículo. «No…».
—¿Te parece justo? —preguntó él.
Ella asintió nerviosamente.
—Me parece justo.
Thomas se maldijo por ser un idiota mientras se dirigían a la cocina. ¿Qué diablos estaba haciendo? Ella lo deseaba, lo veía. Pero no podía ahuyentar la sensación de que, más que eso, ella necesitaba su ayuda. Por alguna razón, ese caso le había clavado las garras hasta lo más hondo.
Y él no estaba interesado en un acuerdo global.
«Mis hijos son lo único que importa».
El desayuno en las mañanas de verano siempre le recordaba a Thomas cuánto adoraba su casa pese a todos los calamitosos y catastróficos recuerdos del divorcio. Era trivial, lo sabía, pero parecía tener la calma de una película. Había algo poético en las cosas: la luz del sol refulgiendo en los cristales, los niños inundados del brillo del despertar, los rayos veteando los electrodomésticos, proyectándose por encima del estrépito de cuchillos, cucharas y tenedores. La sombra del vapor de la tetera.
Si Nora no se hubiera llevado todas las putas plantas…
—Ah —le dijo Frankie a Sam con el mejor tono cinematográfico que puede poner un niño de cuatro años—, eres la que está al mando aquí.
Sam dedicó a Thomas una mirada que decía ¿de-qué-planeta-es? El sol iluminó su sonrisa.
Thomas volvió a llenarse la taza y preguntó que quién quería el último trozo de beicon antes —como siempre hacía— de metérselo en la boca. Los niños rieron, como siempre.
—Oh, ¿lo querías tú? —le gritó a Frankie con una sorpresa burlona—. ¡Haberlo dicho!
El móvil de Sam sonó en su bolso. Maldijo entre dientes después de mirar el identificador de llamada y después salió a la sala de estar. Thomas volvió a quedarse admirando su culo, esta vez a través de la falda.
—¿Le enseñaste tu cosa anoche, papá? —preguntó Ripley.
Thomas casi tosió los pedazos de beicon que tenía en la boca.
—¿Si le enseñé el qué?
—¿Tiras de la cadena cuando haces pis, papá? —preguntó Frankie. Estaba claro que era la Cruel Hora de las Preguntas Vergonzantes.
—Chicos, ya está bien de hablar de esas cosas. No es gracioso. Seguid así y conseguiréis que me detengan. Es suficiente. Basta de hablar de esas cosas, ¿de acuerdo?
—¿Por eso estaba aquí el FBI? —preguntó Frankie.
Se temía esa pregunta.
—No —empezó con cuidado—, no es por…
—Estaban aquí —interrumpió Ripley— porque el tío Cass es un psicópata.
—No es divertido, Ripley.
—¿Qué es un psicópata, papá? —preguntó Frankie.
Thomas sonrió.
—Es como un psicólogo, hijo, como yo. Ayudo a ponerse bien la gente a la que se le rompen los pensamientos.
Esa era la idea, en cualquier caso. Aparte de ejercer de mentor de algún que otro alumno, lo único que hacía era pontificar delante de estudiantes y sostener raras ideas en revistas y conferencias. Pero técnicamente seguía siendo un sanador. Sólo que estaba a varios niveles de distancia de los que necesitaban ser curados.
Hasta hacía poco, naturalmente.
—¿Cómo se sabe que están rotos? ¿Les sale sangre?
—No —respondió. «Sangra otra gente».
—Se portan como locos —dijo Ripley—. No hacen lo que en teoría tienen que hacer. Como tirar de la cadena.
—Pero es pis —gritó con la ferocidad de un niño pequeño—, y no hace falta.
—¡Basta! —gritó Thomas dando un puñetazo en la mesa. Todo saltó: los cuencos de cereales, los cubiertos y los niños.
Con un susto de muerte, Frankie se echó a llorar. Ripley le lanzó una mirada de odio.
Thomas negó con la cabeza y cogió un trapo para limpiar la leche y los Cheerios que se habían derramado.
—Lo siento. Lo siento. Papá está un poco estresado, eso es todo. —En algún momento, se dijo a sí mismo, terminaría esa locura. Daría carpetazo a aquel asunto y lo envolvería con racionalizaciones halagadoras y después lo almacenaría en la sección «No Examinar» de su cerebro. Se arrodilló delante de Frankie, que saltó a sus brazos como un pequeño mono—. Shh, cariño. No estoy enfadado contigo.
