17 de agosto, 11:46
Esos pensamientos zumbaban en su mente como avispas en la playa, molestando, amenazando, sin picar nunca. Así es como era. Por supuesto que en alguna ocasión se había preocupado por Neil y Nora, pero siempre había decidido confiar en ellos. Confiar.
Y ahora había que verlo: picado hasta ser incapaz de sentir la picadura.
La agente Logan lo siguió de vuelta a su casa, donde él dejó su coche. Ahora estaba sentado junto a ella en su Mustang, estupefacto de más formas de las que hubiera creído posibles. Un niño con el pelo como la lana y una esponja les limpió el parabrisas en un cruce. A Thomas le reconfortó la visión de Logan buscando unas monedas. Incluso sonrió cuando soltó un par de tacos.
—¿Por qué usted? —preguntó él después de que ella le diera al niño unas monedas de diez y veinticinco centavos.
—¿Perdón?
—¿Por qué la han mandado a por mí?
—La jefa ha pensado que soy como usted.
—¿Cómo?
—Sincera —dijo con una sonrisa irónica. Apartó la mirada para girar a la izquierda—. Sincera y confundida.
El bar estaba frecuentado por gente del lugar. Era uno de esos establecimientos que dependía del flujo y el reflujo del día laborable en la misma medida que en la regularidad de acontecimientos deportivos que no se retransmitían en abierto. Un bar para dar las gracias a Dios por la llegada del viernes, pensó Thomas. Se pararon en la entrada para que Sam pudiera introducir un billete de cinco dólares en una burbuja de plástico para donaciones del Ejército de Salvación. Dentro, había una camarera junto a una falsa caja registradora antigua charlando con una mujer que parecía la encargada. Aparte de ellas, no había nada más. Thomas siguió a la agente Logan hasta una mesa junto a la ventana, sintiéndose como un intruso a pesar de todas las señales de denso tráfico humano. Comparado con el soleado clamor de la calle, aquel lugar parecía una cueva con techos falsos. Olía a cerveza y a cojines viejos.
—¿Qué ha pasado antes? —preguntó la agente Logan apoyando los codos sobre la mesa.
A través del cristal tintado que quedaba a su derecha, un desfile de consumidores recorría la acera. Una mamá de barrio residencial. Un comercial con traje marrón. Un fan de los New Jersey Devils de clase obrera. Etcétera. Thomas simuló estar interesado en ellos al hablar.
—Mire, todavía recuerdo lo que Neil me dijo en nuestro banquete de bodas. Me llevó aparte y señaló a Nora, que estaba bailando con su padre, creo. «Tiene un polvazo». —Thomas se pasó una mano por la cara y se quedó mirando el mugriento interior del bar. Su risa era dolorida—. Creo que hablaba por experiencia.
Cuando cerró los ojos los vio juntos. Neil y Nora.
La agente Logan lo contempló un momento con los ojos bien abiertos y llenos de solidaridad.
—Ya lo sabe, profesor Bible, el engaño sistemático de los íntimos es una señal de…
—No —exclamó Thomas—. Por favor, ahórreme la mierda psicológica del FBI. Sabe quién soy, a qué me dedico. No es necesario que me insulte con los apuntes medio olvidados de un curso en Quantico.
La agente Logan volvió la cara hacia la ventana con expresión impertérrita.
Thomas negó con la cabeza.
—Mire, lo siento. De veras. Es sólo que…
—¿Qué, profesor Bible?
—Llámeme Tommy, por favor. —Se interrumpió cuando se acercó la camarera, una rubia de cara rosada que dejó las cervezas sobre unos posavasos.
—¿Sabe lo que son los sueños?
—Creo que me quedé dormida cuando explicaron esa parte en Quantico —respondió ella.
—Nuestros cerebros son redes plásticas. —Se interrumpió. Después añadió—: Plásticas en el sentido de maleables, no que sean de plástico como sus zapatos.
—Buen golpe —dijo Samantha sonriendo.
—Todos los comportamientos generados por nuestros cerebros surgen de distintas configuraciones neuronales. A su vez, esas configuraciones surgen de distintos estímulos de nuestro entorno… Es como una mini evolución: esos comportamientos que nos permiten enfrentarnos con éxito a nuestro entorno se ven reforzados. Reproducidos. Los que no, son descartados, al menos en teoría.
Mientras lo decía, se dio cuenta de que estaba hablando más para sí mismo que para ella. El dolor podía doblar tus palabras hasta convertirlas en círculos. ¿Tenía que ser así? Sentado con una desconocida en un bar de mala muerte… ¿Tan solo estaba?
—¿Qué tiene eso que ver con los sueños?
Thomas se encogió de hombros.
—Algunos dicen que los sueños permiten que nuestras redes neuronales se reconfiguren de acuerdo con circunstancias posibles y no reales. Soñando distintas situaciones, nuestro cerebro se prepara para distintas eventualidades. Los sueños permiten que nuestro cerebro se las arregle.
—¿Cómo simulaciones de entrenamiento?
—Exactamente.
Samantha frunció el entrecejo.
—¿Y qué tiene que ver eso con todo esto?
Thomas se secó furiosamente las lágrimas.
—Nunca, ni una sola vez, he soñado que esto pudiera pasar. —El puño que se llevó a la frente se convirtió en una muñeca apretada contra su sien—. Mierda…
«Neil y Nora».
Thomas se excusó para hacer una llamada desde su móvil. Se volvió para mirar a la agente Logan desde el centro de la pista de baile desierta. Ella estaba mirando por el cristal: era el mismo retrato de la impaciencia y la ambición, y a causa de ello resultaba mucho más imponente. Mientras escuchaba el tono, se pregunto si tenía a una persona que le importara. La gente obsesionada con su carrera solía ser soltera…
—Sip —respondió una voz áspera.
