31 de agosto, 8:26
Lo que distingue la suerte de la gracia divina es la sinceridad de la oración previa, o al menos eso le había dicho su abuela. Sus rezos eran sinceros, incluso tosía entre sollozos.
De lo que no estaba seguro era del que debía estar escuchándolo.
El reluciente BMW negro dejaba atrás un coche tras otro, deslizándose entre los mastodónticos tráilers. Hermosas estudiantes, cotorreando y riéndose por los móviles. Punks resentidos con los labios agujereados, mirando y burlándose de las líneas de la ingeniería alemana. Viejas con la mirada religiosamente fija al frente, con las manos a las 10 y las 2 del volante. Madres impecables. Golfistas marchitos. Ejecutivos agresivos. Todos ellos impulsados por motores silenciosos, recorriendo las cuerdas flojas de vidas completamente desconectadas.
Todos ellos ajenos al sarcófago con ruedas y revestido de cuero que silbaba entre ellos, silenciando un grito tras otro de Frankie.
La carretera era poco más que un susurro; el campo, un temblor; el mundo, un pequeño brillo en el parabrisas. Thomas Bible extendió el brazo para acariciar a su hijo. Las pequeñas extremidades del niño se encogieron ante su mano adulta.
—Eres mío, lo sabes…
Estaba gritando, la boca abierta en una mueca de chimpancé.
—Me han utilizado como un cebo para el tío Cass. ¿Te acuerdas de Sam, cariño? ¿La amiga de papá?
Tos, convulsiones.
—Sam iba a sacrificarme. —Tragó saliva con dificultad—. Cuando parecía que yo iba a morir en el altar, te sacrificó también a ti.
Manos pequeñas, defensivas, rasgando los asientos de cuero.
—Eres mío, lo sabes… No importa lo que diga el tío Cass.
Ojos en blanco en un horror bovino. Gritos.
—El sacrificio… —dijo Thomas llorando—. El sacrificio es lo que te convierte en padre.
Llamó a Neil cuando tenía que hacerlo. Siempre hacía lo que tenía que hacer. Según Nora, era una de las razones por las que lo había dejado. Era demasiado parte de una maquinaria, la puta maquinaria.
La carretera era una abstracción en la periferia de su campo visual. Anotó las señas de la nueva dirección en una servilleta de Taco Bell. Un lugar en Connecticut.
—¿Cómo puedo confiar en ti? —le preguntó a la voz distorsionada.
—Es cuestión de suposiciones, profesor Biblia —dijo Neil—. El truco es decidir por cuáles vale la pena morir.
Thomas colgó, miró a su hijo, que no dejaba de gritar. Volvió a mirar la carretera con su brillo estival, miró la tierra prometida que pasaba junto a él, un borrón de asfalto y ladrillo. Como siempre, el horizonte mantenía las distancias inmóviles, mientras lo que estaba cerca pronto se introducía en el embudo que tenía tras él.
El control se había ido hacía mucho. Lo único que tenía era una sollozante letanía.
—Frankie, shhh, por favor, shhh, Frankie, por favor.
Palabras vacías. Palabras patéticas. Palabras que sólo podían resollar y arrastrarse ante el grito terrible de su hijo, ante la oración más antigua de todas. Su primera gran generación.
Todo. Todo era una cadena generativa. Las montañas. Los mares. Hasta las estrellas. Nada escuchaba. Nada. Los cráneos de un millón de corderos golpeados por las mandíbulas de un millón de leones. Mil millones de gritos humanos, y nadie los oía. No eran más que un destello en el abismo. Incluso menos…
Aquello no tenía ninguna consecuencia. Nadie retiraba la hoja de aquel cuchillo infinito.
Sólo los niños morían, comprendió entonces Thomas. Pequeños. Indefensos. Sin comprender.
Todo el mundo era un niño al fin y al cabo.
Parecía casi normal. Un viejo amigo, en el norte del estado, saludando desde el porche. Una brisa estival soplando entre los árboles. Un niño que tenía que ser cogido en brazos del asiento trasero.
Cualquiera que fuese la voz de Frankie, la había perdido con sus gritos hacía mucho. Ahora sólo jadeaba y se retorcía como un adicto moribundo. Sólo sus ojos de niño en blanco y su mueca de anciano hablaban del horror que le recorría el alma.
No podía ser su hijo.
No podía ser.
Thomas subió los escalones de cemento, alzó la mirada hacia la fachada blanca, colonial, y entrecerró los ojos ante el sol cegador. Parpadeó ante Neil, con la mente más allá de la esperanza o el odio.
Sonrisa boba. Ojos doloridos.
Neil abrió la puerta para que pudiera introducir a Frankie en la penumbra. Thomas sintió una mano reconfortante en el hombro al pasar. Y un pequeño pinchazo en la nuca. Se volvió, demasiado cansado para alarmarse, y no digamos ya sorprenderse. Se quedó mirando al monstruo que era su mejor amigo. Sus rodillas se deshicieron como si fuesen de cera. Frankie se deslizó de sus brazos. Todo empezó a girar, como motas de polvo bailando alrededor de una inmensa escoba existencial.
—Ah, profesor Biblia —dijo la sombra—. Deberías saberlo a estas alturas. No importa cuál sea la regla…
El mundo se vino abajo como una acuarela desleída.
—Yo me las salto.
—El sistema nervioso central del Homo sapiens —estaba diciendo Neil (Thomas no recordaba cuándo había empezado)— no es como el corazón o el estómago. No es un órgano diferenciado con funciones específicas. Buena parte de la estructura de nuestros cerebros está determinada por otros cerebros. En cierto sentido, sólo hay un cerebro, profesor Biblia, extendido por el rostro del planeta, reprogramándose sin cesar para convertirse en una llave que abra el universo. Un sistema nervioso central con ocho mil millones de sinapsis.
Thomas estaba sujeto a un aparato, casi erguido. Algo le sostenía la cabeza inmóvil, completamente inmóvil. No podía moverse lo más mínimo de tan bien sujeto como estaba. Era como si le hubieran atornillado o soldado la cabeza a aquella estructura. Alzando la mirada, vio una especie de borde metálico sobre su frente, pero nada más. La habitación que tenía ante sí era sobria y espaciosa: paredes de ladrillo, muros pintados de blanco, un techo sin fin con brillantes fluorescentes. Por los ángulos que lo rodeaban, supo que estaba en el centro de la habitación, pero no podía ver nada a su espalda. En la esquina que quedaba a su derecha había cajas apiladas, junto a una carretilla de gruesas ruedas. Dos mesas ocupaban el espacio inmediatamente delante de él, llenas de pantallas, teclados y varios artilugios que no reconoció. Con sandalias y pantalones cortos, Neil se había vuelto para inclinarse sobre una caja abierta. En su interior de compartimentos de espuma oscura, brillaban unos tubos.
Neil se encaminó hacia él sosteniendo una jeringa en una mano enfundada en látex.
—Y ahora mismo, amigo mío, tú y yo somos las únicas sinapsis que importan. —Neil se echó hacia delante y Thomas sintió un pinchazo en la yugular. Neil le frotó el lugar donde le había pinchado con un algodón. Hizo una mueca—. Es para acelerar tu recuperación de la anestesia.
—Frankie —gruñó Thomas. Parecía el único idioma que conocía.
La cara atractiva de Neil se ensombreció.
—Ha habido un pequeño cambio de planes, profesor Biblia.
—¡Frankie! —gritó Thomas. Empezó a escupir y a tirar contra el aparato que lo inmovilizaba.
La mirada de Neil lo silenció. Era algo sin extremidades o apéndices prensiles, algo como perteneciente al alma de una serpiente, tan inalcanzable como un comandante nazi sonriendo o un frenético hutu con un machete.
—No hay de qué preocuparse.
—¿Preocuparse? —gritó Thomas al tiempo que las lágrimas le llenaban los ojos—. Qué coño…
Neil se volvió hacia un teclado que había en la mesa más cercana y se puso a teclear. Thomas oyó el zumbido de algo arriba, como una impresora poniéndose en marcha.
—¡Hijo de puta! —gritó Thomas—. ¡Cabrón! ¡Te mataré! ¡Te mat…!
Pero se detuvo, primero confundido, después dándose cuenta. Neil tenía razón. No había de qué preocuparse. Respiró hondo y sonrió. ¿Cómo podía ser tan idiota?
—¿Mejor? —preguntó Neil.
—Sí —dijo Thomas, sonriendo—. Mucho mejor. ¿Qué has hecho?
