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17 de agosto, 19:01

Thomas sintió una llamarada de vergüenza cuando vio los vehículos congregados delante de su casa: dos patrulleros de Peekskill, un par de coches de incógnito y una furgoneta negra que probablemente pertenecía a los de la científica. Las sirenas salpicaban unas luces de colores como de cómic sobre el sendero blanco. Nubes de humo salido de los coches se alzaban hacia el cielo y se desvanecían en abanicos morados a medida que la noche iba ganando terreno. Habían llegado con el último suspiro de luz solar.

Shelley cruzó el césped y dejó el coche en el aparcamiento.

—Mire, profesor, todavía no se ha salido con la suya —dijo, mirándolo intensamente—. Diría que podemos acusarlo de obstrucción, de dar refugio a un fugitivo e incluso de complicidad después del delito. Es demasiado listo para creer que vamos a empapelarlo, pero también es demasiado listo para no saber cómo funcionan estas cosas. Todo puede suceder.

—No se moleste con…

—Escúcheme bien —lo interrumpió Atta—. Se ha hecho responsable de su estupidez, lo cual no es frecuente en estos casos. He tratado con tantos gilipollas que a veces me siento más una niñera que una agente especial. Usted no es gilipollas… Me doy cuenta.

—¿Así que me cree?

Thomas se había pasado la mayor parte del viaje proporcionándole una versión abreviada de lo que le había contado a Sam antes: la clase de Skeat en Princeton, la Discusión, y por supuesto Nora. Durante todo el tiempo Atta se había limitado a contemplar la carretera y a mirarlo de soslayo muy de vez en cuando para mostrarle que lo escuchaba. Por lo demás, Thomas tenía la sensación de estar exponiéndole las virtudes del agua a una piedra.

—Creo que la suya es la interpretación más lógica de esta locura que he oído. No me malinterprete. Creo que todo ese rollo sobre el Apocalipsis Semántico es pura mierda, por decirlo claramente. Pero la cuestión es si Cassidy se lo cree.

—Sería una buena psicóloga, agente Atta.

Atta llegó a sonreír.

—Los hombres tienden a asustarse en mi presencia —bromeó. Empujó la puerta abierta con el hombro al tiempo que decía—: Ahora veamos qué tal sería usted como investigador.

Había algo maternal y algo más que un poco de aire de superioridad en su manera de desenvolverse, pero Thomas decidió que le gustaba. Irradiaba estabilidad, algo que él necesitaba desesperadamente después de todo lo que había pasado. No importaba el hecho de que fuera a ayudar a las autoridades a saquear su casa… su hogar.

¿Podía parecerse más ese día a una pesadilla?

—¡Tommy! —oyó que alguien gritaba mientras cruzaba el césped. Mia. Thomas lo vio en un rincón del porche de su casa, apoyado en la barandilla. Ripley y Frankie estaban a su lado, aferrándose a él, Ripley ya suficientemente alta para imitar la postura de Mia, Frankie cogido a las barras de hierro forjado con una resignación de preso. Ambos parecían aterrorizados.

Ignorando el grito enfadado de la agente Atta, corrió hacia ellos esforzándose por parecer más avergonzado que aturdido. El hecho de que ninguno de los dos dijera nada le puso el corazón en un puño.

—¿Qué habéis cenado? —preguntó con poca convicción.

—¿Estás detenido? —preguntó Frankie con los ojos abiertos de par en par. Su cara parecía imposiblemente redonda bajo las luces intermitentes. E indefensa, completamente indefensa.

—No lleva esposas —dijo Ripley con su tono de hermana regañona, tan falso como el de Thomas—. Te he dicho que no llevaría esposas.

Como para confirmar el hecho, Thomas levantó las manos a la altura de la cara. Hizo lo que pudo para bromear y sonreír.

—¿Emocionante, eh? —dijo mirando atrás de reojo. Logró resistirse a una mirada de disculpa a Mia.

—Tienen pistolas —dijo Frankie.

—¿No van a disparar a Bart, verdad? —espetó Ripley.

—Ellos son los buenos —explicó Thomas. Sintió cómo se agitaba su instinto paternal, cómo bullía con la necesidad de proteger, engañar, tranquilizar. Un padre debía ser un baluarte, algo que repelía los peligros del mundo, y sin embargo ahí estaba, dando pábulo a las débiles disculpas de sus hijos—. Como en las películas…

—¿Y dónde están los malos? —preguntó Ripley.

—Lejos —dijo Thomas—. Papá sólo está ayudando a encontrarlos.

La voz de la agente Atta rompió la quietud del anochecer.

—¡Profesor!