—Hola, Mia —dijo Thomas.
—Tommy, joder. ¡Te he estado llamando!
Un ejército de instintos paternales le asaltó.
—Tenía el teléfono apagado. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Nada importante. Sólo que Nora ha llamado para decirme que venía a recoger a los niños.
—¿Qué le has dicho?
—Que antes tenía que hablar contigo, y que después la llamaría.
Oyó a Frankie gritando «¡Papi, papi, papi!» al fondo. Imaginó a Ripley sentada junto al ventanal de la casa de Mia, pintando, después una imagen de Cynthia Powski la borró.
—Olvídate de que ha llamado.
—¿Estás seguro? Estaba muy rara. ¿No tenía que estar en San Francisco?
—Tenía. Pero resulta que se estaba follando a un viejo amigo.
Qué fácil de decir.
—Oh…
—Tengo que dejarte, Mia.
—¿Estás bien, Tommy?
—Ahora no puedo hablar, Mia.
Cortó y se metió el móvil en el bolsillo de la americana. Miró hacia la agente Logan, que lo contemplaba con la sonrisa triste de los que están atrapados en el perímetro de unos acontecimientos dolorosos.
—Sólo quería ver cómo estaban los niños —explicó al volver a sentarse.
Samantha sonrió.
—Son preciosos.
Él la miró con aspereza.
—Tiene que tranquilizar un poco esa paranoia, profesor. Lo he seguido desde Columbia, ¿recuerda? Los he visto en el porche de la casa de su vecino. Como he dicho, son unos niños preciosos.
Thomas se rascó la nuca.
—Olvídelo. Pero ¿por qué me ha seguido?
Samantha se encogió de hombros.
—Estaba desesperada. Necesitaba pistas. Quería decirle, por cierto, que me ha encantado cómo se ha enfrentado a nosotros en su despacho. —Se rio—. Mostrarle la grabación así ha sido un error. Le he dicho a Shelley que lo lamentaría.
—La agente Atta me ha parecido ligeramente engreída.
Samanta se encogió de hombros.
—No me sorprende. No es fácil ser una mujer árabe-americana en el FBI… —Se interrumpió para darle un sorbo a la cerveza y después, con una sonrisa culpable, añadió—: Mi padre decía que lo único que hay peor que una zorra, es una mujer enfadada con razón.
Thomas se rio. O Samantha Logan era una persona normal o estaba tratando de presentarse como tal. ¿Era una táctica?
—¿Siempre expresa tan rápidamente sus opiniones, agente Logan?
Sonrisa dolorida.
—Supongo que es inútil tratar de engañar a alguien con un doctorado en engaños.
—Eso es un filósofo —dijo Thomas—. Yo soy sólo un psicólogo.
Thomas se sorprendió riéndose con ella, aturdido por la rapidez con que había logrado cambiar su humor. Había algo en su sonrisa, una especie de sinceridad sin trabas, que evocaba padres irreverentes y cariñosos, y una infancia pasada bromeando alrededor de la mesa. No pudo evitar preguntarse cuánto tenían en común. «La jefa ha pensado que soy como tú».
—Y ésa es la razón —dijo la agente Logan, que inclinó la cabeza y se detuvo en esa palabra, un gesto extraño pero encantador— por la que nos vendría bien su ayuda en este caso.
Él soltó un bufido escéptico.
—Lo que necesitan es un neurólogo.
—¿Un psicólogo no es algo muy parecido?
Thomas hizo una mueca.
—La neurología es la ciencia del cerebro. La psicología es la ciencia de la mente. Parece sencillo, supongo, pero las cosas se complican cuando se trata de comprender la relación que hay entre ambas cosas.
—¿La relación entre la mente y el cerebro?
Thomas asintió con la cerveza en los labios.
—Algunos dicen que la mente y el cerebro son en realidad lo mismo, pero en distintos niveles de descripción. Otros dicen que son cosas completamente distintas. Y todavía hay otros que dicen que sólo el cerebro es real, que la mente, y por lo tanto la psicología, son una bobada.
—¿Y usted qué opina?
—Sinceramente, no lo sé. Para mí lo aterrador es que a medida que pasan los años y la neurociencia madura, la relación entre las dos disciplinas empieza a parecerse cada vez más a la que hay entre la astronomía y la astrología, o entre la química y la alquimia.
—¿Por qué?
Esperó, asombrado por la franqueza desinteresada de su expresión. A lo largo de su incesante esfuerzo para captar la atención de sus estudiantes, había memorizado innumerables pseudohechos relacionados con las preocupaciones de los estudiantes de primer año. En consecuencia, sabía demasiado sobre los mitos y los detalles de la atracción. Sabía, por ejemplo, que Sam tenía todos los rasgos que a los hombres de las culturas occidentales les parecían atractivos: ojos grandes, nariz esbelta, pómulos altos y mandíbula delicada. Sabía que, cualesquiera que fueran las circunstancias, mirarla encendería los centros de gratificación en los cerebros de la mayoría de hombres.
Incluidos los suyos.
—Porque la neurología es una ciencia natural —respondió tras carraspear—. Observa el comportamiento y la conciencia de los humanos como procesos naturales, como cualquier otro proceso del mundo natural. De hecho, da explicaciones causales de lo que somos.
—¿Y la psicología no?
—No, no. La psicología implica algo llamado «explicaciones intencionales», que es algo un poco tramposo desde un punto de vista científico. —Se dio cuenta de que respiraba hondo, como si estuviera cobrando ánimo para una tarea ardua—. Por ejemplo, ¿por qué acaba de darle un trago a su cerveza?
Samantha frunció el entrecejo.
—Porque he querido —dijo con poca convicción.
—¿Lo ve? Eso es una explicación intencional. Una explicación psicológica. Así es como los humanos se explican y se comprenden a sí mismos casi siempre: en términos de intenciones, deseos, objetivos, esperanzas y demás. Utilizamos explicaciones intencionales.