—No mucho. ¿Ya no estás preocupado por Frankie?
—Que le den. Se pondrá bien.
Neil negó con la cabeza.
—No, profesor Biblia, me temo que no.
—¿No?
—No. En realidad, está muerto.
Thomas se rio.
—¿En serio?
—En serio. Sólo hay un procedimiento que puede deshacer un bucle de afecto, al menos para la diabólica manera en que Mackenzie los hace.
—¿Cuál?
—Una bala en la cabeza.
Thomas soltó una risotada. Intelectualmente, sabía que no debería parecerle gracioso, pero lo era… Y que lo fuera parecía lo más natural del mundo.
—Siempre has estado loco.
Frankie. Pobre. Iba a echar de menos a ese pequeño cabrón…
—Así que todo esto —preguntó Neil con curiosidad—. ¿Te parece normal?
Thomas trató de encogerse de hombros.
—Bueno, supongo que a alguien de fuera le parecería extraño, pero es muy normal cuando lo piensas.
—¿Y eso?
Thomas le dedicó una sonrisa que decía: «¿Eres estúpido?».
—Hace tiempo que somos amigos. Siempre nos hacemos bromas. Aunque supongo que somos un poco viejos para esto.
Neil se rascó tras la oreja con un lápiz.
—Pero en algún momento sabes lo que está sucediendo, ¿verdad? Sabes que estoy estimulando los circuitos neuronales responsables de que sientas normalidad y bienestar.
Thomas frunció el entrecejo, feliz y perplejo.
—¿Qué puedo decir? Siempre has sido complejo.
Neil negó con la cabeza, divertido, como siempre que su cinismo se veía confirmado.
—Esto —dijo, blandiendo un dedo de te-lo-decía—. Esto es la parte que me hizo darme cuenta, que me hizo verlo.
—No te entiendo, Neil.
—Las confabulaciones. Piensa en ello, profesor Biblia, acabo de pegarle un tiro en la cabeza a tu hijo y tú crees de veras que todo está bien…
—Venga —lo interrumpió Thomas, tratando de negar con la cabeza—. Ya estás sobreanalizando de nuevo. Lo sé, lo sé, escuchen al psicólogo neurótico hablando y sobreanalizando, pero a veces las cosas son simples. A veces tienes que…
—Yo creía lo mismo con los primeros terroristas que manipulé —prosiguió Neil—. ¿Sabes que me pasé dos días discutiendo con uno, tratando de explicarle lo mala que era su situación? ¡Dos putos días! Era como si el tipo sólo tuviera dos botones: barajar y repetir. ¿Sabías que el cerebro tiene un módulo entero dedicado a la producción de racionalizaciones verbales?
—Sí, sí —dijo Thomas, dándose cuenta de lo mucho que echaba de menos charlar de todo eso con Neil—. Sí, Mackenzie contó algo de eso.
Una mirada evaluadora.
—Confía en mí, si quieres hacerte una idea de hasta qué punto la conciencia, la vida, es solamente una respuesta mecánica, trata de enfrentarte directamente con un módulo de racionalización. Podría pasarme el resto de la vida discutiendo contigo, y tú encontrarías una razón tras otra de por qué disparar a Frankie en la cabeza es la cosa más normal y juiciosa del mundo.
¿De qué estaba hablando? La vida estaba llena de contingencias —exigencias— sobre las que nadie tenía control. Hasta la mayor locura del mundo podía parecer razonable en determinadas circunstancias.
—Mira —dijo Thomas—, comprendo lo que parece. Pero Neil, precisamente tú eres quien mejor sabe que siempre hay más de lo que parece a primera vista. —Mientras decía esto, Thomas se dio cuenta de que era en balde. Neil lo estaba mirando con sus ojos interiores, la mirada que siempre tenía cuando estaba ocupado, pensando en qué decir después y no en escuchar—. ¡Siempre hay más! Neil. ¡Neil! Es lo único que digo: mira en las profundidades.
Neil esperó con una educación fingida, como si quisiera asegurarse de que era seguro seguir.
—¿Te puedes creer que fue durante una cena con mis padres cuando todo encajó? —dijo—. Ya conoces a mi padre, siempre clamando sobre una cosa u otra, sin dejarte abrir la boca y sin reconocer jamás que podría estar equivocado. Estaba sentado allí, mamá había preparado pavo, y de pronto me di cuenta de que su módulo de racionalización estaba funcionando a toda marcha, que la única diferencia entre él y mis sujetos era que él había sido programado accidentalmente. Me di cuenta de que sólo era otra máquina. Y mamá también, repitiendo todo el rato que no había untado el pavo con suficiente mantequilla. Estaba allí sentado viendo cómo repetían sus rutinas de comportamiento. ¿Puedes imaginarlo, ver a tu madre como una máquina?
Thomas soltó una risotada.
—Venga ya, Neil. ¡Escucha lo que dices! Tu madre no es una máquina. ¡Está demasiado loca!
Pero Neil no estaba escuchando.
—Había llegado al umbral, supongo, después de trabajar para la NSA. Hacía tiempo que me sucedía: me daba cuenta de ciertos comportamientos y pensaba: su núcleo caudado se está poniendo en marcha, dando información al córtex prefrontal, etcétera. Pero después de esa cena, empecé a comprender a todos los demás en esos términos…
Su mirada parecía vuelta hacia adentro.
—Y entonces releí tu libro.
Thomas soltó una risotada, pero la ausencia del movimiento de la cabeza y de la mano que debían acompañarla la hicieron sonar rara.
—¿Estás tocando fondo, eh?
La sonrisa de Neil era escéptica y sincera. Se volvió hacia la mesa y cogió un libro destrozado de un montón de papeles. Thomas vio A través del cerebro oscuro repujado en oro en su negro lomo de tela. Neil lo abrió por una de las muchas notas adhesivas naranjas que salían como lenguas de las páginas cerradas. Sosteniéndolo ante sí en lo alto como un predicador, leyó:
—«Si sabemos algo, es esto: las regiones del cerebro implicadas en la consciencia sólo pueden acceder a una fracción minúscula de la información poseída por el cerebro como todo. La experiencia consciente no es solamente producto del cerebro, es producto de un cerebro que sólo puede ver una pequeña parte de sí mismo».
Levantó la mirada con las cejas alzadas.
—¿Ya no estás de acuerdo con eso?
Otro fracasado intento de encogerse de hombros.
—Los hechos son hechos. Mira, Neil…
Pero siguió leyendo:
—«La magia del mago depende de que el público siga ignorando sus manipulaciones. En cuanto lo miramos de cerca, la magia desaparece. La conciencia no es distinta. Ignorando las manipulaciones que la hacen posible, la experiencia sólo dispone de lo que sólo podemos llamar “ilusiones”. La conciencia es siempre “ahora” porque los correlatos neuronales de la conciencia, aunque muy duchos en procesar el tiempo, no pueden procesar el tiempo de su procesamiento. La conciencia es siempre unitaria porque los correlatos neuronales de la conciencia, aunque muy duchos en diferenciar rasgos del entorno, no puede diferenciar sus propios procesos. Una y otra vez, los rasgos fundamentales de la experiencia sólo tienen sentido cuando los interpretamos como el resultado de varias incapacidades…». Neil cerró el libro y recitó el resto de memoria.
—«Y ésta es la razón por la que la conciencia desaparece cuando nos atrevemos a mirar de cerca el cerebro. Somos poco más que trucos de manos andantes, parlantes».
A esto siguió un momento de silencio, llenado por el zumbido de algún ventilador encajado en la maquinaria que había sobre la cabeza de Thomas. El olor de ozono y goma quemada empapaba el aire.
—Mmm —dijo Thomas al fin—, ¿cómo puedo conseguir una cerveza? —Los juegos eran juegos, sin duda, pero tenía muchísima sed.
—Eso —dijo Neil, refiriéndose al pasaje— fue lo que lo puso todo en marcha. Era fácil ver a la gente como lo que era… incluso a papá y mamá. Pero ¿cómo podía hacer lo mismo conmigo? Mírate, tratando de engatusar al hombre que ha matado a tu hijo para que te dé una cerveza y ¡creyendo que eso es lo más natural del mundo! En última instancia, yo no soy distinto. Soy un mecanismo igual que tú, al igual que muchos de los procesos de respuesta sobre los que no tengo control. Y antes era tan susceptible a ser engañado, estaba tan seguro de que sabía la verdad, que si estuviera enchufado como lo estás tú, las cosas serían distintas, alguna chispa o algún residuo de espíritu se encendería y me permitiría trascender mi neurología…
Neil alzó el libro, le dio un golpe y éste se tambaleó en su mano.