—¿Estás enfadado con Ripley? —dijo sorbiéndose los mocos.
—Está enfadado con el tío Cass —dijo Ripley—. ¿Verdad, papá?
Thomas se volvió hacia su hija y le acarició la mejilla. Dios, sería una mujer extraordinaria. ¿Cómo podía ser que formara parte de un milagro como ése?
—Sí —reconoció—. Estoy enfadado con el tío Cass. Creía que era mi amigo. Creía que me quería, a mí y a ti, a Frankie…
—¿Y a mamá? —preguntó Frankie.
Thomas tragó saliva. Esos cabrones no ponían las cosas fáciles.
—Y a mamá —dijo—. Creía que nos quería a todos, pero no nos quería. Escuchadme bien, los dos. Esto es muy importante. Tenéis que prometerme que si veis al tío Cass…
Justo entonces Sam apareció caminando hacia su bolso, que estaba en la encimera. Los miró socarronamente.
—Cielos, chicos, estaba aquí al lado.
—Te hemos echado de menos, nena —dijo Frankie entre risas. Thomas le hizo cosquillas y él berreó alegremente. Soltó el cuello de su padre y retrocedió bailando, con las manos hacia delante y los codos apretados contra el cuerpo.
—¿Tienes que irte? —le preguntó Thomas a Sam.
—Sí. Era Shelley. El deber me llama.
Un instante después estaban todos en la puerta, Thomas rascándose la cabeza, Frankie y Ripley como pequeños actorcillos cómicos. Sam parecía aturdida por tanta atención. Levantó una pierna hacia atrás y se inclinó para ponerse el zapato izquierdo.
—Eh, Sam —dijo Frankie.
—Dime, guapo.
—¿Dónde están tus bragas?
Sam se quedó helada.
—¡Frankie! —gritó Thomas entre toses.
—El niño es bajito —susurró Sam—. ¿Cómo he podido olvidar que un niño es bajito?
—¿Dónde están? —insistió Frankie.
—Buena pregunta. —Sonrisa incómoda—. Pregúntaselo a tu padre…
—¿Yo? —exclamó Thomas. Casi le preguntó si había mirado entre los cojines, pero lo pensó mejor.
Entonces se le ocurrió.
—Bart —dijo, sonrojado.
—Mm, muy bien —dijo Sam—. Dile al viejo Bart que puede quedárselas.
—Te acompañaré al coche —dijo Thomas—. Y vosotros dos, bocazas, id y terminaos el desayuno.
Sam y Thomas intercambiaron una mirada llena de significado. La gente siempre pone a prueba su rol ante las circunstancias. Era un importante reflejo social. Ella estaba estupefacta —Thomas lo sabía—, no por lo que los niños hubieran dicho o hecho, sino por estar allí, sugiriendo roles y posibilidades completamente desproporcionados para una sola noche de sexo enloquecido.
—Así que eso —dijo Sam cuando salieron al frío matutino del porche— era el animal Thomas Bible en su entorno natural, ¿eh?
Se rio mientras él buscaba las palabras.
—Está bien, Tom. Me lo he pasado bien. Me alegro de haberme quedado.
Thomas sólo pudo menear la cabeza. Se cogió los hombros como si la mañana fuera gélida, aunque no lo era. Miró al otro lado de la calle, asombrado por cómo los planos iluminados y las complejas sombras podían delatar la posición de un sol invisible.
—Ni un segundo de aburrimiento —dijo con poca convicción.
—No.
—Siento lo de Bart —añadió, todavía avergonzado y estupefacto—. Debe de haberse quedado sin orejas de cerdo o algo así.
—¿Profesor?
«¡Llámame Tom!».
—Déjalo mientras vaya bien.
Thomas suspiró y se rio al mismo tiempo.
—Buen consejo.
Sin mediar aviso, Sam lo besó en los labios. Su lengua rebuscó en su boca.
Se separaron después de un momento ansioso. Sam miró a la calle visiblemente preocupada por si alguien los había visto. Habían roto las reglas, y antes de que la noche anterior terminara, Thomas estaba seguro de que serían la comidilla del barrio. Lo último que quería ahora era fama.