Frankie dio un respingo.

—Mirad —dijo Thomas acariciándoles las mejillas con los pulgares—. No tardaré mucho. Esperadme un momento y estaré aquí enseguida. ¿De acuerdo?

Ambos estaban observando a la mujer entre sombras que había tras él.

—¿Por qué te grita, papá? —preguntó Frankie con una vocecita. Sus ojos tenían el aspecto de haber visto el primero de muchos hechos temibles. Su casa había sido abierta por la fuerza. ¿Había algo en aquel mundo tan grande que no pudiera ser destrozado?

En lugar de responder, miró a Mia.

—¿Te importa? Al menos hasta que… —Señaló, impotente, la conmoción que los rodeaba. Miró de soslayo a la agente Atta, que esperaba impacientemente junto a los arbustos que flanqueaban su porche.

—Por supuesto —dijo Mia guiñando un ojo—. Venga, niños. Vamos a ver si vuestra casa sale en las noticias. ¡Quizá os hagáis famosos!

En el momento en que entró, Thomas se sintió abrumado por un sentimiento de invasión. Había desconocidos dondequiera que mirara, desconocidos escudriñando los rincones de su casa. Dos policías uniformados estaban en su cocina, apoyados en la encimera. Parecían hablar despreocupadamente. Sam, Gerard y Dean Heaney estaban reunidos, expectantes, en la sala de estar. Tras ellos, dos mujeres con chaquetas del equipo científico parecían estar estudiando su alfombra.

—¿Y bien, Gerard? —preguntó Atta.

El agente miró a Thomas con gesto agrio.

—Todavía registrando —dijo a su agente especial en jefe—, pero aparte de porno infantil en el ordenador —dedicó a Thomas un guiño de desprecio— no creo que encontremos nada.

Thomas esbozó su mejor sonrisa de «vete a la mierda». Raramente pasaba un mes sin la noticia de que una figura política defensora de la moralidad era detenida por pornografía infantil. La semana anterior Thomas había encontrado un folleto en el buzón de su departamento que acusaba al gobierno de «introducir porno en ordenadores por motivos políticos».

—¿Por qué vino aquí Cassidy? —preguntó Sam, frunciendo el entrecejo—. Tenía que saber que apareceríamos tarde o temprano.

—Quizá sólo estuviera sociable —respondió Atta, estudiando todos los rincones de la sala de estar, mirándolo todo como un decorador de interiores enfadado—. Quizá no… —Se volvió hacia Thomas—. ¿Dice que anoche se durmió alrededor de las dos y media o más tarde?

Thomas se encogió de hombros.

—Creo que sí…

—De modo que tuvo a su disposición la casa durante cinco horas.

—Podría haber hecho cualquier cosa —dijo Gerard. «A usted o a sus hijos», añadió su expresión.

Thomas sintió que iba a desmayarse. Aquélla no era su casa. Aquella gente no estaba persiguiendo a su mejor amigo.

—Quiero que se dé un paseo por la casa, profesor —dijo Atta—, que mire si falta algo, o si algo no está en su lugar. No sabemos a qué está jugando Cassidy, pero parece que usted es un jugador importante. Gerard, Logan, echadle una mano. Aseguraos de que busca a conciencia.

—Tiene un buen basurero aquí —dijo Gerard al entrar en el estudio, la que fuera la habitación en la que hacía gimnasia Nora—. Aquí hay una copia de la orden judicial, por cierto. —Le apretó el documento contra el pecho.

Thomas se lo quedó mirando y trató de decidir si su hostilidad era real o la propia de la situación.

—No está firmada —dijo, mirando el documento.

—Nuestro conserje la firmará mañana.

Thomas miró a Sam, que se limitó a encogerse de hombros. «Tú te has metido solo en esto», decía su mirada.

Se dio cuenta de que estaba cogiendo el papel como si fuera el único objeto que lo podía sacar de aquello. Allí estaba, en su estudio, ayudando a unos desconocidos a poner su vida patas arriba. La habitación parecía más pequeña, el techo más sucio. En las esquinas colgaban telarañas como campanas. Una rara vergüenza lo inundó, no por los secretos expuestos, sino por el reconocimiento: su casa era solamente una entre millones, poco más que un cascarón disfrazado para dar la patética ilusión de individualidad.

«Sólo otro mono —habría dicho Neil— escondido en su madriguera».

—Aficionado al hockey, ¿eh? —dijo Gerard contemplando la vieja camiseta de los Bruins que había clavado con alfileres en la pared.

—¿Usted no?

—Demasiado canadiense.

—¿Qué pasa con los canadienses?

