18 de agosto, 14:58
Haber ido allí había sido un error, pensó Thomas mientras volvían al Mustang de Sam. Él estaba demasiado cerca de lo que estaba en juego como para poder aportar algo más que una cierta vehemencia hostil. ¿Y Mackenzie? Obviamente, ese hombre era un jugador desde hacía mucho tiempo, y además bien relacionado. A juzgar por el respeto que había mostrado por ella, Sam podría haber sido una empleada de Correos.
—¿Qué demonios ha pasado? —dijo Sam mientras encendía el coche. El modo en que mantenía los ojos fijos en la calle le dijeron que estaba pensando lo mismo que él.
—Ha sido una demostración narcisista de su posición —respondió Thomas.
—¿Y eso qué significa?
—Que nos ha mandado a la mierda para demostrarse que podía mandarnos a la mierda. Mostrándonos que no nos necesita, ha afirmado su reconfortante imagen de sí mismo.
—Bueno, tendría que cortarse los pelos de la nariz antes de verse con tan buenos ojos. ¿Has visto lo naranjas que eran?
Thomas no se había dado cuenta.
—Me ha parecido muy pulcro.
—Parecían de caramelo o algo así —prosiguió en un tono de monólogo mordaz—, pero con nicotina. —Thomas imaginó que así hablaba ella cuando conducía con Gerard al lado. Esa era Sam en estado puro, pensó—. ¡Dios mío! —exclamó—. Odio a los putos fumadores. —Tras una rápida mirada a los retrovisores, aceleró hacia la calle K—. ¿Y de qué iba esa mierda sobre lo-envidio-a-mi-manera?
Thomas carraspeó.
—De… ti, me temo.
—¿De mí?
Un rubor hormigueante le cubrió la cara.
—Creo que ha creído que yo… ya sabes.
Sam lo miró sorprendida y después se echó a reír. Mucho más de lo necesario, pensó Thomas.
—Lo siento, profesor —dijo con un aire de vergüenza—. Me gustas, pero…
—Pero ¿qué? —gritó Thomas.
—Amo mi trabajo.
—Sí, yo también tengo mis ratos.
Sam frenó en el cruce. Con el telón de fondo de un centro comercial sitiado, el tráfico avanzaba bajo el refulgir del sol, destellando como si surgiera de un proyector. Thomas se sorprendió mirando el arbolado aparcamiento del Wal Mart y se replegó sobre sí ante la ausencia de una respuesta.
—¿Cuál es el plan? —preguntó cuando se hizo evidente que Sam no tenía nada que decir.
—No estoy segura —reconoció después de pensar un momento—. Tengo que hablar con Shelley para ver si hay alguna forma de ejercer presión.
—Sobre Mackenzie, quieres decir.
—El hombre sabe más de lo que dice, ¿no crees?
Por azar, Thomas vislumbró la cúpula del Capitolio sobre el paisaje urbano. Parecía imposible que el culebrón de las noticias de la noche se estuviera interpretando en ese momento, allí, con gente de verdad que tenía pellejos junto a las uñas y a la que le picaba el culo como a los demás.
Era como había dicho Neil. Fuera Washington, Pekín o el cerebro humano, los espías se sentían atraídos por el olor de las decisiones.
—Los hombres como él siempre saben más de lo que dicen —dijo Thomas.
El viaje de vuelta pareció mucho más largo. Avanzaron lentamente por la autopista entre una cohorte de vehículos. Durante los silencios en la conversación, Thomas miraba por la ventanilla y se preguntaba si realmente había metido la pata, y pensaba en Nora… en el anestesiante impacto que había tenido su confusión, en la mecánica insinceridad de su rabia. Las revelaciones eran cosas raras. Reescribían las consecuencias, por supuesto, pero lo que las distinguía de la simple comprensión era que revisaban el pasado. Las verdaderas revelaciones nunca llegaban de golpe. No, carcomían y carcomían, y se abrían paso por los tejidos blandos de la memoria, volviendo a digerir todo lo relevante. No pasaba ni una hora, parecía, sin que se le apareciera un recuerdo de Nora, como una vieja pieza de maquinaria que requiriera una nueva revisión a la luz de los últimos avances técnicos.
