17 de agosto, 11:15
Agobiado por una extraña falta de aliento, Thomas salió de la autopista Norte acompañado de una docena de coches más, la mayoría de ellos conducidos por octogenarios parlanchines. Había perdido la cuenta de las veces que había negado con la cabeza y se había frotado los ojos, pero las imágenes de Cynthia Powski, su deseo vuelto del revés, regresaban cada vez que parpadeaba. Una y otra vez, como el sueño de un adolescente. No empezó a temblar hasta que se dispuso a cruzar el horno que era el asfalto del aparcamiento.
La luz del sol refulgía en un millar de parabrisas.
Todo tenía recovecos, profundidades ocultas que podían ser sondeadas pero nunca conocidas a fondo. Una mirada, un amigo, un rascacielos: no importaba. Todo era más complicado de lo que parecía. Sólo la ignorancia y la estupidez convencían a la gente de lo contrario.
Había algo irreal en su casa, que parecía flotar en la cercanía, a lo largo de la curva. En los últimos días de su matrimonio, había sido la imagen de un contenedor temible, blanco, lleno de gritos y recriminaciones, y esos largos silencios que te provocan un vacío en el estómago. Se le había ocurrido que la verdadera tragedia de una ruptura matrimonial no era tanto la pérdida del amor como la pérdida de tu lugar. «¿Quién eres?», le gritaba a Nora. Era una de las pocas preguntas que repetía creyendo de veras en lo que significaba. Al menos una vez la necesidad de ganar pudo con él. «No. De veras. ¿Quién eres?». Empezó como una súplica, pronto se convirtió en una acusación y después, inevitablemente, se metamorfoseó en su consecuencia más catastrófica: «¿Qué estás haciendo aquí?».
Aquí. En mi casa.
Se había esforzado mucho para construir algo nuevo, otro lugar. En parte, ésa era la razón por la que cosas estúpidas como las plantas o los electrodomésticos podían llenarle de orgullo hasta hacerle asomar lágrimas en los ojos. Había trabajado muchísimo.
Y ahora eso.
Aparcó el coche y salió corriendo al césped.
—¡Neil! —gritó mientras cruzaba la puerta a toda prisa. No esperaba que nadie le contestara. El monovolumen de Neil no estaba allí.
Bartender aulló y bostezó, después se frotó contra él meneando la cola. El saludo de un perro viejo.
—El tío Cass se ha ido, Bart —dijo Thomas en voz baja. Miró la sala de estar en la penumbra, su limpieza de habitación de muestra. El olor del whisky derramado hería el aire.
—El tío Cass ha huido del escenario del crimen.
Se quedó inmóvil junto al sofá. La electricidad estática rugía en su cabeza, los pensamientos y las imágenes caían en dos cascadas paralelas, como si las fronteras entre tiempos y canales se hubieran venido abajo. Cynthia Powski, con la piel tersa como las focas, gimiendo. La Voz del Océano refiriéndose a una discusión. Neil diciendo: «Tan fácil como darle a un interruptor…».
La Voz del Océano refiriéndose a una discusión…
«No puede ser. Imposible…». Pensó en Neil trabajando en la NSA, alterando el cerebro de personas, mintiendo alegremente durante todos esos años. Pensó en sus días en Princeton, en la profética clase del profesor Skeat a la que ambos asistían. Pensó en cómo discutían sobre el fin del mundo en las fiestas, no el fin que se acercaba, sino el fin que ya había sucedido.
Pensó en la Discusión.
La Voz del Océano. Neil. El FBI. Cynthia Powski.
«No, joder, imposible». Thomas casi gritó cuando sonó el timbre.
Miró entre las cortinas y vio a Mia esperando impacientemente en el porche. Thomas abrió la puerta tratando de parecer normal.
—Hola, Mia.
Vio, por encima del hombro de su vecino, un Ford blanco —un nuevo Mustang híbrido— avanzando lentamente por la calle.
—¿Todo bien? —preguntó Mia—. Los niños han visto el coche aparcado y he pensado que tenía…
—No. Sólo he olvidado un par de cosas importantes para una presentación ante el comité de esta tarde. —Sacó la cabeza por la puerta y vio a Frankie y Ripley en el porche de la casa de Mia.