—Son norteamericanos que se creen mejores que los norteamericanos.

Thomas soltó una risotada.

—¿Y quién no? Los norteamericanos que se creen…

—He estado a punto de disparar a su perro —le interrumpió Gerard señalando a Bart, que estaba en el sofá cama. Thomas no estaba seguro de haber conocido jamás a alguien que rezumara tanto desprecio. Todo era simulado, por supuesto, la señal de alguien preocupado por las jerarquías de dominación. Una compensación freudiana clásica. Gerard comunicaba su poder con tanta frecuencia porque no estaba seguro de él.

—¿Por qué iba a disparar a mi perro? —preguntó.

—Demasiado simpático. Nunca me fío de nada demasiado simpático.

—¿Qué? ¿Se ha montado en su pierna o algo así?

Sólo Sam se rio.

—Es un perro grande, Gerard. Habrías tenido que llevar pañales durante semanas.

Thomas se dio cuenta de que la miraba para darle las gracias, después contempló con tristeza a su viejo y triste perro. Bart bostezó y después, como para demostrar que Sam tenía razón, se dio la vuelta y enseñó la barriga… y otras cosas.

Bart —dijo Thomas.

—Joder —dijo Gerard con una mirada evaluadora—. Ese perro merece una página web.

—Ignóralo —dijo Sam, negando con la cabeza—. ¿Ves algo, profesor? ¿Algo fuera de lugar?

—www —dijo Gerard riéndose— perrodotado.com —Le divertía su propio chiste.

—Ni siquiera sé qué estamos buscando —reconoció Thomas—. ¿Lo sabes tú?

—¿O qué tal —prosiguió Gerard— www.perroveinte.com? ¿Lo pillas, Logan? Veinte. Mira, ¡eso debe ser el equivalente perruno a veinte centímetros!

—¿Has estado fumando crack? —preguntó Sam, sin perder la sonrisa—. El equivalente perruno a veinte centímetros —le repitió a Thomas. Después, como si todos ellos estuvieran conectados a los mismos cables de tensión, se echaron a reír.

«Una locura», se sorprendió pensando. La vida cotidiana era una locura.

—¡Bart! —gritó Thomas—. ¡Estás distrayendo al agente especial!

Como si finalmente su risa lo avergonzara, Bart gimió y saltó del sofá. Salió de la habitación trotando.

Thomas se secó las lágrimas de los ojos.

—Es bueno reír un poco —dijo Sam a su lado—. Especialmente después de un día como hoy.

—Menudo animal —dijo Gerard, meneando la cabeza.

—Venga —gritó Sam, siguiendo a Bart por la puerta—, al menos simulemos estar buscando algo.

Thomas se quedó un momento más echando un último vistazo. Un raro vértigo rondaba la habitación, como la reacción posterior tras haber estado a punto de cometer un error en la autopista. Tenía un recuerdo etílico de Neil desapareciendo por la puerta. No su amigo Neil, sino el Neil que rondaba tras el encuadre de la última película porno de Cynthia Powski. Neil la sombra. Neil el cuchillo.

«Así que tuvo la casa para él…».

Thomas encontró a los agentes Logan y Gerard en su despacho. Sam estaba estudiando un póster gigante de la Tierra vista desde un satélite que había en la pared más lejana. Sam sonrió al verlo, entre espirales y masas terrestres continentales a alta resolución.

—¿Aficionado al espacio? —preguntó.

Thomas sintió de repente vergüenza por lo juvenil que parecía aquello.

—Cuando era niño —explicó—, lo puse más para tapar un papel de pared muy hortera que por otra cosa.

—Pero es una foto bonita —dijo Sam, como si comprendiera el milagro de las cosas como ésa.

—No hay tetas —dijo Gerard con voz campanuda al tiempo que se inclinaba para mirar detrás de una estantería de libros.

A pesar de sus risas anteriores, algo en su actitud despreocupada aguzó el resentimiento de Thomas. Entonces se dio cuenta: cuando perdías un rastro, seguías un patrón de búsqueda que era poco más que un intento sistemático de arrancar un poco de suerte tonta a un mundo indiferente. Para la mente humana poca era la diferencia entre buscar algo desconocido y no buscar nada.

Así que se estaban limitando a cumplir un ritual. Como él.

Se acercó a la mesa de roble que Nora y él se habían pasado un verano restaurando. Todo parecía estar donde lo había dejado. Un montón de borradores para el curso. Notas adhesivas con recordatorios sin significado. Encendió la luz del escritorio, una lámpara de cristal verde que Neil le había regalado en Navidad hacía muchos años, en la universidad. Lo que vio le vació los pulmones de aire.

