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18 de agosto, 8:39

Debe de ser raro conocer a la gente como la conoces tú. Estaban saliendo por el sendero de la casa de Thomas y eran las primeras palabras de Sam. Había llegado en mitad del pandemónium de la mañana. Frankie estaba de mal humor, antojadizo, desagradable, y sus incesantes «¡No!» adquirían dimensiones shakesperianas. Uno podía pensar que le estaba gritando al mismo Dios. Thomas casi lo arrastró entre lágrimas hasta casa de Mia mientras Sam lo observaba, apoyada en su Mustang. «Sólo será un segundo», gritó Thomas mirándola con una expresión de disculpa exasperada. Ripley, por supuesto, estaba con su mejor humor angelical. Ella no era Frankie y quería asegurarse de que Sam se diera cuenta saludándola con un: «¡Oh, hola!» mientras su hermano gimoteaba. Mia sacó la cabeza por la puerta mosquitera, impávido ante el berrinche de Frankie. No disimuló su interés por Sam mientras los niños pasaban junto a él.

—Frankie tiene una mala mañana —dijo Thomas, aunque Mia todavía no lo había mirado—. Mala, mala. Creo que tendré que cortarte el césped o algo así.

—Soy yo el que tiene ganas de cortarte el césped —dijo Mia escudriñando a Sam como lo haría un camionero cachondo. Sonrió y saludó con la mano.

—Oh, creo que es de la acera de enfrente, ¿no crees?

Mia se rio.

—Todavía me emborracho de vez en cuando. Venga, ve a que te investiguen.

Thomas negó con la cabeza, sonriendo.

—Es toda una tía, ¿eh?

Frankie le estaba gritando a Ripley en algún lugar de la casa.

—No, no. Es una loba.

—Entonces, qué bien que yo sea un pollito, ¿no?

Mia lo ignoró y llamó a Sam.

—¡Será mejor que cojas la I-87!

Thomas se giró a tiempo para ver a Sam sonriendo y asintiendo dubitativamente en señal de agradecimiento.

Ahora, sentado en el asiento del copiloto, reflexionó sobre su pregunta tratando de ignorar lo atractiva que era Sam. La luz del sol corría sobre ella, despojada de su brillo por el parabrisas. Arrugadas a la altura de la cintura y la cadera, su falda y su chaqueta color carbón parecían cálidas al tacto. Ella parecía fresca y rejuvenecida, y su olor de tela tendida al sol le provocó a Thomas una cierta sensación de novedad.

—No estoy seguro de «conocer a la gente» —dijo, mirando por su ventanilla una casita de ladrillos. Una madre con un peto hacía gestos bruscos. Estaba regañando a una niña que lloraba y sostenía una flor con el tallo roto—. Ya no.

Y así, de repente, se sintió deprimido.

Había arrepentimiento en la sonrisa de Sam. Todos los caminos verbales llevaban a Neil. Tenía que saberlo.

—Bueno —dijo ella sin mucha convicción—, una cosa es conocer y otra «conocer».

Lo bueno de ser un psicólogo cognitivo era que podías eludir las preguntas que la gente normalmente te hacía en situaciones difíciles, especialmente todas las versiones de: «¿Cómo pude ser tan estúpido?». Thomas sabía exactamente cómo: era humano, y los humanos se manejaban especialmente mal cuando lo que estaba en juego eran las creencias relacionadas con la estima. La tendencia a creer afirmaciones halagadoras —que uno sabía todo lo que se podía saber, que uno era por lo general más inteligente que los demás, más moral, más talentoso, etcétera— era universal.

Thomas nunca había sospechado de Neil porque siempre había creído que iba un paso por delante de él. Todo el mundo creía que iba un paso por delante de los demás, y tendía a ponerse nervioso cuando las cosas parecían indicar lo contrario. Por mucho que quisiera a Neil, Thomas siempre había sentido por él ¡pena! Neil parecía desventurado con esa confianza en sí mismo fuera de lugar, su escasa concentración en su carrera, su incapacidad para crecer. Como todos los demás, Thomas se había convertido en una vara de medir andante y parlante de lo que era bueno y verdadero, y Neil, el pobre Neil, no daba la talla.

Qué puta broma.

Peekskill pasó al otro lado de sus ventanillas, un panorama tubular de alquitrán y hormigón, carteles publicitarios como matamoscas contra el cielo. Un salvaje impulso de gritar asaltó a Thomas. Aquello era una locura, arrojarse a un torbellino como aquél. No podía parpadear sin ver a Cynthia Powski, o incluso peor, a Peter Halasz y Bobbie Sawyer. ¿Qué podías hacer cuando el mundo se salía de quicio? ¿Qué hacía cualquier persona juiciosa? Te batías en retirada, te escondías allí donde estuvieras seguro —en casa—, con las escasas almas en las que sabías que podías confiar y que confiaban en ti.

¿Qué estaba él haciendo allí? ¿Persiguiendo unas faldas? ¿Era tan ridículo como eso?

¿Tan estúpido como eso?

—¿Hoooola? —estaba diciendo Sam—. ¿Profesor?

Thomas carraspeó y se pasó una mano por la cara. Estudió el perfil de Sam durante lo que pareció un largo e inmóvil latido de su corazón. Sus grandes ojos azules contemplaban la carretera, inexpresivos por la concentración. A la luz del sol, sus mechones de pelo brillaban como filamentos de fibra óptica sobre su nariz ligeramente chata.

Thomas respiró. Sam olía a cerezas.

—Lo siento, agente.

«Tendría que haberme quedado con los niños».

—Me temo que voy a tener que hacerte más preguntas —dijo Sam contemplando el soleado paisaje que tenían ante sí. La radio vía satélite estaba a bajo volumen. Una voz de programa de entretenimiento revoleteaba por encima del ruido del tráfico, alguien hablaba de la caída de la economía china.

—… los sistemas autorregulados exigen transparencia y flexibilidad.