—¿No son científicas?
El pie de Samantha rozó su pierna y una sacudida recorrió el cuerpo de Thomas. Pero comprendió que sólo se estaba quitando los zapatos.
—En primera instancia, no —respondió—, no. Antes de la ciencia, en buena medida comprendíamos el mundo en términos intencionales. Desde los albores de la historia documentada, casi todas nuestras explicaciones del mundo han sido psicológicas. Pero entonces llega la ciencia y bang. Si antes las tormentas se comprendían en términos de dioses enfadados y cosas por el estilo, ahora se comprenden en términos de altas presiones y demás. La ciencia casi ha expulsado a la psicología del mundo natural.
El desencantamiento del mundo. En sus clases, Thomas siempre se esforzaba por transmitir lo extraordinaria que era esa transformación. La Grecia homérica, la India védica, el Israel bíblico: en términos de estructura, esos mundos estaban cortados por el mismo patrón que la Tierra Media de Tolkien. Sancionados por la tradición, sí, afianzados por el asentimiento de las masas, sin duda, pero igualmente proyecciones de la presunción humana. Eran mágicos. ¿Qué podía ser más extraordinario? Toda la raza humana había pasado la mayor parte de su existencia viviendo en varios mundos de fantasía, rezando, arrodillándose, asesinando, vengando, todo en nombre de un sueño. Toda la humanidad engañada. Y si Neil tenía razón, poco era lo que había cambiado.
—Hasta la ciencia —prosiguió— los humanos no éramos capaces de distinguir las afirmaciones buenas de las afirmaciones malas, más allá de la tradición y el propio interés. De modo que, ¿por qué no fabular? ¿Inventarse cosas? ¿Por qué no elaborar sistemas de creencias que alimentan nuestra vanidad, nuestra necesidad de tener a todo el mundo en su sitio? No es un accidente que nos hayamos inventado miles de religiones distintas, cada una de ellas distintiva de una cultura.
Sam esperó para beber y reorientarse, supuso Thomas.
—Entonces, ¿por qué siempre había pensado que la psicología era una ciencia?
—Porque, en parte, lo es. Utiliza muchas de sus herramientas y procedimientos. Avanza mediante hipótesis. El problema está sobre todo en su materia.
—La mente.
—Ajá. Para decirlo sin rodeos, la mente es, bueno, alucinante. Las antiguas raíces griegas de psichos y logos significan literalmente «el discurso del alma». Las raíces de «neurología», por otro lado, son neuron y logos, o «el discurso de los músculos». Esto resume la diferencia crucial: la neurología se enfrenta a los mecanismos de la carne, mientras que la psicología lo hace con la sintaxis de lo inefable. Tú me dirás qué es más científico.
Se rio.
—Se equivoca, profesor.
—¿En qué?
—Usted es un filósofo.
Se dio cuenta de que se estaba riendo demasiado. Una respuesta fuera de lugar para unas circunstancias fuera de lugar. En cierto sentido, era demasiado absurdo tomárselo en serio: Neil un loco, Nora tirándoselo, y esa agente del FBI invitando a Thomas a cervezas para tratar de averiguar su paradero. «Ja, ja, Neil se está tirando a Nora. Ja, ja, Neil asesina a inocentes. Ja, ja, ja…». La expresión de la agente Logan le dijo que lo comprendía, si no explícitamente, al menos al nivel de las oscuras señales corporales. De repente Thomas se sintió cercano a esa desconocida, aunque no sabía absolutamente nada de ella.
«Intimidad rebotada —se advirtió—. Ve despacio. Ha sido un día muy largo». Algo en ella despertó ese cosquilleo ansioso, adolescente: ese deseo casi desesperado de gustar. Le pareció que oía a Neil riéndose al fondo.
«¿Tienes un brazo como el de Dios?». Los ojos de Samantha refulgieron al beber otro sorbo.
—Tiene que trabajar conmigo en esto, profesor.
Thomas negó con la cabeza, con los pensamientos inmersos en una neblina de exigencias y confusiones. Estaban sucediendo demasiadas cosas demasiado rápido.
—Como te he dicho, no soy neurólogo. Te diré lo que quieras saber, pero soy sólo un académico anticuado.
—Profesor…
—Tom. Llámame Tom.
—Está bien, Tom. Mira, con todo esto… —Dudó—. ¿Sabías que desde que se alteró la Deriva del Atlántico Norte, el número de ataques ecoterroristas contra objetivos norteamericanos se ha triplicado?
Por casualidad, en el mismo momento en que ella decía eso, Thomas había mirado de soslayo la televisión que había sobre la barra: imágenes de la CNN de la rarísima nevada del norte de Francia. Una nevada antes de septiembre. Naturalmente, todo el mundo le echaba la culpa a América y su pasión por los monovolúmenes.
—Los recursos de la agencia —prosiguió Samantha— ya estaban al límite con la campaña antiterrorista. Y ahora el Quiropráctico anda suelto por la ciudad y es peor incluso que el Hijo de Sam. ¿Cuántos agentes crees que Washington ha destinado para detener a Neil Cassidy?
»Dieciocho, la mayoría de ellos a tiempo parcial. Aquí en Nueva York sólo somos tres: Shelley, Danny y yo, junto a los prestados por la policía de la ciudad. Todos los demás están trabajando en el caso del Quiropráctico. Necesitamos tu ayuda, Tom. De verdad.
Ahí estaba, el motivo de esa cerveza entre colegas. Quería que le hiciera un perfil de su mejor amigo, que le diera un marco que pudieran utilizar para explicar y quizá incluso prever sus movimientos. Thomas estudió su cara, esta vez tratando de ignorar su belleza. Parecía tener veinticinco años pero algo en su manera de desenvolverse decía que tenía al menos treinta.