—Sam… —dijo desconcertado.

—El equivalente perruno a veinte centímetros… —estaba diciendo con un tono de «ahí le has dado».

—Sam —repitió—. Ven.

Señaló la lámpara.

—¿Qué pasa?

—Eso no estaba ahí antes.

—¡Shelley! —gritó Sam—. ¡Aquí hay algo que deberías ver!

En rotulador azul, pero invisible en el cristal verde cuando la luz estaba apagada, alguien había escrito: www.apocalipsissemantico.com.

Alguien no. Neil.

No había ninguna duda, pensó Thomas, horrorizado.

Él era parte del juego.

Se quedó de pie, rígido, mientras Sam se sentaba en su escritorio y encendía su ordenador.

«Ya tienes a Nora —era lo único que podía pensar—. Déjame en paz». Al cabo de un momento, su despacho estaba lleno de gente y Thomas explicaba mecánicamente cómo había encontrado la dirección de la página web. Atta hizo que Gerard echara de la habitación a todos los recién llegados, excepto a Dean Heaney y después llamó a alguien llamado Lamar.

—Y dile que no diga ni pío —espetó Atta. Gerard asintió con el ceño fruncido de concentración.

—¡Lo tengo! —gritó Sam.

Todos se apiñaron ante la pantalla plana. Gerard susurraba algo en su móvil detrás de ellos.

En el centro de la pantalla se abrió una pequeña ventana negra. No, no completamente negra. Formas grises, en movimiento. Piernas abriéndose y cerrando en…

—Video de baja resolución —dijo Sam.

—¿A tiempo real? —preguntó la agente Atta.

—Imposible saberlo.

Vieron unos pies enfundados en botas pateando algo.

—¿Es eso una mano? —preguntó Dean Heaney—. ¿Alguien muerto?

Un brillante estallido, como si una lámpara de pie se hubiera caído. El vislumbre de un cuerpo postrado. ¿Sangre reluciente? Después…

—Joder —murmuró Sam.

Terminó. Fuera lo que fuese lo que Neil había colgado, había terminado.

La agente especial al mando Shelley Atta se volvió hacia Thomas con los ojos hoscos. «Es culpa tuya», decía su cara.

—Esperad un segundo —dijo Sam—. Empieza de nuevo. Probablemente ha estado reproduciéndose todo el día.

Tenía razón. La ventana todavía estaba negra, pero algo había cambiado en la apariencia de la oscuridad. Una pálida mancha cerca del centro parecía estar ganando resolución.

Una cara, como la de un ahogado alzándose entre las aguas negras. Después, de repente, la imagen era brillante: se había producido algún corte. Era un clip de un programa de entrevistas, algo como el programa del viejo Charlie Rose, en el que aparecía un atractivo latino de mediana edad con traje, sentado bajo la iluminación de un estudio. Parecía estar escuchando.

—¿Es quien creo que es? —preguntó Sam.

—Zarba —susurró la agente Atta. Al principio Thomas creyó que ése era el nombre del tipo, pero después recordó que zarba significaba «mierda» en árabe.

—¿Quién es? —preguntó Gerard.

Sam puso los ojos en blanco.

—Es Peter Halasz. El congresista que desapareció hace dos días.

Thomas se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.

—Es él, sin duda —dijo. Nora y él lo habían votado en una ocasión, cuando se presentó al ayuntamiento, en la época en que todavía vivían en Brooklyn. Se oyó diciendo—: ¿Qué coño tramas ahora, Neil?

—Nada bueno —dijo Atta sombríamente. Alzó una mano y se puso a chasquear los dedos—. ¿Alguien? Dean…

—Ya estoy en ello —dijo él, alzando su móvil—. Siento molestarte, Jeff, pero no vas a creer lo que estoy…

—Mirad —dijo Sam—. Está diciendo algo.

—¡Sonido! —exclamó la agente Atta—. ¿Esta cosa no tiene sonido?

Thomas se agachó y apartó con poca delicadeza las piernas desnudas de Sam. Conectó el ordenador a un viejo altavoz que tenía debajo del escritorio. Subió el volumen.

—… Por lo que respecta a las implicaciones de la llamada Revolución Wetware —retronó la voz de Halasz en los altavoces—, creo que es una tormenta en un vaso de agua.

Thomas bajó un poco el volumen. Sam se lo agradeció con una rápida sonrisa nerviosa mientras él se ponía en pie.

—Dios ha dado a cada hombre un alma libre —estaba diciendo Halasz—, y es esa alma libre lo que hace a cada hombre… Disculpa, Felice, quería decir persona… Es esa alma libre lo que hace a cada persona responsable, responsable de su buena o mala suerte, y lo que es más importante, responsable de sus crímenes.