—Es decir, democracia.

—Bueno… quizá antes de que las tecnologías de la informa…

Thomas contempló ociosamente la gasolinera Exxon-Mobil junto a la que pasaron, brillante y lustrosa como el juguete de un niño bajo una oscura multitud de coníferas. En lugar de responder, se puso a pensar en combustibles fósiles, dinosaurios, en arqueólogos vagando por el polvo del desierto de Gobi.

—¿Quieres unos Fritos? —preguntó Sam. Había sacado una pequeña y crujiente bolsa de su inmenso bolso y la sostenía como si Thomas fuera un niño de diez años enfurruñado.

Los Fritos de toda la vida.

—No, gracias —dijo Thomas.

—¿Estás seguro?

Thomas negó con la cabeza y soltó una risotada.

—¿Qué quieres saber, agente?

Sam dejó la bolsa a un lado y se encogió de hombros.

—Cosas de Neil, de Neil y más cosas de Neil, me temo. Lo que los loqueros llamáis «obsesión», los federales lo llamamos «pagar el alquiler». —Se interrumpió, como si se diera cuenta de que su tono de guasa no hacía más que empeorar las cosas—. Quiero conocer el mundo en el que vive —prosiguió más en serio—, quiero meterme en su cabeza.

—No será fácil —dijo Thomas. Después de un momento de duda, añadió—: Entiendes la Discusión, ¿verdad?

—Creo que sí —dijo Sam pensativamente—. Pero no entiendo cómo alguien podría… podría…

—Creer en ella.

Sam asintió.

—Según lo que me contaste ayer, Neil se ve a sí mismo como una especie de misionero resuelto a divulgar la Mala Nueva. Por eso estaba tan entusiasmada. Aunque los motivos sean muy importantes para los psicólogos, lo son todo para los investigadores. Sin un motivo, nada tiene sentido.

—¿Y?

—Anoche estaba pensando… Neil no puede ser un misionero, ¿no? Eso significaría que está en posesión de la verdad. ¿Y acaso vuestra Discusión no versa sobre el hecho de que la verdad no existe?

Thomas la contempló un momento, divertido, debatiéndose sobre la futilidad de lo que iba a decir. La gente estaba programada no sólo para ser subjetiva y cerrada, sino para pensar que era la gente más objetiva y abierta del mundo. Los humanos estaban diseñados para ser programados de manera fácil e irrevocable. Saberlo no servía de mucho. No importaba cuántos datos les mostraran, seguían criticando al otro tipo, la otra afirmación, el otro libro, lo que fuera, con la regularidad que cabría esperar de una máquina.

Quería pensar que Sam era distinta, tanto como quería pensar que él mismo era distinto.

—Como te he dicho, meterse en la cabeza de Neil no será fácil.

—Nunca lo es.

Thomas hizo una pausa para buscar las palabras adecuadas. La voz en sordina de la radio dijo:

—… y eso alimentó la crisis de reservas extranjeras.

—¿Recuerdas lo que te dije en el bar —empezó a decir, con tono reflexivo— sobre el cerebro y la evolución?

—¿Que debemos esperar que la conciencia sea un caos engañoso? ¿A causa de su juventud, verdad?

—Exactamente. La evolución es un proceso caótico y oportunista que requiere una eternidad para resolver sus fallos. Como adaptación relativamente reciente, cabría esperar que la experiencia consciente, o lo que sea que compartamos tú y yo en este momento, fuera algo relativamente burdo y de baja resolución. Y nos guste o no, eso es exactamente lo que está descubriendo la ciencia cognitiva.

Thomas se detuvo, revolviendo mentalmente el saco de trampas que utilizaba para hacer entender esto a sus estudiantes.

—Por ejemplo, dime qué parte de tu campo visual es en color.

Sam frunció el entrecejo y se encogió de hombros.

—Todo. ¿Por qué?

Thomas sacó unos de los bolígrafos que llevaba en el bolsillo de la americana.

—No mires —dijo—, sigue con la vista fija en la carretera y dime de qué color es mi boli. —Lo sostuvo en el límite de su campo visual, era un Bic hecho en la India.

Sam sonrió mirando concentradamente por el rabillo del ojo.

—Es difícil —dijo—, pero estoy casi segura de que es azul… Sí, es azul. Tiene que ser azul.

Thomas se lo dio. Era rojo brillante.

—En realidad, vivimos en un mundo básicamente en blanco y negro, con un estrecho anillo de color a nuestro alrededor. Nuestro cerebro llena el resto. —Se pasó varios minutos explicando cómo el descubrimiento de cosas como la ceguera por falta de atención, la ceguera al cambio, el enmascaramiento, la asincronía perceptual, las lagunas en los procesos, etcétera, habían echado por tierra milenios de especulaciones en apenas dos décadas—. Podrías dedicar una vida entera a catalogar todas las formas en que la conciencia se muestra estrecha de miras o directamente engañosa —dijo—. La diferencia entre la información ambiente que creemos asimilar y la información real a la que accedemos es asombrosa. Es una pena que la mayoría de los científicos cognitivos se refieran a la experiencia que estás teniendo ahora como Gran Ilusión, aunque suelen hablar de «sensorium».

Justo entonces un tráiler entró en la carretera a poca distancia por delante de ellos y Sam se vio obligada a dar un frenazo. El polvo cubrió el coche.

—Si es tan malo como lo pintas —dijo, obviamente irritada—, ¿por qué no lo parece?

—¿Cómo iba a ser de otro modo? Es el único marco de referencia que tienes.