Tras la estela de Neil, todo en su relación se había transformado. Nora siempre había sido crítica. Después de su divorcio muchos de los amigos y amigas de Thomas le habían confesado que la consideraban una zorra. Pero por alguna razón, a él nunca le habían molestado especialmente sus quejas, quizá se engañó para pensar que sabía de dónde procedían. No había nada parecido a la «comprensión» cuando se trataba de ocultar los defectos del carácter para recuperar la estabilidad emocional más conveniente.
En su relación no se había producido ningún giro catastrófico. Parecía haberse desmoronado poco a poco en lugar de desplomarse. Pero incluso antes del divorcio, en uno de esos raros y sinceros ensueños que puntúan toda ruptura matrimonial, Thomas había advertido un cambio crucial en el carácter de las quejas de Nora. En algún momento, sus críticas habían dejado de referirse a cosas que hacía para versar sobre cómo era. Y ahora que Thomas sabía que estaba utilizando a Neil como cinta métrica, el inventario de sus acusaciones, que en aquel momento lo había dejado perplejo, se volvió siniestro por sus implicaciones. Por supuesto que no podía «hacer que se sintiera deseada»… Por supuesto que era «incapaz de satisfacer sus necesidades emocionales»…
¿Cómo iba a hacerlo cuando estaba buscando consuelo en los pantalones de su mejor amigo?
Era lo que había dicho Mackenzie: todo el mundo tenía un pequeño racionalizador en su cabeza, un fragmento de maquinaria neuronal dedicado a salvarle el pellejo. Un dispensador de culpas. Si Nora se sentía atraída por Neil, bueno, eso significaba que algo andaba mal en su matrimonio. Después de todo, las mujeres felizmente casadas nunca se descarriaban. Y si su matrimonio no era feliz, tenía que ser por culpa de Thomas, porque Dios sabía lo mucho que ella intentaba que funcionara.
La polla de otro hombre… Eso sí era una revelación.
—¿Cómo estás, profesor? —preguntó Sam cuando llegaron a la autopista de Jersey—. Estás terriblemente callado.
—Neil… —dijo, sabiendo que sería suficiente.
Era sorprendente que a veces los nombres se convirtieran en explicaciones.
Thomas pensó en lo extraño que era el modo en que la atracción sexual lo había arrastrado tan lejos, para dejarlo caer como una piedra cuando ella había dejado clara su falta de interés. Todo parecía borrosamente irrelevante.
Siguieron en silencio un rato más. Al principio era el silencio de la mesa de la cocina después de una noche de pesadillas, un silencio deliberado. Sam sintonizó en la radio varias emisoras por satélite, pero lo dejó después de probar con media docena de géneros distintos, del bluegrass al death metal. Nada, parecía, podía superar el rugido de la autopista. El sonido de la naturaleza. Hasta que el sol se hinchó al oeste, proyectando sombras a ciento veinte kilómetros por hora sobre los carriles, el miedo, o lo que quiera que fuera que les había transmitido Mackenzie, no desapareció.
Mirando hacia delante, Sam metió lentamente el brazo entre los asientos.
—¿Quieres unos Fritos? —canturreó, una vez más sosteniendo la pequeña bolsa brillante entre ambos. Lo miró de soslayo, poniendo los ojos como platos.
Thomas soltó una risotada.
—Estás como una cabra, ¿lo sabías?
—¿Es ésa tu opinión profesional?
Y así, todo volvió a ser normal. Ensayaron la Discusión a la Neil una vez más, tratando de imaginar sus posibles motivaciones. Pero sólo lograron parafrasear sus conclusiones del día anterior: Gyges tenía algo que ver con el reconocimiento, Powski tenía algo que ver con el placer y/o el deseo, y Halasz tenía algo que ver con el libre albedrío. Neil estaba arrancando las ilusiones, tratando de dejar a la vista la marioneta de carne que había debajo de ellas.