—Mira, agente Logan, yo…
—¿Qué hay de la venganza, profesor? —preguntó a bocajarro—. ¿Qué tal joder al hombre que se tiraba a tu mujer?
Ahí estaba. Había tomado el atajo.
Debería haberse ofendido, pero… No parecía tener espacio para más rabia.
—La Discusión —dijo, con los ojos atraídos de nuevo por la televisión.
Ella frunció el entrecejo y negó con la cabeza.
—No lo entiendo.
Las imágenes de quitanieves fueron sustituidas por las de manifestantes en las gélidas calles de París. Caras francesas aullando, con los cuellos subidos, el miedo y el furor condensados en sus exhalaciones. Los climatólogos más pesimistas tenían razón: el calentamiento global había alterado el equilibrio climático, inundado los océanos con agua fría de los casquetes helados, y la Deriva del Atlántico Norte, que había calentado Europa desde Lisboa hasta Moscú —o lo que quedaba de Moscú— había desaparecido. Por su latitud, Europa se estaba convirtiendo lentamente en una versión del Ártico canadiense.
«¿Qué hemos hecho?».
—¿Profesor?
Thomas se aclaró la garganta y se pasó una mano sudorosa por la mejilla y el mentón.
—En esa grabación que me habéis mostrado esta mañana. Cuando la chica le pregunta qué está haciendo, la voz, supongo que Neil, dice que está discutiendo.
—¿Y?
—Creo que sé cuál es la Discusión. Creo que conozco los motivos de Neil.
—Tienes que entenderlo: Neil y yo éramos muy amigos en la universidad. Muy amigos.
—No quisiera ofenderte, pero tengo que preguntártelo: ¿erais amantes?
Thomas sonrió.
—Una vez, mientras hacíamos lucha libre borrachos, quiso meterme un dedo por el culo, pero el romanticismo no pasó de ahí.
Samantha se rio.
—He tenido citas peores. Créeme.
—No éramos amantes —dijo— pero sólo porque no había atracción física. Éramos como hermanos, como hermanos gemelos, sabíamos lo que estaba pensando el otro, que… —Thomas negó con la cabeza—. Confiábamos en el otro.
«¿Incluso entonces, Neil? ¿Ya me estabas jodiendo incluso entonces?».
—Que tiene que ver eso con la Discusión.
Dio un sorbo rápido, más para organizar sus pensamientos que para otra cosa.
—Bueno, Neil y yo no estábamos tan fascinados el uno por el otro como fascinados por las mismas cosas, los mismos temas. Debatíamos incesantemente, sobre las armas nucleares o sobre el Tratado de Libre Comercio. Después nos matriculamos en esa clase de filosofía sobre escatología, sobre todas las cosas apocalípticas, que daba ese profesor quemado, de la era de Vietnam, que estaba obsesionado con el fin del mundo: Skeat, el profesor Walter J. Skeat. —Le habló del curso, le contó que se habló en él del apocalipsis nuclear, el bíblico y el ambiental, y al hacerlo recordó todas las juveniles llamaradas de comprensión que habían convertido la clase en una especie de experiencia religiosa. Todo se llenaba de significado cuando el mundo se hallaba en su lecho de muerte. Cada palabra se convertía en una última palabra—. Pero lo que nos llamó la atención de veras —dijo, con la mirada perdida entre recuerdos— y a lo que el viejo Skeat dedicó la mitad del tiempo, fue algo que llamaba el Apocalipsis Semántico, el apocalipsis del significado.
—¿Por qué os interesaba tanto?
Thomas se refugió en otro trago, consciente de que ella lo estaba observando. ¿Le parecía él tan atractivo a ella como ella se lo parecía a él? Las mujeres eran tan sensibles a la simetría facial como los hombres, pero su preferencia por los rasgos infantiles frente a los masculinos variaba de acuerdo con su ciclo menstrual, es decir, con su fertilidad. Thomas supuso que él era todo un ejemplo de simetría —le gustaba creerse un tipo guapo—, pero sin duda sus rasgos eran más bien juveniles. Una verdadera cara de niño triste.
¿Era ésa la razón por la que Nora lo había traicionado? ¿Acaso Neil la había sorprendido ovulando?
—Porque —dijo, tratando de recuperar su línea de pensamiento anterior— Skeat afirmó que el Apocalipsis Semántico ya había tenido lugar. Así fue como empezó la Discusión.
Samantha frunció el entrecejo.
—¿La Discusión?
—Así lo llamábamos.
—¿Y en qué consistía?
—Tenía muchas formas. ¿Recuerdas que te he dicho que la ciencia había acabado con el mundo de la finalidad? Por alguna razón, cuando la ciencia se topa con la intención o la finalidad, acaba con ellas. Tal como lo describe la ciencia, el mundo es arbitrario y azaroso. Hay innumerables causas para todo, pero no hay razones para nada.
—Por supuesto —dijo Samantha—. A veces las cosas fallan. No hay… —Se detuvo e inclinó la cabeza con aspecto pensativo—. Lo que sucede no tiene significado. Lo que sucede… sucede.
Thomas sonrió, impresionado. Sin duda, ella no estaba de acuerdo con él —la Discusión iba mucho más allá de las ideas preconcebidas sobre la programación y la socialización—, pero tenía al menos la versatilidad necesaria para tomarse en serio esa idea. Se dio cuenta de por qué sus superiores le daban libertad para hacer algo así, tomarse una cerveza con un posible testigo presencial. Era una verdadera profesional y estaba más predispuesta a comprender que a imponer sus propias ideas. La verdad de la Discusión era allí irrelevante.
¿Lo era?