Supo por su expresión que no estaba mirando la inmensa parte trasera del tráiler, sino mirando cómo la miraba. Thomas recordaba su reacción a estos hechos en la clase de psicología de primero. Siempre había sido un chico reflexivo, pero por primera vez se sorprendió observando su experiencia en lugar de las cosas que había en ella. Recordaba haber puesto a prueba su campo visual y tratado de comprender cómo se «agotaba» sin tener extremos visibles. De repente, todo parecía al mismo tiempo ficticio e imposible, como pintura manchando algo monstruoso. Y rápido, aterradoramente rápido. Los psicólogos llamaban a esos episodios «desrealización». La ironía es que utilizaron ese término para describir un trastorno cuando era todo lo preciso que cualquier experiencia consciente puede ser.

Aquello le había puesto los pelos de punta, tanto que juró no fumar porros durante tres meses.

—La consciencia es el usuario final —dijo Thomas—, y bastante malo. De toda la información que nuestros cerebros devoran cada segundo, sólo un pequeño pedazo llega a nuestra experiencia consciente, menos de una millonésima parte, según algunas estimaciones.

Sam, con la mirada todavía inexpresiva, negó con la cabeza.

—Pero no se siente así. Aquí estoy yo, en el mundo real, viendo todo lo que necesito ver, conduciendo para reunirme con Mackenzie, escuchando tus locuras…

—¿Alguna vez has oído hablar de la visión de los ciegos?

Le dedicó una rápida sonrisa que quería decir: «Sí-soy-idiota».

—Lo vi en una película de kung fu, creo. Gente ciega que puede ver, ¿verdad?

—Es un fenómeno real, sufrido por gente con daños en el córtex visual primario. Algunos pueden moverse por habitaciones a pesar de la completa ausencia de experiencia visual, o agacharse si les tiran cojines. Hay incluso casos de gente que puede hacer dibujos que no puede ver.

Thomas se refería a esos ejemplos con tanta frecuencia que habían llegado a parecerle lugares comunes. Pero de vez en cuando —como entonces— algo profundo en su interior se plantaba. ¿Cómo era posible dibujar algo que no puedes ver, o escribir algo que no puedes leer? La disciplina estaba llena de ejemplos como ésos: patologías singulares que contradecían nuestras asunciones más profundas sobre el yo y la experiencia.

—¿Estás diciendo que sus cerebros pueden ver aunque ellos no puedan? —Una nota lastimera se había introducido en su voz—. Del mismo modo en que el cerebro de Gyges reconocía la cara de Neil aunque Gyges no podía.

—Exactamente.

—Eso es demasiado raro.

—Hay también otras formas. Gente que da golpecitos con los pies aunque la música le resulta ininteligible. Gente que hace muecas de agonía aunque no siente dolor.

Thomas miró por la ventanilla y vio que unos niños desaparecían tras el muro de los árboles que convertían la carretera en una especie de cañón. Estiró el cuello para mirar entre los troncos, pero la pista —o lo que quiera que siguieran— se desvaneció demasiado rápidamente.

—En el cerebro no hay un lugar en el que esté la conciencia —prosiguió—, pero la información a la que puede acceder está muy localizada. A los norteamericanos nos resulta especialmente difícil asimilarlo porque nos han adoctrinado falazmente con que somos capaces de todo, pero si realmente prestas atención a las decisiones que tomas, incluso cosas como levantar el culo del sofá, ves claramente que la experiencia consciente es posterior al hecho. Quieres levantarte del sofá, de repente ya no estás en el sofá y te haces responsable de ello después del hecho. Así que buena parte de lo que hacemos, o en realidad todo, solamente aparece en la experiencia consciente, donde nos hacemos responsables de ello.

—No puede ser tan horrible —dijo Sam—. No puede ser. Quiero decir: pienso, luego existo, ¿no? Me siento estúpida diciéndolo, pero ¿no tiene que existir la verdad?

—Reconozco que, sin duda, así lo parece. Pero es una afirmación filosófica, y la investigación científica sugiere lo contrario. Algo como «eso piensa, luego yo fui» sería más preciso.

Sam pareció fruncir el entrecejo a cámara lenta.

—Volvemos al yo, ¿no es así?

Había una cierta irritación en su voz.

Avanzaron en silencio un rato.

—Piénsalo —prosiguió Thomas—. Todo en tu vida, todo lo que ves y tocas, y oyes y pruebas, todo lo que piensas, está en ese pequeño pedazo de masa blanda, esa pequeña cuña en tu cerebro llamada sistema tálamocortical. Para ti, la carretera es todo lo ancha que debe serlo una carretera rural, el cielo es todo lo ancho que puede ser. Pero en realidad tu conexión visual con esas cosas es más pequeña que la uña de tu meñique. Cuando te cojo de la mano, tu experiencia llega casi medio segundo después del hecho. Y todos los procesos neuronales que hacen posibles esas experiencias, estamos hablando de la maquinaria más complicada del universo, son completamente invisibles. Así es como estamos en el gran circuito que nos rodea: faltos de sincronización, engañados, frágiles como telas de araña, encerrados en una jaula programada. Impotentes. Tu experiencia expansiva, de gran alcance, no es más que una mota, un resplandor precipitándose entre un negro imposible. Estás conduciendo por un sueño, Sam, entre humo y espe…

De repente estaban frenando, acercándose al arcén. La gravilla crujió y salió disparada. La hierba alta del verano rozó el lateral del coche.

—Muy bien —dijo Sam mientras aparcaba el coche—. Eso ha sido ya demasiado raro.

—Has dicho que querías saber lo que piensa Neil.

—Puede que mi cerebro haya dicho eso —dijo, frunciendo el entrecejo—. No estoy segura de que en realidad yo quisiera decirlo.

Thomas se rio.

Sam se recostó en su asiento y se llevó una mano a la frente. La luz del sol refulgió en las uñas de sus dedos, pintadas en un tono claro.

—De modo que todo esto, la autopista, los árboles, mi corazón que late, ¿está sólo en mi cabeza?

—Me temo que así es.

—Pero… ¿no significa eso que mi cabeza está también en mi cabeza?

—Ajá.

Sam se quedó con la mirada perdida.

—Nada de esto tiene sentido.