—¿Qué hay de tu libro? —preguntó Sam al fin.
—¿Mi libro?
—A través del cerebro oscuro.
—¿Me has estado investigando, agente?
Ella ladeó la cabeza como una adolescente.
—Oh, bueno, es mi trabajo.
Thomas sonrió y miró por la ventanilla. Se había hecho de noche. Un tráiler se abalanzó sobre ellos y Thomas se sorprendió mirando al otro lado de las luces en movimiento que surgían de los faros manchados de grasa: las rugientes ruedas, altas como la puerta de su casa, los mecanismos de metal negro que crepitaban con cada rebote y desplazamiento de una carga imposible; el pavimento, que corría como un río morado bajo las luces traseras. Apartó la mirada, abrumado por una peculiar sensación de vulnerabilidad, como si se hubiera acercado demasiado a la barandilla de un balcón. Sólo tenía que extender la mano y tirarían de él, fuera del mundo, sumiéndolo en un torbellino hacia un lento olvido.
—No sé qué decir —respondió, rascándose una ceja—. El libro me dio el puesto fijo en la universidad, pero fue una de esas cosas que sólo parecen impresionar a la gente que ya te conoce. Tenía muchas esperanzas. Las reseñas fueron duras. Se descatalogó. Ahora es poco más que una broma transmitida de una generación de estudiantes a otra.
—La Biblia de Bible —dijo Sam.
Thomas se habría reído, pero había una nota de verdadero pesar en su tono.
—¿Qué quieres decir?
—Así lo llaman los estudiantes de Columbia.
—¿Has estado interrogando a la gente sobre mí?
Sam lo miró durante lo que pareció un tiempo peligrosamente largo, dado que iban a ciento veinte por hora. Una conspiración de luces procedentes del parabrisas y el salpicadero hicieron que pareciera sobrenaturalmente hermosa. Labios brillantes. Reflejos azules y amarillos en su mejilla y su cuello. De repente, los faros del camión refulgieron por el cristal trasero, borrando toda la incitante ternura de su aspecto. Por un instante, pareció más una estatua que una persona, con húmedos pedazos de mármol por ojos.
—Esto va en serio, profesor. ¿Lo entiendes?
—Estoy empezando a asimilarlo —respondió Thomas.
Volvió a mirar el pasillo flotante de luces de posición que tenían ante ellos. Pasó un rato en ese silencio hermético.
—¿Por qué ese interés repentino en mi libro? —preguntó Thomas.
Sam se encogió de hombros.
—Porque me parece curioso.
—¿Qué te parece curioso?
—Bueno, la Discusión es en realidad tuya, no de Neil.
Thomas soltó un bufido.
—Ya no.
—¿Por qué?
Thomas frunció el entrecejo y sonrió.
—Quizá algún día tengas hijos…
Sam se rio y negó con la cabeza.
—¿Qué pasa? —prosiguió—. Una mamá con pistola. Para un padre divorciado como yo, las cosas no son mucho más emocionantes que eso.
Ella sonrió satisfecha, pero siguió negando con la cabeza.
—¿Qué te ha parecido la pregunta de Mackenzie? —preguntó ella, tratando de manera evidente de cambiar de tema.
Thomas la estudió durante un momento travieso, irónico.
—¿Qué pregunta?
—Sobre la Discusión. Quiero decir, tiene razón, ¿no? ¿Por qué se molesta Neil en entablar esa Discusión si es imposible convencer a nadie?
—Sí…
—No pareces muy sorprendido.
Thomas se encogió de hombros.
—Es una pregunta perfectamente razonable.
—¿Y eso es un problema?
Thomas suspiró, decepcionado por su repentino regreso a la seriedad.