—Los «designios de Dios» o aquello en lo que creas no son nada más que suerte ciega. Esa es la razón por la que a las aseguradoras les da igual que reces mucho o poco o a quién lo hagas. Muchas veces parece que no sea así, pero una vez analizas nuestra inclinación a interpretar las cosas de acuerdo con nuestros intereses y a escoger meticulosamente lo que nos tomamos en serio, resulta dolorosamente claro que nos estamos engañando.
—¿Te refieres a la religión?
Thomas se detuvo y cogió su cerveza. La gente era lamentablemente crédula, capaz de creerse cualquier cosa. Y una vez que se lo creían, tenían innumerables estrategias para esquivar y negar al mismo tiempo que seguían convencidas de ser las personas más abiertas de mente e imparciales del mundo. Reescribían los recuerdos. Estudios sobre fueras de juego en el deporte demostraban que sus percepciones estaban distorsionadas. Creaban explicaciones a su medida y después se las creían con convicción religiosa. Cuando no ignoraban del todo las pruebas de lo contrario que ellos sostenían, las convertían en pruebas de la certeza de sus queridas creencias. El cerebro era un engañabobos, lisa y llanamente. Las pruebas experimentales de ello eran evidentes e incontrovertibles, pero gracias a una cultura basada en la falsa atribución de poder a uno mismo, apenas se podía oír un leve murmullo por encima del rugido de la autocomplaciencia. Nadie, de conductores de camión a investigadores del cáncer, quería oír que estaba demasiado focalizado en sí mismo y era propenso al error. ¿Por qué molestarse con una reprimenda científica cuando podías tener una paja mundial?
—Todo el mundo cree que ha ganado la lotería de las creencias mágicas, agente Logan.
—¿Qué es eso?
Asintió ante el desfile de peatones que pasaron al otro lado de la ventana.
—Todo el mundo cree que tiene más o menos dominio sobre las cosas, que él, a diferencia de los miles de millones que no están de acuerdo con él, ha tenido la suerte de dar con el único sistema de creencias verdadero.
En su rostro se formó una sonrisa apenada.
—Yo también he visto unos cuantos engaños, créeme. La gente a la que perseguimos se alimenta de ellos.
—No sólo la gente a la que persigues, agente Logan. Todos nosotros.
—¿Todos nosotros? —repitió. Algo en su tono le dijo a Thomas que la distinción entre ella y sus presas le resultaba importante. No era sorprendente, dadas las cosas que debía haber presenciado con los años.
Decidió intentarlo de otra forma.
—No es que estemos engañados sobre puntos claves de la interpretación bíblica, védica o coránica, se trata de la base…
Se echó hacia atrás en su asiento, mirándola a los ojos.
—¿Te das cuenta de que cada pensamiento, cada experiencia, cada elemento de nuestra conciencia, es producto de varios procesos neuronales? Lo sabemos gracias a los casos de daño cerebral. Lo único que tengo que hacer es meterte el gancho de una percha por un ojo, menearla un poco, y estarás totalmente cambiada. —Esta descripción siempre suscitaba expresiones de asco en su clase, pero la agente Logan no parecía impresionada.
—¿Y?
—Tienes razón. En cierto sentido, es una trivialidad. Cada vez que te tomas una aspirina, estás asumiendo que eres un biomecanismo, algo que puede ser retocado con productos químicos. Pero piensa en lo que he dicho. Cada una de tus experiencias es producto de procesos neuronales.
Parecía poder sentir a Neil apoyado en su hombro mientras decía esto, un aura sonriente, perfecta conocedora del destino, pero mórbidamente curioso por el camino que él tomaría. Neil miraba las cabezas del mismo modo en que los niños malhumorados miraban los juguetes: como cosas con las que te joden.
—No te sigo, profesor.
Thomas arqueó los hombros y las palmas de las manos en un gesto profesional de «esto no va a gustarte».
—Bueno, ¿qué pasa con el libre albedrío? Eso es una experiencia, ¿no es así?
—Por supuesto.
—Lo que significa que el libre albedrío es un producto de procesos neuronales.
Una pausa cansada.
—Debe serlo, supongo.
—Entonces, ¿cómo puede ser libre? Es decir, si es un producto, y lo es… podría enseñarte estudios de pacientes con daños cerebrales que creen que deciden todo lo que sucede, que creen que dominan las nubes en el horizonte, los pájaros en los árboles. Si la voluntad es producto de neuronas en funcionamiento, ¿cómo va a ser libre?
Frunciendo el entrecejo, Sam echó la cabeza hacia atrás y se bebió la cerveza como un camionero. Thomas contempló cómo su esbelto cuello, con el color de la corteza de un árbol joven, se flexionaba mientras bebía.
Jadeó y dijo:
—Yo he decidido beber, ¿no?
—No lo sé. ¿Tú qué crees?
Por primera vez su cara adoptó una expresión abiertamente incrédula.
—Por supuesto. ¿Quién si no?
—Bueno, lo cierto, lamentablemente no una especulación, es que tu cerebro simplemente ha procesado una cadena de percepciones sensoriales, mientras yo parloteaba, y después ha generado una determinada respuesta en tu comportamiento: que bebieras.
—Pero… —se interrumpió.
—No parece así —dijo Thomas, completando su frase—. Está claro que nuestra sensación de desear cosas es… bueno, ilusoria. Llevé a cabo una serie de experimentos que demostraban lo fácil que era engañar a la gente para que pensara que quería hacer cosas sobre las que en realidad no tiene control. Eso fue el trabajo de campo. Después, cuando los costes de la neuroimagen empezaron a caer en picado (¿recuerdas toda esa expectación de hace años con la resonancia magnética en bajo campo?), cada vez más investigadores demostraron que podían determinar las elecciones de sus sujetos antes de que fueran conscientes de que las tomaban. La voluntad es un añadido de alguna clase, algo que nos llega después del hecho.