—¿Por qué iba a tenerlo? ¿Por qué deberíamos experimentar la experiencia tal como es? Dada su complejidad y la juventud evolutiva de la conciencia, deberíamos esperar lo contrario. Como te he dicho, deberíamos esperar que la experiencia fuera profundamente engañosa. Por lo que respecta a la naturaleza, cualquier mierda sirve, siempre y cuando los comportamientos resultantes sean efectivos.

—Y por «mierda» te refieres a cosas como significado y finalidad y moralidad. Esa mierda.

Thomas arqueó las cejas en un gesto de dolor y sonrió.

—Bueno, eso sin duda explica por qué los humanos estamos congénitamente perplejos ante esas cosas. Piensa en ello. Miles de años estrujándonos los sesos para comprender nuestras almas, tanto la social como la personal, y estamos tan desconcertados como siempre. Exactamente lo que cabría esperar… Exactamente.

No podía creer que estuviera discutiendo de nuevo sobre eso tantos años después. El retorno del combate mano a mano. Incluso sentía esa aura de incertidumbre, ese hormigueo surgido de las profundidades que hicieron esos días tan emocionantes, tan jóvenes.

Y de alguna forma sabía que eso era exactamente lo que Neil quería.

Sam estaba negando con la cabeza, con los labios apretados formando una línea fría.

—¿Estás diciendo que la consciencia no existe?

Thomas se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Sin duda no como se comprende intuitivamente a sí misma.

El coche todavía estaba en marcha y emitía un ronroneo inaudible. Las voces de la radio habían dado paso a un inane anuncio de la radio pública. El intermitente hacía tictac como una bomba de dibujos animados.

—Todo es un sueño —dijo ella, más para sí misma que para Thomas—. Todo, desde las pirámides hasta Shakespeare y…

Thomas no supo qué decir.

Había algo auténticamente triste en la sonrisa de Sam.

—¿Y tú, profesor? ¿Eres real?

Los ojos de Sam lo miraron fijamente, húmedos y abiertos.

—Sólo si quieres que lo sea, Sam.

Otro de sus ceños fruncidos amistosamente, escépticos. Se dispuso a volver a la carretera. El tráiler se había convertido en un juguete en la distancia.

«No más mentiras», se prometió Thomas.

Siguieron en silencio un rato. Sam miraba fijamente por el parabrisas y Thomas se abrazaba los hombros.

—Así que Neil… —dijo Sam.

—Es distinto de cualquier otro a quien hayas perseguido jamás, Sam.

Su mirada era puro y-tú-me-lo-dices.

—Eso es lo que querías decirme en el restaurante, ¿verdad? Cuando me dijiste que Neil piensa en sí mismo más como un cerebro que como una persona.

—Creo que sí. No lo había pensado hasta ahora.

—¿Así que estamos hablando de un hombre sin motivos? ¿Es eso?

—No. Motivos, objetivos, razones… Eso son sólo formas de darnos sentido a nosotros mismos y dárselo a los demás. Aunque sean engañosos, funcionan, lo que significa que también él debe tenerlos, probablemente. La diferencia es que él ya no piensa en esos términos.

—Entonces, ¿cómo piensa?

—Creo que se ve a sí mismo… haciendo cosas. Está experimentando una despersonalización extrema.

—Despersonalización —repitió ella—. Lo dices como si fuera una enfermedad, pero no lo es, ¿verdad? Es más bien algo así como… una revelación o algo parecido.

—Supongo que sí.

—¿Y? ¿Deberíamos pensar en él como una máquina que ejecuta un programa aberrante?

—Quizá.

—Ayúdame, Tom. Cada vez que pienso que ya tengo una pista para enfrentarme a ese hijo de puta loco, tú te cierras en banda.

Sam estaba siendo demasiado insistente, estaba tratando de descubrir cómo avanzar con unos hechos paralizantes.

—Me has preguntado cómo es el mundo de Neil. Estoy tratando de decirte que ha cruzado la línea, que cree que ha visto su camino entre las ilusiones de la conciencia. Como yo estoy tan atrapado en la Mentira como tú, lo único que puedo hacer es especular sobre lo que Neil no es.

Sam frunció el entrecejo, sus ojos estaban fijos en la carretera.

—Venga, profesor. La especulación sólo se convierte en un problema cuando la confundes con un hecho. Tú deberías saber eso mejor que nadie.

Thomas exhaló y se apretó el puente de la nariz.

—Piensa en estos términos. Para él, esto es probablemente como una de esas películas en que todo el mundo está atrapado en una mansión con paredes huecas y él tiene completa libertad de movimientos, aunque nosotros pensemos que todas las puertas están cerradas con llave…

—¿Estás diciendo que deberíamos hacerle salir?

—No —respondió—. Lo que digo es que él nos ve a todos como engañados de manera innata por una consciencia que es al mismo tiempo turbia, embustera y diseñada para ser así. Nos ve paralizados por nuestra herencia evolutiva, nuestra confianza en yoes, reglas y finalidades. Cree que estamos librando la guerra desde un mundo de sueños.

Disneylandia.

Pensar en ello lo llenaba de un pesar vago, como esa punzada de hombría insuficiente que se siente al encajar una mano con más duricias que la tuya.

—¿De modo que nos está subestimando? ¿Crees que podríamos aprovecharnos de eso?

Thomas se frotó la cara y agitó una mano.

—No. Mira, agente, soy consciente de que tu trabajo te obliga a extraer algo práctico de todo lo que digo, pero estoy sobre todo pensando en voz alta. Limitémonos a hacer un poco de tormenta de ideas, ¿de acuerdo?

A juzgar por su expresión, Thomas esperó algún comentario airado, pero Sam pareció contenerse.

—Lo siento. Pero este caso…

—Es importante para ti, lo entiendo.

Ella frunció los labios.

—Iba a decir que es distinto de todos los casos en los que he trabajado antes. Nunca había estado tan… asustada. Tu amiguito sabe cómo poner la carne de gallina.

