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17 de agosto, 9:38

Con la salvedad de dos chicas de dura mirada y cejas acribilladas a piercings, el tren estaba vacío. Cuando vieron que las estaba mirando, Thomas apartó la vista, desconcertado y desdeñoso. Contempló el eterno Hudson tratando de no pensar en el miedo que le revolvía el estómago.

«Quizá cuando muera la siguiente», había dicho la agente Atta antes de salir de su despacho. Thomas había pensado en llamar a Neil, en ese mismo instante, para advertirlo, para interrogarlo, lo que fuera, pero no había llegado a marcar su número. Se dio cuenta de que tenía que verlo. Tenía que ver su reacción.

«Quizá cuando muera la siguiente…».

Era rara la facilidad con que lo obvio escapaba de la atención de la gente en una catarata de acontecimientos. Se veían tantas cosas sin verlas, se comprendían sin comprenderlas. Thomas había tenido una reacción exagerada en su despacho, había ignorado algo que pedía a gritos una reflexión cuidadosa. Pero ¿cómo iba a poder alguien pensar con claridad después de ver ese… ese neuroporno, o lo que fuera?

Además, Neil era su mejor amigo. Tenía con él una relación aún más estrecha que con su hermano, Charlie.

Tenía que ser un error.

A pesar de ello, algo en la mirada de la agente Atta le perseguía. «Otro no», habían dicho sus ojos. Otro íntimo de otro responsable, afirmando la imposibilidad de que su amigo/hijo/marido pudiera hacer algo como eso. Y tenía razón. Por lo general, la gente se juzgaba a sí misma de acuerdo con sus intenciones y a los demás de acuerdo con los resultados. En un estudio tras otro, los individuos se consideraban a sí mismos más caritativos, más solidarios, más concienzudos que los otros, no sólo porque lo fueran en realidad —¿cómo iban a serlo, si eran como los demás?—, sino porque querían ser esas cosas y eran prácticamente ciegos al hecho de que los demás querían lo mismo. Las intenciones eran lo único que importaba cuando se trataba de juzgarse a uno mismo, y eran totalmente irrelevantes cuando se trataba de juzgar a los demás. La única excepción, parecía, eran los seres amados.

Eso era lo que significaba ser «importante» para otro: ser incluido en el círculo de engaños que todo el mundo utilizaba para disculparse a sí mismo.

Y ahí estaba Cynthia Powski, temblando, jadeando, retorciéndose como si se pasara una pelota de squash entre los muslos.

«¿MÁS?».

«Por favoooor…».

Pero ¿qué esperaban que dijera? «¿Neil? Oh, sí, menudo psicópata… Sí, anoche en casa nos pulimos dos botellas de whisky. De hecho, creo que ahora mismo está durmiendo en mi sofá cama». ¿Tenía que decir eso?

No, no se habían ganado su confianza. No iba a traicionar a uno de sus más viejos y cercanos amigos, al menos no sin oír antes su versión.

Todo el mundo tenía su versión.

La noche anterior, el timbre había sonado exactamente a las 19:58. Thomas lo sabía porque Ripley y Frankie le habían estado rogando ver Austin Powers, que empezaba a las 20:00, durante toda la cena. Acababa de llenar el lavaplatos y Frankie estaba en el salón, en pleno berrinche, exigiendo una interrupción de la autoridad paterna.

Thomas había abierto la puerta mientras le decía a Frankie que se lo tomara con calma, y allí estaba Neil, dando manotazos a las polillas y los mosquitos que revoloteaban en el porche.

—¿Qué diablos estás haciendo aquí?

Neil mostró la sonrisa con la que había bajado tantas bragas y le mostró una bolsa de papel marrón. Iba vestido con toda la vulgaridad de la que era capaz: pantalones cortos caquis, sandalias hindúes y una mini camiseta negra con un estampado en el que se reproducía una y otra vez una foto de Marilyn Monroe nadando desnuda en una piscina en blanco y negro. Gracias a su constitución delgada y a sus aires desenvueltos y desenfadados, parecía más un estudiante en busca de un poco de marihuana que un respetado neurocirujano. Sólo su cara mostraba que no era así. Por muy expresiva que fuera, siempre parecía moverse alrededor de lo acostumbrado y lo imperturbable, como si en su vida anterior hubiera sido boxeador o un lama tibetano.