—¿Cuándo puedes pasarte por la oficina? —preguntó, como quien no quiere la cosa. «¡Esto es una locura!», gritaron sus ojos.
Thomas dudó.
—Precisamente quería hablarte de eso.
La sonrisa de Sam titubeó.
—¿De qué?
—De lo que dijiste la otra noche. De que Neil parecía estar haciendo todo esto por mí.
—Esa es exactamente la razón por la que necesitamos tu ayuda.
Thomas se rascó la frente.
—Quizá. —La miró intensamente—. Pero tengo más cosas en que pensar aparte de mí.
Sam lo miró a los ojos.
—Tienes miedo de que…
—¿No lo tendrías tú?
Ella esperó.
—Supongo que sí. Pero podemos tomar medidas. Le podríamos impedir que te encontrara. —Vaciló y después dijo—: Y a tus hijos.
Thomas se percató de que también ella la sentía, la paranoia supersticiosa de que con sólo mencionarlas, las horribles posibilidades podían convertirse en hechos horribles. Los humanos estaban programados para ver desenlaces que no existían. El héroe tenía que sufrir… eso lo sabía todo el mundo.
—No lo conoces —dijo Thomas—. Neil es… brillante. Tiene una asombrosa capacidad para sortear los obstáculos.
—Bueno, por fin tiene a alguien a su altura, ¿no?
—¿En el FBI?
—Estaba pensando en ti, Tom.
Con las cejas arqueadas, Thomas negó con la cabeza.
—Respuesta equivocada, agente Logan. Desde que lo conozco, ese tipo me ha ganado en todo, desde el Risk hasta el tenis.
—Pero esta vez no estarás jugando solo.
Había algo en su mirada que lo inquietó y lo entusiasmó hasta el punto de dejarlo sin respiración. Casi podía sentir la dopamina fluyendo por su núcleo caudado. Se estaba enamorando de ella, enamorándose de veras. Y eso era un problema. Como diría Neil, el perfil neuroquímico del amor se diferencia poco del de un desorden compulsivo obsesivo. Y ahora, más que en ningún otro momento de su vida, tenía que ser racional.
—Me gustaría decir que me tranquiliza. De veras. Pero el FBI…
Sam parpadeó, ostensiblemente herida. Se apartó de la mejilla un mechón de cabello, suave como la seda.
—Estaba pensando en mí —dijo, volviéndose hacia el coche.
—¿Sam? —gritó Thomas, siguiéndola—. Sam.
—Está bien, profesor —dijo ella abriendo de un tirón la puerta del Mustang. A juzgar por su expresión, había vuelto a convertirse en la agente Logan—. Conoces a Neil mejor que nadie, tienes que proteger a los tuyos. Lo entiendo. Créeme. —Le apretó la mano.
—Lo siento, Sam.
—Lo sé.
Pasaron unos segundos incómodos. Sam entró en el coche y después, con la mirada perdida, lo encendió. El sonido de su coche tenía dientes.
Frankie y Ripley estaban discutiendo en la mesa cuando Thomas volvió. Algo relacionado con la ropa interior de Sam, por supuesto. Thomas iba a intervenir, pero el teléfono los sobresaltó a todos y los dejó en silencio. Miró el identificador de llamadas. Cerró los ojos para recobrar la compostura y cogió el teléfono.
—¿Nora?
—Hola, Tommy. Escucha, ¿puedes hacerme un favor?
Por un momento no supo qué decir. ¿Un favor? ¿Después de los dos últimos días?
Dejó a los niños en la cocina. Oía a Ripley diciendo: «El tío Cass… es un psicópata» con su voz de pinchadiscos de la radio.
—Me estás tomando el pelo —le dijo a su exmujer.
—¡Papá! —gritó Frankie—. ¡Ripley ha dicho psicópata!
—Papá está hablando con mamá —gritó, sabiendo que eso les haría callar. Se callaron.
—Necesito que te quedes con los niños un tiempo más —dijo Nora.
Thomas esperó, frenado por el temblor en la voz de Nora. Lo sorprendió lo poco que había pensado en ella desde la noche anterior con Sam, y se preguntó sin querer si aquello era un clásico de la psicología masculina, algo «programado para maximizar las posibilidades reproductivas». Más vale pájaro en mano, dicen…
—¿Desde dónde llamas?