Thomas se rascó la cabeza.

—Probablemente eso es lo que pretenda. Es una obviedad decir que la mayoría de los psicópatas tienen su propia lógica, algo que les motiva, algo que podemos tratar de desentrañar.

Observó cómo el paisaje pasaba al otro lado de su reflejo en la ventanilla. Se pasó un momento imaginándose a Neil «motivándose» con Nora en su cama.

—¿Y en el caso de Neil? —preguntó Sam Thomas la miró de soslayo.

—Lo que está matando es la razón misma.

Como psicólogo, Thomas conocía bien los acuerdos tácitos que gobernaban casi todo lo que sucedía entre las personas. En cierto momento, ambos dejaron de hablar de Neil. Las razones de Thomas eran evidentes: ¿quién quería hablar de que tu mejor amigo se tira a tu mujer? Pero para Sam, Neil era la única razón por la que hablar: la razón por la que ella recibiría un cheque al final de la semana. Y sin embargo, ahí estaban intercambiando bromas y anécdotas de infancia, hablando de todo excepto de Neil.

Ella le habló de un caso particularmente inquietante en el que había trabajado hacía unos años, en Atlanta: un asesino en serie que arrojaba a sus víctimas —sobre todo prostitutas y adictas al cristal— por toda la zona centro sur de Georgia. A algunas les faltaba la cabeza, a otras los brazos o las piernas o incluso los genitales. Ella había sido clave para desentrañar el caso, pero sólo porque lo había puesto en relación con otra investigación de carácter local, la de la desaparición de perros en Conyers. Resultó que su sospechoso había estado creando sus propias criaturas mitológicas en un imaginativo pero delirante intento de crear el Anticristo. Y a pesar de que Sam necesitó pastillas para dormir y varios meses de terapia, la fuente de su persistente ira no se debió tanto a lo que ella y su compañero descubrieron en el caso de las prostitutas, sino a los perros desaparecidos, que dominaron en los medios de comunicación locales durante la investigación.

—¿Puedes explicarme eso, profesor? ¿Eh? —preguntó, tratando de sonreír ante un hecho odioso—. ¿Por qué los animales merecen más atención mediática que las mujeres mutiladas?

—Es un reflejo más —respondió, sabiendo perfectamente lo poco convincente que podía llegar a ser—. Los animales de compañía acaban siendo como nuestros hijos porque nuestro cerebro utiliza los mismos sistemas de deducción para comprenderlos. Si piensas en ello en estos términos, hijos desaparecidos frente a drogadictas desaparecidas, tiene más sentido.

—Por supuesto —respondió ella, con un tono frío y cuidadoso. Se pasó los dedos por la comisura de los ojos y maldijo entre dientes. Deseaba ser más fuerte, advirtió Thomas, como casi todos en el mundo desarrollado. Algunos papeles sociales exigían mucho más que otros, y Thomas imaginaba pocos más exigentes que pertenecer al FBI. La única diferencia entre ella y un soldado, supuso, era que ella defendía la decencia en lugar de la geografía, defendía a inocentes en lugar de objetivos cínicos.

Lo tranquilizó, sin embargo, verla desde esa perspectiva más general. Había visto cosas, había sobrevivido a cosas, más de las necesarias para gozar de su respeto y su admiración. Pero en lo que decía había una sinceridad emocional, casi un aire de confesión, que lo convertía en algo más que una ordinaria anécdota a-esto-es-a-lo-que-me-dedico. Hizo que una parte de él se preguntara si en realidad él le «gustaba».

Desde que Nora y él se habían separado, sólo había salido con un par de mujeres, ambas profesoras en otros departamentos de la facultad, ambas previsiblemente intelectuales —lo justo para impedir que se produjera la menor comunicación real—, y ambas citas se consumaron y terminaron al mismo tiempo con un acceso de sexo rápido y frío. Fueron suficiente para que se diera cuenta de que no era un mujeriego, aunque se diría que en la universidad había follado lo suyo.

A causa de Neil, por supuesto. La idea golpeó a Thomas: Neil había participado de alguna forma en todos aquellos polvos. Metafóricamente y no.

Incluso se convirtió en una especie de broma: Neil le preguntaba a Thomas si le gustaría otro «polvo patrocinado por Neil». Este coleccionaba viejas novias del mismo modo en que otros guardan cosas para reciclar. Si todo el mundo hablaba de «enrollarse», Neil decía «conectarla», insistiendo en que el sexo era el único circuito que importaba. Según Neil, los hombres eran balas disparadas de coños a coños. «¡Ha llegado el momento de que conozcas a tu creador!», gritaba en el bar empujando a Thomas hacia alguna nueva presa. ¿Cómo no iba a ser Thomas un ávido cómplice? Inseguro. Borracho de testosterona. Hasta de vez en cuando se felicitaba por «retener» el lujoso surtido de Neil.

Una de sus amigas, Marilyn Kogawa, los reprendía duramente por sus costumbres y actitudes sexuales. Aunque se trataba de «ellos», Thomas siempre comprendió que el verdadero objetivo era Neil, que Marilyn diluía entre ambos la culpa para evitar que su ataque pareciera demasiado personal. Neil también se había acostado con ella, varias veces, y jugaba en los márgenes emocionales de esa frase maravillosamente ambigua: «amiga con derecho a roce».

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Thomas en una ocasión (probablemente porque a él también había empezado a gustarle. Marilyn resultaría ser otro «polvo patrocinado por Neil»)—. ¿No ves que te quiere?

—Yo no he hecho las reglas —respondió—. Yo sólo juego. —Al parecer lo de «amigos con derecho a roce» había sido idea de Marilyn.

—Pero le estás haciendo daño.

Neil le guiñó un ojo.

—Bueno, pues no se queja mucho.