—¡Papáááá! —gritó Frankie.
Era raro el poder de esa palabra. Casi todos los niños la utilizan, la música en millones de labios inocentes, una y otra vez, y sin embargo parecía irle muy bien con esa universalidad. Podías sentir pena por los Wang y los Smith —¿quién quería ser uno entre millones?—, pero «papá» era algo distinto. Thomas había conocido a colegas cuyos hijos les llamaban por su nombre: «Eh, Janice, ¿puedo cenar en casa de Johnny? ¿Porfa, porfa?». Había algo equivocado en ello, algo que provocaba un intercambio de miradas perezosas, la premonición de una podredumbre en ciernes.
Papá. Un solo nombre entre un billón de nombres, y nada podía acabar con él. Ninguna orden judicial. Ninguna forma de vida. Ningún divorcio.
Thomas parpadeó al sentir una comezón en los ojos, llamó riendo a su hijo y le preguntó si se estaba portando bien con Mia. Frankie agitó la cabeza arriba y abajo como si lo saludara desde la cima de una montaña distante.
Quizá, después de todo, había héroes.
Pese a lo mucho que quería pasar un momento con su hijo, se disculpó con Mia y volvió a subirse al coche. Entre las salvajes peculiaridades de la sesión alcohólica de la noche anterior había algo que Neil había dicho sobre Nora, un comentario hecho de paso, sobre la posibilidad de que hablara con ella o algo parecido. Pero por supuesto eso era imposible, puesto que Nora estaba en San Francisco, razón por la que Thomas tenía a los niños aquella semana, la más ocupada para él de todo el verano.
¿Qué había dicho? Algo. Algo… Suficiente para merecer el intercambio de un par de palabras.
Gritó el nombre de Nora en su móvil mientras aceleraba, pero no logró pasar del mensaje de su contestador. Se dijo que quizá ella supiera algo. Al menos eso era lo que quería pensar. La preocupación real, la pesadumbre que le tenía el pie pegado al acelerador, no tenía nada que ver.
Quizá Nora estuviera en peligro.
«Concéntrate y piensa».
La Discusión.
La Voz del Océano había dicho que estaba discutiendo al mismo tiempo que hacía el amor. Pero ¿qué discusión? ¿Era la Discusión?
¿Era Neil quien sostenía la cámara? ¿Era la sombra que estaba tras el plano cerrado?
La Discusión, como acabarían llamándolo, se remontaba a sus días de estudiantes en Princeton. Tanto él como Neil eran becarios, lo que significaba que no tenían dinero para nada. Mientras sus amigos más ricos iban de bares y viajaban en avión durante las vacaciones, ellos compraban unas cuantas botellas de viejo licor de malta inglés, o «Chateau Gueto», como lo llamaba Neil, y se ponían hasta el culo en su habitación.
Todo el mundo debatía en la universidad. Era un reflejo del deporte, un intento de recuperar la certidumbre del adoctrinamiento infantil para algunos, una especie de droga experimental para otros. Neil y Thomas pertenecían, sin ningún género de dudas, a los segundos. Mediante preguntas los humanos hacían visible la ignorancia, y ambos se pasaban horas haciendo una pregunta tras otra. Los jardines se convirtieron en meros escenarios. Todo lo que se daba por supuesto se convirtió en un sofisma religioso.
Durante un tiempo pareció que nada sobrevivía. Nada, excepto la Discusión.
Como la mayoría, Thomas había dejado eso atrás. Los humanos estaban programados para la convicción, irreflexiva o no, y tenían que esforzarse para suspender el juicio, esforzarse mucho. Había tomado el camino más fácil y permitido que lo dado por sentado desplazara a las sospechas. Pasaron los años, los niños crecieron y se dio cuenta de que estaba guardando en un cajón las viejas preguntas, aunque siguiera interpretando al profesor Bible, destructor de mundos, en el aula. Nada mataba las viejas revelaciones con tanta eficacia como la responsabilidad y la rutina.