—Ha sido horrible, Tommy —susurró, como hacía siempre antes de llorar.
El terror le ardió en las extremidades, la cara y el pecho.
—¿Qué ha sido horrible, Nora? —Dio la espalda a los niños—. ¿De qué estás hablando? —Al decirlo le dolió la garganta, como si hubiera forzado las palabras a dar satisfacción al deseo primario de gritar.
Ahora veía a Neil en todas partes.
«Por favor, no, no…».
—El FBI… —dijo, con un nudo en la garganta. Con un torrente de alivio, Thomas se dio cuenta de que debían haberla retenido, probablemente la habrían asustado para que cooperara—. Les hablaste de Neil y yo, ¿verdad?
—¿Qué esperabas que hiciera, Nora?
«Quien la hace, la paga, zorra».
—Mira, Tommy, no sé por qué te lo dije. No tendría que habértelo dicho. Lo último que quiero es hacerte daño…
Increíble. Se estaba disculpando por decirle que se estaba follando a su mejor amigo, como si la sinceridad fuera el único pecado real.
—Sí, me quedé de piedra —dijo con una ligera crueldad—. Imagínate. Descubrir que toda tu vida ha sido… —Una repentina punzada le silenció la voz. Contuvo unas lágrimas ardientes en los ojos. Se maldijo por idiota—. Imagínate —prosiguió con la voz quebrada— descubrir que toda tu vida ha sido una puta farsa.
«¿Cómo has podido hacerme esto, Nora? ¡Por favor!».
—Estás enfadado —dijo, como si hablara de una inevitable fase adolescente.
«¡Maldita zorra! ¡Maldita, puta!». Logró obligarse a decir:
—Seguro que se me pasará.
Siguió un largo e incómodo silencio. Thomas se dio cuenta de que estaba llorando.
—Eh… —dijo en voz baja.
—¿Qué voy a hacer, Tommy?
«Lo quiere. Quiere a Neil».
Su suspiro fue tan producto del asco como del pesar.
—Escucha. Búscate un abogado, Nora. No te despistes. Puedes estar segura de que ellos no lo harán.
—¿Quién?
—Necesitas a alguien implacable. Con sed de sangre y listo. ¿Qué tal ese tal Kim que utilizaste para lo nuestro?
—Es un abogado de divorcios, Tom.
—Exacto —dijo, colgando.
Recostó un momento la cabeza contra la pared. Tenía miedo de ponerse a vomitar. Ser cruel no estaba en su naturaleza, por mucho que lo intentara.
«Estúpido. ¡Maldito estúpido!».
¿Qué estaba haciendo? ¿Sintiendo vergüenza? Era lo que se merecía.
Además, probablemente sólo la estaban intimidando.
—¡Quería saludarla! —gritó Frankie desde la cocina. Ripley estaba mirando su cuenco de cereales vacío.
Thomas saltó cuando sonó el timbre. Se le cayó el teléfono.
—Mierda-mierda-mierda-mierda-mierda —dijo entre dientes.
—¿Dónde está mamá? —gritó Frankie.
Thomas se asomó a la ventana y vio a Mia en el porche, con unos pantalones cortados, una camiseta y unas mullidas zapatillas deportivas blancas. «Gilipollas entrometido», pensó, incapaz de reprimir una sonrisa.
Abrió la puerta a regañadientes.
—¿No trabajas hoy? —preguntó Mia inclinándose contra el marco.
—He llamado diciendo que estoy enfermo. Quería darte un respiro con los niños.
Mia asintió con una mirada de escepticismo de dibujos animados.
—Así que —dijo amablemente— el FBI ha estado aquí…
—Varios —dijo Thomas.
—¿Te han interrogado toda la noche?
Thomas cerró los ojos, sonrió y se rindió a lo inevitable.
—Venga, Mia —dijo—. Te lo contaré todo. —No pudo resistirse a añadir—. Eres transparente como un salto de cama, ¿lo sabías?
Con las cejas alzadas, Mia lo señaló con el índice al entrar.
—¡Mia! —gritaron al unísono Frankie y Ripley.