En ese momento, Thomas había atribuido esa insensibilidad a lo que llamaba la «rara inconsciencia de Neil». Pero ahora se daba cuenta de que aquello era lo que Neil había hecho siempre en todos los aspectos de su vida: utilizar las reglas en beneficio propio. Cosas como la vergüenza, el dolor o el miedo a la confrontación eran simples herramientas para él. Si podías sorprenderlo en una violación técnica se disculpaba rápidamente de un modo que te hacía sentir un intransigente por señalárselo. Pero era completamente sordo a cualquier cosa que apelara al espíritu del juego. Si los amigos o los amantes se sentían dolidos, debían achacarlo a las putas reglas.

Cuanto más pensaba en ello Thomas, más se daba cuenta de que probablemente Sam estuviera en lo cierto. Neil era ya entonces un psicópata funcional.

Y ahora, ni siquiera las reglas importaban.

Sam y Thomas se sumieron en el silencio al llegar a las afueras de Washington, más que nada porque ya estaban cansados de hablar. Thomas imaginaba que Sam, como él, estaba ocupada, penetrando en las ironías de la clase baja de la capital de la nación. Se dio cuenta de que no sabía nada de sus ideas políticas, pero decidió que no le importaban. Todo eso parecía ya solo un reflejo estéril. Recordaba haber leído en alguna parte que Martin Luther King Jr. fue el último ciudadano de verdad que visitó Washington, que desde entonces no había habido más que turistas y hombres de negocios. Thomas imaginó que él no era una excepción.

El bar en el que debían encontrarse con el doctor Mackenzie estaba junto a la calle K, no lejos de la Universidad de Georgetown, en un barrio que los urbanistas habrían calificado «de densidad media, residencial y comercial». Thomas olía el río Potomac royendo el metal y el granito cuando bajó a la acera.

Sam le puso rápidamente en antecedentes de camino al bar. Thomas se dio cuenta de que estaba enfadada consigo misma por no haberlo hecho antes. Percibió ese cambio general en su actitud hacia él, como si estuviera recordando alguna promesa que se hubiera hecho a sí misma. De repente, era expeditiva y profesional, acaso un poco irritada. Sin embargo, se tomó la molestia de responder a la mano extendida de un pedigüeño, uno de esos vagabundos salidos de las películas viejas, con bigotes manchados y ropa cubierta de mugre. Una vez más, Thomas esperó en un culpable segundo plano mientras ella buscaba en su monedero. Acabó dándole al hombre un billete de cinco que sostuvo por una esquina como si le estuviera dando de comer a algo con dientes muy afilados.

El doctor Mackenzie, explicó con intensidad mnemotécnica, tenía sesenta y ocho años, era empleado de la NSA desde hacía dieciséis años y se había quedado viudo hacía ocho. Tenía la reputación de ser brillante, pero, aunque pareciera raro, no había publicado nada. Sam miró a Thomas detenidamente mientras subían los escalones para asegurarse, supuso él, de que había comprendido la trascendencia de este último hecho.

—Recuerda —dijo ella—, intenta leer entre líneas.

Thomas sonrió a pesar del nudo que tenía en la garganta. ¿Por qué de repente estaba preocupado? Casi se sentía como una de las amantes abandonadas de Neil a punto de conocer a su primera exmujer. Neil, se percató Thomas, probablemente hubiera traicionado a Mackenzie tan profundamente como lo había traicionado a él.

Thomas reconoció al hombre en el mismo momento en que entraron en el establecimiento, alargado como un pub. El lugar tenía una pintoresca ambientación de salón de té que no sólo no desmentía su nombre, El Fanfarrón, sino que delataba el paso de la típica muchedumbre de bar: paneles de cristal resquebrajados, iniciales grabadas que deterioraban una decoración ya deteriorada, el olor de alcohol derramado y —por raro que pareciera— humo de cigarro. Hablando en términos teóricos, habría dicho que sus signos de identidad contradecían las huellas de la conducta de sus clientes. En términos normales, habría dicho que parecía un lugar en el que los elevados y poderosos se comportaban como bajos y sucios.

Mackenzie estaba sentado en un taburete de respaldo alto, a su derecha, y estaba manipulando su ordenador de bolsillo. Parecía un diminuto abuelete calvo, alguien que vestiría un mono en lugar del impecable atuendo de un personaje influyente de la calle K, un Armani negro de raya diplomática, con un corte de chaqueta que recordaba a las de 1940. Cuando les vio, su cara prácticamente explotó de afable buen humor.

—¡Hola, hola! —gritó—. Estaba empezando a pensar que me había equivocado de hora.

Parecía una divorciada muy feliz.

Después de las obligatorias presentaciones, Sam se deslizó junto a la pared y Thomas se sentó junto a ella. Sam puso las yemas de los dedos en el sobre de papel manila que había dejado ante ella. A Thomas le pareció pintoresco, como algo salido de las innumerables películas policíacas que había visto de niño.

«Soy parte de una investigación… ¡El FBI, por el amor de Dios!».

—Eres —dijo Mackenzie inclinando la cabeza en dirección a Sam— una mujer preciosa.

Normalmente, una afirmación como ésa habría parecido sexista, pero por alguna razón su edad y su vena festiva lo disculparon. Era como si tuviera una licencia de viejo verde o algo parecido.

En lugar de sonrojarse, Sam sonrió y bajó la mirada. Con una expresión afable, Mackenzie sacó un paquete de Winston del bolsillo interior de su chaqueta. El encendedor pareció surgir de la nada.

—Un feo vicio que nunca he logrado dejar —explicó en mitad de una nube de humo—. Por suerte para mí, en este lugar hacen la vista gorda.

—Un refugio para fumadores —dijo Thomas sintiéndose, a pesar de todas sus aflicciones anteriores, totalmente desarmado. Mackenzie, se percató, era un tipo clásico, alguien que utilizaba su encanto y su travieso buen humor para pisotear las cortesías sociales más rigurosas.

—Te aseguro que, por cada prohibición —dijo el viejo—, hay mil personas dispuestas a mirar hacia otro lado.