—No podía ser. Y sin embargo, ahí estaba…
Thomas se lo quedó mirando, escéptico, mientras se maravillaba de lo bien que le sentaba estar de nuevo discutiendo con Neil.
—Pero ¿puedo hablar ahora? —dijo sonriendo—. ¿Estás listo a ceder la tribuna de oradores?
Neil le dedicó uno de sus célebres ceños con los ojos entrecerrados.
—Sin duda.
Thomas sintió un repentino picor en la nariz que le recordó sus ataduras. Pero conocía el modo de proceder de Neil, sus bromas: si lo ignorabas, se ablandaría por puro aburrimiento. Esa era la razón por la que pedir una cerveza había sido un error.
—Dices que toda esta locura, los secuestros y las mutilaciones y los vídeos, ¿tienen que ver con mi libro?
—La Discusión es tuya, profesor Biblia. Tú siempre fuiste mejor en teoría.
—Y tú eres un hombre práctico, ¿verdad?
Neil se encogió de hombros.
—Prefiero trabajar con mis manos.
Thomas se rio, el movimiento le sacudió el cráneo.
—Pues respóndeme a esto: ¿cómo podías estar interesado en mi Discusión, en mis argumentos, si crees que las razones son ilusorias?
Neil hizo una mueca y negó con la cabeza.
—Lo sabes hacer mejor. Las razones pueden ser engaños, el resultado de un cerebro atascado con la retahíla de su propia solución de problemas, pero siguen siendo funcionales, como esperarías, dado que son producto de algo real. Mientras tú y yo discutimos, experimentando este mundo de significado y justificaciones, nuestros cerebros sólo están produciendo y respondiendo a varios estímulos y respuestas auditivos, reprogramándose a sí mismos en respuesta al otro y al entorno. Ahí está la verdadera acción. El proyector, y no la pantalla. Esa es la razón por la que se nos abre un abismo interpretativo cada vez que tratamos de utilizar razones para ir más allá de las razones, aunque nos parezca simple desmantelar la maquinaria que lo hace posible. Esa es la razón por la que la filosofía es mera charlatanería, mientras que la ciencia ha transformado el mundo.
Thomas bufó. De no estar inmovilizado, habría tendido las manos en señal de rendición, pero en lugar de eso sólo dijo:
—Ya. —Neil se había limitado a parafrasear un fragmento de A través del cerebro oscuro—. ¿De qué página es eso?
—Trescientos ochenta y dos.
—¿Te lo sabes de memoria?
Inexplicablemente, Neil frunció el entrecejo, se metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño mando a distancia negro. Clic.
De repente todo era desesperación y agonía, como si agujas incandescentes se clavaran en los innumerables poros de Thomas. Algo maulló, gritó, se revolvió contra cadenas de hierro. En alguna parte, algo defecó.
Clic. Volvía a ser feliz.
Neil sonrió.
—Trata de no cambiar de tema —dijo.
Entre una neblina de bienestar, Thomas sentía su cuerpo temblando, como si tuviera los huesos congelados.
—Claro… ¿dónde estábamos?
—Estaba explicando que el cerebro no está equipado para verse a sí mismo, que carece del poder de procesarse, de suficiente pedigrí evolutivo, de modo que aunque es notablemente competente al modelar su entorno externo, lo máximo que puede hacer es garabatear parodias de sí mismo.
—Sí —dijo Thomas—. Te refieres a la mente.
—Exactamente. La más extraordinaria parodia.
—Pero no parece así.
—Por supuesto que no. La mente tiene que parecer profunda, amplia y despierta sólo porque «profunda», «amplia» y «despierta» forman parte de esa parodia. No podemos salimos de nuestras mentes y pasear a su alrededor, como sí podemos hacer con el cerebro.
—Razón por la cual —gritó Thomas con lo que sólo se podría describir como ebrio buen humor— ¡nunca convencerás a nadie de que no estás rematadamente loco!
—¿Quién ha hablado de convencer a nadie?
—Entonces, ¿por qué hacer todo esto?
—¿Por qué? —dijo Neil. Una vez más, se puso a hojear el libro de Thomas—: «Nuestro cerebro —leyó— es capaz de seguir la pista de sus futuros comportamientos de respuesta, pero es totalmente ciego al profundo proceso que los motiva. En lugar de hacer cosas por este o aquel mecanismo de procesar entradas, lo hacemos “por razones”, es decir, por respuestas deseadas. La causalidad se convierte en consciencia. Resultados y consecuencias, objetivos, se convierten en el motor de nuestras acciones porque los correlatos neuronales de la consciencia no tienen acceso a los verdaderos mecanismos neurofisiológicos que hay por debajo».
Cerró las páginas como si aplastara una mosca. Thomas se encogió.
—¿Propósitos? —dijo Neil—. ¿Finalidades? Esas cosas son fantasmas, profesor Biblia, alucinaciones programadas. Sólo parecen reales porque montamos el caballo de espaldas.
Thomas soltó una risotada, divertida, pero nada impresionada.
—Así que ¿cuál es tu argumento ilusorio? ¿Qué cree la parodia llamada Neil que está haciendo?
Esas palabras parecieron coger por sorpresa a Neil. Durante un segundo, se quedó mirando a Thomas con una intensidad casi lunática.
—Neil —repitió, como si ese nombre fuera una absurda expresión china—. Esa parodia ya no existe.
Thomas habría negado con la cabeza de haber podido.
—Entonces, ¿qué existe?
—He desconectado ciertos circuitos que inhiben acciones —dijo Neil con lo que parecía cierta renuencia—. Lo que vosotros, los psicólogos, llamáis ansiedad, miedo, toda esa mierda. Ahora no son más que recuerdos para mí. Pero también he cerrado algunos de los circuitos más engañosos. Sé, por ejemplo, que no deseo absolutamente nada. Ya no me engaño al pensar que «yo» hago algo.
Thomas no pudo más que quedarse mirando a su amigo, asombrado. ¿De dónde sacaba los cojones para hacer esas cosas?
—He ido al fondo —prosiguió Neil—. Al fondo.
Pausa.
—Al otro lado de la parodia —dijo Thomas. Las palabras le provocaron un cosquilleo en la lengua.
Neil asintió como si lo hiciera ante algo inevitable que sólo él pudiera ver.
—Sólo en parte. Todavía experimento cosas, a fin de cuentas. Pero es una experiencia radicalmente distinta, mucho más sensible a la verdad fragmentaría de nuestras almas. Sin voluntad, finalidad, yo, bien o mal.
Thomas frunció el entrecejo y silbó. Parte de él comprendía las monstruosas implicaciones de lo que Neil estaba diciendo, pero parecía poco más que una abstracción divertida, como niños con palos simulando que son armas. La mayor parte de él se maravillaba. ¿Cómo sería caminar sin yo ni conciencia, con planes indistinguibles de las compulsiones, un accidente más en el naufragio sin sentido que era el mundo? ¿Cómo sería actuar no como algo tan enclenque y desvalido como una persona, sino como un vehículo sin yo, un conducto para todo lo que le había antecedido?
—Acojonante, Neil. Acojonante.
La sonrisa de Neil era auténtica y contagiosa, un cerebro en comunión con otro por medio de la antigua coreografía de gestos faciales. Mirándolo, Thomas pensó en los años transcurridos, en las arrugas alrededor de sus ojos y sus hoyuelos, las esmeradas pinceladas de su cabello entrecano. Y a Thomas le pareció que siempre supo que ese momento llegaría, desde su primer encuentro en la residencia de estudiantes. Desde la primera sonrisa astuta y apreciativa.
¡Cómo se alegraba de verlo!
—Soy el primer neuronauta del mundo, profesor Biblia. Y tú vas a unirte a mí.
Neil se inclinó sobre el tablero y miró la pantalla.
—Aunque me gustaría dejarte en un lugar feliz, algunas cosas hay que hacerlas a la manera tradicional. —Una mirada afable—. Especialmente si quieres que duren.
Clic-clic-tap-tap…
El humor pletórico de Thomas se fue desvaneciendo. Después llegó el sueño, lentamente, raro, como una extremidad interior falta de oxígeno que estuviera volviendo a la vida. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué sucedía? Los recuerdos de hacía un instante parecían de repente imposibles, como un injerto de un capítulo más inocente de su vida. Pero eran reales: los pensamientos, los sentimientos, todo era perfectamente real. Las palabras…
«¡Frankie! ¿Frankie? No-no-por-favor-cariño…».