Su monovolumen estaba, inmenso, en el sendero que quedaba a su espalda.

—Me he dado cuenta de que necesito terapia líquida —dijo.

—¡Papá! —gritó Ripley con su voz más llorona—. Es que… ¡ya está empezando!

Austin Powers —dijo Thomas a modo de explicación.

—Genial, tío —dijo Neil dándole una palmada en el hombro.

Una hora más tarde, Thomas se dio cuenta de que estaba bastante borracho. Ripley estaba acurrucada en unos cojines, dormida entre Neil y él. Frankie estaba sentado en el suelo, frente a la pantalla, riéndose mientras Austin esquivaba unas balas disparadas por tetas.

—¿No estás cansado? —le preguntó a su hijo.

—Nooooooo.

Thomas miró a Neil con una expresión de disculpa.

—Les he prometido que la vería con ellos.

Desde el divorcio, los niños se habían mostrado particularmente exigentes con las promesas. A veces se preguntaba cuántas costosas promesas necesitaría hacer para salir del agujero que Nora y él habían cavado juntos.

Neil se rio y señaló con la cabeza a Frankie, que se mecía como un heroinómano bajo un primer plano de Austin.

—Piensa —dijo Neil—. Ahora mismo el cerebro de tu hijo está siendo reprogramado por señales procedentes del espacio exterior.

Thomas soltó una risotada, aunque no estaba seguro de que el comentario le pareciera divertido. Era una vieja broma que se hacían desde los tiempos de la universidad: describir los acontecimientos cotidianos en términos pseudocientíficos. Dado que la ciencia lo examinaba todo en términos de cantidad y función en lugar de calidad e intención, el mundo que describía podía parecer aterradoramente ajeno. Neil tenía toda la razón, por supuesto: el cerebro de Frankie estaba siendo reprogramado por señales del espacio exterior. Pero también era sólo un niño disfrutando de una tontería que daban en la televisión.

—Y —respondió Thomas— en cualquier momento moléculas procedentes de mi intestino grueso despertarán impulsos nerviosos en el interior de tu nariz.

Neil frunció el entrecejo. Tenía los ojos iluminados por el reflejo de la pantalla. Después tosió y se rio al mismo tiempo, y se cubrió la nariz con la mini camiseta. Una Marilyn en blanco y negro pataleaba junto a una pirámide oblonga.

En la sala retumbó la ráfaga de una metralleta. Frankie se volvió con lo que llamaba su «cara de asco» y gritó:

—¡Qué mal hueles, papá!

—Shhh —le advirtió Thomas—. Ya sabes cómo se enfada Ripley.

—¡Yo también siento un cosquilleo en la nariz! —le dijo Frankie a Neil—. Apestoso.

En lugar de humor, hubo un destello de ira en la mirada de Neil, tan rápido que Thomas estuvo seguro de que lo había imaginado.

Thomas se había encogido de hombros y mirado de soslayo a su hijo y a su amigo con una sonrisa de tonto culpable.

—He comido en el Kentucky Fried Chicken.

Después de acostar a los niños —o los pequeños gedeones, como le gustaba llamarlos a Neil—, Thomas vio que Neil echaba un vistazo a los libros que había en los estantes de la sala de estar. Las luces del techo estaban encendidas y convertían a Marilyn y sus brazadas desnudas en un fantasma en su pecho.

Thomas señaló la camiseta con la cabeza.

—Un poco sexista, ¿no crees?

Neil se volvió y ladeó la cabeza al tiempo que encogía un solo hombro, su gesto característico.

—También lo es la biología.

Thomas hizo una mueca.

—¿Dónde está tu libro? —preguntó Neil pasando los ojos por el paisaje de lomos y títulos. Algunos de ellos estaban gastados y maltrechos, otros relucientes de nuevos.

Thomas puso la cara que ponía siempre que alguien mencionaba su libro.

—En el sótano, con los demás.

Neil sonrió.