Sam alzó las cejas y frunció sus labios de mujer objeto.

—Yo soy una representante de la ley, doctor Mackenzie.

—Claro —respondió el viejo pícaro—. Pero usted me necesita más a mí que yo a usted, agente Logan. —Miró a Thomas y le guiñó un ojo—. El curso de teoría de juegos —dijo—. Ataca o te atacarán.

Sam se alejó de las volutas de humo azul, claramente irritada. Sonriendo, Thomas se recordó que no debía dejarse engatusar por el viejo seductor. Visto cómo se ganaba la vida ese hombre —pirateando cerebros— no podía haber dudas de que él, como Neil, era un sociópata. Sin el sistema de circuitos para las ansiedades sociales que atormentaba a todos los demás, no le costaba ningún esfuerzo hacer que la gente se sintiera cómoda. Una vieja colega de Thomas se había pasado la mayor parte de su carrera estudiando la psicopatía. El mayor reto, había dicho en más de una ocasión, era inmunizar a los investigadores contra sus encantos.

Sam atacó.

—¿En qué consiste exactamente su trabajo, doctor Mackenzie?

—Me temo que es un asunto clasificado.

La respuesta esperable. Sam prosiguió sin perder comba.

—Aquí dice que usted era subordinado del doctor Cassidy, su mano derecha, en realidad. ¿Es cierto?

Una mirada de disculpa, sensiblera gracias a la agilidad de su cara.

—Me temo que eso también es clasificado.

Thomas frunció el entrecejo y se preguntó cómo podía ser clasificado y estar al mismo tiempo en el dossier del FBI que tenía Sam. Iba a decirlo, pero le frenó un pequeño destello de intuición.

—Dígame, doctor. ¿Le habló alguna vez Neil de la Discusión?

Los ojos brillantes del abuelete se desplomaron sobre la mesa. Por un momento pareció un híbrido entre un Buda sonriente y un irlandés borracho.

—Ah, eso.

Thomas sintió que Sam se ponía tensa.

—Así que le habló de eso —dijo ella.

—Alguna vez.

—¿Le importaría contarme qué sucedió esas veces? —insistió ella.

—Me temo que es clasificado.

Thomas frunció el entrecejo.

—¿Incluso ahora?

Mackenzie alzó sus pequeñas manos como si se rindiera. Su sonrisa era contagiosa. Sus ojos irradiaban alegría.

—Bueno, debería serlo.

—¿Por qué, doctor Mackenzie?

—Porque es verdad y porque pone los pelos de punta. ¿Para qué cree que son los secretos, profesor Bible?

—A juzgar por mi experiencia —dijo Thomas— la verdad raramente es tan peligrosa como la gente cree.

—Ah —dijo Mackenzie con una sonrisa satisfecha—, así que es un psicólogo cognitivo. —Mirando el entrecejo fruncido de Sam, explicó—: El profesor Bible no cree que la Discusión sea peligrosa porque no cree que la mayor parte de la humanidad sea capaz de creer en ella.

—Tiene razón —dijo Thomas en respuesta a la mirada interrogativa de Sam—. Pero no por las razones que cree. No es porque la gente sea estúpida…

—Bueno —le interrumpió Mackenzie—, al menos no toda…

Thomas hizo una mueca y sonrió.

—Es sólo que tenemos demasiados prejuicios. Nos gusta que las cosas sean sencillas. No tenemos estómago para la incertidumbre, piensa sólo en el modo en que la gente lanza juicios tajantes en la tele. Somos adictos al elogio. Buscamos las pruebas que confirmen nuestras creencias e ignoramos selectivamente las pruebas inquietantes…

—Racionalizamos —le interrumpió Mackenzie de nuevo, como si quisiera simplificar las cosas para el pobre cerebro femenino de Sam—. ¿Por qué cree que la ciencia fue tan difícil de aceptar por nuestros antepasados? Porque ponía patas arriba la psicología humana, ¿no es así, profesor Bible?

El alma, quiso responderle Thomas. Ponía el alma patas arriba. Pero en lugar de eso siguió como si Mackenzie no hubiera hablado, un pequeño castigo por haber hablado sin tener la palabra.

—Lo hacemos constantemente, todos. Pero lo más importante, con diferencia, es que confundimos el acuerdo con la fortaleza argumentativa, o lo que es peor, con la inteligencia. Como sólo podemos juzgar las cosas en relación con nuestros juicios anteriores, convertimos lo que ya creemos en la vara de medir lo que está bien o lo que está mal.

Mackenzie se rio alegremente.

—Eso sin duda explica la situación política actual, ¿no cree, agente?

Obviamente el presidente del momento era del Partido Demócrata.

La cara de Sam se quebró en una sonrisa invertida.

—No estoy segura de…

—Oh, claro —le interrumpió Mackenzie volviéndose hacia Thomas—. Le encantaría saber en qué estamos trabajando, ¿verdad? ¿Un psicólogo cognitivo? Nos hemos visto obligados a abandonar todas las folclóricas asunciones psicológicas. ¡Los viejos eliminativistas tenían razón! Ninguna de las categorías tradicionales era adecuada, ¡las cosas son mucho más raras de lo que se podría imaginar! Por ejemplo, el lenguaje, ¡ajá! No experimentamos más que humo, ¡sólo humo!

El doctor Mackenzie, se percató Thomas, tenía verdadera pasión por su trabajo. Simplemente había supuesto que Thomas sentía lo mismo. Ese resultaba ser otro habitual prejuicio humano, a veces llamado «falacia del consenso».

—Hemos aislado completamente el módulo de racionalización en el hemisferio izquierdo.

—¿El módulo de racionalización? —repitió Sam.

