17 de agosto, 12:54
La mentira le remordía tanto que lo único que podía hacer era mirar por la ventanilla los fugaces brillos de los coches que pasaban. ¿Por qué no le había dicho la verdad?
«Creen que es un asesino en serie, ¡por el amor de Dios!».
Y Nora hacía el amor con él.
—¿Adónde vamos? —preguntó, entumecido.
—De vuelta a la ciudad. A la oficina local del FBI.
—Tendréis un buen lío, imagino —dijo sin convicción.
Ella ladeó la cabeza.
—¿Un lío?
—Bueno, con el Quiropráctico y todo eso. —En aquellos tiempos de conexiones de banda ancha era raro que algo al margen de la política se alzara por encima del estruendo inconexo de millones de personas persiguiendo millones de intereses distintos. Ese mercado se había convertido en todopoderoso. La noticia del Quiropráctico era en cierto sentido un salto atrás, un flashback a los días en que las series o los asesinatos daban a la gente un marco de referencias común, o al menos algo de qué hablar cuando terminaban las preguntas educadas.
—En realidad las cosas estarán tranquilas —respondió Sam—. El Departamento de Policía de Nueva York es el anfitrión del grupo especial que se encarga del Quiropráctico.
Thomas no dijo nada y miró a dos chicos con sudaderas de la Universidad Estatal de Nueva York que esperaban el autobús.
«¡Dile la verdad! ¡Neil se ha vuelto loco! Te diste cuenta anoche. Supiste que algo pasaba». Les vio, a Neil y Nora, haciendo el amor. Pensó en el «truco de yoga» que hacía ella y del que se reían los domingos por la mañana. Siempre había sido tan excitante, tan sincera con su deseo. Casi la oía susurrando en su oído…
«Muy bieeeeen… Muy bieeeeen, Neil…».
Le temblaban las manos. Respiró hondo.
«¡Díselo!».
Sam estaba girando a la derecha por una calle que no reconoció.
—¿Estás seguro de que estás bien, profesor?
—Llámame Tom —respondió, ignorando su pregunta—. Alguien, no sé si tú o la agente Atta, ha dicho que estáis seguros de que Neil es el responsable de lo que hemos visto en ese vídeo. ¿Cómo? ¿Cómo lo sabéis?
Su tono había sido más duro de lo que había deseado.
La agente Logan lo miró con aprensión.
—Hace diez semanas la NSA nos informó de que uno de sus investigadores de bajo nivel, un neurólogo, se estaba ausentando sin permiso. Nos dieron su nombre, sus datos biométricos y nos pidieron que le echáramos un vistazo, cosa que hicimos tan bien como pudimos.
—¿Neil? Pero…
—Creías que trabajaba en Bethesda. —Sam negó con la cabeza.
Thomas había estado a punto de decir que Neil era mucho más que un investigador de bajo nivel.
—¿Bethesda era su tapadera?
—Eso es. Así que, como el asunto fue considerado un potencial problema de espionaje, y se le dio una prioridad baja, el caso fue dado a la División de Contrainteligencia. Una semana después, la División de Investigación Criminal encontró una pista en el secuestro de Theodoros Gyges… ¿Has oído algo de eso?
—No mucho. —Thomas sabía quién era Gyges, todo el mundo lo sabía. En sus breves tiempos de activista, Thomas había organizado un boicot contra una de sus tiendas Target en Nueva Jersey—. Sólo el titular del Post —dijo—. «Millonario con daños cerebrales» o algo así.
—Exactamente. Desapareció durante dos semanas y después apareció de la nada en Jersey con la cabeza vendada. Aparte de cierta desorientación, parecía perfectamente bien hasta que se reunió con su mujer.
—¿Qué pasó?
—No la reconoce. La recuerda perfectamente, lo recuerda todo, pero no la reconoce. De acuerdo con el informe, le exige que deje de imitar la voz de su mujer, y cuando ella sigue implorándole, porque al fin y al cabo es su mujer, él monta en cólera y la hospitaliza. Un gran lío. A los medios de comunicación les habría encantado si no hubieran tenido ya sus contenidos tan llenos.
»De modo que le hacen algunas pruebas y resulta que Gyges no reconoce ninguna cara, ni siquiera la suya. Pone los pelos de punta.
—Parece un caso de prosopagnosia —dijo Thomas. La ceguera a las caras era conocida desde la antigüedad, pero hasta los años noventa no se descubrió que se debía a un daño en la zona fusiforme de la cara del córtex visual. En sus clases, Thomas solía utilizarlo como un ejemplo de cómo el cerebro era una caja de sorpresas en cuyo interior había dispositivos con finalidades particulares, no la monolítica maquinaria del alma que tantos estudiantes creían que era—. Me gustaría ver ese informe.
Ella lo miró con una sonrisa triunfante.
—Bienvenido al bando de los buenos, profesor.
Como si fuera incapaz de reprimirse, levantó el puño para chocarlo con el de Thomas, pero se abstuvo de hacerle el saludo completo del gueto.
—En cualquier caso —prosiguió Sam—, hace un par de semanas alguien en la División de Contrainteligencia, no tengo ni idea de quién, lee sobre eso en el New York Times e inmediatamente establece una relación con el neurólogo ausente, Neil Cassidy. Mandan a alguien de Washington una foto de Cassidy…
—Lo que fue inútil, por supuesto.
Sam sonrió y meneó el índice.
—En absoluto. Como todo el mundo está metido hasta el cuello en la Gran Revolución de la Información… ¿No has leído la revista Time? Está revolucionando la medicina forense.
Thomas asintió.
—A ver si lo adivino. Le enseñasteis a Gyges la foto de Neil mientras le hacíais una resonancia magnética de bajo campo. Los circuitos neuronales relacionados con el reconocimiento facial se encendieron.
—Exactamente. El cerebro de Gyges reconoció a Cassidy a la perfección, y de una manera coherente con un encuentro traumático. Pero los circuitos que transmitían esta información a su conciencia habían sido dañados. Resulta que Cassidy no es tan listo después de todo.
Thomas no dijo nada. Se dio cuenta de que no tenía ni idea de con quién estaban tratando.
«¿Eres tú, Neil?».
—Y entonces —prosiguió Sam— la maquinaria empezó a ponerse en marcha. La investigación del Quiropráctico estaba engullendo recursos en todos los niveles, de modo que a los jefazos del Departamento de Policía de Nueva York les encantó la idea de traspasar la investigación en marcha al FBI, especialmente ahora que llevaba el estigma de la Seguridad Nacional. Shelley, que era la coordinadora del Centro Nacional para el Análisis del Crimen Violento, fue nombrada investigadora en jefe de nuestro exiguo equipo especial. Tal como está ahora, todo parece muy improvisado. Nuestros consejeros en el Departamento de Justicia y la Fiscalía del Estado son poco más que becarios, y, por lo que yo sé, nuestro encargado de prensa es un pluriempleado. Nuestro organigrama parece ahora mismo un espagueti aplastado.