—Lo has bajado de categoría, ¿eh?

Thomas volvió al sofá, vio los chupitos de whisky que Neil había servido y decidió tomar un trago de cerveza.

—¿Cómo te va, Neil? ¿Cómo van las cosas en Bethesda?

Pese a lo mucho que le quería, a Thomas siempre le irritaba tener que presionar a Neil para que le contara detalles de su vida. Aquello parecía una parte y un síntoma de una inmensa desigualdad que amenazaba su relación. Neil siempre había sido esquivo, pero no proclive a secretos ni desconfiado. Lo suyo era más aristocrático, como si algo en su linaje le eximiera de tener que contarlo todo.

Neil se volvió. Tenía la cara pálida e inexpresiva bajo aquellas luces.

—En realidad, no sé cómo van las cosas en Bethesda.

Thomas ladeó la cabeza. No estaba muy seguro de si debía creerlo.

—¿Lo has dejado? Neil, deberíamos haber…

—No lo he dejado.

—¿Te han echado?

—Nunca he trabajado allí, profesor Biblia. —Se interrumpió como si le faltara el aliento—. Bethesda ha sido… Oh, no sé cómo decirlo sin parecer cutre. Bethesda ha sido, bueno… sólo una tapadera.

Thomas frunció el entrecejo.

—Me estás tomando el pelo.

Neil negó con la cabeza, riendo.

—No, lo digo en serio. Jamás he estado en Bethesda.

—Pero, entonces…

—¿Qué hacía?

Thomas se puso en pie parpadeando.

—¿Me estás tomando el pelo? Durante todo este tiempo, ¿has estado mintiendo sobre el lugar en el que trabajabas? Neil…

—No es eso, profesor Biblia. En absoluto. Mentir sobre Bethesda era parte de mi trabajo.

—¿Parte de tu trabajo?

—He estado trabajando para la NSA. Cuando te piden que mientas, mientes, a quien sea, y que Dios te ayude si no lo haces.

—¿La NSA? ¿La Agencia de Seguridad Nacional?

Más risas.

—Joder, increíble, ¿verdad? Era espía, profesor Biblia. ¡Un puto espía científico! ¡Contradiseñando la tecnología de Dios!

Thomas también se rio, pero como lo hace alguien que se ve obligado a ello. Era raro, pero estar entre íntimos puede hacer que tu locura parezca casi normal. O tal vez no. A fin de cuentas ellos dos eran el punto de referencia, lo que todos utilizamos para distinguir lo loco de lo cuerdo.

—Sabía que esto te pondría los pelos de punta —prosiguió Neil—. Y ésa es la razón por la que… —Cogió la botella de whisky y la golpeó contra la mesilla de café.

Thomas se estremeció.

¿Qué tenían las mentiras que hacían que parecieran tan prosaicas? Todo el mundo mentía todo el tiempo: Thomas conocía las estadísticas, sabía que los hombres mentían principalmente para ascender, mientras que las mujeres mentían para no herir los sentimientos de los demás, etcétera. Pero se trataba de algo más que patrones típicos o meras frecuencias. Había algo esencial en las mentiras, algo que hacía que estuvieran en un lugar alarmantemente bajo en la clasificación de desaires e injurias. Una caja de herramientas no era una caja de herramientas a menos que hubiera en ella un par de alicates, algo con que retorcer o doblar las cosas.

—Pero ¿por qué lo hiciste? —había preguntado Thomas—. ¿Por qué empezaste a trabajar… para ellos?

A veces Neil tenía una forma peculiar de sonreír. «Picardía» era una palabra demasiado pequeña para describirla. Incluso «conspirativa» se quedaba corta.

—Por amor a mi país —dijo—. Tengo que proteger la patria.

—Vete a la mierda. ¿Tú eres un patriota? Por favor.

—Eh, tío —se jactó Neil—, mi barrio mola mucho, mucho más que el tuyo.

Thomas se negó a reírse. Era una vieja broma que se gastaban y se refería a que el patriotismo no era más que una forma de provincianismo con palabras más grandilocuentes, un mecanismo utilizado para generar solidaridad, para obtener consenso y conformidad, especialmente en tiempos de crisis o cuando competían distintos intereses sociales.