Ahora ella parecía verdaderamente inquieta. Thomas había visto la misma expresión en miles de caras de estudiantes, la expresión de un cerebro, habría dicho Neil, discrepando consigo mismo, un cerebro que no era capaz de reconciliarse con su experiencia.
El cerebro podía asir casi cualquier cosa excepto a sí mismo. De modo que se inventaba las cosas. Se inventaba mentes… almas.
—Pero eso no puede ser… —empezó Sam—. Quiero decir, si realmente no elegimos, ¿entonces…? —Thomas hizo una mueca de comprensión—. ¿Cómo puede algo ser bueno o malo? ¿Correcto o incorrecto?
—Exactamente. La moralidad. ¿No significa la moral que tenemos que tener libre albedrío?
—¿Quién ha dicho que la moralidad sea real?
Sam movió el labio inferior un momento y después añadió:
—Mierda. Tiene que ser…
Un tráiler morado rugió al otro lado del cristal, transportando quién sabe qué a quién sabe dónde. Su rugido diésel se desvaneció entre el sonido de una multitud que aplaudía entre la cháchara monocorde de los altavoces de la televisión. Los soldados, anunció una voz enlatada, estaban de nuevo de camino a la guerra.
—Pero yo tomo decisiones, constantemente.
Ahora estaba discutiendo, advirtió Thomas, no solamente tomándose en serio disparates académicos sólo para localizar a Neil. La Discusión le hacía eso a la gente. Recordaba el horror que había engendrado en él, hacía años, en las clases de Skeat. La sensación de que se había cometido alguna clase de atrocidad, aunque sin fecha ni ubicación. En no pocas ocasiones Neil y él habían cometido el error de debatir aquello estando catastróficamente colocados, un error para Thomas, en cualquier caso. Se quedaba sentado rígido, acuciado por paranoias, y sus ojos sondeaban y ponían a prueba el leve tejido que en el pasado habían sido sus cimientos inconscientes mientras Neil se reía a carcajadas, recorriendo la habitación como si fuera una jaula. Thomas lo veía ahora, con el pelo ladeado, agachándose para mirar su cara. «Guau, tío… piensa en ello. Eres una máquina. ¡Una máquina que sueña que tienes alma! Nada de esto es real, colega, y podemos demostrarlo». Thomas se frotó los ojos.
—En circunstancias controladas, los investigadores pueden determinar las elecciones que tomamos antes de que seamos conscientes de que las tomamos. Los primeros experimentos fueron poco sofisticados y rebatidos con furor. El pionero fue un tipo llamado Libet. Pero con el transcurso de los años, a medida que las técnicas mejoraron y la fidelidad de las neuroimágenes aumentaba, lo hizo también la capacidad de precisar lo que precede a la toma de decisiones. Ahora bien… —Thomas se interrumpió y encogió los hombros a modo de disculpa—. ¿Qué sé yo? La gente sigue discutiendo, por supuesto… siempre lo hacen cuando se trata de sus queridas creencias.
—El libre albedrío es una ilusión —dijo Sam en un extraño tono de voz—. Incluso ahora, todo lo que digo…
Thomas tragó saliva, aprensivo de repente. Había doblado cuidadosamente la servilleta mientras hablaba y ahora la dejó sobre la mesa, ante sí, como si fuera un librito blanco.
—Sólo una pequeña parte de nuestro cerebro participa en la experiencia consciente, y ésa es la razón por la que mucho de lo que hacemos es inconsciente. La mayor parte de los procesos de tu cerebro están más allá de lo que puedes experimentar, no existen para tu consciencia, simplemente, ni como ausencia. Esa es la razón por la que tus pensamientos surgen de la nada, aparentemente incontrolados, indeterminados… Tuyos y sólo tuyos.
Samantha alzó las manos en un gesto defensivo y negó con la cabeza.
—Venga, profesor. Eso es una locura.
—Oh, y no acaba aquí, créeme. Todo se viene abajo, agente Logan. Absolutamente todo.
Sam contempló la corriente de burbujas en su cerveza.
—De modo que debe ser un error, ¿verdad?
Thomas se limitó a mirarla.
—¿Verdad? —repitió en un tono que estaba entre el asombro y la irritación.
Él se encogió de hombros de nuevo. Parecía haberlo hecho cien veces.
—El libre albedrío es una ilusión, eso es seguro. Por lo que respecta a otros puntos básicos de la psicología, como el ahora, el yo, la finalidad, etcétera, hay pruebas de que son todos, fundamentalmente, continuos engañosos que se van acumulando. Y si piensas en ello, quizá eso sea lo que cabría esperar. La consciencia es joven en términos evolutivos, una respuesta manipulada a la tormenta perfecta de las circunstancias ambientales. Estamos atrapados en la versión de prueba. Menos todavía. Sólo parece eficaz porque es lo único que conocemos.
—Quieres decir —dijo Sam secamente— que es lo único que sabe la ciencia.
Thomas dio un largo trago y bufó por la nariz. En sus clases con los estudiantes de primer año, atacar la ciencia era con diferencia la respuesta más común a la amenaza planteada por la Discusión. También la más débil.
—La ciencia es un caos, sin duda. Pero es el único caos en la historia que ha tenido cierto éxito generando y decidiendo entre afirmaciones teóricas, por no decir que gracias a ello ha hecho posible todo lo que nos rodea. En términos históricos, eso carece de precedentes. ¿Qué vas a creer? ¿Un documento de hace cuatro mil años dedicado a mayor gloria de la tribu? ¿Tus halagadoras intuiciones sobre la naturaleza fundamental de las cosas? ¿Una interpretación filosófica de invernadero que requiere años de formación especializada para poder ser comprensible? ¿O una institución que hace cosas como ordenadores, explosiones termonucleares y vacunas para la varicela?
Samantha Logan lo miró larga y adorablemente. Alguien subió el volumen de la televisión de pantalla plana que había sobre la barra. Un murmullo sedoso sopló por encima de las mesas propagando las maravillas de Head & Shoulders.