Se detuvo, como si le inquietara su propio cinismo.
—Pero tenemos un sospechoso, un sujeto conocido. Las cosas tienden a resolverse cuando tienes un culpable.
Thomas escuchó el crujido de las ruedas sobre el pavimento y se preguntó cómo podía sonar tan antiguo, tan así-es-como-ha-sido-siempre. El mundo al otro lado de las ventanillas tintadas parecía otoñal, soleado y surrealista. Inconsciente.
Nada de eso podía estar sucediendo.
«Nora y Neil».
—Es él, profesor —dijo Sam con suavidad—. Neil Cassidy es nuestro hombre.
Subieron por la rampa de acceso y se mezclaron en el tráfico. La primera señal de la interestatal I-87 que Thomas vio tenía un agujero de bala oxidado.
—Sólo quiero asegurarme de que los niños están bien —dijo Thomas buscando su móvil en la americana.
Dejó que el teléfono de Mia sonara cinco veces. Colgó sin dejar ningún mensaje.
«Probablemente habrán salido».
—¿No ha habido suerte? —preguntó Sam con los ojos fijos en la carretera.
—Parece que todo me va de maravilla.
Le dedicó una mirada traviesa.
—A mí también.
A Thomas no se le ocurrió nada más que decir, así que se quedó mirando sus pulgares inútilmente durante un rato, estudió la uña que se había roto jugando a squash la semana anterior. «Tengo que perfeccionar esos golpes de pared», pensó estúpidamente.
Si a Sam la incomodaba aquel silencio, no lo demostraba. Aceleró por la autopista, trazando zigzags entre el tráfico. Thomas miraba alternativamente el indicador de velocidad digital y los conductores encapsulados que los rodeaban. Sam conducía como quien lleva muchos años haciéndolo, arriesgándose a pequeños márgenes de error para lograr un lento avance. Presionaba a los que disminuían la marcha pegándose a ellos y castigaba a los que se pegaban a ella por detrás frenándolos. También —a Thomas le pareció que a propósito— permanecía en los puntos ciegos de los demás.
—Conduces como mi exmujer —dijo al final Thomas.
Sam esbozó una sonrisa taimada.
—Era buena.
—Era una gilipollas —se oyó decir—. ¿Puedes ir con un poco más de calma?
Sam le dedicó una mirada inexpresiva. Sin mediar aviso, lanzó el Mustang tras un U-Haul cubierto de óxido que circulaba por el carril de la derecha y después frenó tan fuerte que el cinturón de Thomas se bloqueó. Por un momento, Sam pareció estudiar el adhesivo gigante de 79,95$ de la furgoneta reflejado en el capó de su coche.
—Mira, profesor —dijo al fin—, he estado conteniéndome porque sé que estás preocupado.
Thomas trató de no mirarla.
—No te reprimas, agente Logan. Soy un chico mayor.
—Hay varias cosas que me tienen perpleja.
Thomas sintió una sacudida en el estómago.
—¿Por ejemplo?
«¿Por qué has mentido?».
—¿Por qué esta mañana has vuelto a toda prisa a casa después de hablar con nosotros?
—Quería hablar con Neil. No, necesitaba llamarlo. Enfrentarme a él. He creído recordar que tenía su número en casa.
—¿Lo tenías?
Thomas se encogió de hombros.
—No lo he encontrado.
—Un amigo íntimo.
—Se mudó hace tres meses —explicó Thomas—. Cuando me llamó para darme su nuevo número lo anoté en un pedazo de papel. ¿Qué quieres que te diga? Supongo que soy un mal amigo.
La parte de la mudanza era cierta. Al menos, era lo que había dicho Neil. ¿Quién podía saber a esas alturas lo que era cierto?
—¿Y por qué has ido corriendo a la casa de tu mujer después de eso?
—Porque cuando la he llamado para pedirle el número, me ha colgado.
«Qué estupidez decir esto», pensó. Ya no necesitaban órdenes judiciales para las listas de llamadas. Desde la sequía, cuando un grupo de extremistas islamistas estadounidenses cruzaron el sudoeste provocando incendios, los norteamericanos habían renunciado escrupulosamente a sus escrúpulos constitucionales. Thomas había seguido con atención los acontecimientos y cada noche veía el desfile de paisajes infernales y las fotos por satélite, en las que parecía que el mapa de Norteamérica estaba siendo quemado. El humo había llegado a la alta atmósfera y había convertido varios días en noches moradas en lugares tan lejanos como Nueva York. Era demasiado joven para darse cuenta de lo que significaba el 11 de septiembre, pero Colinas Ardientes… Eso había alterado algo profundo.
—¿Ha colgado?
Thomas miró con intensidad su precioso perfil y comprendió que se había convertido de nuevo en la agente Logan. La gente era como el cristal polarizado, transparente y opaca por turnos. Cooperadora un instante, competidora el siguiente.
—Nora ha creído que me lo estaba inventando. Vuestra visita. Las imágenes. Me ha acusado de estar llevando a cabo otro sádico juego mental.
Sam frunció el entrecejo.
—¿Por qué ha pensado eso? Neil es tu mejor amigo, ¿no es así? ¿Por qué ha podido pensar que te inventabas algo así?
—Es lo mismo que me he preguntado yo. Estaba estupefacto. Por eso he ido a su casa.
¿Cómo podía ser tan fácil? ¿Cómo podía mirarla a los ojos e inventarse todo eso? Con una especie de asombro entumecido, se dio cuenta de que se le daba bien. La mirada vacía, como si estuviera solamente leyendo el guión de su memoria. La cabeza inclinada, como para decir: «Suena raro, lo sé, pero ¿qué quieres que haga?». Durante toda su vida, Thomas siempre se había tenido por alguien que se asfixiaba en las situaciones de crisis.
Que se asfixiaba por conocer la verdad.
Sam lo miró con un aire de disculpa. «Sólo estoy haciendo mi trabajo —decían sus ojos—. Negocios…».
—Cuando he llegado —prosiguió—, ella estaba más asustada que enfadada. Creía que me lo estaba inventando porque había descubierto que ellos dos habían… habían… Cuando me lo ha dicho… entonces, bueno, el ventilador ha empezado a esparcir la mierda.
Sabía que sonaba convincente. A pesar de ello, su pecho se tensó, sus pensamientos zumbaron. Más pronto o más tarde interrogarían a Nora. Después de todo, se estaba follando a su sospechoso.
«Me estoy jodiendo solo».
—Lo siento, profesor —dijo Sam. Le miró inquisitivamente, como si tuviera miedo de haberse perdido algo—. Tom.
Él asintió como si quisiera tranquilizarla.
¿Cuándo había desarrollado esa facilidad para mentir?
«Todo el mundo se está jodiendo».