Mientras Thomas cambiaba su albornoz y sus calzoncillos por unos vaqueros, una camisa y una americana, Mia consiguió poner a los niños delante de la tele. Thomas preparó café y se unió a su Vecino Número Uno en la mesa de la cocina. Se pasaron alrededor de una hora comentando los dos días anteriores. Aunque en muchos sentidos Mia se había convertido en su mejor amigo desde el divorcio, Thomas evitó cualquier mención a la relación de Nora con Neil, o a su noche con Sam. Primero tenía que ordenar esas cosas por sí mismo, o al menos eso creía.
Al fin, Mia respiró hondo.
—Guau.
—¿Intenso, eh?
—¿Tú crees? —Se manoseó la cara como si tratara de arrancarse la locura—. Bueno, ya sabes lo que dice Marx.
—¿Crees que lo sé? —preguntó Thomas. Mia citaba a Marx del mismo modo en que otros citaban a un guía espiritual de moda en la tele.
—«Con el hombre, la raíz de la materia siempre es el propio hombre». —Soltó una risotada como si se le ocurriera algo medio divertido—. Aunque no creo que se refiriera a la materia gris.
—Neil está enfermo —dijo Thomas amargamente.
—No pareces convencido.
Algo en ese comentario le puso la piel de gallina.
—¿Cómo voy a estarlo? Neil se está limitando a hacer lo que predica, ¿no crees? Las desgracias ocurren. Los tornados se llevan coches. Estallan bombas en cafeterías. El cáncer se extiende. Las arterias se bloquean. Cada respiración, cada latido, es un riesgo más. Así funciona el mundo. Sólo nuestros circuitos mentales permiten que nos parezca de otro modo. Lo único que Neil está diciendo es que lo mismo le sucede a nuestras neuronas. Que todos nuestros pensamientos, todas nuestras experiencias, son otro golpe sináptico de dados. Estadístico, sin significado.
—Sin duda, no parece así.
—¿Por qué iba a hacerlo? Nuestros cerebros evolucionaron para procesar información, percepciones, y dar respuestas efectivas, las cosas que hacemos. Vemos los coches que se acercan y los semáforos, y nuestro pie aprieta el freno. No vemos todos los procesos neurofisiológicos implicados. Nuestro cerebro es ciego a sí mismo, está más centrado en los acontecimientos exteriores que en los interiores.
Mia jugueteó con un mechón de pelo, con la mirada perdida.
—¿Y?
Thomas respiró hondo, olió el sol sobre el polvo y el recuerdo del beicon del desayuno.
—Y, cuando decidimos, escogemos, o esperamos, o tememos, o lo que sea, es lo mismo que cuando vemos u oímos: el cerebro no es autoconsciente. No percibimos lo que hace posible la experiencia. Toda la maquinaria neurofisiológica que genera la elección, la esperanza, el oído, etcétera, lo procesa sin procesarse a sí misma. Para nosotros, cada pensamiento procede de la nada, constituye una especie de… inicio absoluto, así que parecemos estar fuera de las redes de causa y efecto que rodean todo lo que somos, incluido el cerebro. La consciencia es como la rueda de un hámster, siempre se mueve, pero al mismo tiempo es también inmóvil. Para nosotros, siempre es ahora y aquí. Siempre sentimos que podríamos haber obrado de otro modo porque nuestras elecciones siempre parecen estar al principio de los acontecimientos y no en mitad de ellos.
—De acueeeeerdo —dijo Mia con recelo.
—Mira —dijo Thomas, alargando el brazo y cogiendo una moneda de veinticinco centavos de la encimera—. Mira. —Abrió las manos para enseñarle a Mia que las tenía vacías y después las cerró. Cuando volvió a abrirlas, la moneda brillaba débilmente en el centro de la palma de su mano derecha.
Mia se rio.
—Eso está muy bien —dijo.
—Parece magia, ¿verdad?
Mia asintió con una expresión repentinamente pensativa.
—Como si la hubieras sacado de la nada.
—Ahora mira —dijo Thomas repitiendo el truco, esta vez con un ángulo que permitía a Mia seguir la moneda todo el tiempo—. Nuestros pensamientos no son distintos. Parecen surgir de la nada, pero sólo por un juego de manos neurofisiológico, porque el cerebro se engaña con sus propios trucos. Parecen magia. Especial. Sobrenatural. Espiritual. Aparta la cortina de huesos y esa magia se evapora.