Pero Neil… Por la razón que fuera, Neil nunca lo había dejado atrás. Thomas le consentía sus desvaríos, por supuesto, como uno consiente las anécdotas de fútbol americano del instituto o cualquier recuerdo de una gloria irrelevante. «Ah, sí, le diste una buena». Incluso le preocupaba si no sería una señal de una distancia oculta entre ellos, una incapacidad para conectar fuera de las residencias del campus y de los bares de fuera.
La noche anterior había sido más de lo mismo, ¿no era así?
«Estaba intentando convencerme de que dejara de querer a mis hijos». La ciudad de Peekskill brillaba al otro lado del parabrisas y viraba en un sentido o el contrario cuando Thomas adelantaba a los coches que lo rodeaban y hacía chirriar los neumáticos en las curvas. Cuando giró por la calle de Nora, miraba por encima del volante con los ojos entrecerrados, como un jubilado. La visión de su Cherokee negro en la entrada de la casa lo dejó entumecido.
¿Y su viaje?
Su corazón se le congeló en el pecho.
—¿San Francisco? Y una mierda…
La agente especial Samantha Logan aparcó su Mustang blanco y lo dejó en punto muerto. Sacudió el cigarrillo por la ventanilla y observó a Thomas Bible a través del parabrisas. Él corrió hasta la puerta de entrada de un bungaló de ladrillos grises. Parecía agitado.
De alguna forma, ella había sabido que iba a casa. Lo había seguido desde Columbia hasta la estación de metro de la calle 116 oeste, luego hacia el norte, para alcanzarlo en Peekskill, ¡a medio camino del puto Poughkeepsie! Intuía que en Thomas Bible había más de lo que se advertía a primera vista.
De no haber sido por Shelley Atta y su insistencia en que Bible viera la grabación, ya tendrían lo que necesitaban. Pero no, la idiota creía que Cynthia Powski lo desconcertaría tanto que lo dejaría en un estado de sumisión. Como si cualquiera con dos dedos de frente pudiera no escandalizarse ante el «clip porno» de Neil Cassidy, como lo había llamado su compañero Danny Gerard con malicia. Cuando Atta explicó su plan, lo primero que Samantha se preguntó fue cómo reaccionaría ella misma. Pero ése era el problema con gilipollas como Shelley Atta: no eran capaces de ponerse en la piel de otro. O no se molestaban en hacerlo.
Samantha Logan había entendido por qué Thomas Bible les había echado a patadas de su despacho. Incluso lo había aplaudido en secreto por hacerlo. Pero ¿por qué había ido él corriendo a su casa después? ¿Y por qué después había ido hasta allí?
Pero ¿qué era ese «allí»?
Thomas se paró a la sombra del porche. Había estado en la «nueva casa» de Nora más veces de las que era capaz de recordar: recogiendo a los niños, dejando a los niños, y en una ocasión ayudándola a llevar una nevera, algo por lo que se felicitaba y se maldecía alternativamente (habían acabado follando en el sofá hortera de su sala de estar). Y sin embargo, a pesar de la frecuencia de sus visitas, nada allí le parecía familiar. Era un intruso allí, un visitante indeseado. El largo y bajo porche con sus impenetrables ventanas, sus animadas macetas y geranios en lo alto, su barandilla blanca y su puerta de aluminio negro siempre le habían parecido una personificación de Nora.
Y Nora ya no lo quería.
Pero en sus dudas había algo más: estaban también Neil y el FBI. ¿Por qué la había mencionado Neil? ¿Y qué había dicho? Algo. Algo… Thomas se frotó la cara, frustrado.
«Esto no está sucediendo».
Se quedó allí, respirando, mirando como un idiota la puerta cerrada. La casa parecía sobrenaturalmente silenciosa. Cuando parpadeó, dejó de ver a Cynthia Powski, vio el interior.
Señales de pelea… Manchas de sangre sobre el suelo de parquet…
«No puede ser. Joder, es imposible». Una mosca zumbó en la esquina del alféizar de hormigón de una ventana, atrapada en una mortal y confusa tela de araña. Otra rebotó en el cristal opaco, con la rapidez propia del verano. La luz del sol se derramaba entre la barandilla y arrojaba barras rectangulares de brillo sobre el suelo. Una de ellas calentó su zapato izquierdo.