Sam pasó el resto del viaje a Manhattan contándole a Thomas los detalles de los secuestros de Gyges y Powski. Gyges, un magnate del comercio, no había vuelto de correr a primera hora de la mañana por el Central Park. Los testigos declararon haberlo visto hablando con alguien en un BMW plateado, nada más. Cuando Thomas preguntó por qué un millonario como Gyges daba un paso sin seguridad, ella contestó: —Era uno de esos tíos.
—¿Qué tíos?
—De esos que mean a dos pasos del lavabo.
Thomas se rio.
—¿Porque tienen la polla larga?
—No. Exactamente lo contrario. Porque tienen la polla pequeña.
—No estoy seguro de entenderlo.
La sonrisa de Sam era deslumbrante a la luz del sol.
—Tener la polla pequeña es una cosa. Que te dé lo mismo es otra. Publicita tus debilidades y la gente creerá que eres fuerte.
—O —añadió Thomas— que sufres delirios de grandeza.
Sam soltó una carcajada.
—Eso describe a la mayoría de los hombres que conozco.
Cynthia Powski, Crema, de impactante fama digital, había desaparecido en el aparcamiento de su lujosa urbanización después de visitar a unos «amigos». No hubo testigos. Las cámaras de seguridad de la zona habían sido inutilizadas por supuestos gamberros la noche anterior. Sabían que entró en el aparcamiento, o al menos creían que lo sabían, porque su Porsche estaba aparcado como siempre lo dejaba, cruzado sobre dos plazas. Sabían que no llegó a su piso por su novio, al que las autoridades de Escondido habían considerado el principal sospechoso hasta la llegada del vídeo a Quantico.
Aunque Thomas escuchó pacientemente, e incluso hizo algunas preguntas mordaces, entre sus pensamientos borboteaban docenas de preocupaciones y recriminaciones. Después de tantos años dando clase, había descubierto que podía escuchar, e incluso responder, las preguntas de sus alumnos sin dejar por ello de estar totalmente distraído. Nunca se había dado cuenta de lo muy distraído que podía estar hasta su divorcio. ¿Cuántos comentarios antiNora había ideado mientras explicaba algún elemento básico de la psicología en clase?
La agente especial Samantha Logan hablaba y él escuchaba mientras se estrujaba los sesos.
¿Por qué mentir?
¿Para proteger a Neil?
Pero ¿por qué? No sólo se había vuelto majara, sino que además se había estado tirando a Nora. Y jodiéndolo a él. ¿Por qué proteger ahora a Neil?
En Princeton, Neil y él habían alquilado una vez El exorcista como broma, esperando divertirse. Pero la película les había dado un miedo atroz, aunque ninguno de los dos creyera en Dios, demonios o ni siquiera sacerdotes. Después de fumarse varias pipas considerando la contradicción, llegaron a lo que llamaron el Efecto Exorcista, la desconexión entre saber y condicionar. Sabían que la posesión demoníaca era una gran trola, pero habían sido condicionados para tener miedo, habían sido habituados. Era mucha la psicología terapéutica, descubriría más tarde Thomas, necesaria para resistirse al Efecto Exorcista.
Era mucho lo que significaba ser humano.
«Mi mejor amigo…».
Protegía a Neil por hábito. Por el maldito hábito.
Y sin embargo, incluso después de darse cuenta, siguió escuchando cómo Sam exponía un hecho tras otro. Amable. Atento. En una ocasión, cuando un percance del tráfico la obligó a guardar silencio, él casi se gritó a sí mismo que se desdijera. «¡Díselo! —gritó en su interior—. Dile: “Samantha, te he mentido… Vuestro sospechoso estuvo en casa anoche”». En lugar de eso dijo:
—El tráfico es un asco.
Al fin habían llegado a la autopista West Side. Mientras avanzaban junto al río Hudson, Thomas se quedó mirando la orilla más lejana y contempló cómo Jersey se enfurruñaba bajo un sol mortecino. Parecía imposible que hiciera sólo unos siglos esa orilla marcara el límite de la civilización alfabetizada. El límite del conocimiento. Los veía, los holandeses y después los ingleses, vagando por las profundidades esmeralda, entre árboles como pilares de un templo, en un Karnak continental.
¿Cuántos se habían vuelto locos? ¿Cuántos, como Neil, habían repudiado todo lo que habían conocido, habían adoptado las formas y después los horrores de lo que había más allá del conocimiento?
«Neil como Kurtz —pensó con ironía—. Yo como Marlow».
¿Era eso muy halagador?
No mucho, pensó un momento después. En absoluto.
—Sólo pudisteis identificar a Neil —se sorprendió diciendo Thomas— porque él quiso que lo hicierais.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Sam.
—Lo que has dicho antes, que el cerebro de Gyges reconoció a Neil aunque Gyges no lo hiciera. No soy neurocirujano, pero diría que es mucho más fácil eliminar el reconocimiento facial del todo que selectivamente.
—¿Qué quieres decir?
—Que Gyges es parte de la Discusión de Neil. Está diciendo algo.
—¿Diciendo algo? ¿Qué?
—Supongo que has leído la declaración de Gyges.
—Sólo unas cincuenta putas veces.
Por alguna razón, le entusiasmaba que soltara tacos. Probablemente porque se había pasado la adolescencia persiguiendo a tías que decían tacos. O al menos tratando de hacerlo.
Pese a lo mal que se le daba a la gente tener unas primeras impresiones inconscientes acertadas, algunos estudios demostraban que era asombrosamente precisa cuando se detenía a pensar de veras en el desconocido que tenía ante sí. La agente especial Logan, sabía Thomas, había crecido en un hogar de clase trabajadora. No religioso. Estable. Había cobrado conciencia de su sexualidad muy joven, probablemente había perdido la virginidad con un chico del barrio con poco más de quince años. Como él, era parte de la llamada «generación webporn», esa cosecha de chicos insensibles al sexo que consideraban las relaciones disipadas un atajo irresistible al estatus y la madurez, aumentando con ello la promiscuidad recreativa —que el padre de Thomas, miembro de la Generación X, había envidiado abiertamente—, y destruyendo lo que venían siendo sólidas generalizaciones psicológicas sobre la actividad sexual adolescente.
Ella era una noctámbula reformada, decidió Thomas, orientada a conseguir objetivos, reacia a las reglas, cínica y sin obsesiones, que utilizaría las herramientas que Dios le dio y al cuerno con la tradición. Ese era el papel que había escogido de la serie de identidades que ofrecía la sociedad moderna. Sin embargo, había una reserva en su forma de comportarse, una sincera ansiedad que contradecía su descarada cháchara. Un indicio de idealismo ingenuo. Por alguna razón, ser informal y concienzuda no parecía nunca una combinación cómoda. Como los diseñadores de vaqueros y una imagen corporal sana.
—¿Recuerda Gyges alguna mención a la Discusión? —preguntó Thomas.
—No. Pero no se lo preguntamos.
—De modo que hay una posibilidad…
Los ojos de Sam comprobaron los retrovisores y puso el intermitente.
—Hay una forma de descubrirlo —dijo.