—Sin duda… —empezó a decir la voz femenina, pero estaba cortada. La escena quedó inmóvil. Pasó un instante y la ventana quedó en negro.

—Vi esa entrevista —dijo Heaney sosteniendo su móvil—. Es de esta primavera, creo, cuando Halasz estaba haciendo campaña contra los acuerdos judiciales de carácter neurológico.

—Lo grabó —dijo Thomas, pensando en Cynthia Powski—. Es una parte… Una parte de su Discusión.

¿Por qué la palabra «su» sonaba tan mal?

De repente la ventana se iluminó y vieron de nuevo a Halasz, esta vez agachado en el suelo en lo que parecía una jaula, con la cabeza envuelta en vendas. Sostenía en brazos a una niña pequeña con el pelo rubio enmarañado. Parecía llevar una versión maltrecha del mismo traje que lucía en la entrevista. La niña llevaba una falda plisada y calcetines blancos, un uniforme escolar. No era mucho más pequeña que Ripley. Ambos miraban la cámara con un terror abyecto.

—¿Está viendo esto Lamar? —le ladró Atta a Gerard.

—Fuerte y claro —dijo Gerard con su móvil pegado a la oreja—. Está analizando los datos biométricos de la niña.

—¡Esto es una afrenta! —gritó Halasz a la cámara—. ¡Una afrenta!

La niña empezó a hacer gorgoritos, un sonido que hizo que Thomas se estremeciera, horrorizado. Era como ver una pesadilla psicótica a través de un tubo. De repente Thomas quiso correr, estar en cualquier parte menos allí.

—Roberta Sawyer —dijo Gerard, repitiendo una voz inaudible—. Conocida como Bobbie. Declarada ausente la semana pasada en Virginia Occidental.

—Nuestro chico viaja —susurró Atta.

—Shhh —le estaba diciendo Halasz a la niña—. Shhh… —Apretó su mejilla contra su cabello apelmazado. Lágrimas a baja resolución surgieron de sus ojos cuando los cerró. Después se abrieron de repente y parecieron escudriñar la negrura que había detrás de la cámara—. Shhh —susurró.

Después le mordió la mejilla como si fuera una manzana.

El grito de la niña fue inhumano.

—¡Hay límites! —gimoteó Halasz—. ¡Límites!

La niña se dejó caer en sus brazos como un pez. La gente luchaba, pensó Thomas confusamente, con la misma desesperación y crueldad de un animal salvaje.

—NO, CONGRESISTA —dijo la Voz del Océano—. SOLO CIRCUITOS Y RESPUESTAS EN EL COMPORTAMIENTO. ¿QUÉ IMPORTA SI LOS ESTÍMULOS PROCEDEN DE MÍ O DEL MUNDO?

Halasz negó con la cabeza, como un perro desgarrando los tendones de un hueso.

—¡Los circuitos de Dios! —gritó escupiendo sangre como si fuera saliva—. ¡Tu perversión! —gimoteó y volvió a inclinarse sobre la niña que no dejaba de retorcerse—. ¡Este no soy yo! ¡A mí me hizo Dios!

—PERO LO SIENTES. ELIGES.

Empapado en sangre caliente, Halasz dejó a la niña ante él, en el suelo de cemento, llorando.

—¡Por favooor! —dijo entre dientes, y empezó a desnudarse—. ¡Por favooor!

—DESEAS ESTO. LO QUIERES.

Thomas se dio la vuelta y salió de la habitación. Podía oír a Halasz susurrando: «Pero… pero…». Fue al baño y se arrodilló delante de la taza. Se quedó mirando la capa de polvo que cubría la rejilla de ventilación de bronce falso y se preguntó por los gérmenes. «¡No! Sólo un poco más, por favor…», se oyó, flotando por el pasillo, seguido de ruidos demasiado humanos… demasiado humanos para ser animales.

No vomitó.

—Taaaan bien…

No podía pensar. No podía sentir.

—Taaan…

Cuando regresó a su despacho, todo eran mudas y pálidas caras. El ordenador estaba apagado.

Sam empezó a llorar en silencio.

—Esta mierda es falsa —estaba diciendo Gerard.

Los cuatro, Thomas, Sam, Gerard y Dean Heaney daban vueltas por la sala de estar. La agente Atta estaba en la cocina, hablando por su móvil después de haber expulsado a los policías locales y los de la científica.

—¿Lo hipnotizó? —preguntó Gerard.

Thomas se pasó la mano lentamente por la cabeza.