—¡Neil! —gritó.
—Shhh —dijo su viejo compañero de habitación—. Es totalmente natural que tu cerebro esté muy alerta. Lo único que tiene son sus recursos evolutivos, y Dios sabe que los estresantes ambientales han sido muchos…
—¡No! —gritó Thomas.
—Ahora mismo está recorriendo tus circuitos de hace un millón de años, produciendo varias respuestas de comportamiento infalibles. Dolor. Pánico. Joder, no fue diseñado para reconocerse a sí mismo como lo que es, ¿cómo iba a reconocer su propio potencial? Para él, esto no es más que una pelea de la Edad de Piedra.
—¡Dime que no has matado a mi hijo!
Neil frunció el entrecejo amistosamente.
—Ahí está. Un perfecto ejemplo de esos recursos en acción. El cerebro genera respuestas vinculantes, o «preocupación paterna», porque esas respuestas aseguraban en el pasado la reproducción de su material genético. Sólo somos apestosas fotocopiadoras, profesor Biblia. Sólo que nosotros utilizamos semen y amor en lugar de tinta y papel.
—¿Dónde está? ¡Dime dónde está! ¡Neil! ¡Neil!
Neil se encogió de hombros, esbozó una sonrisa perezosa.
—Son sólo hechos, profesor Biblia. Si quieres ponerte en evidencia luchando contra ellos, adelante.
Aunque estaba sujeto de frente, aunque no podía ver nada más allá de su limitado campo visual, mentalmente vio a Frankie tendido en el suelo del sótano, con los ojos oscuros, la lengua seca, la cabeza gris contra un charco bermellón. Como Gerard. Como Sam.
—¡Dios, Neil! ¡Dios mío! ¿Qué has hecho?
Neil volvió a mirar su pantalla.
—La lucha de tu cerebro, o el sistema de huida, funciona a tope. Ahora está probando las restricciones, percatándose de la futilidad de las respuestas físicas. Ahora el córtex frontal está procesando las alternativas hipotéticas, haciendo cuanto puede para inhibir y enfrentarse a las señales que recibe de sus parientes límbicos más primitivos. Ahora está empezando a darse cuenta de que las respuestas de comportamiento lingüísticas son sus…
Thomas jadeó, presa del pánico. Tenía que pensar… ¡pensar! Tenía que haber alguna forma… ¡alguna forma de convencerlo!
—Neil —dijo Thomas, tratando de contener el terror de su voz—. Párate a pensar un poco, amigo. Pregúntate qué estás haciendo.
—Ya te lo he dicho, profesor Biblia. Estoy preparado para el viaje, como tú. La única diferencia es que yo sé adónde lleva.
—¡Neil! ¡Se trata de mi familia! ¡Mi familia! ¡Estamos hablando de Frankie!
Pero el loco se había vuelto hacia el esquema brillante de la pantalla del ordenador.
—Ahora, si apago los circuitos lingüísticos, tu cerebro debería regresar a sus más básicas e infalibles respuestas…
Clic-tap-tap…
De repente hablar no importaba. Gritando, Thomas se lanzó contra las sujeciones una y otra vez. Resolló y escupió entre dientes.
—Respuestas físicas de lucha —dijo Neil.
Era como querer arrancar el suelo. Como luchar contra los propios huesos. Pero las sujeciones carecían de soldaduras, como si hubieran sido fusionadas con el implacable marco del mundo que lo rodeaba, como si él estuviera fundido con la tierra.
Neil siguió parloteando.
—Ahora está registrando la futilidad de sus esfuerzos, empezando a formar lo que los psicólogos llamáis «generalizaciones negativas».
Un rugido inarticulado. Estaba atrapado, ¡atrapado! No había esperanzas. ¡Frankie! ¡Frankie! Por el amor de Dios, ¿qué iba a hacer?
La desolación se lo tragó entero. Se dio por vencido. Se limitó a colgar allí, como ropa grapada a la pared, sollozando.
«Frankie está muerto». Su hijo, sonriente, limpio y seguro. El horrible acento de las películas. Su obsesión con todo lo «súper». El pelo del perro en sus pequeñas camisetas. Las tiritas sobre la alfombra delante de la tele. Los ojos asombrados. Los pedos sobre la almohada de Ripley. Las palabras «Te quiero, papá», unidas a un millón de expresiones diferentes, mil acontecimientos distintos. «Te quiero, papá», garabateado con un torpe lápiz, dicho en un millón de gemidos provocados por una rodilla pelada. La única cosa segura…
Ya no estaba.
—Y aquí lo tenemos —dijo Neil, con la cara iluminada por la sección cerebral que aparecía en la pantalla—. La huella neuronal de la indefensión aprendida.
A través de un borrón rugiente, acuoso, Thomas vio que el monstruo se volvía y sonreía.
—Precioso —dijo con la voz de su amigo—. De manual.
«Mi hijo».
Durante un rato Thomas se limitó a respirar, forzado en su absoluta inmovilidad. Todo parecía distorsionado, como visto a través de una mirilla. Neil ojeando notas manuscritas, rascándose el rabillo del ojo con el bolígrafo. El cerebro luminoso en las pantallas de ordenador, girando lentamente entre ventanas de texto. Los fluorescentes, arrojando halos sobre las grietas oscuras entre las vigas del techo.
Lo apresó gradualmente una especie de claustrofobia. Era más que el simple hecho de su parálisis, más que la asfixia por la falta de esperanza y movimiento. Neil lo había fijado a una sola perspectiva, miope, y por alguna razón, hacía que el anillo de nada que rodeaba su campo visual fuera palpable. Normalmente sólo tenía que girar la cabeza y esa nada cobraba vida, lo que era periférico ocupaba el centro, y el mundo se conocía así mejor. Pero ahora era como si llevara el vacío sobre los hombros, un gran disco negro, como el yugo de un esclavo, asfixiándolo con insinuaciones e implicaciones.
¿De qué clase de horrores lo había rodeado Neil?
Así era como sucedía, en la realidad y no en las películas, comprendió Thomas.
Los padres fracasaban.
Los monstruos ganaban.
Casi sin curiosidad, vio cómo esa idea teñía el gráfico de su cerebro en el ordenador con varios colores, del crema al morado.
Cuando finalmente habló, pareció hacerlo en coma.
—¿Qué es eso? —dijo con la voz áspera. La tos que siguió hizo traquetear los tornillos que sujetaban su cráneo—. ¿Me has clavado en una especie de estimulador magnético transcranial? —Aquellos aparatos habían sido usados desde los años noventa, y utilizaban los campos magnéticos para alterar la actividad neuronal en varios puntos del cerebro. En los centros de investigación neurocientífica, eran el pan de cada día.
—No, no —dijo Neil sin apartar la mirada de sus pantallas. Sus dedos se movieron sobre el teclado—. Los estimuladores magnéticos no pueden llegar ni mucho menos al fondo.
—¿Qué es esto?
Neil se volvió sin mirarlo, caminó y se puso a toquetear algo que quedaba fuera de su campo visual. Thomas se tensó, sintió que sus ojos se giraban como los de un caballo.
—Es un dispositivo especial de la Agencia de Seguridad Nacional —dijo Neil, como un dentista hablando a un paciente preocupado— llamado Marionette. Lo adaptamos a partir de los dispositivos estereotácticos neurorradioquirúrgicos, sí, los que se utilizan para superponer rayos de partículas para quemar tumores. Descubrimos una forma de alterar la sangre para poder ejercitar un control metabólico en varios puntos del cerebro… —Thomas oyó el tintineo de una pequeña llave inglesa—. La llamamos María.
—No me suena —dijo Thomas, con más odio que humor.
La risa de Neil le provocó un cosquilleo debajo de su oreja izquierda.
—Oh, pronto lo hará —dijo, irguiéndose y agachándose por debajo de su campo visual. Thomas volvió los ojos para tratar de seguirlo, pero estaba en su campo ciego. Las siguientes palabras de Neil parecieron surgir de ninguna parte:
—Confía en mí.
Thomas lo oyó removiendo lo que parecía una caja de herramientas a su espalda. De repente reapareció y lo miró de camino de su ordenador.
—Tengo varios salvapantallas —dijo Neil, sentándose—. ¿Quieres verlos?