Resultó que Gyges vivía en el Beresford, en el Upper West Side, junto a Central Park. Thomas se sorprendió estirando el cuello como un idiota cuando entraron en la recepción, intrigado por el incómodo matrimonio entre dimensiones industriales y motivos del renacimiento italiano. Cuando Sam mostró su placa del FBI, el portero se limitó a encogerse de hombros como si fuera un adivino que leyera las palmas de la mano y se hubiera topado con otra extraordinaria inevitabilidad. Era difícil sorprender a la gente.
—¿Te dan millas de avión con eso? —bromeó Thomas mientras cruzaban el pijo recibidor.
Sam sonrió mientras, de nuevo, rebuscaba en su monedero en busca de unas caritativas monedas: en una mesa situada entre los ascensores había una caja de UNICEF.
—Sólo me dan millas —respondió al mismo tiempo que apretaba el botón del ascensor con los centavos en la mano.
El aire olía a perfume de esposas ricas, saliendo y entrando a comprar, imaginó Thomas. Contempló su reflejo distorsionado en las puertas metálicas del ascensor y se preguntó si el lema grabado en el escudo ornamental, Fronta Nulla Fides, no era una especie de broma a los residentes. Una pantalla en el interior del ascensor mostraba las noticias más importantes en CNNet, desde el caos en Europa, la guerra civil en Irak, hasta los últimos detalles de las actividades del Quiropráctico. Al parecer, se había hallado otro cuerpo sin espina dorsal, esta vez en Queens. Estaban en directo. Era como ver un asesinato a través de una pecera, pensó Thomas.
El hombre que les dio la bienvenida a la puerta del dúplex era bajo, de pecho amplio, y tenía una de esas barbas oscuras y densas que a Thomas siempre le hacían pensar en espaldas velludas. Tenía los ojos rojos. Llevaba los vaqueros demasiado subidos, por encima de la cadera. Thomas supo al instante que era uno de esos tipos que se pasaban demasiado tiempo delante del espejo metiendo barriga y que tienen la costumbre de llevar siempre la camisa por dentro.
—Gracias, señor Gyges. Sé que…
—Hola, agente Logan.
Thomas alzó las cejas. No sabía qué esperar… pero sin duda no un reconocimiento tan decidido.
—Nunca olvido una voz —dijo Gyges leyendo su mente—. Por lo demás, no la he visto en mi vida.
—Sí lo ha hecho —dijo Sam.
Gyges se encogió de hombros.
—Si usted lo dice… ¿Y usted? ¿Lo he visto antes?
—No, señor Gyges. Soy Thomas Bible.
Gyges asintió con cautela.
—El doctor Bible es profesor de psicología en Columbia, señor Gyges. Le gustaría hacerle algunas preguntas.
—¿Ahora? ¿Forenses o terapéuticas?
—A veces pueden ser las dos cosas al mismo tiempo. Pero no soy un consejero para momentos de depresión, si es eso a lo que se refiere. —Thomas se interrumpió y se lamió los labios—. Soy amigo de Neil Cassidy.
Gyges empalideció.
—Por favor, pasen —dijo.
Lo siguieron a través de un recibidor de mármol hasta una palaciega sala de estar diseñada y decorada en el «estilo archipiélago» que hacía estragos entre los ricos y los famosos: habitaciones monumentales divididas en varias «zonas de socialización íntima». Pero el efecto —fuera cual fuera— quedaba anulado por la basura que había esparcida sobre los muebles. A ese hombre le gustaba la tienda de bocadillos Subway de su barrio.
—Disculpen mi hospitalidad espartana —dijo, señalando un sofá en forma de «U»—. He despedido a todo mi personal. Me resultaban… irreconocibles.
Thomas se sentó junto a Sam frente al debilitado millonario. Hubo algo anticlimático en ese momento, como si el millonario y su entorno no hubieran estado a la altura de sus expectativas. Demasiadas películas, sin duda. Nadie estaba a la altura de las expectativas ahora que las imágenes generadas por ordenador eran la vara de medir en el cine. Ni los superricos podían estar a la altura.
—¿Algo de beber? —preguntó Gyges—. Me temo que sólo tengo whisky.
Sam hizo un gesto negativo con la mano. Thomas pidió uno con hielo.
—Muy bien —dijo Gyges de camino al bar—, ¿qué preguntas puede tener para mí un amigo del señor Cassidy?
Thomas respiró hondo. Tras la descripción que le había hecho Sam en el coche, había decidido empezar con un gesto conciliador, algo que hiciera que Gyges se relajara.
—Muchas. Pero supongo que usted también debe tener las suyas.
Gyges sonrió amargamente. «De modo que sí es una terapia», decía su mirada.
—¿Cuáles?
Thomas se encogió de hombros.
—Para empezar: ¿no quiere saber por qué le hizo eso?
El hombre se volvió de nuevo a las bebidas.
—Oh, sé por qué lo hizo.
—¿De veras?
—Por supuesto. Es un castigo.
Thomas asintió con cuidado. Por alguna razón dijo:
—Por sus pecados…
—Sí. Por mis pecados.
—¿Y cuáles son esos pecados?
Gyges le dio vueltas al whisky de una manera rara, como si quisiera empapar los cubitos de hielo.
—¿Es usted sacerdote? —le preguntó a Thomas mientras le daba la bebida. Por primera vez, Thomas se dio cuenta de la frecuencia con que el hombre evitaba mirar sus caras.
—No —respondió Thomas.
—Entonces no tiene nada que hacer con mis pecados. —Se volvió abruptamente, no hacia Sam, sino vagamente en su dirección. Sus gestos estaban empezando a recordar a Thomas los de un hombre ciego—. Psicólogos —dijo, con desprecio—. Quieren que tus pecados sean síntomas, ¿verdad?
—Le pido disculpas, señor Gyges —dijo Thomas, dejando su copa—. ¿Preferiría…?
—El profesor Bible cree que Cassidy está entablando una discusión —arriesgó Sam—. Necesitamos su ayuda, señor Gyges.
El millonario la miró al fin a la cara. Sus ojos reflejaban un horror peculiar.
—¿Una discusión? ¿Qué clase de discusión?
Sam miró a Thomas de soslayo.
—Afirma que nada tiene sentido —dijo ella—. Puede parecer difícil de creer, pero Neil Cassidy cree que no existe la… la…
—Gente —terminó Thomas por ella—. Cree que todo aquello en lo que creemos, cosas como los objetivos, el significado, el bien y el mal, son simples ilusiones generadas por nuestros cerebros.
Los ojos de Gyges refulgieron llenos de lágrimas.
—Bueno, pues en eso se equivoca, ¿verdad?
—¿En qué? —preguntó Thomas.
—En que nada tiene significado.
—No estoy seguro de entenderlo.
—Por supuesto que no —le espetó sin más explicaciones. Negó con la cabeza—. ¿Qué quieren?
Thomas y Sam intercambiaron una mirada nerviosa. El hombre tenía una presencia peculiar, temible y patética al mismo tiempo. Thomas pensó que al fin comprendía lo que Sam había dicho antes sobre los hombres que mean a dos pasos del lavabo.