—No, la hipnosis no funciona así. La idea de un hipnotizador omnipotente y un hipnotizado totalmente sometido es un mito.

Un fruncimiento recorrió la cara mofletuda y atractiva del agente.

—Pero en la universidad vi un espectáculo…

—Mitad cierto, mitad falso —lo interrumpió Thomas exhalando ruidosamente—. Los investigadores han descubierto que muchos participantes siguen las instrucciones del hipnotizador sólo para complacer al público, no al hipnotizador.

Gerard negó con la cabeza. Tenía los ojos enfebrecidos y escépticos.

—Sé lo que vi.

—Pero eres idiota —dijo Sam—. ¿No has visto las vendas?

El hombretón puso cara de desprecio.

—Me refería a la universidad.

—¿Cree que es otra cosa cerebral?, profesor —preguntó Dean Heaney.

Thomas se frotó la nuca. Cada vez que parpadeaba veía… demasiado.

—Tiene que serlo —dijo al cabo de un momento—. Una intervención quirúrgica, probablemente en el giro cingulado anterior y el córtex dorsolateral prefrontal… Pero tendría que preguntárselo a un neurólogo.

—¿El anterior qué? —preguntó Gerard.

—Las partes del cerebro donde se albergan las funciones ejecutivas.

—Ya.

—Para que lo sepas —dijo Sam—, se refiere a la voluntad, las partes del cerebro que tienen que ver con la voluntad.

Había veneno en el aire —Thomas lo percibía— y sólo tenían a los demás como objetivos.

—Me alegro de que me lo hayas aclarado, Logan, creía que hablaba del presidente.

—Lo siento, Ger —dijo Sam, fingiendo arrepentimiento—. No quería parecer condescendiente, ya sabes, infravalorarte…

Todavía al teléfono, la agente Atta salió de la cocina.

—Lo tengo, lo tengo, lo tengo —dijo con tono irritado—. Vale. Adiós. —Cerró su móvil y los miró uno por uno—. Bueno, he hablado con algunos de los peces gordos de Washington. —Dedicó a Thomas una mirada dura—. Sólo para que lo sepa, profesor: de ahora en adelante no va a hablar de nada de lo que ha sucedido aquí, ¿de acuerdo?

—¿Qué quiere decir? ¿Por qué?

—Seguridad Nacional.

Thomas parpadeó. Era divertido cómo algunas palabras podían llegar a cargarse de significado. El padre de Thomas soltaba un taco cada vez que oía esa expresión en la tele. Durante la Guerra Fría, explicaba, cuando nada menos que el destino de la humanidad estaba en juego, no habían exigido ni una parte de las medidas supuestamente necesarias para la Guerra contra el Terror. «Siempre hay locos —vociferaba—. ¡Es como declararle la guerra a hacerse pajas!».

—Oh —dijo Thomas—. Lo entiendo.

—No estoy muy segura.

—Oh, sí, agente Atta. Neil me dijo que estaba en la NSA.

—Entonces lo entiende. Estamos tratando con un asunto altamente clasificado.

—Importantes armas en esta inacabable Guerra contra el Terror, supongo.

Atta frunció el entrecejo.

—Más o menos.

Tenía el aspecto acorralado de alguien obligado a agarrarse a una explicación precaria, a ser honesta con palabras que ya nadie se tomaba en serio. Era necesario un cierto fanatismo terco para actuar en contra de lo evidente, una determinación para dar forma a la verdad.

—Y una mierda —dijo Thomas—. El terrorismo es teatro, y si el gobierno estuviera realmente interesado en ayudar a los ciudadanos en lugar de manipularlos, echaría abajo el escenario, le recordaría a la gente que estadísticamente tener un arma es un peligro mayor que el terrorismo. De lo que aquí estamos hablando es de meteduras de pata políticas. De proyectos canallas e ilegales. De una falta de vigilancia judici…

—Eso no es lo que mi…

—¡Los que os manejan os dicen lo que queréis oír! ¡Nada más y nada menos!

La agente Atta se acercó a él y le puso un dedo índice en el pecho.

—¿Quiere que juguemos a quién jode más al otro? ¿Eh? ¿Quiere saber hasta qué punto puedo complicarle la vida?

Thomas bajó la mirada hacia ella con aprensión. De repente, la broma de Gerard sobre la pornografía infantil parecía más premeditada que otra cosa. De mal agüero.

—Ahí fuera hay un loco —dijo él, encontrando coraje en la tranquilidad de su voz— que secuestra y mata a inocentes…

—Debe estar hablando del Quiropráctico —dijo Atta—, porque el mundo no sabe de la existencia de Neil Cassidy.