—Si anulas el circuito de la prudencia —prosiguió Mackenzie—, no te creerías las confabulaciones que se generan. Mentiras, mentiras, un sinnúmero de mentiras, cada una de ellas completamente ciertas para el sujeto. ¡Es como si cada uno de nosotros tuviera incrustado a un psicópata mentiroso en la cabeza! ¿Puede imaginarlo? La racionalización evolutiva es sencilla: el éxito reproductivo está ligado al estatus social, que está ligado a la competición verbal, etcétera, etcétera. —Con estas últimas palabras, ladeó la cabeza a uno y otro lado.

—¿Así que Ramachandran estaba equivocado? —preguntó Thomas.

—¿Ramachandran? —exclamó Mackenzie—. ¿Equivocado? Por favor, es como decir que la antigua medicina griega estaba equivocada. No importa si estaba «equivocado», al menos en este momento. Hemos dejado eso ya muy atrás…

Se detuvo de repente, y sus ojos abiertos de par en par por el entusiasmo se estrecharon para convertirse en algo sagaz y taimado al mismo tiempo. Más que reírse, sonrió para sí.

—Usted es digna de elogio —le dijo a Sam meneando un dedo—. Traer a otro académico… Sabía que yo me abriría más si podíamos hablar de trabajo, ¿verdad? Me temo que los empollones somos predeciblemente vanidosos, ¿no es así?

Apagó su cigarrillo con el pulgar.

Sam sonrió y negó con la cabeza. Pareció esforzarse por evitar la mirada de Thomas.

«Por supuesto», pensó Thomas. ¿Para qué, si no, lo había llevado? ¿Por su legendario poder de observación?

Sabía que el resentimiento que sentía era más una consecuencia de los dos últimos días que de cualquier otra cosa. ¿No le había dicho que leyera entre líneas? Y lo que era más importante, ¿no tenía ella la obligación de utilizar todos los medios al alcance de su mano para impedir que sucedieran más casos como los de Cynthia Powski o Peter Halasz? Mimar a Thomas no debía estar en los primeros puestos de su lista de prioridades por la simple razón de que no podía estar allí.

—Dígame —le preguntó Sam con una voz rara—, ¿alguna vez intervino a Neil, profesor Mackenzie? —Era una pregunta que sólo pareció obvia una vez que la hubo formulado. Algo tenía que explicar el giro de Neil hacia lo impensable.

Las cosas se movían demasiado deprisa.

—Nunca —dijo Mackenzie—. ¿Por qué lo pregunta?

Thomas se lo quedó mirando.

—Esa es la respuesta que tiene que dar, ¿eh?

—Por favor… Usted y yo sabemos cómo funciona esto.

—Cojamos un atajo, pues —dijo Thomas. Sabía que estaba hablando movido por la ira, que tenía que cerrar la boca, pero las palabras le ganaron la mano a su sentido común—. ¿Qué es lo que puede decirnos, doctor Mackenzie?

Mackenzie se recostó en su silla. Su mirada evaluadora resultaba sorprendente por su repentina seriedad. Extendió el brazo y sacó otro cigarrillo. Para el camino de vuelta, quizá.

—¿Sabe qué? —dijo entrecerrando los ojos mientras lo encendía—. Ahora que lo pienso, muy poco.

—Déjeme adivinarlo —dijo Sam—. Todo es clasificado.

Un acceso de risa contagiosa entre nubes de humo fue la respuesta.

—No todo, agente Logan, no todo.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Bueno, agente, aquí está el problema. Neil Cassidy me cae realmente bien. Es el hombre más brillante que he conocido. —Sus ojos se redondearon a causa de su sorpresa por la disculpa, como si se acabara de topar con un hecho desconcertante—. Y he decidido que usted no me cae tan bien…

—Pero ¿no se siente traicionado? —le espetó Thomas. ¿Por qué las cosas se habían torcido tan rápidamente?

—Exactamente —añadió Sam—. Si algo de esto se sabe, usted podría quedarse sin carrera o algo peor.

—Quizá eso no fuera tan malo —respondió Mackenzie de inmediato—. Pero creo que tanto ustedes como yo sabemos que las posibilidades son escasas.

Thomas miró a Sam. No sabía cómo interpretar ese último comentario. ¿Quién estaba hablando de trabajo con quién? Pero ella solamente miraba al hombre, como si sopesara una terrible decisión.

Sin mediar aviso, el doctor Mackenzie se puso en pie, con el cigarrillo colgando de los labios. Guardó su cajetilla de Winston en la chaqueta del traje.

—Bueno, me voy —dijo, hablando como si acabaran de compartir un plato de fish and chips. Se volvió y se encaminó hacia la puerta.

Thomas estaba estupefacto.

—¡Mackenzie! —gritó. No prestó atención a las otras caras del bar, aunque estaba seguro de que todas se volvieron hacia él. Mackenzie se dio la vuelta, echó la cara hacia delante, con atención, a la espera de lo que dijera—. ¿Sabe —Thomas miró nerviosamente a los otros clientes— que personas, personas reales, pueden sufrir si usted se va de aquí?

Lento parpadeo. Sonrisa triste. Y una respuesta que evadía completamente su pregunta.

—Pregúntese a sí mismo, profesor, si está tan seguro de que las masas son incapaces de comprender la Discusión, entonces, ¿por qué nuestro amigo Neil la está llevando a cabo? Nunca me pareció alguien especialmente optimista.

El viejo se volvió para salir por la puerta, pero se detuvo y movió un dedo.

—Ah, profesor Bible…

—¿Sí?

—Debe saber que en realidad, a mi modo, le envidio.

—¿Y eso?

Los ojos traviesos miraron a Sam y volvieron a Thomas.

—Todo el mundo sabe que los psicólogos no son más que locos vueltos del revés. Todo ese glamour… Nosotros los neurocientíficos no somos más que técnicos.

Thomas supo que se trataba de otra mentira halagadora.

—¿Me envidia?

Otra calada a su cigarrillo, tan profunda que le iluminó con luz naranja las ojeras. El brillo se reflejó en sus iris.

—A mi manera.

Y se fue.