—¿Por qué lo hiciste?

Neil se dejó caer en el sofá.

—Por la libertad.

—¿La libertad?

—No tienes ni idea, profesor Biblia. Los recursos. La inexistencia de limitaciones. —Se detuvo como si se debatiera sobre la idoneidad de sus siguientes palabras—. Sé más del cerebro que cualquier hombre vivo.

—Y una mierda.

—No. Es así. De veras.

Thomas soltó una risotada.

—Demuéstramelo.

Neil había esbozado esa mismísima sonrisa.

—Paciencia, profesor Biblia. Paciencia.

—¿Y qué hacías?

—No te lo creerías. Era como salido de una clase de Mengele.

Thomas tragó saliva tratando de asimilarlo.

—Ponme a prueba.

—Empecé con tonterías: experimentación con técnicas de interrogación mediante privación de los sentidos. Nos dieron a un terrorista islamista, llamémosle Alí Baba, que creían que podía ser clave para descubrir una serie de células musulmanas en América. Le entrevistamos varias veces por medio de un falso preso, descubrimos cómo creía que iba a ser su ejecución, y lo que es más importante, cómo creía que sería el paraíso. Y entonces preparamos su ejecución…

—¿Qué?

Neil negó con la cabeza.

—Siempre lo interpretas todo literalmente… Preparamos su falsa ejecución, nos aseguramos de que la reconociera introduciendo en ella las cosas que él esperaba. Pero en lugar de matarlo lo dormimos, lo dormimos profundamente. Cuando le hubimos llevado a un tanque preparado para la privación sensorial, le dimos un atracón de variantes de éxtasis y de opiáceos, le dimos a su cuerpo tiempo para aclimatarse y después lo despertamos.

—¿Qué pasó?

—Se despertó en la nada: ningún sonido, ninguna luz, ningún tacto, y más colocado que un puto yonqui. Trató de gritar, de dar patadas, todo eso: un cerebro en un limbo sensorial trata automáticamente de generar estímulos de respuesta, pero le habíamos inducido la parálisis motora para impedir que se percibiera a sí mismo. Además, con el colocón que le habíamos inducido no tenía más opción que sentirse bien. Cuando la resonancia magnética nos mostró que sus centros visuales se encendían espontáneamente, le presentamos a Dios.

—¿Cómo?

—Le presentamos a Dios, ese superhábil especialista en inteligencia de Bahrein. Alí Baba creía que se había muerto e ido al cielo. Y te diré una cosa: cuando Dios pregunta, la gente responde.

El horror tenía que estar grabado en su cara. El horror y la confusión. Neil siempre parecía hablar a diferentes partes de tu cabeza, emitir en múltiples frecuencias. Era una de las cosas que hacía que su compañía fuera al mismo tiempo divertida y exasperante. Pero ¿aquello?

—Y…

—Y nada. El tipo no sabía nada. Pero después de refinar las técnicas, especialmente cuando empezamos a canalizar sus alucinaciones con la realidad virtual, descubrimos muchas cosas, te lo aseguro. Al menos de los terroristas islamistas. Los ecoterroristas eran chalados más duros.

—¿Eso es lo que has estado haciendo todos estos años?

—¡No, por el amor de Dios! Empecé con eso. Después del éxito preliminar del programa PrivSen, me consideraron una figura emergente. Me pasaron de la división de psicomanipulación a la de neuro. Abrieron la caja de Pandora, amigo mío, y me dejaron vagar por el maravilloso mundo de las operaciones secretas.

Thomas bajó la cerveza.

—La NSA tiene una división de neuromanipulación…

—¿Te sorprende? ¿Por qué crees que lugares como Washington o Pekín están infestados de espías? Porque ahí es donde se toman las decisiones. Dondequiera que se tomen decisiones importantes, ahí hay espías. Y en última instancia… —se dio un golpecito en la sien con un dedo—, aquí es donde se toman todas las decisiones. De modo que, ¿por qué no?

Thomas sirvió dos chupitos más y le dio uno a Neil.