—¿Le dijo Neil algo acerca de… de una premisa?
—Neil.
—Cassidy. ¿Le dijo algo?
—Quiero decir que sí —dijo al fin Gyges—. Pero la verdad es que no lo recuerdo.
—¿Está seguro? —preguntó Sam.
Gyges frunció el entrecejo.
—¿Sabe cuál es mi lugar preferido, agente Logan?
Thomas le puso una mano en la rodilla a Sam. No supo si quería advertirla o tranquilizarla.
—No —dijo—. ¿Cuál?
—El metro —respondió el hombre con una sonrisa dolorida—. El puto metro, ahí es donde me siento más en casa. El lugar más… normal. Al principio era sólo un… un alivio, ¿saben? Pero se ha convertido en algo más. Mucho más. Ahora es como la Navidad con familiares muertos o algo así. Sentarme ahí, meciéndome con desconocidos.
Se volvió para llenar su vaso.
—¿Patético, eh? —gritó por encima de su hombro.
—¿Sería mejor —dijo Thomas— si hiciéramos esto por teléfono?
—Oh, ahora me sigue la corriente —dijo Gyges al techo abovedado. Se volvió, dudó y después los miró como si fuera un duelo. Sonrió cálidamente—. Váyanse a la mierda.
Thomas y Sam sólo pudieron quedarse mirándolo.
—¿Qué palabra no entienden? —preguntó Gyges—. ¿Váyanse? ¿Mierda?
Ambos se pusieron de pie rápidamente.
—¿Podemos llamarlo, señor Gyges? —preguntó Sam—. Lo que queremos…
—¡Diooooossss! —gritó el hombre corpulento—. ¡Váyanse! ¡A la mierda! —Con cada palabra dio un paso adelante, como un gorila adulto anunciando una inminente embestida.
Thomas se tropezó con el borde doblado de una alfombra persa. Sam lo sostuvo. Con los brazos extendidos, Gyges los arreó hasta el recibidor. Se detuvieron ante la puerta.
Thomas levantó la mirada y vio a los tres reflejados en un pesado espejo con marco rococó.
—Tres desconocidos —dijo Gyges con una calma que pareció aterradora después de la ira de unos momentos antes—. ¿Sabe cómo es, doctor Bible, vivir en ninguna parte? ¿Mirar y mirar y no encontrarte en ninguna parte?
En cierto sentido, Thomas lo sabía, pero no iba a decirlo.
—Usted está aquí, señor Gyges.
—¿Sí? No estoy seguro. —El ceño fruncido, contemplativo—. Pero no se da cuenta de cómo es, ¿verdad? Cree que lo veo, que lo conozco, que el problema es que cada vez que aparto la mirada me olvido de quién es. Pero no es así. En absoluto. Cuando lo miro, así, como lo estoy mirando ahora, no lo reconozco del segundo anterior. Y no es que su cara se convierta en algo nuevo a cada momento, algo que no he visto antes. Es solo algo desconocido. Inconocible…
Gyges apartó la mirada de Gyges y se volvió hacia Thomas.
—Cuando miro el espejo, doctor Bible, no estoy en él. Pero tampoco usted. Para mí no hay un otro. Sólo una voz. Una voz procedente de la oscuridad.
Por un momento, Thomas sólo pudo quedarse mirándolo.
—Sufre un daño cerebral —dijo sin convicción—. Tiene que entender…
—¿Un daño cerebral? —respondió el hombre barbudo—. ¿Un daño cerebral? ¿Cree que es eso? —Negando con la cabeza, caminó junto a ellos y abrió una de las puertas barnizadas en roble.
Thomas se volvió al cruzar el umbral.
—Entonces, ¿de qué se trata?
—Usted no es sacerdote —espetó Gyges.
La puerta se cerró con un estruendo y se tragó el mundo que había ante el rostro de Thomas.
Ninguno de ellos dijo nada hasta que se cerraron las puertas del ascensor.
—¿Qué piensas? —preguntó al fin Sam.
—No lo sé. Estaba borracho, eso seguro. Pero ¿aparte de eso? Podría ser que sufriera estrés postraumático… —Se detuvo tratando de hallarle el sentido a lo que acababa de suceder—. Una cosa es indudable.
—¿El qué?
—¿Te has dado cuenta de cómo se movía a nuestro alrededor? La completa ausencia de contacto visual. Su lenguaje corporal. Nuestra presencia hacía que casi se encogiera.
—¿Y?
Thomas se sorprendió mirándose la mano, el anillo de casado ausente de su índice, y pensó en toda la maquinaria neuronal que se revolvía debajo, haciendo posible su experiencia. Ahí era donde estaba golpeando Neil. No en el corazón, sino en el alma.
—Theodoros Gyges vive en un mundo de hombres del saco.
A menos que fuera en el asiento trasero de un taxi, Thomas cruzaba tan raramente Manhattan en coche que el viaje hasta Federal Plaza, en el centro, le pareció vagamente desconcertante. Manhattan siempre lo había dejado (y no había otra palabra para expresarlo) boquiabierto. Su magnitud era poco menos que geológica, como si las calles y las avenidas fueran lechos de ríos, profundos como cañones en alguna antigua llanura de Marte. Pero la sensación… Al mismo tiempo arqueológica, como una vasta inscripción con Central Park como la marca del sello de un Dios-Rey, y al mismo tiempo estadística, como un gran gráfico de barras en tres dimensiones que mostrara la suma de las esperanzas humanas en relación con el producto interior bruto de las naciones, una presentación Powerpoint inmóvil en piedra monumental.
Nueva York, le había dicho en una ocasión Neil, era braille para un Dios ciego: el único lugar en el que las muestras del ingenio humano eran suficientemente altas para que los dedos divinos pudieran leerlas. Cuando Thomas le preguntó qué decía ese braille, Neil le respondió: «Vete a la mierda tú también».
—¿Qué opinas, profesor? —preguntó Sam—. Si Gyges es la primera premisa de Cassidy, ¿qué es?
—No estoy seguro del todo —dijo Thomas con aire ausente.
Nada tenía sentido. Esa era la descorazonadora verdad. Nora follándose a Neil. Neil asesinando a inocentes. Sam persiguiéndolo, un perro de caza profesional. Europa congelándose al borde de la muerte. Moscú desaparecido, o al menos una buena parte de él. Hasta un idiota podía darse cuenta de que no había ningún plan, ningún autor oculto. Todo gritaba indiferencia. Todo. Y los que podían pensar de otro modo, que abrazaban su debilidad innata por la simplicidad, la certidumbre y los halagos, no hacían más que empeorarlo. Votando por la retórica de línea dura. Matando en el nombre de X, Y o Z.
¿Por qué no se limitaban a hacer su papel en el juego y dejar que el mundo se muriera?
Las palabras de Neil… de la noche anterior.