Nora. Incluso después de tanta crudeza, de tanta consternación e incredulidad, seguía preocupándole que viviera sola. Eran preocupaciones condescendientes, lo sabía, pero…
Después de tanto tiempo. Después de tanto intentarlo.
«Esto no puede estar sucediendo». Llamó a la puerta con los nudillos más ligeros que el aire.
Esperó en silencio.
Un perro ladró desde el patio de algún vecino. Unos niños gritaron entre explosiones de agua: Chof… Chof.
Nadie respondió.
Thomas se apretó el puente de la nariz con el pulgar y el índice, y trató de alejar el dolor. Varias vallas más allá, una voz masculina gritó a lo que debían ser niños nadando. Thomas casi pudo ver cómo la luz creaba un arco iris en el agua. Casi pudo oler el cloro.
Llamó otra vez, más fuerte y más rápido.
Silencio.
Probablemente Nora estuviera en San Francisco. Probablemente había cogido un taxi hasta la estación de ferrocarril. O quizá fuera con ese… ¿cómo se llamaba?, ese becario de su agencia… ¿no vivía cerca de Peekskill? Probablemente la habría recogido. Quizá Neil no le había dicho nada relacionado con Nora. No había forma…
Thomas cogió el frío pomo, lo giró… y la puerta se alejó de su mano.
—Tommy… —dijo Nora, parpadeando por el resol que venía de más allá de los aleros. Era una morena vivaracha, labios turgentes como los de una modelo y unos ojos grandes de color almendra que prometían sinceridad y una sagaz contabilidad de los favores. Tenía el pelo liso, corto, oscuro, tan irlandés como la palidez de su piel. Mirándola, Thomas recordó de repente el sueño de su banquete de bodas de esa misma mañana, y le pareció que tenía en él el aspecto que tenía ahora, como anhelante, santuario y reproche…
Como la única mujer a la que había amado de veras.
—Puedo explicarlo —dijo.
—¿Has estado llorando? —preguntó Thomas. Más allá de las emociones contradictorias, sintió un alivio que casi le puso a jadear. Al menos estaba bien. Al menos estaba bien.
¿Qué demonios estaba pensando? ¿Era Neil un psicópata?
Sentía picazón en un ojo.
—No —dijo—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Dónde están los niños? ¿Va todo bien?
—Los niños están bien. Están con Mia. He venido para… ah…
Ella lo contempló.
—He venido porque Neil pasó por casa anoche. Dijo algo sobre ti. —Thomas sonrió, al fin había recuperado la compostura—. Como me dijiste que te ibas a San Francisco, he pensado pasarme para asegurarme de que todo va bien. ¿Va todo bien?
La pregunta pareció cogerla con la guardia baja, o quizá fuera la intensidad de la preocupación de Thomas.
—Todo va bien —dijo con una amarga sonrisa que preguntaba de-qué-va-todo-esto.
Pasó un raro momento entre ellos cuando él entró en el recibidor: un recuerdo de la intimidad olvidada, quizá. Se miraron a los ojos.
—El viaje a San Francisco era mentira, ¿verdad?
—Sí —dijo ella.
El intercambio de frases había sido completamente involuntario, o así se lo pareció a Thomas.
—¿Por qué, Nora? —El resentimiento pudo otra vez con él.
«Así no… Venga, sabes hacerlo mejor».
—Porque… —dijo Nora sin convicción.
—Porque… Venga ya, Nora, hasta el maldito Frankie podría hacerlo mejor.
—No digas eso. No digas «maldito Frankie». Ya sabes que no lo soporto.
—¿Y qué me dices del maldito San Francisco? ¿O eso también te irrita?
—Vete a la mierda, Tommy —dijo Nora. Se volvió hacia la cocina. Llevaba un ligero vestido de algodón, de esos que hacían que los hombres desearan que soplaran ráfagas de un viento travieso.
Thomas se miró las manos. Le temblaban muy levemente.
—¿De qué hablasteis Neil y tú? —gritó.