—Pero hay una diferencia —dijo Mia—. Nosotros somos nuestros pensamientos.
Thomas asintió.
—Exactamente. Eso es lo que somos. Cerebros entreviéndose a sí mismos por una mirilla, viendo magia donde no la hay.
Mia pareció mirar más allá de él, como si pusiera a prueba sus palabras con la inmediatez de su propia experiencia.
—Así que tú y yo, aquí sentados…
—Sólo somos dos biomecanismos que se convierten en más percepciones. Todas las razones, las finalidades, los significados no son más que el resultado del hecho de que la maquinaria neuronal responsable de la consciencia tiene acceso a una pequeña parte de lo que nuestro cerebro procesa, una pequeña parte que confunde constantemente. Fuera de esa parte, no hay razón, no hay fin, no hay significado. Sólo… —se encogió de hombros—. Sólo cosas que suceden.
Frunciendo el entrecejo, Mia lo contempló largamente.
—Así que cuando voy al centro comercial, estoy rodeado por hordas de… ¿biomecanismos? Sólo parecen gente.
Thomas se preguntó qué diría Neil. ¿Contaría que había jugado con algún que otro supuesto terrorista como si fuera una marioneta, y sin que tuviera la menor idea?
¿O cogería a Mia y le haría una demostración de primera mano?
Thomas se apretó el puente de la nariz.
—Sólo parecen personas porque no puedes acceder a los procesos que les hacen funcionar. Así que se convierten en motivadores flotantes, cosas que sólo pueden seguirse, y cuyo comportamiento sólo puede predecirse, por medio de nuestros sistemas neuronales. Nuestros cerebros están exquisitamente en sintonía entre ellos, hasta el extremo de que todo lo que haces o dices pone en marcha en mi cerebro los mismos patrones neuronales que en el tuyo. Se interrelacionan reflejando continuamente los procesos de los demás. Pero como la conciencia no puede acceder a esos procesos, sólo «nos damos cuenta». —Thomas frunció los labios en una falsa sonrisa—. La gente se parece a los demás por la misma razón que parecemos seres que piensan libremente y que toman iniciativas.
—Porque nuestros cerebros —dijo Mia lentamente— no ven lo que pasa en su interior. Porque constantemente confundimos el medio con el principio.
Thomas asintió.
—De ahí la ilusión de que estamos fuera de la flecha del tiempo. De que de alguna manera trascendemos la maquinaria estadística que nos rodea. —Contempló cómo su pulgar recorría el borde de su taza de café y volvió a levantar la mirada hacia su Vecino Número Uno—. De que poseemos almas.
Mia ya no estaba mirándolo, ni más allá de él, ni a ninguna parte. Se había recostado en su silla con las manos colocadas en un gesto que estaba entre la protección y el enfado.
—Así que todo esto… esto que está aquí ahora… ¿es una especie de truco de magia? ¿Un sueño?
Thomas bajó la mirada hacia sus calcetines y se maldijo por preguntarse, de nuevo, qué diría Neil.
—¿Tommy? ¿Esto no es verdad?
—Eso cree Neil —respondió sin levantar la mirada—. Y nadie sabe más de ciencia que él.
—No es más que cháchara científica reduccionista —declaró Mia con un tono de airada resolución. Como todos los marxistas, tenía una inquietante capacidad para tomarse las abstracciones de un modo personal—. Ni siquiera son capaces de saber qué alimentos son saludables.
Thomas se lo quedó mirando un momento, reprimiendo la necesidad de discutir, de insistir y dejar sin argumentos. Podía decirle a Mia que lo que estaba en cuestión allí no era qué resultaba más fundamental, sino qué afirmaciones podía la gente tomarse en serio. Podía recordarle Hiroshima o cualquier otro de los horrores y maravillas que hicieron progresar la ciencia. Podía recordarle que otras instituciones que iban por ahí haciendo afirmaciones, incluidas las que reducían lo científico a meras «construcciones sociales», «juegos de palabras», o a la obra de falsos dioses, no eran capaces de juzgar sus propias aseveraciones.
Pero en lugar de eso le preguntó.
—¿Cómo está tu café?
—No —exclamó Mia—. Conozco esa mirada…
—¡Papá, papá! —gritó Frankie desde la sala de estar.
Thomas se volvió para ver cómo su hijo entraba a la carrera en la cocina.