—Porque es inmoral —dijo—. Y porque pone los pelos de punta.

—¿Inmoral? ¿Te parece inmoral?

—Joder, claro que sí.

Neil frunció el entrecejo y sonrió.

—¿No eras tú quien decía que la moralidad era una farsa? ¿Que no somos más que marionetas de carne engañadas para creer que vivimos en un mundo moral y con significado?

Thomas había asentido.

—Ah, la Discusión.

La Discusión. Su simple mención había abierto un agujero en su estómago. La prueba de una vieja atrocidad.

—Bueno —había dicho Neil—, estamos hablando de sospechosos de terrorismo.

—Más mierda. Eso es parte del mundo de sueños paleolíticos en el que vive la gente. Juzgan las amenazas como si todavía vivieran en una comunidad de la Edad de Piedra de ciento cincuenta personas y no en un mundo de miles de millones. El terrorismo es teatro, lo sabes. Las bañeras resbaladizas son una amenaza mayor. Cielos, ¡una campaña contra la asfixia masturbatoria salvaría más vidas! Los poderes existentes sólo se aprovechan de nuestras vulnerabilidades psicológicas para conseguir lo que se proponen.

Una mirada desdeñosa.

—¿Y qué hay de Moscú?

—Eso apenas tiene nada que…

—Ya sabes —le interrumpió Neil—. Es difícil no sentir pena por ellos a veces, aunque sepas que han participado en docenas de muertes. Tenemos la cabeza llena de mierda. Los viejos, sobre todo, creen que son el capitán Kirk o algo parecido. Nuestra malvada tecnología de escaneo de mentes no es nada comparada con el espíritu humano. Hace tiempo, un viejo terrorista islamista llegó a decirme que su alma era su ciudadela y que Dios vigilaba a su puerta.

Se detuvo un momento, como si estuviera meditando arrepentido. Estaba ojeroso.

—¿Y qué le respondiste? —preguntó Thomas sin convicción. Todavía no podía creer que estuviera manteniendo esa conversación.

—Que su espíritu me importaba una mierda. Que era su cerebro lo que me interesaba. Que su voluntad era solamente un mecanismo neuronal más, y que una vez estuviera desconectado, me diría alegremente todo lo que nuestro equipo quería saber. Y tenía razón. Y fuimos mucho más allá de los interrogatorios con privación sensorial. Utilizando todos los datos de proyección de imágenes en las funciones ejecutivas del cerebro, como los famosos experimentos de Roach sobre las diferencias entre individuos de voluntad débil e individuos de voluntad fuerte, aislamos los circuitos causantes y los apagamos. Fue tan fácil como darle a un interruptor. —Su risa fue más bien un bufido—. ¿Quién lo hubiera dicho, eh?

—¿Dicho, el qué?

—Que el maligno equipo de escanear mentes estaría tan ridículamente lejos de la verdad. ¿Por qué diseñar una máquina para leer pensamientos cuando lo único que tienes que hacer es cerrar algunos circuitos y hacer que el individuo te los lea en voz alta?

Estupefacto, Thomas le miró fijamente. Neil, su mejor amigo, estaba diciendo que era de los malos.

¿No lo era?

—Yo… —empezó Thomas con una voz débil—. No sé qué decir… No sé qué pensar.

—¿Jodido, eh?

Thomas contempló el chupito que tenía ante sí, el anillo de luz dura alrededor del borde del vaso.

—No es tan sencillo.

—Sí lo es, profesor Biblia. El deseo surge de los mecanismos más profundos del cerebro. Es como cirugía plástica. ¿Cuántos canales de cirugía plástica debe haber ahora mismo en la tele? ¿Quizá cinco? La evolución nos ha programado para valorar la aptitud de nuestras posibles parejas en términos de apariencia física. Una vez que nuestras herramientas y nuestras técnicas nos permiten manipular la piel y los huesos, el deseo hace el resto. Los viejos tabúes están desapareciendo gradualmente, y antes de que te des cuenta la industria cosmética producirá una cuarta parte de los desechos biológicos del país, y el maquillaje requerirá serrar huesos en lugar de elegantes lapicitos y cepillos. Si antes nos pintábamos para adaptarnos al deseo, ahora nos rehacemos. Lo mismo sucede con los bebés de diseño. O el dopaje con genes en el deporte. En todas partes. Neuromanipulación. Cirugía neurocosmética. ¿Me estás diciendo que no te parece inevitable?