—Estamos ante algo que no somos capaces de entender, Sam. ¿Quién coño sabe qué pretende Neil? Trabajaba para la NSA, por el amor de Dios, un científico espía, que reprogramaba cerebros en nombre de la Seguridad Nacional. Eso es ya una locura… —Estaban adelantando a otro tráiler que llevaba la frase iluminada JESÚS SALVA a modo de decoración navideña. Se resistió a una extraña necesidad de quedarse mirando una vez más las rugientes ruedas—. Ahora se ha salido de nuestros mapas y está recorriendo un territorio que probablemente no somos capaces ni de imaginar.
—Como un explorador —dijo Sam, poniendo el intermitente.
Poco después decidieron parar en un Flying-J para repostar y cenar.
—Mi padre era camionero —explicó Sam cuando tomaron la salida de la autopista—. Además, soy adicta a los dónuts Krispy Kreme. —Una vez dentro del local, Sam sucumbió a la llamada de otra caja petitoria, esta vez para alguna desconocida organización medioambiental. Un famoso cuyo nombre Thomas no podía recordar los miraba desde los paneles de cartón y con la ranura para el dinero en la frente.
—Quería preguntarte —dijo mientras se encaminaban hacia una mesa—, ¿a qué viene toda esa caridad impulsiva?
Ella se encogió de hombros y pareció esforzarse por evitar su mirada.
—Cuando tienes un trabajo como el mío, los errores tienen consecuencias.
Algo en su tono le advirtió a Thomas que no siguiera con el tema.
Ambos se pasaron unos treinta minutos con sus móviles, Thomas con Mia y los niños, que parecían haberse recuperado completamente del caos de la mañana, y Sam con la agente Atta, que parecía muy contrariada porque Mackenzie se hubiera convertido en un callejón sin salida.
—He tratado de echarte la culpa a ti —dijo Sam con una mueca de la-cosa-no-ha-ido-muy-bien—. Pero la jefa no se lo cree.
Con los codos sobre la mesa color lima, Thomas se frotó las sienes.
—Pero ha sido culpa mía, ¿no?
Sam frunció el entrecejo.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, he dado por hecho que era culpa mía.
—¿Lo de Mackenzie? Por favor, si ese capullo fuera estúpido, diría que ha sido más bien culpa mía, no tuya. Pero el hecho es que es listo, terriblemente listo, como tú, y con gente como ésa o hay un riesgo inmenso o el resultado es predecible. Créeme.
Thomas bajó la mirada hacia la mesa y se puso a contar las migas. Sam tenía razón. El encuentro con Mackenzie había tenido un resultado inevitable, casi como si la entrevista hubiera respondido a un guión escrito. Estaba llegando a un compromiso con sus miedos, se dio cuenta, una «escritura negativa», como lo llamaban algunos terapeutas. Oyó que Sam suspiraba afectuosamente.
—No estamos muy contentos con nosotros mismos, ¿eh?
Thomas sonrió.
—No, gracias. No necesito Fritos, agente Logan.
Ella lo contempló con una impaciencia afable.
—Eres un buen hombre, profesor. Un buen hombre en un mundo que no tiene sentido.
A Thomas le ardían los ojos. Parpadeó y se esforzó por no levantar la mirada.
—Llámame Tom.
—De acuerdo —dijo ella, pero a regañadientes, como si esa idea la asustara.
Thomas se atrevió a mirarla a los ojos. La sinceridad de la sonrisa de Sam avergonzó a ambos, que se sumieron en el silencio.
Algo cambió después de eso. Sam empezó a llamarlo Tom, aunque de vez en cuando regresaba al «profesor». Pero había algo más: un aire de familiaridad, sin duda ambiguo, pero al mismo tiempo maravillosamente relajado. Su diálogo adoptó un tono entusiasta, exploratorio. En ocasiones parecía una carrera para decir: «¡Claro! ¡Exactamente!».
Sam no sólo tenía un pasado similar al de Tom —él lo había intuido y confirmado a esas alturas—, sino que compartía muchos de sus rasgos. Era escéptica por inclinación y optimista a fuerza de trabajo. Se culpaba a sí misma con más frecuencia que a los demás. Creía en el trabajo duro. Nunca había votado a los republicanos, y nunca lo haría, pero no soportaba a los demócratas.