«Porque cuando tu cabello brilla, tú resplandeces…».
—Pero hay verdades fuera de la ciencia.
—¿Tú crees? Es cierto, hay muchas afirmaciones no científicas por todas partes, sin duda. Pero ¿verdades? ¿Es la Biblia más cierta que el Corán? ¿Es Platón más cierto que Buda? Quizá sí, quizá no. El hecho es que no tenemos forma de saberlo, aunque miles de millones de nosotros peguen alaridos sosteniendo lo contrario. Y cuanto más nos enseña la ciencia, más parece que nos estamos engañando. Nuestro criterio interno es deshonesto, agente, es un hecho. ¿Por qué deberíamos confiar en ninguno de nuestros viejos juicios?
La mayoría de gente se limitaba a asentir y a desdeñar la Discusión. La mayoría de gente consideraba sus fábulas demasiado halagadoras para ponerlas en duda. Mil sectas, cultos, religiones y filósofos que no se ponían de acuerdo en nada y sin embargo pensaban tener el billete ganador de las creencias. ¿Por qué? Porque lo tenían. De alguna forma, su experiencia personal de hablar en éxtasis, de recordar vidas pasadas, de ver atendida una oración o la premonición hecha realidad, era la única experiencia que definía, la única que definía la verdad…
Pocos podían penetrar en el corazón de la Discusión y comprender de veras. Lo complicado era salir.
Thomas contempló cómo varias expresiones luchaban por hacerse con la cara de Sam. El ceño fruncido con desdén, la mueca sarcástica, la imploración de tranquilidad. Las vio todas.
—Tengo que decirte, profesor, que ésta es sin duda una de las conversaciones más deprimentes que he mantenido jamás. Tengo ganas de ahogarme en la bañera.
Neil se rio y Nora gimió. A pesar de la pena que le recorría, Thomas simuló una sonrisa triunfante.
—Bienvenida al Apocalipsis Semántico.
Sam exhaló con fuerza, la suficiente para apartarse el mechón de pelo que le había caído sobre la cara.
—¿Y crees que eso es lo que está haciendo Cassidy? ¿Crees que está llevando a cabo la Discusión de la forma más dramática posible?
Thomas esperó, inquieto por el vacío en su estómago.
—Para los antiguos griegos, las marionetas eran neurospastos, «movidas por cuerdas». Creo que eso es lo que Neil está haciendo.
—¿Enseñarnos las cuerdas?
—Exactamente. Quiere que todo el mundo conozca su revelación.
Mientras lo decía, Thomas supo que no podía ser cierto, que algo más aterrador estaba en juego. Pero como tantas veces sucede en una conversación, no parecía mala idea coger algún que otro atajo, permitir que lo que era conveniente ocupara el lugar de lo que era verdad. Lo que importaba era lo que ella creyera.
—Piensa en Cynthia Powski —prosiguió—. Piensa en esas imágenes como la primera premisa de una discusión. ¿Qué dice? ¿A qué conclusión señala?
Sam asintió pensativamente.
—Dice que él está al mando. Que puede obligarla a hacer, y lo que es más importante, a sentir, lo que quiera.
—¿Así lo crees? Entonces, ¿por qué le da los controles?
—No lo sé. ¿Para demostrar que puede hacer que ella quiera ser violada? ¿No es ése el credo de los violadores? ¿Que todas las mujeres lo quieren en secreto?
Frunciendo el entrecejo, Thomas dejó que su mirada vagara por el bar. El número de clientes inclinados sobre sus bebidas y sus mesas lo sorprendió. Miró de soslayo a una camarera con un humeante plato de patatas fritas.
—Quizá. Pero ¿recuerdas lo que dijo Atta? Lo que vimos no fue una violación. Neil, suponiendo que fuera Neil, obligó a una mujer a experimentar algo parecido a orgasmos múltiples. Pero no la tocó, al menos de manera sexual. No. Creo que pretende algo más abstracto. Creo que, para él, su posición es accesoria en las imágenes, en absoluto importante.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Pregúntate: si tú estuvieras en esa silla, si tú fueras Cynthia Powski, ¿querrías eso?
—¿Qué clase de pregunta es ésa?
—Una pregunta importante. ¿Querrías eso?
—Claro que no.
—Si Cynthia Powski estuviera aquí ahora, ¿qué crees que diría?
Samantha le miró irada.
—Lo mismo.
—Exactamente. Quizá eso es lo que Neil quiere decir. Creemos que somos libres y que no importa cuáles sean las circunstancias, porque podemos decidir libremente hacer las cosas de otro modo. Neil está sosteniendo lo contrario. Simplemente nos está mostrando lo que es el cerebro: una máquina que genera comportamientos que se repiten o no dependiendo de cómo la respuesta ambiental resultante estimule su sistema del placer o del dolor. Cómo puede hacer algo contra su voluntad cuando tal cosa no existe…
Los ojos de Samantha se hundieron en su vaso de cerveza vacío.
—Olvida eso —dijo Thomas—. Está haciendo más que eso. Está demostrando lo contrario. Está cometiendo un crimen que demuestra que tal cosa no existe.
—¿Qué cosa?
Thomas alzó las cejas.
—El crimen.
—Entonces, ¿qué le pasa? En términos psicológicos, ¿qué le pasa?
Mirándola, Thomas se sorprendió preguntándose cómo sería ser ella. Había estudios que demostraban que la gente atractiva era más feliz, y vivía más tiempo y tenía una vida más exitosa. El «efecto halo», lo llamaron los investigadores. Como la belleza generaba una respuesta social positiva, la gente atractiva tendía a desarrollar las actitudes positivas que todo el mundo, desde los gurúes de las ventas hasta los predicadores baptistas, asociaba con la salud, la felicidad y el éxito.