Thomas lo miró fijamente, respirando con regularidad.

—No. Te estoy diciendo que no creo que esté bien.

Neil se encogió de hombros.

—Si quieres decir que la mayoría de gente lo rechazaría, tienes razón. —Había apartado la mirada mientras lo decía. Ahora sus ojos refulgían oscuros y amenazadores—. Pero ¿por qué diablos debería importarme eso?

Thomas se bebió otro chupito, pero no porque quisiera hacerlo, sino porque parecía algo más seguro que responder. Era curioso: toda una vida de aprendizaje podía olvidarse, todas las capas de sofisticación podían ser arrancadas, para dejar a un niño herido, un amigo dolido y desconcertado.

—¿Tienes un brazo como el de Dios[2]? —preguntó repentinamente Neil, evidentemente citando algo. Se rio.

—No te entiendo.

—Es su programa —había dicho Neil—. ¿Por qué no disfrutar con él?

La bebida nunca era buena cuando se mantenían conversaciones como ésa. El contenido se transmitía alto y claro, pero era el significado emocional lo que se filtraba. La bebida hacía que las cosas bien definidas fueran borrosas y las borrosas parecieran bien definidas.

—¿Por qué me cuentas esto ahora? —preguntó Thomas.

—Porque —dijo Neil, esbozando de nuevo su sonrisa traviesa— lo he dejado.

—Pero… —Thomas se detuvo. De repente, se percató de que Neil estaba haciendo mucho más que romper un acuerdo de confidencialidad o incluso cometer un delito grave. Todo eso debía ser material clasificado, lo que significaba que su amigo estaba cometiendo alta traición. Estaban caminando por terreno pantanoso.

Tan pantanoso que conllevaba la pena de muerte.

—¿Eso es todo? —preguntó Thomas.

—Eso es todo.

—No sabía que se os permitiera dejarlo tan fácilmente.

—No, no está permitido.

—Pero contigo están haciendo una excepción.

Otra sonrisa, una segunda capa de travesuras. Pasó el dedo por una hebra oscura del tapizado del sofá.

—No tenían otra opción.

—No tenían otra opción… —repitió Thomas, mirando con pavor el rebosante chupito de whisky que tenía ante él—. ¿Por qué?

—Porque he cubierto mis movimientos —respondió Neil—. He estado planeándolo durante mucho tiempo.

A pesar de la bebida, Thomas se sintió repentinamente alerta. Algo le dijo que tenía que andarse con cuidado.

—Así que crees que está mal… lo que hacías, quiero decir.

Neil se inclinó hacia delante con los codos sobre la rodilla, como un entrenador de baloncesto.

—El mundo está a un paso del abismo, profesor Biblia. Yo sólo he sido el primero en dar el paso.

Thomas sabía de qué estaba hablando, pero por alguna razón simuló no hacerlo.

—Abismo. ¿Qué abismo?

Neil no se lo iba a creer.

—¿Es por los niños?

—¿De qué estás hablando?

—¿Son ellos la razón?

—¿La razón de qué?

—La razón de que hayas vuelto a instalarte en Disneylandia.

La confusión, la desorientación que conducía a una respuesta tardía, se evaporaron, y Thomas se sintió de repente tan alerta como sólo pueden hacerlo el whisky y la ira.

—Estás borracho, Neil. Dejémosles fuera de esto.

Disneylandia era la forma en que llamaban al mundo tal como era comprendido por las masas, un mundo que mantenía las formas por medio de una sucesión de presunciones reconfortantes. Un mundo anclado en la necesidad psicológica más que en el hecho físico. Un mundo con un billón de héroes y finales felices en el que lo desconocido era irrelevante y enfrentarse a la propia debilidad era el desayuno de los fracasados.