A Thomas no le sorprendió. El hecho de que se sintiera atraído por ella no decía mucho: era una loba, a fin de cuentas, y él estaba en el episodio emocionalmente más confuso de su vida. Pero ella también se sentía atraída por él —ahora él estaba seguro de ello—, aunque ella era una investigadora del FBI y él un testigo relevante, o al menos eso suponía él. Ella se sentía atraída por él a pesar de sus circunstancias. El viejo dicho de que «los opuestos se atraen» es en buena medida falso. La inmensa mayoría de la gente tiende a enamorarse de una versión de sí mismo. La gente es como los campos gravitatorios: tarde o temprano todo acababa cayendo a la tierra del yo, sea a causa de alucinaciones o no.
Y ése era precisamente el problema. Se percató de que sólo se estaba medicando, utilizándola para suturar la herida que le habían infligido Neil y Nora. Estaba siendo un egoísta, un cabrón desconsiderado. La estaba utilizando para demostrar que todavía tenía lo que hay que tener, que sólo habían podido ponerle los cuernos por un golpe de suerte. Sam, por su parte, sólo estaba alejándose del camino trillado, paso a paso, con la esperanza de acabar hallándose demasiado lejos para volver a él.
Thomas se dio cuenta de que aquello no era una broma. Se estaba jugando su carrera profesional.
En todo caso, cuando aparcaron en el sendero de entrada de la casa de Thomas y ella se ofreció a ayudarle a recoger a los niños de casa de Mia, él se sorprendió respondiendo que sí. Arrastrado por un sexto sentido vecinal, Mia los recibió en la puerta. Sin aliento, Thomas le presentó formalmente a Sam.
—Hola —dijo él con una contención admirable mientras entraban en la cocina. Normalmente, Mia hablaba como si hiciera gorgoritos—. Un largo viaje, ¿eh?
—Sí.
—¿El profesor no ha parado de hablar? ¿Te ha llenado la cabeza de datos que dan miedo?
La sonrisa de Sam era asombrosa bajo la luz de la lámpara.
—Oh, sí…
Los niños estaban tendidos en el sofá con sus pijamas, bañados por una luz de dibujos animados. Thomas levantó a Frankie de entre los cojines y se lo dio a Sam. Aunque estaba maravillosa sosteniéndolo, Thomas se dio cuenta de que sus hijos eran sólo una carga más del trabajo de Sam. Ni una sola vez en el transcurso de sus conversaciones había dicho nada sobre la maternidad, y naturalmente tampoco sobre la maternidad postiza. No hablaban sobre tener hijos, y cuando lo hacía Thomas, siempre llevaba la conversación a otra cosa.
Aquello no iba a funcionar.
Pero después de llevar a los niños a casa de Tom y acostarlos, después de compartir muchas miradas de esto-es-demasiado-matrimonial, Sam le pidió una taza de café.
—Todavía falla mucho hasta Nueva York, —explicó.
Maldiciéndose y felicitándose al mismo tiempo, Thomas la dejó frotándose los pies en el sofá de la sala de estar. Llenó la tetera para calentar agua y le sorprendió el sonido de la televisión cuando abrió el grifo. Oyó el zumbido monocorde de la voz de un presentador comentando el Nasdaq. La voz desapareció y oyó cómo se reía Sam mientras él buscaba en el armario el descafeinado instantáneo.
—¿Qué es tan divertido? —gritó, sintiéndose de repente como si estuviera de nuevo con Nora. Sintiéndose repentinamente bien.
—Una peli en el canal porno —le llegó la voz de Sam— que se titula Armas de destrucción anal 14.
Thomas se rio. Encontró el café.
—¿Protagonizada por el agente Gerard?
—Eso sería Capullo con armas de destrucción masiva —dijo Sam con una seriedad fingida—. ¿Cuál es tu código?