—Esto es un disparate. Totalmente…

—Siga —dijo Atta golpeándole el pecho con el dedo—. Póngame a prueba.

—Es suficiente, Shelley —oyó Thomas que decía Sam.

—Tú —le espetó Atta a su subordinada— cierra esa boquita de Barbie.

Thomas se volvió y se encaminó hacia la puerta.

—¿Adónde va? —preguntó Atta con dureza.

—A casa del vecino, a por mis hijos. —Se detuvo y dedicó a Sam una mirada de disculpa—. Para que lo sepa, agente, espero que cuando regrese hayan vuelto a dejarlo todo en su lugar.

La puerta dio un golpe tras él.

Thomas vio los faros desde la ventana de la cocina.

Los niños estaban durmiendo en su dormitorio, probablemente ni recordaran que los había llevado allí desde la casa de Mia. También él debería haber estado durmiendo, pero por alguna razón estaba sentado en la mesa de la cocina, mirando las frías baldosas del suelo, escuchando el zumbido de la nevera.

Estaba caminando hacia la puerta cuando oyó un leve golpe. Por un momento se le aceleró el pulso. Se dio cuenta de que podía ser Neil, pero ese día había sido demasiado largo y demasiado traumático para él como para que pudiera sentir alguna clase de alarma.

Medio dormido, abrió la puerta y vio a Sam en el porche, a oscuras. Estaba demacrada y tenía la cara enmarcada por el pelo de un día en el que han sucedido demasiadas cosas.

—Qué día tan loco —dijo, sonriendo nerviosamente.

Thomas asintió.

—Sí.

—¿Puedo pasar? ¿Estás ocupado?

—Mira, siento mucho haber ment…

—La gente hace locuras —dijo despreocupadamente—. Eso es lo que hace que un día loco sea un día loco.

Thomas sonrió y se apartó para que pudiera pasar.

—Además —prosiguió mientras Thomas cerraba la puerta—, quería disculparme por Shelley.

Thomas se volvió y la contempló durante un momento. Parecía cansada, a la manera de los maníacos, como alguien que se aventura en territorio desconocido. Estaba preciosa.

—A éste le tienes ganas, ¿eh?

Ella sonrió y le miró interrogativamente.

—¿A este qué?

—A este caso. Quieres desentrañarlo.

Un fruncimiento juguetón del entrecejo.

—¿Se nota, eh?

—¿Quieres un café? —preguntó Thomas.

—Gracias. Descafeinado, si tienes. Tengo los nervios de punta.

Él sonrió y asintió.

—Un día loco.

Sam inclinó la cabeza.

—Loco, loco…

—Una mierda, ¿no? —dijo mientras se encaminaba a la cocina. Le encantaba poder soltar tacos libremente en su presencia. Cogió la jarra de cristal de la cafetera pero se detuvo cuando se dio cuenta de que ella no respondía. Se volvió. Estaba apoyada contra el marco de la puerta, observándolo, con la punta del zapato izquierdo apoyada tras el tacón del derecho.

—Mira —dijo—. Esto… esto no está bien.

Thomas asintió. De repente se sintió pálido y desnudo a la luz de la cocina.

—Ya.

—Por qué estoy aquí… En realidad, quiero decir… —Sonrió, después se rio nerviosamente—. Tengo que decírtelo.

—¿Por qué estás aquí?

—Mañana tengo que interrogar a ese tipo, el doctor Mackenzie. Trabajó con Neil.

Neil. Se volviera a donde se volviera, Neil era el nuevo centro de gravedad de su vida. De repente se sintió un idiota. Por un momento había pensado que Sam había regresado… bueno, por él.

—¿Y? —Hizo una mueca ante la impaciencia de su tono.

—Bueno… —Tragó saliva—. Me han informado de que ese tipo no puede mencionar el trabajo de Neil bajo ningún concepto, todo es clasificado, así que lo máximo que puede darnos son sus impresiones personales.

—¿Y?

—Me vendría muy bien tu ayuda.

—¿Qué hay de Shelley o Gerard?

—Como ya te he dicho, estamos al límite de tensión.

Thomas frunció el entrecejo.

—¿Por qué? ¿Qué puedo hacer?

La cara de Sam se tornó inexpresiva. Thomas sabía que el FBI recibía formación intensa en comunicación táctica, o «judo verbal», como lo llamaban en los medios de comunicación. Los cursos utilizaban siempre palabras como «gestionar», «redirigir» y «alcanzar», pero en realidad todo se resumía en «manipulación». Un aspecto de impersonal profesionalidad era por lo general la mejor táctica para que los defensores de la ley obtuvieran lo que necesitaban, fuera de inocentes o de sospechosos. La mejor forma de ganar un concurso de a ver quien mea más lejos era no sacar la polla.