—¿Salvapantallas?
Sonriendo a la pantalla, Neil tecleó algo. La luz brilló sobre la curva de sus dientes.
—Así los llamamos. Son los programas que actúan sobre el circuito neuronal responsable de la consciencia. —Se volvió hacia Thomas. Su silla silbó—. Es la última frontera del arte, en realidad. El lienzo más fundamental de todos.
—¿Lienzo? —dijo Thomas débilmente.
«Recuerda… recuerda que ha asesinado a tu hijo…».
—La existencia —dijo Neil—. La existencia en sí misma.
Se volvió hacia su pantalla y su teclado.
—¿Recuerdas que en Princeton siempre debatíamos sobre la búsqueda de inteligencia extraterrestre? ¿Por qué, después de décadas buscando en el cielo, no habíamos sido capaces de encontrar una versión extraterrestre de I Love Lucy? Después de esto, queda claro por qué.
—No lo enti… ¡ahhhhhh!
Su entrepierna explotó de placer, fue como una marea, y abrasadora. Jadeó, se quedó mirando a Neil con pánico, cubierto de baba. Los orgasmos lo recorrieron en oleadas secuenciales, apretando su ano como un puño, estremeciéndose en los fundamentos de su cuerpo, llenándole de dicha. Era como si algo divino y eléctrico se lanzara alrededor de su polla.
—Este es mi favorito —dijo Neil, riéndose—. Descarga ya, para que la sinfonía que sigue se despliegue en una soñolienta bruma postcoital…
De repente el placer desapareció. El silencio crujió. Jadeó. Aunque su cráneo seguía clavado en Marionette, se sintió flotando y fuera de su cuerpo, como si se hubiera convertido en una bandera ondeando con una brisa húmeda. Trató de asirse. Trató de agarrarse. Pero se había vuelto inmaterial.
—Por supuesto —estaba diciendo Neil—, la obligatoria oscilación de la experiencia de estar fuera del cuerpo seguida de una lenta ausencia en tu campo visual…
Parte de la escena empezó a… implosionar delante de él, como si su campo visual fuera de goma y estuviera siendo absorbido por un gran vacío del otro lado. Las ausencias se esparcían en líneas irregulares, y en un momento aplastaron la cabeza de Neil entre la mandíbula y el pelo. Y todo parecía tan real como si fuera real…
—Disculpa el monólogo descriptivo —estaba diciendo Neil mientras primero su torso y después su pierna desaparecían—, pero la siguiente secuencia requiere que alguien hable…
—… porque —dijo Thomas— tiene que ver con los circuitos neuronales que distinguen el origen de las voces. —¿Qué estaba haciendo Neil? ¿Sincronizar sus putos labios?—. Imagino que ahora —añadió Thomas— te estás preguntando por qué tu boca dice mis palabras. Lo que asusta más a la gente es que parece de verdad que estén hablando ellos, que parece que están diciendo lo que en realidad está diciendo otro.
Los labios de Neil dejaron de moverse y Thomas dedujo que había detenido su estúpida broma… ¿por qué molestarse, cuando le había degradado de otras formas mucho más profundas? Pero Thomas se sorprendió añadiendo:
—Deberías prepararte para la próxima secuencia, es muy intensa —Neil pareció repetir idénticas palabras.
Entonces todo parecía ser una caída libre, un vértigo enloquecido… La habitación se desplomó, dio bandazos y cayó, aunque siguiera inmóvil como el sol.
—Lo llamo El Puenting de Dante —dijo Neil, mirando a Thomas y la pantalla alternativamente.
Algo le serró el pecho mientras otra cosa asaltaba su pene con rayos. La ira se apoderó de él, pero después fue inundado por el amor, por la tierna melancolía de despertar ante un amante con la última luz del día. Lloró, y aulló de furia y alegría. Nunca había amado tanto. Nunca había odiado tanto. Nunca había deseado tanto, como si un abismo se hubiera abierto en su interior, un infinito abismo agarrándolo, de repente lleno de divinidad, con una unidad resonante y llorosa, asediado por un dolor ansioso que crecía como manchas de sangre, que se ennegrecía en un temor vibrante, con garras como capilares, pelando el músculo desde el interior de la piel, mientras el mundo ante él se agitaba arriba y abajo como alas entre dimensiones, arrastrando al mundo que estaba a la derecha, al mundo que estaba en la izquierda.
—Esta secuencia —oyó que decía Neil— se carga la construcción del espacio extrapersonal. Es muy impresionante.
El lugar se derrumbó y resurgió. Los espacios huecos desaparecieron y dieron paso a cuerpos sólidos. El movimiento se desmoronó en instantes tartamudos, como si los latidos de su corazón se hubieran convertido en la luz estroboscópica del ser. Reconocía todo lo que le rodeaba —el hombre, la mesa, la silla— pero no veía nada, sólo movimientos, carentes de sustancia, zumbando en los rincones como una maquinaria cuántica.
Y sintió dolor con ira reptil, con ternura mamífera… Esperanza deseo esperanza oración. Recuerdos, latiendo como glándulas, desvaneciéndose, desvaneciéndose… Se había olvidado de cómo se respiraba.
Después nada.
Ningún sentimiento. Ninguna sensación. Sólo temblor, un tambaleo más negro que el negro.
La muerte.
Estalló entre aristas latentes que lo golpeaban y aulló miedo-joder-amor-joder-odio-joder-horror-alegría-celos-odio. Caninos al desnudo. Un millón de mujeres y un millón de violaciones. Garra-matar-tu-puto-coño-conejo-coño-mataré-mataré-mataré. Agresión. Agresión.
Después una cabeza dando vueltas. El sonido de Neil riéndose. El crujido de su silla.
—No creo en los finales felices —dijo.
Thomas gritó, incapaz de pensar, de ver…
—¿Te ha dado María un buen viaje?
Resentimiento, miedo e indignación.
—Gilipollas —dijo Thomas entre jadeos—. Hijo de puta. —Parpadeó para apartar las lágrimas de sus ojos, se preguntó por qué su boca parecía tan desconectada de su voz—. De alguna forma —logró decir—, de alguna forma, te mataré, maldito hijo de puta.
Otra vez… Neil había sincronizado sus labios otra vez.
Hueco y pesado, como resucitado de un ahogamiento.
—A los finales así los llamamos «borrones» —dijo Neil—. Pequeños recordatorios de que María solamente hace lo que ya hace el cerebro, sólo que sin toda la rigidez ambiental. Como el sentimiento de verse obligado es más un producto de tu cerebro que de cualquier otra cosa, sólo te sientes obligado cuando María lo acaricia. Mackenzie inventó estos algoritmos de «inversión de la voluntad», te los enseñaría si no estuvieras inmóvil. Dan miedo. Crees que deseas mover el brazo derecho y en lugar de eso tu brazo izquierdo empieza a agitarse. Toda clase de engaños a la mente así. Uno de sus salvapantallas tiene incluso una pequeña secuencia de omnipotencia. No importa qué mires, estás convencido de que deseas que suceda. Aunque sean nubes desplazándose por el horizonte. Es todo un viaje, créeme.
Neil se rio, miró apreciativamente los aparatos en buena medida invisibles, que sujetaban a Thomas.
—Comprenderás por qué la llamábamos María, la Madre de Dios.
Thomas trató de hablar, pero no pudo.
—Pero algunas cosas son intocables, como predijiste en A través del cerebro oscuro. Las experiencias son siempre unitarias, y siempre actuales, como sería de esperar, dado que son derivados de aquello de lo que el cerebro carece.
Thomas volvió a tratar de hablar, pero sólo pudo toser.
Neil sonrió.
—Nada de lo que preocuparse. Es consecuencia de un pequeño neurotransmisor. Puede que te sientas colocado un par de días, pero nada más.
—Ah… —dijo pastosamente Thomas—. Ajjjj… —Respiró hondo, se estremeció y volvió a intentarlo—. Ajjj… abominación.
—Sí —dijo Neil con voz cansina—. Es el futuro.
Con el cuerpo temblando, sin huesos e inmóvil. Neil murmuraba una canción sin melodía, balanceando la silla entre ordenadores.
«Venga, profesor Biblia. Serénate… Concéntrate y… piensa…».
«Piensa claro».