—¡He encontrado las bragas de Sam! —declaró orgullosamente. Agitó las bragas blancas de Samantha por encima de la cabeza, con su salvaslip y todo.
—¡Herr Doktor! —dijo Mia arrastrando la voz con un asombro fingido.
Thomas le arrancó a Frankie las bragas de las manos y se las metió en el bolsillo de la americana. Dedicó a Mia una sonrisa lúgubre.
—Dime —preguntó su vecino maliciosamente. Mia siempre marcaba más su acento de Alabama cuando, como él decía, el diablo se apoderaba de él—. ¿Cómo es?
—¿Cómo es el qué?
—Follarte a la ley.
Mia se marchó poco después explicando que, en contra de lo que parecía, tenía un trabajo. El resto del día pasó sin incidentes, con la excepción de que Frankie se abrió la cabeza contra la barbacoa. Los tres estaban jugando a tirarse la pelota en el jardín de atrás. El muy cabroncete se había agachado bajo el quemador lateral para recuperar la pelota y se puso de pie. ¡Bam! Thomas había visto cómo sucedía todo, y aunque sabía que no era nada importante, se había producido un instante de puro horror… Frankie agachado, con las manos en la cabeza, una línea de sangre cayendo entre su pelo negro. El jardín había retumbado con el sonido de derrumbes invisibles, de grandes torres o embarcaderos cayendo, como si el mundo no fuera más que el suelo donde se estampa un edificio desmoronado.
¿Cómo se había vuelto todo tan frágil?
Aunque Frankie insistió en que tenía que ir al hospital, al «Urgenciero». (Thomas no tenía ni idea de dónde había sacado eso), les llevó a los dos al parque y recorrió con ellos la hondonada. A pesar de su confusión, las vertiginosas oscilaciones entre el horror (la idea de que Neil regresara), el entusiasmo (la idea de Sam quitándose las bragas) y la ira (la idea de Nora jadeando contra la mejilla de Neil), logró divertirse con los niños. Recogieron una docena de latas de cerveza aplastadas que encontraron entre los helechos. En el frío de la gruta, contaron los bichos que se deslizaban por la superficie rizada del río y él les explicó qué era la tensión superficial.
—Como Jesús —dijo Ripley con la certeza de un contertulio radiofónico. (Thomas tampoco tenía ni idea de dónde había sacado eso). No era sorprendente que los padres tuvieran tendencia a proteger a sus hijos. A Thomas le aterrorizaba imaginar a sus dos hijos buscando oro con un cedazo en las aguas del río cultural de Norteamérica. Había demasiados conductos de aguas residuales, demasiadas sombras de Neil. Pero con un mundo cada vez más fragmentado y deseoso de adhesiones inquebrantables y pelotilleras, mandarlos a escuelas privadas parecía una contribución a un futuro aún más engañoso y clasista. Tenía que haber un espacio común, por muy jodido que fuera. La gente tenía que relacionarse.
Después de meter a esos dos cabroncetes en la cama y besar la «pupa» de Frankie una docena de veces, Thomas puso las piernas sobre el sofá y vio un viejo episodio de Seinfield en Nickelodeon. Pero le resultó imposible reír. Navegó por distintos canales personales, o «miradores», como los llamaban, en buena medida para asegurarse de su cordura. Un billón de personas perplejas, todas agitando los puños en el simulacro de certidumbre, cada una de ellas con su parte de chivo expiatorio. Después navegó por las páginas de noticias, saltando entre anuncios que complacían los prejuicios mayoritarios (la información, como cualquier otra mercancía, estaba enfocada principalmente a satisfacer al cliente) y baratos programas de la televisión pública. Las imágenes refulgían y la sala de estar brillaba, se oscurecía y cambiaba de color como un contrapunto en tres dimensiones.
No importaba cuántas veces se pasara las palmas de las manos por los muslos, siempre se sorprendía retorciéndoselas.
Sam no llamaba.