—La interpretación requiere contexto, profesor. Nadie conoce a Neil mejor que tú.

Thomas la escudriñó durante un momento de confusión.

—¿Has sido siempre tan ambiciosa, agente Logan?

—Venga ya… no es tan sencillo. Lo sabes.

No, no lo era. Había vidas en juego. Gente real, gente de carne y hueso.

—Supongo que no.

—Entonces, ¿vendrás?

Le parecía mal. Lo sabía en lo más hondo de sí. Le parecía muy mal.

Pero ella lo necesitaba.

—Llámame por la mañana, agente.

Ella estaba tan bien…

Tuvo que buscar un poco, pero al final encontró un colchón de aire en el sótano. Se sentó en el sofá con la mirada fija en la tele, mientras lo hinchaba. Varios bustos parlantes daban noticias con el volumen bajo. Al parecer, habían encontrado una vértebra ensangrentada en un buzón de Long Island, en algún lugar lejos de la red de cámaras de vigilancia.

Después de haber hinchado el colchón de aire, fue al piso de arriba y cogió de un tirón las sábanas y el edredón de la cama. Con ellos y el colchón de aire agitándose hacia delante y hacia atrás, fue a la habitación de los niños. Frankie y Ripley estaban dormidos profundamente. Se detuvo junto a la puerta para saborear la magia de los niños acurrucados bajo las mantas: calientes, limpios y seguros. Después colocó el colchón de aire entre sus camas y preparó su cama improvisada. Se colocó cerca de la luz nocturna de color rosa como si pensara leer. Se quedó mirando un lápiz roto y la sombra que proyectaba sobre la alfombra. Trató de intuir su color.

La pequeña burbuja que tenía en el estómago repentinamente se volvió inmensa, llena de miedo y remordimiento, y autocompasión. Se abrazó los hombros, apretó los dientes. Se sentía como un macaco acurrucándose desolado en la esquina de una gran jaula, contemplando al resto del grupo con los ojos abiertos de par en par e incapaces de comprender.

«Neil y Nora…».

Pero sus hijos. Tenía a sus hijos. Eran su tótem, su ensalmo. Algo que era suyo y no lo era —eran de sí mismos—, que era lo que hacía que tenerlos fuera tan importante. Algo por lo que morir en una vida, en un mundo, donde los sacrificios se habían evaporado para convertirse en cháchara de anuncio.

Arriba, Frankie movió las piernas y se volvió, dormido. La cola de Bart golpeó el colchón cuatro veces. Thomas sonrió pensando en sus caras exultantes cuando lo encontraran por la mañana. Allí. Entre ellos.

«¡Papi!».

Mientras los tuviera, nunca estaría solo.

Dos desconocidos en el sendero de entrada de una casa. Sólo uno simula ser humano.

—Mi madre… —dices.

—¿Qué pasa con ella?

—Siempre me dice que no haga cosas como ésta.

La gente como tú no cree en la gente como yo. Al menos a este lado del cristal.

—Entonces me quedaré aquí. De verdad, no es problema.

—¿Y qué, sangrar en la acera? Venga ya, no seas tonto.

Sonrío, no te digo que la sangre no es mía.

En lugar de eso digo:

—Me siento muy estúpido.

Cuando te vuelves para mostrarme el camino, mis ojos ya prevén lo que viene. Incluso me sostienes la puerta abierta, como una arpía entusiasta e inteligente.

—Deberías saber —digo en un tono amigable y despreocupado— que sólo me follo la carne.

Y ahora te miro.

¿Cómo lo describo?

Te odio, sí, y al mismo tiempo me da lo mismo. Pienso en Dahmer[3] abriendo su nevera, ordenando el bicarbonato de soda. Ahora ya no es un misterio para mí cómo se sentía, qué pensaba, catalogando sus trofeos en forma de batido. Sé que veía el horror, como yo. Te veía, al igual que yo, y una parte de él retrocedía, se acurrucaba con las rodillas contra el pecho de arrepentimiento. Parte de él gritaba, qué-he-hecho-qué-he-hecho…

Pero ya ves, le daba igual.

Tú lo eras todo. Retorciéndote, gritando, el corte humano del animal, el animal azotado hasta ser un muñeco. Tú eras todo lo que importaba. La saliva del gusto, el hormigueo del tacto, la chispa de la vista, curvada, caliente, contra su estómago. La única cosa verdadera.

Y le daba igual.