Frankie estaba muerto. Por mucho que le atenazara el pecho esa idea, Thomas sabía que tenía que alejarla de él, concentrarse en él ahora. Neil estaba loco. Como una puta cabra. Eso significaba que sus prioridades eran sólo suyas, que sus procesos de pensamiento tenían una lógica enajenada. Si quería sobrevivir, Thomas sabía que tendría que imaginar cómo era esa lógica. Todo el mundo era predecible, al fin y al cabo. Hasta los locos seguían reglas.
—Tú… —empezó, pero se interrumpió por un ataque de tos.
Sentía los tornillos de María sosteniéndole el cráneo. Se aclaró la garganta, parpadeó para reprimir las lágrimas.
«Frankie…». El pequeño rey, declarando su amor con la boca llena de copos de cereal.
«Tengo poderes, papá… súper poderes. Si hubiera un camión que fuera a atropellarte, yo te salvaría, papi. ¡Le daría un puñetazo al camión y bum!». Thomas se quedó mirando la espalda de Neil.
—¿Qué ganas con esto, Neil? ¿Qué gana tu cerebro?
Neil hizo girar su silla.
—Estás suponiendo que el mundo puede dividirse entre ganadores y perdedores.
—Un juego sin ganadores ni perdedores es puro teatro —dijo Thomas en un tono carente de todo espíritu—. Lo sabes.
—¿Juego? —dijo Neil con una risotada—. Tío, no hay nadie llevando el marcador.
Thomas se inclinó sobre los tornillos que lo inmovilizaban.
—Todos lo hacemos, Neil. Yo lo hago.
La cara de su mejor amigo se quedó blanca a causa de algo parecido a la pena.
—Es lo que he dicho. Nadie.
En ese momento, Thomas sufrió una especie de apagón de energía en el corazón. Se sintió como un muerto que respiraba.
«Ha asesinado a mi hijo… Su hijo…».
—Tú —prosiguió Neil, con la voz calma de una sinceridad implacable—. Tú eres la ilusión. Piensa en ello, profesor Biblia. Quieres creer que te estoy haciendo esto a ti, cuando en realidad estoy haciendo cosas contigo. La única razón por la que puedo jugar con tus pensamientos y experiencias como si fueran una marioneta es porque eso es lo que tú eres. Sólo estoy deslizando mi mano sobre los nudillos del mundo.
Neil se había dado la vuelta para introducir otra críptica serie de órdenes en el teclado.
—Quieres pensar —estaba diciendo— que soy una especie de invasor, que normalmente tú ocupas la sala de control. Pero sabes que no es así. La sala de control está vacía, siempre lo ha estado. Como está fuera del horizonte de información de tu sistema tálamo-cortical, no existe para tu consciencia, razón por la que tu sistema tálamo-cortical se cree un agente inamovible, el origen activo de todas tus acciones.
Y ésas le parecieron las palabras más desoladoras de todas. La Hipótesis del Cerebro Ciego, su argumento en A través del cerebro oscuro, no sólo parafraseado, sino puesto en práctica. Neil lo había convertido en la demostración de su escandalosa afirmación. Todo eso, todo, desde el significado hasta el yo o la moralidad, eran artefactos ilusorios de un cerebro engañado por su incapacidad para verse a sí mismo como cerebro. Incluso esos pensamientos… ¡Incluso ese mismo momento!
No era nada más que un fragmento de algo vasto y terriblemente complejo… algo muerto. Un fragmento que no podía más que verse a sí mismo como un todo. Una ruina que se veía a sí misma como un pequeño dios.
«No-no-no-no-no-no-no». No podía tener razón. No. No. ¡No en eso!
—¿Por qué estás haciendo esto? ¡Neil! ¡Neil! Soy yo, joder. ¡Tommy! ¿Por qué me estás haciendo esto? ¿Qué te he hecho?
Un torno le rodeó la garganta. Algo animal sollozó y se apagó en su pecho.
—Shhhh —dijo Neil—. Tranquilo, profesor Biblia. Venga. Mírame. Nada de llorar. Mírame.
Thomas alzó sus ojos llorosos.
—Esto no es un castigo. Esto no es la expresión de un odio patológico o un deseo sexual reprimido. Esto es amor, Thomas. Verdadero amor que sabe que es una ilusión. Puedo conectarme al bajo campo si quieres verlo. Este cerebro te quiere, y ésa es la razón por la que se ha metido en todo esto. Creo que cree que tu cerebro es su hermano, su único hermano. Creo que está tratando de liberar tu cerebro.
—Pero Frankieeee —gimió Thomas en un murmullo grave.
«Frankie…».
—Venga —dijo Neil—. Ha llegado el momento de que entiendas por qué te mandé a por Frankie.
Un momento de odio que detuvo el corazón.
Neil desapareció tras él.
—Necesitaba tiempo —dijo desde la negrura—. Llegaste aquí antes de que lo tuviera todo preparado. —Se produjo un crujido, la liberación de un mecanismo que hizo vibrar todo el aparato. Se produjo un chirrido y Thomas vio que la habitación giraba alrededor de su eje. Neil lo giró treinta grados a la derecha…
… para que pudiera verla tendida inconsciente en un banco vertical como el suyo.
Nora.
Thomas empezó a temblar incontrolablemente.
—No… —dijo Thomas, pero lo que oyó fue poco más que un gorjeo inarticulado.
Iba con su perfecta indumentaria de devoradora: un pequeño top de seda y unos pantalones cortos blancos de cadera muy baja que hacían furor entre las universitarias. Como él, estaba sujeta a lo que parecía una mesa mortuoria de acero inoxidable alzada sobre una base giratoria. Un aparato parecido a un lavabo cabeza abajo con paneles de circuitos en la superficie colgaba sobre su cabeza, ocultando parte de su cuero cabelludo. Una caja sostenida con tornillos envolvía la parte inferior y sostenía su cráneo. Pequeñas luces brillaban como ojos de gárgola.
Otra Marionette.
—Está bien —dijo Neil, abriendo los ojos de Nora y comprobando la dilatación de su pupila con una pequeña linterna.
—Has dicho… —logró exclamar Thomas—. ¡Has dicho que esto no era un castigo!
Neil frunció el entrecejo.
—Ya te lo he dicho antes. Nuestros cerebros son sociales. Se programan en respuesta a los cerebros que les rodean. ¿Por qué crees que el divorcio o el duelo son tan desorientadores, tan dolorosos? Nuestros cerebros forman redes. ¿Qué crees que nos pasó en Princeton? ¿Por qué crees que me costó tanto tiempo ver mi camino entre las ilusiones? Fuiste tú, profesor Biblia. Mi amor por ti. A pesar de todo mi trabajo, a pesar del profesor Skeat y de tu libro, a pesar de todo, mi cerebro no podía aceptar que mi amor por ti no tenía ningún sentido, al menos durante mucho tiempo. Las características evolutivas que regulan la lealtad y la solidaridad, los vínculos cooperativos que permitieron a nuestros ancestros de la Edad de Piedra sobrevivir eran demasiado fuertes.
—¿Qué coño dices? —gritó Thomas—. ¿Qué coño tiene eso que ver con todo esto?
—Bueno, es la razón por la que me empecé a acostar con ella. Sabía que por muy fuertes que fueran esas características evolutivas, las que rigen el sexo lo eran aún más. Lo único que mi cerebro necesitaba era una excusa. La seduje sabiendo que, después, las características que gobiernan la generación de explicaciones racionales asumirían el mando. Puse a varios módulos de mi cerebro contra otros. Sus tendencias programadas hacia la explicación de la infidelidad y la justificación contra su tendencia programada hacia la lealtad… No hubo mucha pelea, la verdad.
Los pensamientos de Thomas corrían. «Algo. Algo. Tengo que pensar en algo…».
Neil sonrió como hacía siempre cuando se sorprendía en falso.
—Naturalmente, no era «yo» quien hacía eso. No se trataba de eso. De hecho, mi cerebro se venció a sí mismo.
—Y mi cerebro también puede hacerlo, Neil. ¡Neil! Toda esta cháchara complicada no es necesaria. Suéltala, cierra este teatro y tú y yo arreglaremos esto.
—Buen intento —respondió Neil con una risotada—. Tienes que ser desconectado, profesor Biblia. Los demás —Powski, Halasz, Forrest y Gyges— tenían que poner tu cerebro a procesar de nuevo la Discusión, a volver a conocerte del modo más urgente e íntimo con la fuerza de tu propia lógica. Tenía que dejarte… infusionar… como un puto té.
—No —murmuró Thomas, pensando en la galería de obscenidades que había contemplado, todas las discusiones que había mantenido sobre la Discusión. Neil sabía que haría eso, que, como casi todo el mundo, sería seducido por el sonido de su propia voz—. ¡Nunca!