Le gritó los números uno a uno mientras le preparaba el café. El corazón le latía a toda prisa, pensaba en su última y enigmática mirada. Era un cretino astuto, Thomas debía reconocérselo.
Sam estaba acurrucada en el sofá cuando él salió con los cafés, cambiando canales. En la mayoría aparecían penetraciones completas y diversas variaciones.
—Lo único que dan son fantasías sexuales —se quejó ella.
—Oh, una chica de la vieja escuela —dijo Thomas, sintiéndose agarrotado. Cualquier cosa servía, supuso, después de un día como ése—. ¿Sabías que el porno empezó en los años veinte con esas fantasías tan historiadas? Breves escenas a cambio de dinero y todo el rollo. Las llamaban «bucles».
Sam se rio con cierta ansiedad, como si aquello no pudiera estar sucediendo, y Thomas acurrucó los pies junto a ella.
—Cuando tenía catorce años mi novio y yo nos escondíamos para ver las películas porno de mi padre. Poca cosa comparada con éstas… van de esclavas de la polla. Míralo.
Thomas sonrió, el corazón le iba a la carrera. La escena destelló con un gráfico primer plano.
—¿No tenías Internet? —preguntó. Thomas se estremeció al pensar en todas las cookies guarras que su ordenador había acumulado cuando tenía catorce años.
—Éramos demasiado pobres —dijo ella, frunciendo la nariz al contemplar la pantalla. Puso los pies en el suelo y se inclinó hacia delante con el ceño fruncido por el escepticismo—. Eso parece tan sexy como rellenar un pavo.
—Sí, pero enseña las cucharas. Muy sexy.
—¿Las cucharas?
—Sí, donde el culo se junta con… —Tragó saliva y dijo—: Sería más fácil enseñártelo.
Sus rodillas se separaron un dedo.
—Enséñamelo —dijo, con voz susurrante, los ojos reluciendo con una mirada de oh-Dios-mío-lo-estoy-haciendo.
Thomas apartó la mesilla de café y se arrodilló delante de ella.
Un fóllame-fóllame-fóllame-fóllame a bajo volumen flotó en la sala de estar.
Le puso las manos en las rodillas. Ella suspiró. Abriéndole las piernas, introdujo lentamente las manos bajo su falda y le pasó los pulgares por las rodillas, por la piel desnuda, hasta el hueco del interior de sus muslos.
—Aquí —susurró, colocando los pulgares en las cavidades a ambos lados de sus bragas—. La parte más sexy de la anatomía femenina —dijo—. Las cucharas.
La expresión de Sam era ebria, juguetona y aterrorizada al mismo tiempo. Se retorció como si buscara los pulgares de Thomas.
Thomas deslizó los pulgares bajo sus bragas y lentamente se las bajó por las piernas.
«Esto no puede estar sucediendo». Miró de soslayo la pantalla de televisión. La escena había cambiado. Ahora, un hombre de inmensos músculos vestido de sacerdote estaba desabrochando la blusa de una viuda con velo. Bajo la gasa negra, la mujer frunció los labios morados con turbación sexual. Sus pechos parecían asombrosamente blancos contra la seda negra, sus pezones, de color rosa pubescente.
—¿Has hecho alguna vez farsas sexuales? —preguntó Thomas, con más ánimo de burla que esperanzas. Le ardía la cara.
—¿Sexo en grupo? —respondió Sam, uniéndose a él en la alfombra—. Cuando era niña, todos los niños a los que conocía eran fanáticos del porno.
Thomas se rio y la atrajo hacia sí, quizá con más fuerza de la que pretendía. Le abrió la blusa imitando al sacerdote.
Sam rio tanto como gimió durante los prolegómenos, y Thomas se sintió relajado. Ella era tan sincera en su humor como en su deseo, y parecía totalmente desinhibida.
Estaban allí para jugar.