—De no mucho —respondió Nora con amargura. Se volvió hacia la encimera—. No vino a hablar… —Se rio, como si se asombrara de ciertos recuerdos carnales. Después se atrevió a mirar los ojos estupefactos de Thomas con una expresión tensa, de vergüenza y resentimiento, todas esas cosas que la gente utiliza para asimilar sus pecados—. Nunca lo hace.
Thomas entró en la penumbra refrigerada por el aire acondicionado.
Era raro: esas cosas podían parecer naturales, uno podía convencerse fácilmente de que lo sabía desde el principio. Mientras retrocedía ante ese imposible, mientras revisaba frenéticamente las consecuencias que lentamente iban cobrando forma. Una parte de él susurró:
—Por supuesto.
Obligó a las palabras a pasar por el nudo que tenía en la garganta.
—¿Desde cuándo? —No había certeza, ni aire en sus pulmones, así que lo repitió para asegurarse—. ¿Desde cuándo te estás follando a mi mejor amigo?
«Nora y Neil… Neil y Nora…».
Tenía los ojos hinchados. Parpadeó para reprimir las lágrimas y apartó la mirada diciendo:
—No quieras saberlo.
—Mientras estábamos casados —dijo Thomas—. ¿Eh?
Nora le dio la espalda. Su expresión estaba en algún lugar entre la angustia y la furia.
—Yo… lo necesitaba, Tommy. Necesitaba… —Forcejeó con sus labios—. Más. Necesitaba más.
Thomas se volvió hacia la puerta y cogió el pomo.
—¿Lo has visto? —gritó Nora con un deje de pánico en la voz—. Quiero decir… ¿sabes dónde está?
Lo quería. Su exmujer quería a Neil Cassidy. Su mejor amigo.
Se volvió y la cogió.
—¿Quieres saber dónde está Neil? —gritó.
Le dio una bofetada en la mejilla. Apretó los dientes y la zarandeó. ¡Sería tan fácil hacerle daño! Empezó a empujarla. Pero entonces, procedente de algún raro rincón de la nada, se oyó susurrando: «Esto es una reacción celosa, una antigua adaptación con la que se pretende minimizar el riesgo de pérdidas reproductivas…».
Bajó las manos, estupefacto.
—Neil… —le espetó—. Déjame que te diga algo sobre Neil, Nora. Está loco. Ha empezado a matar gente y a hacer vídeos para mandárselos al FBI. ¿Te lo puedes creer? ¡Sí! Nuestro Neil. El FBI me ha visitado esta mañana y me ha enseñado parte de su obra. ¡Nuestro Neil es un maldito monstruo! ¡Hace que el Quiropráctico o como quiera que llamen a ese hijo de puta parezca un monaguillo!
Se detuvo, sin aliento a causa de la mirada de horror en la cara de Nora. Bajó las manos y retrocedió hacia la puerta.
—Estás loco —dijo ella entre jadeos.
Se volvió a la puerta.
—¡Estás mintiendo! ¡Mintiendo!
Dejó la puerta abierta tras de sí.
El suelo pareció desplomarse bajo sus pies. Caminar hasta su coche le pareció como una caída controlada. Se apoyó contra la puerta para recobrar el aliento. El metal le quemó las palmas y se sorprendió pensando por qué razón todo el mundo era una batería que absorbía el calor y después lo liberaba con una lenta llama. Pasó un descapotable lleno de adolescentes que gritaban por encima de los altavoces. Les miró totalmente ajeno al hecho de estar haciéndolo.
Neil y Nora.
El interior del Acura parecía un útero materno de lo caliente que estaba. Puso las manos temblorosas sobre el volante, acarició el cuero. Después dio cinco puñetazos al salpicadero.
—¡MIERDA! —gritó.
Parecía que el mundo estaba terminando… Que la Discusión…
—¿Profesor Bible? —oyó que gritaba alguien. Una mujer.
Levantó la mirada con los ojos entrecerrados hacia ella.
—Agente Logan —logró responder.
Ella sonrió cautelosamente.
—Profesor Bible, creo que tenemos que hablar.