Neil arrugó la nariz, como si estuviera ante una mala broma.
—Venga, profesor Biblia. Mientras hablamos estoy siguiendo tus procesos corticales. Y ya lo sabes, la resonancia magnética no engaña, amigo mío.
Si hubiera podido dejar caer la cabeza, Thomas lo habría hecho. Hasta la postura de derrota se le negaba.
Neil sonrió con una piedad canina.
—Tu cerebro tiene que procesar la pérdida real de su red, tiene que verla estallar. Sólo entonces será capaz de aceptar, de ver a través de la parodia que la mente toma por sí misma. —Entrecerró los ojos como si estuviera apenado—. Estás demasiado unido a tu familia imaginaria.
¿Familia? La idea casi le arrancó el vómito de su estómago.
«Destripador…».
—Fue fácil atraer a Nora aquí —prosiguió el loco—. Dejé un viejo teléfono móvil en su cajón de cachivaches hace un par de semanas, algo que sabía que los federales pasarían por alto. La llamé. Como ves, acariciaba la idea de seducirme… por Frankie, supongo. Era parte del plan desde el principio… —Dijo esto último con un aire preocupado. Algo en la pantalla de su izquierda le había llamado la atención—. Cada renacimiento requiere un bautizo, profesor Biblia.
Algo raro sucedió entonces, algo que él, un profesor de psicología, debería haber sabido reconocer, pero no lo hizo. Un extraño optimismo lo llenó todo, convirtió en caramelo todos los filos cortantes. De repente parecía que observaba un mundo de goma, un lugar como de falsa espuma.
Aquélla no era la mujer que había derramado lágrimas de alegría en su boda. Aquél no era su viejo compañero de habitación. Nada de eso había sucedido en realidad… Era imposible. No había carreteras entre ese lugar y donde él vivía.
Neil había vuelto a su ordenador.
—Estamos sufriendo una fuga disociativa, ¿no crees? —gritó por encima de su hombro—. Tienes suerte de que no girara tu camilla hacia el otro lado.
¿De qué estaba hablando?
Entonces Nora dijo:
—¿Tommy?
Nora estaba llorando.
Thomas sufrió una conocida y vieja oleada de instintos protectores. En una ocasión, antes de que nacieran sus hijos, habían ido a la feria borrachos. Al final de uno de los viajes en una atracción, ella había saltado la valla en lugar de hacer cola con él y los demás en la salida: por un instante se había tambaleado en el límite borroso de una de las atracciones, un insecto a la sombra de martillos, y Thomas había sentido su peligro con más inmediatez de lo que jamás había sentido el suyo propio. Literalmente, se encogió de alivio cuando ella se apartó del peligro.
Pero era imposible que ella retrocediera esta vez. Y él sólo podía refugiarse en una bruma de pánico que no lo abandonaría.
Nora estaba muerta. Tan muerta como él.
—Shhh —dijo entre dientes—. Se nos ocurrirá algo.
—No… no. Hay algo que tienes que saber. Algo que tengo que decirte. —Su voz se resquebrajó en lágrimas—. Te quiero, Tommy. ¡Te quiero tanto! ¿Cómo podrás perdonarme?
Thomas cerró los ojos con fuerza, trató de expulsarla de aquella pesadilla.
—Te está controlando.
—¿Quién? ¿Qué quieres decir? Soy yo quien dice esto, Tommy. Yo.
Thomas sintió que su cara se derrumbaba. Por el rabillo del ojo, vio nuevas luces parpadeando en el esquema de su cerebro en la pantalla de Neil.
—Me dijiste que no me querías. Me dijiste que nunca me quisiste.
—No… No pude…
—Sólo está jugando contigo, Nora. Manipulándote.
—¡No! Tienes que escucharme un momento. ¿De acuerdo, Tommy? Esto es algo que tengo que decirte. ¡Tengo que hacerlo, por favor, Tommy! Te quiero. No sé por qué ni cómo, pero ahora me doy cuenta. Lo siento. Oh, Tommy, ¡te quiero tanto que siento que el corazón me va a explotar!
—Nora, escúchame atentamente, cari…
—¿Por qué haces esto? ¡Siempre! Es como un reflejo mecánico o algo parecido. Cada vez que empezamos a explorar nuestros sentimientos, es como si tú… te encogieras. Como si fueras alérgico a ello. —La sonrisa de Nora era defensiva y a la vez beatífica, como si fuera una madre tratando de compartir la gloria de Jesús con un hijo ateo—. Thomas John Bible —gritó en un tono de «maldito seas»—. ¡Te estoy diciendo que te quiero! Lo único que tienes que hacer es escuchar.
—Pero ¿de dónde procede ese sentimiento, Nora? Estás enchufada a una máquina, por el amor…
—Basta, Tommy, ¡basta! ¿A quién le importa de dónde procede? ¡De verdad! Si te encontraras un boleto de lotería premiado en el bolsillo, ¿qué harías? ¿Preocuparte por de dónde ha salido o cobrarlo? De verdad, Tommy. ¡Es tan simple como eso!
Un frío agujero de conciencia. Te pasas toda la vida con una persona, compartiendo el mismo interior, demasiado inmerso en las complejidades de la relación para comprenderla claramente. Era como si una especie de incapacidad fuera la verdadera medida de pertenecer a otra persona, una incapacidad para ver al otro definido en el fondo del resto de acontecimientos, una incapacidad que encontraba su culminación en el yo. Todos los humanos eran de los otros en ese sentido.
Pero la mujer que le hablaba desde el otro extremo de la sala… no era su mujer, no era el enorme conjunto de esperanzas y ansiedades que poblaba sus recuerdos. Apenas era humana.
Era una muñeca. Una máquina enchufada a una máquina.
—Nora. Por favor. Esto es una locura.
—¡Todas las cosas importantes lo son, Tommy! Tú lo sabes mejor que nadie.
Miró al monstruo, su amigo, que había girado la silla para contemplar su conversación.
—Neil. Detén esto. ¡Neil!
—¿Vas a echarme eso en cara? —gritó Nora—. ¿A él?
Thomas se detuvo, luchó con una confusión que era al mismo tiempo un reconocimiento. No era solo una muñeca. Era una muñeca rota.
—Está aquí, Nora.
Una especie de desesperación concentrada se había apoderado de su expresión.
—Mira, sé que la he cagado, Tommy. Sé que no… que no te merezco. Por favor. Por favor, tienes que perdonarme. No soy… esa… esa persona. ¡No era yo! Era una versión solitaria, jodida e insegura de mí.
—Nora…
—No puede verme —dijo Neil—. Le he cerrado los circuitos del hemisferio izquierdo implicados en la construcción del espacio extrapersonal. Eso significa que no puede ver nada a su derecha. Ni siquiera puede ver que no ve. Desde donde estoy, no existo para su cerebro, ni como una ausencia.
—¿Neil? —dijo Nora, con la pasión encrespada por la alarma—. ¿Dónde estás?
—¿Tengo que decirte lo que ya sabes? —prosiguió Neil, mirando a Nora pero obviamente hablándole a Thomas—. Todo lo que pasa en el cerebro de alguien que realmente ama, está sucediendo en su cerebro. Cada transferencia neuroquímica. Cada tormenta de descargas sinápticas.
Sonrió como si ella fuera un preciado animal de zoológico. Se volvió hacia Thomas con los ojos brillantes de arrogancia y júbilo, como siempre hacía cuando señalaba un punto incontrovertible.
—Verdadero amor, profesor Biblia. Te está ofreciendo verdadero amor.
—¿Neil? —dijo Nora—. ¿Dónde estás? Yo…
—No hay nada verdadero en esto —espetó Thomas—. Nada. La estás controlando. La estás obligando a amar.
Su amigo se encogió de hombros.
—¿Y? ¿Qué diferencia hay? Si no fuera yo quien creara el equilibrio en su cerebro, que la lleva a manifestar un comportamiento de vínculo, ¿qué sería sino otra colección accidental de estímulos? Una rosa en la puerta. Un largo beso. Palabras sentidas. Una sonrisa. ¿Qué importa si el mundo tira de sus cuerdas directamente o tira de ellas a través de mí?
—Estoy confundida —murmuró Nora—. Yo…
—Importa —dijo Thomas.