Finalmente, el sacerdote levantó a la viuda hasta su escritorio, con las piernas abiertas, y Thomas penetró con fuerza a la agente Logan. Era como hundirse en luz húmeda. Era perfecta.
—Mmm, Dios —gimió Sam.
—Ahora, fólleme, padre —dijo entre jadeos la viuda bajo su velo negro—. Fólleme…
Thomas dudó. Todo su cuerpo temblaba.
—Hacía mucho tiempo… —dijo.
—¿Y esas animadas estudiantes? —murmuró Sam.
—No les gusta mi forma de control de natalidad.
—¿Cuál es esa forma?
—Los escrúpulos.
Le pasó un dedo reluciente por la mejilla, como si siguiera el rastro de una lágrima.
—Es el fin del mundo, profesor. Los escrúpulos ya no venden.
Se besaron por primera vez.
Después de que Thomas descubriera los pechos de Sam, la cámara se concentró en la viuda. Se frotó las perlas contra los pezones y se alzó el velo para lamerse las puntas de los dedos. Tenía los rasgos tensos de una puta y a la vez la suavidad de una adolescente. Hermosa, pero poco atractiva, como los niños objeto de abusos sexuales…
—Dios mío —susurró Thomas.
—¿Qué?
—Es ella… Joder, es increíble.
—¿Quién?
—Crema —respondió con una voz muerta—. Cynthia Powski.
Thomas se despertó sobresaltado, el corazón le latía a martillazos. Todavía era de noche. Sam estaba, esbelta y cálida, a su lado. Le dolía la oreja derecha. Su cojín era como el regazo de una vieja.
Buscó con los oídos, por los espacios oscuros de su casa, un sonido. No oyó más que el silencio de la madera.
Cerró los ojos y vio a Cynthia Powski con la lengua desbordante de semen.
Sintió un peso, como si tuviera a un niño sentado en el pecho.
Vergüenza.
Vergüenza por la debilidad. Vergüenza por las mentiras estúpidas. Vergüenza por follarse a una desconocida mientras sus hijos dormían.
Vergüenza por Cynthia Powski, por mirarla mientras él…
Con los dedos bloqueó las lágrimas de sus ojos.
Vergüenza por todos esos años. ¡Todos esos años!
Todos esos años jodiendo. Mientras lo jodían.
«Neil y Nora».
Por un momento, le pareció que no podía respirar.
Gimiendo, Thomas bajó las piernas por el lateral de la cama. Se quedó sentado un momento, frotándose lentamente el pecho.
Era psicólogo. Conocía la vergüenza. Sabía que era una de las llamadas «emociones sociales», que, a diferencia de la culpa, tenía que ver con el yo más que con los actos. La vergüenza era global, la culpa local. Esa era la razón por la que la vergüenza solía ser injustificada, una respuesta desproporcionada a lo que la había causado. La vergüenza siempre tenía causas, pero raramente razones. ¿A cuántos estudiantes esqueléticos y ansiosos de terapia les había dicho eso?
El conocimiento, ése era el corazón de la psicología humanista. La fe en que conocerse a uno mismo era trascendental. En que saber podía curar…
Quizá también eso fuera una trola.
Se puso de pie en la oscuridad. La piel se le erizó con el frío. Se encaminó hacia la puerta, se cogió al marco y se inclinó hacia fuera, como si estuviera en un balcón. El peso que sentía en su pecho no disminuía.
«Tengo plomo en el corazón», pensó inanemente. Como le ocurre a todo el mundo, pesaba más muerto que vivo.
La fuente de la vergüenza —la vergüenza real— era evidente. Era un cornudo. Se había hecho pocas ilusiones acerca de su matrimonio con Nora, pero la fidelidad era una de ellas. En sus quince años juntos nunca la había engañado, y había asumido simplemente que eso, que había sido motivo de orgullo tácito para él, había sido debidamente advertido y correspondido por ella. A diferencia de tantos hombres, él se merecía la fidelidad de su mujer. ¿No era así?
¿Qué había hecho?