No se hizo ninguna mención, ni nacional ni local, de Neil y sus crímenes. A Thomas no le sorprendió. El Quiropráctico había vuelto a actuar, esta vez con una críptica carta al New York Times. Varios senadores habían cambiado de bando en el asunto de los subsidios a la gasolina. La economía rusa, bajo mínimos después de la destrucción del sur de Moscú, parecía estar jugando una especie de yo-yo petrolero. Por supuesto, se habían producido más eco-disturbios en Europa, pobres cabrones congelados. Y alguna que otra «buena» noticia aquí y allá: cosechas récord en Texas, más lluvia milagrosa en el Sahara, aumento de la asistencia a las iglesias en todo el mundo.
«El mundo termina aquí, empieza aquí». Pero nunca era, pensó Thomas, el mismo.
Oyó un ruido en la cocina, levantó la cabeza por encima del respaldo del sofá. La cocina estaba a oscuras. Un azul pálido danzaba en las paredes. El corazón le martilleaba. Oyó pasos. Un clic.
«¿Qué cojones pasa?».
En el transcurso del día, sus innumerables miedos habían perturbado todo lo que hacía. Ahora que se concentraron en esa única cosa, se volvieron muy intensos. Con el corazón a toda prisa, parpadeó y se quedó mirando las negras fauces de la cocina y no vio nada. Sabía, por la disposición de líneas y conos en su retina, que el centro de su campo visual era menos sensible a la luz que su periferia inmediata, así que trató de mirar un poco a su derecha.
Pero lo único que vio fue a Cynthia Powski engañándose a sí misma con cristales rotos.
Casi gritó de terror cuando Bart emergió de la oscuridad. La gente podía olvidar que los perros eran depredadores, pero los primates nunca lo hacían.
—Joder, Bart. Casi me cago encima.
Bartender trotó hasta el sofá y colocó la barbilla sobre la tela, con los ojos límpidos e implorantes.
Thomas se recostó en las almohadas y le dio un fuerte abrazo a su perro, grandote e inofensivo.
—Esta noche no vas con Frankie, ¿eh, Bart? —murmuró entre el pelo frío y húmedo—. ¿Creías que ibas a engatusar al viejo?
La cola de Bart golpeó la mesilla de café una vez, dos, después tiró al suelo la cerveza de Thomas.
Maldiciendo, Thomas alejó a su perro agitando los brazos. La cerveza estaba casi vacía, pero la mancha era tan grande que merecía un viaje a la cocina. Se detuvo ante la entrada negra, y por primera vez se dio cuenta de que la luz fluorescente que había sobre la pila estaba apagada. ¿No se suponía que esas cosas duraban toda la vida? A esa hora de la noche, la cocina solía ser un rincón iluminado en una casa a oscuras. Brillo plateado de luz estéril.
Se produjo un golpe seco en la puerta, a su derecha.
Esta vez gritó.
Se llevó la mano al pecho y miró por la ventana.
Era Sam.
Abrió la puerta de un tirón y ella se lanzó sobre él. Besos apasionados. Alientos desesperados.
—Me has decepcionado —jadeó ella—. Me has decepcionado dos veces.
—Lo siento —dijo él.
—Nada de disculpas —dijo ella, deteniéndose para contemplarlo. Sonrió con picardía—. Quiero que me compenses.
Estas son las reglas.
Dejas la compra, buscas en tu bolso las llaves.
Un hombre en bicicleta contempla el ruedo de tu falda mientras pedalea calle abajo. Le gustan tus piernas, largas y pálidas.
Un pájaro canta con la confianza de un cliente.
Las hojas se agitan en su verde oscuro, lentas como si estuvieran debajo del agua. Una cae al suelo girando como un billete de dólar.
Tu puerta se abre hacia la negrura de espacios con aire acondicionado.
El sol pica en los ojos de los niños que juegan en la casa de al lado.
Empujas la compra por el espacio oscuro. El plástico reciclado chirría contra el marco.
Te sigo.
Más cerca que tu sombra.
Más lejos que tus huesos.
Ahora estás tendida ahí, viendo cómo mi sombra gruñe a tu espalda, escuchando todo mi poderío animal. La sangre se te encharca alrededor de los labios, tus fosas nasales, cálidas como un lubricante. La hueles, tu vida, tan acre como cualquier excremento, e igual de resbaladiza. Sientes que tus lágrimas se desbordan por tus mejillas. Se desbordan.
Estás ahí moribunda, sin darte cuenta, sin resolución.
El cuello roto. Lloras sin que tu cuerpo te pertenezca ya.
La carne.
Estas. Estas son las reglas.