—Mira, me resulta difícil recordar cómo es vivir con un pie en cada mundo. Saber, por un lado, que el amor paternal es simplemente la forma que tiene la naturaleza de engañarnos para que perpetuemos nuestros genes…

—No es un engaño… Mira, Neil, estás empezando a tocarme los…

—¿No es un engaño? Mmm. Entonces dime, ¿por qué quieres a tu hijo?

—Porque es mi hijo.

—¿Y eso es una explicación?

Thomas miró a su amigo de soslayo.

—Es la única que necesito.

—La evolución no podría haber funcionado de otro modo —había dicho Neil—. Hace falta mucho compromiso para criar a un hijo hasta su edad reproductiva.

Thomas vació su vaso y apretó los dientes con repugnancia y consternación. ¿Qué diablos estaba pasando?

—Como quieres a tus hijos —prosiguió Neil—, gastas enormes recursos en ellos, los formas, les das de comer, los proteges, hasta morirías por ellos. Haces todo lo que tus genes exigen, y por razones que no tienen nada que ver con las duras realidades de la selección natural. —Neil se recostó en los cojines. Enganchó las punteras de las sandalias en el borde de la mesilla de café—. ¿Y eso no es engañar?

—Son sólo descripciones distintas de lo mismo —dijo Thomas—. Distintos puntos de vista.

Neil se detuvo para beberse el whisky.

—Venga ya —prosiguió con un jadeo—. Estoy repitiendo tus argumentos, profesor Biblia. ¿No te pasabas horas y horas enumerando las formas en que nos embaucamos a nosotros mismos para sentirnos mejor? ¿Y qué hay de tus clases de psicología cognitiva? ¿No me dijiste que te pasaste las dos primeras semanas hablando de la relación entre instinto y socialización? ¿Qué hay de todas esas películas que alientan a la gente a «hacer lo que les diga el corazón»? ¿No son una forma más de la cultura para reforzar el statu qu…?

—¡Ya vale! —gritó Thomas—. ¿Qué pretendes, Neil? ¿Convencerme de que deje de querer a mis hijos?

De nuevo el encogimiento de un solo hombro.

—Sólo lo digo —había dicho, con un ademán displicente y espeluznante al mismo tiempo—. Sólo te recuerdo lo que ya sabes.

Sin habla, Thomas hizo lo que hacen la mayoría de los hombres cuando se quedan sin palabras: encendió el televisor. Las luces se atenuaron automáticamente. El silencio parecía zumbar bajo el estruendo del crepitar del volumen y las imágenes brillantes.

Sintió que Neil, sentado en el sofá a su izquierda, lo miraba. El irritante anuncio de Coca-Cola —ese glu-glu que encantaba a uno de sus hijos— apareció en la pantalla. Un blanco como de hospital parpadeó en la sala. Navegó por las páginas de noticias y dejó que fragmentos de la infocháchara sellaran el duro instante que acababan de experimentar ambos. Una última hora sobre los ecodisturbios en Francia. Una retrospectiva sobre las causas de la crisis económica en China. Una historia de mal gusto sobre la reciente muerte de Ray Kurzweil. Acusaciones de que Wal Mart había instalado equipos de resonancia magnética de bajo campo para controlar a sus empleados.

Neil extendió el brazo y sirvió dos chupitos de whisky más.

—Supongo que no tienes opción —dijo.

Thomas cogió el vaso con cautela, se lo llevó a la boca y lo vació. Ahora estaba bebiendo mecánicamente, una habilidad que había adquirido en los últimos tiempos de su matrimonio.

—¿Qué quieres decir? —preguntó simulando mirar la pantalla. Las imágenes de alta definición parecían drenar toda su ira, hacer su mundo tan pequeño y trivial como en realidad era.

—Racionalizar. Instalarte en Disneylandia.

Thomas negó con la cabeza.

—Mira, Neil. Todo esto estuvo muy bien en la universidad. Éramos muuuy radicales, incluso en la clase de Skeat, cuando nos metíamos con los estudiantes de literatura y asustábamos a la gente con nuestros gritos… —Una mueca de dolor—. Pero ¿ahora? Venga ya. Déjalo.

Neil lo estaba observando cuidadosamente.