La traición era algo curioso. En las pruebas, los sujetos consideraban mayoritariamente las amenazas relacionadas con la traición más peligrosas que las amenazas relacionadas con la casualidad, independientemente del grado de «riesgo objetivo». Esa era la razón por la que la gente le tenía más miedo a los psicópatas que a coger el coche para ir a la tienda de la esquina, aunque era mil veces más probable morir a causa de lo segundo. La traición golpeaba más que las estadísticas. Quizá porque sus pérdidas no podían medirse. Quizá porque la gente es totalmente idiota.
Pero Neil y Nora. ¿Por qué debería avergonzarse de la traición de otros? ¿Era la indignación de los justos? ¿Dónde estaba la ira que ennegrecía la mirada y apretaba gatillos? ¡Eran ellos los que debían sentirse avergonzados! ¿No?
«¿Cómo pudieron?», gritó a nadie. ¿Cómo pudieron, a menos que, de alguna manera, él lo mereciera? ¿Se trataba de eso?
Todavía colgando del marco de la puerta, lloró un rato. «¿Qué hice?». Después recobró la compostura, sin pensarlo, como lo hacen los supervivientes a un accidente de tren, y echó a andar por el pasillo.
Entumecido, se quedó mirando a sus hijos en la penumbra. Bartender, que ahora siempre dormía con Frankie, lo observó con sus ojos castaños de una sabiduría infinita. Su cola golpeaba el colchón.
Frankie había apartado las sábanas con las piernas y dormía, como de costumbre, con una mano metida en la parte delantera de los pantalones de su pijama. Ningún niño en el mundo era tan protector con sus pelotas. Ripley estaba a su lado, con las manos juntas, como si fuera a rezar. Parecía aterradoramente vieja con el pelo desgreñado sobre la mejilla y la almohada. Como su madre.
Sonriendo, Thomas cerró los ojos y el pensamiento —no la calidez— de sus hijos lo embargó.
Los oía respirar. Realmente, verdaderamente.
¿Podía haber algo más milagroso?
Nuevas lágrimas descendieron por sus mejillas. —¿A quién he traicionado? —susurró audiblemente. A nadie. A ellos no, los únicos que importaban. Había sido un idiota, sin duda. Pero nada más.
Llegas tarde.
Mientras espero, echo un vistazo a los libros que hay en tus estanterías. Freud y Nietzsche. Sedgewick e Irigaray. Me gusta que seas culta. ¿Habrá tiempo para el análisis?, me pregunto. ¿Seré algo más de lo que soy? ¿Un principio? ¿Una metáfora?
Estoy roto, mutilado… ¿o solamente soy sincero?
Encuentro una foto metida entre un libro de Updike y otro de DeLillo.
Eres tú. Lo sé porque estás en todas partes: en la tele, felizmente ignorante del agujero en tus bragas, en los estantes de revistas, un juguetón pulgar metido en el interior de la braga del bikini. En las vallas publicitarias, tu lengua lame tus dientes. Eres el centro de todas las miradas. La solución universal.
Blanca. Mujer. Delgada como un raíl.
Me escondo al oír el sonido de las llaves. Me encanta el tacto de tu alfombra entre los dedos de los pies. Esbozo la sonrisa de los niños ocultos en una emboscada.
¿Me abrumarás con conceptos? ¿Me declararás un síntoma o una enfermedad?
Veo cómo te desnudas desde la penumbra de tu armario. Me pregunto qué piensan tus teorías de tu tanga, de las cuchillas que llevas al último rincón de tu piel. ¿Qué harían ellas con tu maravillosa piel tersa, piel de veintiocho años que quiere regresar a los catorce?
Te rascas las nalgas con tus uñas con esmalte claro y maldices tu falda de lana. Aguanto la respiración cuando te vuelves hacia mi escondite y caminas con un candor inconsciente…
En el pasado me preguntaba por qué la gente era capaz de maltratar a sus animales de compañía. Ahora lo entiendo.
Los convierten en pequeñas personas.