—Bueno, tenemos que pensar algo —dijo Sam—. Algo que cautive a Shelley. No vamos a atrapar a ese tipo sin tu ayuda, profesor.
¿Era eso lo que él quería? ¿Atrapar a Neil?
«Está haciendo daño a gente». ¿Qué importaba?
—¿Me oyes, profesor? ¿Profesor Bible? ¿Eooo…?
—Llámame Tom —dijo.
«Concéntrate y piensa». Ya había decidido que estaba sufriendo una respuesta en forma de estrés disociativo. La triste sensación de estar desubicado. La percepción de estar distanciado de sí mismo, como si fingiera cada sonrisa, cada palabra, cada respiración. Características clásicas de la «fase crisis» del estrés por un incidente crítico.
El mundo de Thomas Bible había quedado patas arriba. Como el personal de Gyges, se había vuelto irreconocible.
—Reconocimiento —dijo abruptamente, viendo de repente la respuesta a la pregunta de Sam.
—Despacio, Tom. Ha sido un día largo.
Miró a Sam y sonrió.
—Estaré bien. A diferencia de la mayoría, tengo un cerebro muy maleable, como si estuviera hecho de plástico.
—Como mis zapatos —respondió Sam.
El repiqueteo de los tacones de Sam tenía un eco aceitoso. Caminaban rápidamente por el aparcamiento subterráneo del Edificio Federal.
—Neil está diciendo algo sobre el reconocimiento —explicó—. Está diciendo que el reconocimiento, de uno mismo o de los demás, es simplemente una cuestión de programación.
Sam frunció el entrecejo en la sucia penumbra.
—No lo entiendo.
—Piensa. Sin reconocimiento, no hay nadie, como ha dicho Gyges. No hay gente, sólo cerebros zumbando que chocan con otros cerebros zumbando.
Sam pensó en ello durante varios repiqueteos más.
—Entonces, ¿qué significa Powski? —preguntó mientras se acercaban al ascensor—. ¿Que el placer es simple cuestión de programación?
—¿Por qué no?
Sam frunció el entrecejo, como si le sorprendiera algo que hubiera pensado antes.
—Casi parece que esté discutiendo contigo. Contigo en concreto, no con el mundo.
A Thomas se le encogió el estómago.
—¿Por qué lo dices?
Tenía la mirada penetrante, casi maníaca en su intensidad.
—Porque tú eres la única persona que puede descifrar su mensaje. Sin ti, estaría diciendo cosas que nadie podría entender, ¿no crees?
¿Por qué Neil había ido a su casa la noche anterior? ¿Por qué la confesión? Se había follado a Nora poco antes, su falso viaje a San Francisco lo dejaba claro. ¿Y qué? Se tira a Nora y después se pasa sin avisar por la casa de su amigo para tomar una copa y charlar un rato. Entre dos asesinatos, nada menos. Y la noche antes de que el FBI se ponga a buscar a sus viejos contactos.
Neil Cassidy era probablemente el hombre más brillante, más calculador que Thomas había conocido jamás. Sam tenía razón. Neil estaba llevando a cabo un juego que sólo Thomas conocía, lo que significaba que él tendría que jugar con él. Pero ¿por qué? ¿Lo necesitaba solamente para que enseñara a jugar a sus verdaderos oponentes, el FBI? ¿Para darles un empujón? ¿O lo estaba haciendo sólo por Thomas?
«¿Tanto me odia?».
Sintió una punzada en el pecho. Por un momento, se sintió como un niño, solo, abandonado por su único amigo. «Se ha estado follando a Nora todo este tiempo…». Y sonriendo, dándole palmadas en la espalda después. ¿No revelaba eso alguna clase de fijación, un odio patológico?
No necesariamente, tuvo que reconocer el profesor Thomas. Los amigos se tiraban a las mujeres de sus amigos todo el tiempo, incluso amigos a los que querían y respetaban de verdad. Si se odiaban, normalmente era para racionalizar su traición. «Parece un verdadero gilipollas» o «Se lo merece». Con todo, esos pequeños pecados tenían un impacto sorprendentemente pequeño en las expectativas y actitudes que conformaban la amistad. Era como si los dos comportamientos tuvieran lugar en una frecuencia diferente.
—Podría ser… —dijo Thomas apartando la mirada de Sam.
«¡Tiene que saberlo! ¡Díselo!».
—¿Qué pasa, profesor? —preguntó Sam. Justo entonces, el ascensor se abrió con un tintineo.
—Cynthia Powski —dijo al tiempo que las puertas se cerraban—. ¿Crees que puede seguir viva?
«¿Qué he hecho?».
—Podría ser… Pero lo dudo.
—¿Por qué? No mató a Gyges.
—Creo que en cierto sentido lo hizo, es un muerto en vida. Pero esta mañana no has visto el resto de la actuación de Cynthia Powski.
Thomas tragó saliva. No se le había ocurrido que pudiera haber más.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué pasa?
Sam dudó, su cara pareció aún más bella con esa concentración.
—Hay una pausa, y cuando empieza a grabar de nuevo Cynthia sigue en un apasionado trance, pero algo ha cambiado. Los neurólogos que hemos consultado creen que Cassidy le colocó un transmisor en las rutas del dolor primario a su cerebro…
—¿Las rutas espinotalámica y espinoreticular?
—Exactamente, y las utilizó para sustituir el panel de control del placer o lo que diablos utilice al principio de la grabación.
Thomas sólo pudo quedarse mirándola.
—Entonces le da un trozo de cristal roto.
Imágenes de Cynthia —recuerdos de esa mañana— cruzaron su mente, sus convulsiones ahora empapadas de sangre y cruzadas por una herida abierta tras otra.
Sam prosiguió.
—La percepción del dolor generado por el daño al tejido, nos dijeron, probablemente se detenía antes de que llegara a su cerebro, y se traducía a una señal que estimulaba directamente sus centros de placer. La reconfiguró como un salón de recreo, profesor, y después observó cómo se mutilaba para alcanzar el éxtasis.
—Dios mío —susurró Thomas.
Sus labios una «O» bostezada mientras gritaba, clímax tras clímax.
«Hizo que se cortara a sí misma. Hizo que quisiera cortarse…».
Sam parpadeó rápidamente.
—Espera a verlo, Tom. Dios no existe, créeme.
Cortándose los intestinos.
«¿Qué diablos está pasando? Despierta… ¡Despierta!».
—Pero eso es lo que Cassidy trata de decir, ¿verdad?
Thomas se cogió las manos para impedir que le temblaran.
La oficina del FBI era más pequeña de lo que Thomas esperaba y, excepto por la presencia del equipo de limpieza, parecía abandonada.
—Es difícil de creer que yo dirija el FBI, ¿verdad? —dijo Sam al mismo tiempo que señalaba su cubículo.
Thomas sonrió mientras catalogaba —por pura costumbre— las señales identitarias y los comportamientos que revelaba cada lugar de trabajo. Las cosas que decían: «Esto es mío, esto es lo que hago». Nada le sorprendió excepto, quizá, las agujas con la cabeza en forma de corazón azul en su tablón.