¿Cuántas puertas había abierto la belleza de Samantha Logan?
—Eso es lo que estoy diciendo —respondió Thomas—. Es concebible que no le pase nada.
El ceño fruncido de Sam delataba concentración.
—Ya, pero sólo porque tú conoces esa cosa del Apocalipsis Semántico. Trata de comportarte como un psicólogo normal, alguien que no ha quedado marcado por Skeat. ¿Qué pensarías?
Era una buena pregunta. Thomas respiró hondo y contempló el oscuro interior. Cada vez llegaba más gente y llenaba el silencio que acechaba en lo más hondo de todos los lugares atestados.
—Bueno —empezó—, obviamente supondría que Neil sufre alguna clase de desorden de la personalidad de carácter antisocial. Sólo un psicópata puede hacer lo que hemos visto esta mañana. Después de recrear su historial, sin embargo, me inquietaría el hecho de que Neil no encaja con el perfil habitual de los antisociales graves.
—Ahí está tu esposa —dijo Samantha abruptamente—. Eso sin duda encaja en el perfil.
—Sólo porque todos los antisociales sean unos hijos de puta no significa que todos los hijos de puta sean antisociales. No. Aunque me encantaría poder atribuir esta traición a alguna clase de déficit neurofisiológico, tiene que haber un patrón de alguna clase…
Se interrumpió y se dio cuenta de que estaba parpadeando para aliviar la comezón de sus ojos. Por un momento, casi se había olvidado.
«Neil y Nora».
—Lo siento —dijo Samantha.
Thomas se puso las manos en el estómago y carraspeó. Sabía que tenía que andarse con cuidado. Lo sentía, merodeando como un álter ego apenas suprimido tras sus palabras, sus pensamientos: la necesidad de probarse a sí mismo ante aquella mujer hermosa. Pero había muchas cosas más ante las que andarse con cautela, muchas más. La gente atribuía las emociones generadas por sus circunstancias a la gente con la que se encontraban. Las parejas que se habían conocido en altos puentes colgantes solían considerar a su cónyuge más excitante y atractivo que las parejas que se habían conocido en un camino rural. Y si algo era esa situación con Neil era precaria.
—También supondría que estaría sufriendo un grave problema de despersonalización, o algo…
—¿Qué quieres decir? —preguntó Samantha.
Thomas se la quedó mirando tratando de ignorar, con toda la fuerza de su voluntad, el zumbido de excitación que parecía rodearla. Samantha Logan tenía algo. Torpe y ambiciosa. Directa e inteligente. Sincera y educada. Trató de parpadear para borrar el brillo de sus ojos, trató de recordar la locura que lo rodeaba. Pero allí estaba ella, delante de él, bullendo de promesas y con toda su atención dedicada a él.
Pero también estaba lo que Neil diría, y lo que Thomas el profesor sabía. Gracias a una potente mezcla de programación y socialización, los hombres eran proclives a advertir invitaciones sexuales donde no las había. Confundían constantemente la atención de las mujeres con el interés sexual. La triste verdad era que los falsos positivos daban mejores dividendos en términos de reproducción. Dar por hecho que cada mujer del mundo quería echársete encima era otra forma de cubrir tus apuestas en la mesa de dados de la evolución.
—No creo —dijo Thomas al fin— que Neil siga considerándose una persona.
Samantha arrugó la nariz con incredulidad.
—¿Que no se considera una persona? Entonces, ¿qué se considera?
—Un cerebro. Un cerebro entre cerebros.
—No me resulta fácil creerme eso.
—Soy un filósofo, ¿recuerdas? Todo es mentira.
—Tiene que serlo.
Thomas bajó la mirada hacia sus pulgares.
—Si encuentras la forma de salir de esto, por favor, dímelo. Quiero a mis hijos. Los quiero de veras. No creo que supiera lo que era el amor hasta que nació Ripley. Y Frankie fue más de lo mismo. Eso tiene que significar algo, ¿no?
«¿O es sólo otra mentira? Como mi matrimonio». Samantha se lo quedó mirando.
—¿Qué pasa? —preguntó Thomas.
—Ah, nada. No me había dado cuenta hasta ahora.
—¿De qué?
—Cuando has contado lo de la Discusión y todo eso… Creo que he supuesto que tenía que haber alguna clase de pestillo, una trampilla por la que no me dejabas entrar. Pero no la hay, ¿verdad? Cuando me has mencionado, hace unos segundos, una forma de salir de esto… realmente me lo pedías, ¿verdad?
—Creo que sí.
Largo silencio.
—¿Y si tiene razón, Tom?
—¿Neil?
—Sí, Neil. ¿Y si gana la Discusión?
Thomas se encogió de hombros. Samantha se parecía a Nora, pensó. Se parecía a Nora cuando tenía miedo.
—Deberíamos irnos —dijo Samantha rebuscando en su bolso. Levantó la mirada y sonrió juvenilmente—. Casi no puedo conducir así. ¿Y tú? ¿Estás bien?
—Cogeré un taxi para ir a casa.
—¿A casa? El día acaba de empezar, profesor. Vas a venir conmigo.
Thomas sonrió más aliviado que molesto. La idea de volver a casa le hacía sentirse vacío.
—¿Eso es lo que crees?
—No lo creo, lo sé —dijo todavía mirando el bolso—. Tienes que contarle a Shelley todo esto.
Samantha se puso de pie repentinamente y Thomas la siguió. Había algo en su comportamiento, una certeza despreocupada, que exigía sumisión.
—Dime —dijo mientras se encaminaban a su Mustang blanco—, ¿cuándo fue la última vez que viste a Neil Cassidy?
Y con eso se rompió el ensalmo. Él era solamente otra herramienta en su kit de investigación, un medio para atrapar a su mejor amigo.
—Hace unos seis meses —respondió inexplicablemente.