—Eso no lo hace menos real, profesor Biblia. —Señaló la tele, donde filas de moscovitas que se extendían en una neblina gris compartían pantalla con cabezas parlantes y una cálida iluminación de estudio—. Mira, eso está acabado, como decía que sucedería Skeat. Ninguna epidemia virulenta, ningún colapso ambiental, ningún Apocalipsis termonuclear, sólo masas y masas de gente, homínidos simulando ser ángeles, aferrándose a reglas que no existen, comiendo, peleando, follando.

Thomas soltó un bufido.

—Neil…

—¿Dónde están tus argumentos baratos? Aparte de la amenaza de la coacción, ¿por qué debería la gente seguir el juego? ¿Por qué deberíamos ayudar a la abuelita a cruzar la calle? ¿Porque nos hace sentir bien? Por favor. Cualquiera puede enseñar a un gato a cagar en una caja. ¿Porque lo dicen los filósofos? Por favor, por favor. Podemos parlotear incesantemente, dar con un infinito torrente de estupideces halagadoras, redefinir esto y aquello, y al final lo único que habremos hecho es confirmar a los psicólogos cognitivos como tú y vuestro catálogo de formas en que nos engañamos para sentirnos mejor.

Thomas se rio. Emocionalmente, cuando estaba borracho, era siempre como si se hallara sobre un suelo resbaladizo. Molesto un instante, divertido el siguiente. Equilibrado, desequilibrado.

—¿Y bien? —insistió Neil—. ¿Dónde están tus argumentos baratos?

—Tengo dos —dijo Thomas, alzando el mismo número de dedos entumecidos—. Frankie y Ripley.

Neil negó con la cabeza y sonrió. Ahora era su turno para fingir interés en las imágenes que se sucedían en la tele. Acunó la cerveza entre las manos. Por primera vez, Thomas vio más allá de su irritación y su incredulidad, y se dio cuenta del estrés que debía estar sufriendo su mejor amigo.

«La NSA… increíble». En la pantalla flotaban sobre el logo de General Electric unas imágenes de hombres armados disparando al cielo: luchadores islámicos en alguna provincia china disidente.

—Neoterroristas —dijo Neil.

—Creo —respondió Thomas— que el término técnico es «insurgentes».

—Como quieras. ¿Sabes cómo los tratábamos en la División de Neuromanipulación?

Marilyn se rio tontamente en un extremo de la piscina de la camiseta.

—¿Cómo?

—Con amor —dijo Neil—. Hacíamos que nos quisieran.

Thomas miraba la tele con una expresión vacía.

—Tan fácil como accionar un interruptor.

Aquella había sido la rutina desde los primeros días en que compartieron habitación en Princeton. Neil con sus preguntas. Neil con sus demandas. Neil con sus respuestas burlonas, sus escandalosas afirmaciones. Todo eso contrapuesto con miradas de «sólo te estoy tomando el pelo» y un tono de «¿qué te pasa?». Del mismo modo en que no hay dos personas exactamente iguales en términos de capacidad, no hay amistades perfectamente mutuas. Neil siempre había sido más rápido, más atractivo, mejor conversador: desigualdades que siempre se habían expresado entre la complicada urdimbre de su relación.

Y Thomas siempre había estado más dispuesto a perdonar.

—Pero, eh… —dijo con voz cansina Neil después de un momento—. He venido aquí a celebrarlo, no a darte el coñazo.

Thomas le dirigió una mirada sin humor. La Marilyn en blanco y negro parecía estar ahogándose en su pecho, pero era sólo un efecto óptico.

—Estaba empezando a pensar que las dos cosas eran indistinguibles.

—Lo siento, tío. Estoy de mal humor. Toma. —Sirvió dos chupitos más de whisky y alzó el suyo para brindar. Después de un instante de duda, Thomas alzó el suyo. Sintió que se balanceaba muy, muy levemente.

—Me he escapado —dijo Neil. Había algo vergonzantemente directo en su mirada de ojos azules—. Me he escapado del todo.

Thomas tuvo miedo de preguntar de dónde…

¿De la NSA o de Disneylandia?