Thomas señaló con la cabeza una gorra de los New York Rangers que colgaba de una chincheta.
—¿Eres aficionada?
—Fanática —dijo Sam, sentándose en su silla. Se crujió los nudillos y se puso a teclear en su ordenador—. ¿Y tú?
—Demasiadas decepciones.
—¿Ah, eres de ésos?
—¿De cuáles?
Sam avanzó por una sucesión de ventanas brillantes en su pantalla plana.
—Uno de esos que creen que el deporte es cuestión de ganar.
—Creo que…
—Aquí está —le interrumpió Sam—. El cerebro de Neil Cassidy.
La pantalla estaba llena de secciones transversales de neuronas coloreadas con pigmento y con forma de castaña. Por un momento pareció imposible que esas imágenes pudieran tener alguna relación con su mejor amigo, por no hablar de lo que había visto esa mañana. Parecía demasiado abstracto, demasiado clínico, para ser el motor de los acontecimientos de ese día.
Pero ahí estaba.
—Según valoraciones externas —dijo Sam—, nada señala que a Cassidy le falten los circuitos de la pena o la culpa. Sin duda, no es un psicópata común.
Pero Thomas ya lo sabía. Neil carecía del comportamiento básico de la psicopatía o, en términos más generales, del desorden de personalidad antisocial. Neil y él eran íntimos desde hacía mucho tiempo, y aunque los psicópatas sabían cómo engañar a la conciencia en el corto plazo, siempre, más tarde o más temprano, mostraban crueldad.
—Pero es tan listo que da miedo —añadió Sam—. ¿Quieres que te imprima esos archivos?
—Por favor —dijo Thomas. Se sentía desconcertado. Conocer a agentes del FBI era una cosa, pero ir allí, caminar por los pasillos de la agencia, era algo totalmente distinto. Le recordó que estaba tratando con una organización, con todos los peligros y obstáculos que eso representaba. Normalmente se podía confiar en que los individuos fueran razonables, pero ¿una organización? Especialmente una tan enorme como el FBI. No importaba lo razonables que fueran las decisiones tomadas en una difícil coyuntura u otra, el triste hecho era que no se podía confiar en ellos para obtener algo cuerdo.
—¿Cómo has conseguido esto? —le preguntó cuando las primeras páginas empezaron a salir de la impresora láser.
—De la NSA.
Hablando de instituciones monstruosas.
—¿Y ellos cómo lo consiguieron?
—Las resonancias de bajo campo son parte de toda exploración biométrica del gobierno, especialmente en lugares sensibles. —Le dedicó una sonrisa torcida, extraña pero simpática—. ¿Quieres ver la tuya?
—Me estás tomando el pelo.
—No. Compruébalo. —Recorrió una serie de ventanas, introdujo un código y buscó entre lo que parecían datos y horarios. Otro gráfico de un cerebro, este tridimensional, apareció en la pantalla animado por colores cambiantes, como los contornos de temperatura en un mapa del tiempo.
—Cuando introduje tu nombre, me apareció esta foto de tu coco.
Thomas maldijo entre dientes.
—¿Da miedo, eh?
—Pero eso es inútil sin un análisis —dijo Thomas—. ¿Qué te dice a ti?
Una sonrisa dolorida.
—El análisis está incluido en el paquete. Mira.
Se abrió una pequeña ventana de texto en la esquina inferior izquierda. Thomas tragó saliva.
—Veamos —dijo Sam—. «El sujeto es inquieto: miedo y ansiedad, sobre todo, poca agresividad y ninguna intención asesina». Bueno, es un alivio. «El sujeto también presenta señales de pena y desorientación…». Oh, esto es interesante: «con una fuerte capacidad para el engaño». —Sam se echó hacia atrás y levantó la mirada hacia él—. ¿Me estás ocultando algo, profesor?
«¡Díselo!». Thomas se rio.
—No, conscientemente, no.
Sam sonrió.
—Es lo que pasa con estas cosas. Todo pistas y probabilidades. Pero me han dicho que el software mejora año a año.
—Seguro —dijo Thomas adustamente—. Parece ser que los de mi oficio ya sólo hacemos mapas de contextos… eso y pruebas de comportamiento paralelo. Ahí es donde está el dinero.
—¿Mapas de contexto?
—Sí. En ellos se establece una correlación entre distintos comportamientos, emociones, tareas mentales y cosas así para crear varios resultados en forma de imagen para las distintas poblaciones. Después se señala lo que esas manchas de color significan en términos de experiencia en el mundo real.
—Se leen las mentes… —dijo Sam.
—Peor.
—¿Y por qué el dinero está en… cómo se llama?
—Pruebas de comportamiento paralelo. —Thomas se rascó la nuca tratando de aparentar aburrimiento—. ¿Recuerdas que hace un par de años el gobierno prohibió a las empresas utilizar resonancias magnéticas de bajo campo con sus clientes y empleados? Desde entonces, las grandes empresas han invertido mucho dinero para convertir los resultados de varias pruebas de comportamiento (escritas, verbales, orientadas a la producción, cosas así) en varias clases de resonancia magnética. Es decir: si respondes de esta y esa manera a esta prueba y aquélla, pueden más o menos intuir tu bajo campo, y en consecuencia qué clase de cliente o empleado serás. Eso les ha dado una forma burda de eludir la ley. Y significa un montón de pasta para muchos psicólogos mediocres.
Toda la gente a la que le explicaba esto se quedaba estupefacta. Pero ¿qué esperaban? Vivían en un sistema social dedicado a la búsqueda de ventajas competitivas. La misma estructura de la sociedad que tanto apreciaban, a la que adoraban, estaba dedicada a conseguir de ellos que hicieran lo que los demás querían, incluso empleando la coerción.
Tú sólo podías apretar los botones que la gente no podía ver.
—¿Funciona? —preguntó Sam. Al parecer ella era más pragmática.
—Bueno —dijo Thomas, encogiéndose de hombros—. Menos de lo que querrían, más de lo que reconocen. No te creerías la cantidad de trolas que se tragan.
—Trabajo en el FBI.
—Incluso así.
Sam sonrió.
—Pero ya basta de diversión —dijo, recogiendo las páginas impresas y dándoselas a Thomas—. Tenemos que ver si la jefa sigue por aquí.
Sam sonrió con triunfalismo, como calculando ya los puntos que iba a ganar.
Sam lo guio por un laberinto enmoquetado de cubículos de trabajo, algunos completamente a oscuras, otros iluminados por caprichosos salvapantallas. Algo como un estremecimiento lo recorrió cuando vio por segunda vez a la agente Atta. Estaba en una zona de reuniones, enmarcada en cristal, hablando a un negro muy alto vestido con un traje elegante. Parecía difícil creer que justo aquella mañana había entrado en su despacho llevando consigo la locura. La agente especial en jefe, Shelley Atta, destructora de mundos…
Thomas se detuvo en la oscuridad.
—Logan todavía no ha llamado —estaba diciendo Atta—. No tiene ni idea de lo que está pasando.
Un estremecimiento acompañaba siempre a lo oído por azar, como si las palabras fueran dormitorios. Sam y él se quedaron quietos, absortos en la conversación con que se habían topado.
—¿Cuál es su historia? —preguntó el hombre negro—. ¿A quién se ha follado para ascender tan rápido?
—¿No has oído…?
Un aspirador cobró vida con un zumbido en el fondo de la oficina. El personal de limpieza.
Thomas se volvió y vio a Sam con el rostro lívido e inmóvil a su lado. Siempre era así. Por mucho que se recordara que las vidas que lo rodeaban recibían exactamente los mismos impactos que él, siempre se sentía ligeramente estupefacto cuando se enfrentaba a esa complejidad. Claro que ella había tomado una decisión precipitada de más. Todo el mundo estaba en el mismo barco. Sólo que ellos carecían de ojos para ver más allá de sí mismos.
—Joder —susurró ella.
—No le des demasiada importancia.
—¿A qué? —Su voz se rasgó—. ¿A que arrastren mí reputación por el fango?
Thomas tiró de ella hacia un lado.
—La gente chismorrea. Es parte de ser humano. Algunos creen que es la clave evolucionaría de nuestra inteligencia. —Se calló, ligeramente avergonzado. Nora siempre se reía de esa costumbre de creer que el conocimiento podía ayudar a la gente en momentos difíciles. Reflexionó un momento—. ¿Con quién está hablando Atta?
—Dean Heaney. Nuestro asesor del Departamento de Justicia.
—¿Se conocen? ¿Son viejos amigos?
—No.
Sabía que lo estaba haciendo de nuevo, pero no podía parar.
—Mejor todavía. Cuanto más superficial es el conocimiento, más probable es que la persona que oye las acusaciones de esos defectos los atribuya al acusador.
—¿En serio? —preguntó Sam en un tono raro.
—En serio —respondió Thomas, aunque sabía que había hecho más mal que bien. ¿Por qué? ¿Por qué eran los hechos tan impotentes ante el dolor?—. Lo llaman transferencia de rasgos.
Sam lo miró airada. Le caía una lágrima por la mejilla izquierda.
—¿Y si son ciertas? —preguntó.
—¿El qué?
—Las acusaciones —dijo ella, volviéndose.
—¡Sam! —gritó, siguiéndola—. Sam, no pretendía…
—¿Bible? —preguntó alguien con incredulidad. La agente Atta. Sam se detuvo y se volvió—. ¡Bible! —gritó Atta a su espalda—. ¡No se mueva, gilipollas!
Thomas se detuvo en seco.
—Arriba las manos. Por encima de la cabeza.
Thomas obedeció, demasiado asombrado para decir o pensar nada.
—Ahora vuélvase lentamente.
—¿Shelley? —gritó Sam—. ¡Está aquí para ayudar!
—¿Ayudar? No lo creo.
Thomas se había dado la vuelta mientras ella lo decía, pero su protesta se sofocó cuando vio la pistola de la agente Atta apuntando contra su pecho. Un punto rojo oscilaba en la pechera de su cazadora. Una oleada de calor le recorrió. Terror.
—Est… esto es una locura —gruñó.
—Me temo que su opinión profesional sirve de poco aquí, profesor. Está sufriendo una crisis de credibilidad.
—¡Shelley! —gritó Sam.
En la oscuridad, el rostro de la agente Atta era duro y atractivo como lo son las mujeres sólidas. Algo en sus ojos le dijo a Thomas que le estaba gustando apuntarle con la pistola.
—Tu amigo el profesor —le dijo a Sam— ha sido lo que podríamos llamar «poco comunicativo». Parece que mientras lo estábamos interrogando esta mañana en su despacho, nuestro sospechoso estaba durmiendo la resaca en su casa. —Se detuvo un instante para dejar que el significado de sus palabras hiciera su efecto—. Gerard está allí. Los de la científica están de camino.
Sam se acercó a su jefa con cautela, dedicando una mirada interrogadora a Thomas al mismo tiempo. El asesor del Departamento de Justicia, Dean Heaney, se sentó en una esquina de un escritorio desocupado, justo detrás de la agente Atta. Sonreía como si estuviera viendo una pelea entre dos familiares a los que despreciara por igual.
—Pregúntaselo —le dijo a su subordinada.
—¿Es cierto? —dijo Sam rígidamente, con una expresión entre asombrada y desolada. Muy poco profesional.
Por alguna razón estúpida, Thomas lo supo: «Se está enamorando de mí».
—Sí —dijo.
O se había estado enamorando.
—Por eso esta mañana has salido corriendo a tu casa.
—Quería decírtelo, pero…
De repente, su porte se volvió duro y cínico, profesional. Por alguna razón, a Thomas eso le pareció tan desconcertante como la pistola de la agente Atta.
—¿Querías? —dijo—. Entonces, ¿por qué no lo has hecho?
«¿Adónde te has ido, Sam?».
—No estoy seguro.
—¿Este tipo es profesor de psicología? —dijo con una carcajada Dean Heaney—. Recordadme que no lleve a mis hijos a Columbia.
Entre la pistola, las acusaciones y Sam, Thomas se sentía como si tuviera un ataque al corazón.
—Ha sido mi mejor amigo durante dieciocho años —dijo con vehemencia—. ¡Dieciocho años! ¿Qué esperabais que hiciera?
—Lo correcto —dijo la agente Atta.
—¿Y entregarlo a los federales es siempre lo correcto, verdad? Hablando de malditas crisis de credibilidad… No. Tenía que estar seguro.
La agente Atta sacó unas esposas.
—Dígame honestamente, agente Atta —dijo Thomas rápidamente—. Si los federales estuvieran buscando a alguien a quien usted amara, ¿lo entregaría rápidamente?
La pregunta pareció cogerla con la guardia baja. Miró nerviosamente a Sam.
—Cuidado —dijo Heaney—. Podría ser un truco mental de jedi.
—¿Qué opinas, Samantha? —preguntó Atta.
El miedo repentino e irracional de que la agente Atta iba a ejecutarlo se apoderó de Thomas. «¡Una pistola de verdad!», la idea corrió entre sus pensamientos presa del pánico.
—Creo que lo necesitamos —dijo Sam precipitadamente—. Sabe lo que Cassidy está haciendo, Shelley. Y creo que sabe por qué. Nos ha dado un motivo, un motivo real, por el amor de Dios.
—Un motivo.
—Mejor que cualquier cosa con la que hayan dado esos bromistas del Centro Nacional para el Análisis del Crimen Violento. Mucho mejor.
Los grandes ojos de chocolate de Atta se detuvieron en Thomas un momento.
—Hable —dijo.
—Es una larga historia.
Atta enfundó su Glock.
—Entonces se viene conmigo —dijo.