—¿Tú crees? —Neil se alzó de la silla y caminó hacia Nora. Se detuvo justo a su derecha. Nada en los ojos o en la expresión de Nora registró su presencia—. Son un millón las circunstancias que producirían esta respuesta en particular en este cerebro en particular… Amor. Esto —tendió las manos hacia la sala— es sólo una más. Igual de natural. Igualmente carente de sentido.
—¿Neil? Estás cerca. ¡Te oigo! ¿Dónde estás?
—¿Natural? —preguntó Thomas con una salvaje incredulidad—. ¿Qué tiene esto de natural?
Risas.
—Nuestros cerebros son máquinas manipuladoras, profesor Biblia, resultado de millones de años de adaptación evolutiva a su ambiente, su mundo. Que se manipule a sí mismo es lo más natural del mundo. ¡Piensa! Después de buscar y buscar durante cientos de millones de años, finalmente ha llegado al fondo del saco. No me culpes a mí si está vacío.
—Yo no… —gritó Nora, con el tono misteriosamente semejante al que utilizaba para interrumpir sus discusiones en los viejos tiempos—. No sé qué está pasando. Pero siento estas cosas, Tommy. Nadie me está obligando. Sin duda, no Neil.
—Nora…
—Ah, cariño —dijo Neil—. Parece que…
—¡Pero lo siento! Es lo más seguro que jamás he… —Su rostro estaba sujeto bajo un amenazador circuito, líneas de sangre emergían de los tornillos que fijaban su cráneo, y sin embargo su expresión era de una llorosa añoranza, como si fuera una diva adolescente emocionándose exageradamente para la cámara. Lo absurdo de todo eso levantó una oleada de náusea en el estómago de Thomas—. ¿Por qué he tardado tanto en darme cuenta? Amo. ¡Amo!
Experiencia, estaba diciendo. Pura, profunda. ¿Qué podía ser más cierto que eso? ¿Qué podía ser más cierto que los sentimientos que respaldan nuestra misma existencia?
—Amor omnia vincit —dijo Neil—. ¿Es así, Nora? ¿Es ésa tu teoría? ¿Que el amor todo lo puede?
—¡Déjala fuera de esto, Neil!
Estaba justo delante de ella, pero un poco a su derecha, lo justo para que no lo viera.
—Supongo que crees que creas significado, ¿verdad? —Regresó a su mesa de trabajo y se inclinó sobre uno de los ordenadores portátiles de pantalla rojiza—. Dime —dijo mientras sus dedos corrían por el teclado—, ¿qué «tú» es ése, Nora? —Se volvió para esbozar una sonrisa victoriosa que ella no podía ver—. ¿Este?
Clic.
Algo cambió. Se hizo un agujero…
—Así es —estaba diciendo Neil—. Así es cuando se cierra el yo.
No, «agujero» no era la palabra correcta. Implicaba una sustracción de algo, cuando ese algo era lo que ya no existía.
—Dime, cariño, ¿cómo puedes crear significado cuando no eres más que otra respuesta? Como la sensación de crear. Como la sensación de amor. ¿Cómo puede la «sensación de ser tú» sostener nada cuando puede apagarse dándole a un interruptor? ¿Eh?
Neil hablaba, pero nadie escuchaba. Estaba sólo en aquel espacio, una diversidad de cosas y sucesos, articulados en el tiempo, que no pertenecían a nadie.
—Te gusta pensar que tienes todas esas experiencias, que eres la autora de todas tus acciones, pero lo triste, querida, es que te limitas a acompañarlas.
Y estaba esa voz, zumbando con una familiaridad tan profunda que aterrorizaba.
—No —dijo—. No.
Neil se rio.
—¿Raro, eh, profesor Biblia? Finalmente oír tu voz tal como es. Un desconocido hablando por tus labios. —Se puso en pie, y desde el interior de aquel espacio pareció mirar el espacio mismo, su contorno—. No sabes durante cuánto tiempo he deseado esto… durante cuánto tiempo he deseado… una oportunidad para hablar contigo. Con tu verdadero tú.
Y en ese tejido paralelo de existencias, se produjo un escozor que era también un saber, un comprender que no le hablaba al profesor Biblia, ni a la parodia, sino al cerebro que había debajo y más allá. Y éste lo oyó.
Neil volvió a su mesa de trabajo, con una especie de letargo en sus movimientos.
Clic.
Entonces Thomas lo miró, tambaleándose con algo más profundo que la consternación.
—Estoy confundida. —Nora sollozaba—. No entiendo lo que está pasando. Lo único que sé es que te quiero, Tommy. ¡Es lo único que sé!
Neil habló antes de que el centro del habla de Thomas generara ninguna palabra.
—Y tú sabes lo que sientes, ¿eh, Nora?
—¡Te lo he dicho! —gritó—. Es el sentimiento más profundo, más abrumador… —Se quedó en silencio. Sus ojos revolotearon. Tragó saliva y emitió un largo, quejumbroso suspiro—. Agh —jadeó—. ¿Me estás haciendo algo, verdad? ¿Me estás tocando? ¿Me estááááááááás…?
—¿Lo ves, verdad? —dijo Neil, mirando a Thomas—. Mira lo que es.
«No. Sí». Dijo algo.
—Mmmmmm —murmuró Nora en un tono que se clavaba por su familiaridad—. Oh Diooooos…
Thomas sintió que su voz se quebraba.
—No es distinta de nosotros.
—Exactamente —dijo Neil, sonriendo—. Nada en nosotros es real. Incapaz de verse a sí mismo, nuestro cerebro nos engaña constantemente. Pero en este momento, el cerebro de Nora está un peldaño más bajo en la cadena de las causas.
Parpadeó y añadió:
—Como tú.
Neil la hizo llorar. Neil la hizo gritar, y lo hizo de tal modo que a Thomas le pareció divertido, sublimemente divertido. Cuanto más desgarrado, cuanto más torturado era su grito, más desternillante resultaba.
Después, Neil se rio de la vergüenza de Thomas, y le mostró cada centímetro de esa monstruosa emoción.
Esta vez fue Nora quien se rio.
Neil le hizo olvidar a Nora los minutos, incluso los segundos, de modo que con cada respiración decía:
—¿Dónde estoy?
—¿Dónde estoy?
—¿Dónde estoy?
—¿Dónde estoy?
Entre cada juego Thomas trataba de tranquilizarla. A ese mecanismo espasmódico que había sido su mujer. Trató de susurrarle palabras reconfortantes que no poseían ningún significado a sus propios oídos, un mero tintineo.
Pero ella sólo podía repetir entre sollozos «Ripley» una y otra vez.
—Frankie…
Neil la hizo correrse, después transformó la firma que era su voz en un algoritmo que hizo que se corriera Tom. Se quedó entre ellos y se rio mientras gritaban una y otra vez, llevados a un orgasmo tras otro por el sonido del clímax del otro.
Y Thomas no quería que se detuviera.
Entonces Neil hizo lo mismo con el dolor, de modo que los gritos estremecidos de Nora hacían que Thomas se revolviera y aullara, una y otra vez. Un dolor más allá del llanto. Un dolor más allá del socorro y del indulto.
Un dolor que sólo los ángeles caídos podían conocer.
Y algo empezó a comprender.
Algo… no él.
Él no era más que una respuesta, una especie de sistema de altavoces holográfico que generaba experiencia como sonido. Había vivido la fuerza abstracta de la Discusión durante demasiados años como para no verlo, para no asumirlo. Pero eso…
Un nimbo blanco rodeaba todos los puntos de iluminación. El dolor murmurando entre dientes mellados de tanto rechinar. La ira encrespándose. Un bombardeo de amor y horror. Un deseo que lo estremecía. La luz trémula de la esperanza y la belleza. Y el dolor, un dolor invalidante.
Y todo eso provenía de los dedos de su mejor amigo.
No era más que un momento, se dio cuenta algo más profundo que él. Nada más que un fragmento, engañado por la ceguera para considerarse un todo. Notas sueltas de un instrumento.
Música ajena a la partitura.
Todavía estaba gritando cuando Theodoros Gyges apareció en el extremo de su campo visual.
Imposible. Pero allí estaba, la barba áspera ascendiendo por mejillas cubiertas de acné, los ojos de oso demasiado agudos para una cara tan vulgar, allí, colgando en el extremo de su campo visual, inmóvil, observando con la fascinación inexpresiva de un turista que hubiera entrado por la puerta de SÓLO EMPLEADOS de Disneylandia.
Thomas no le dedicó ni un pensamiento.
No tenía ningún pensamiento que dedicarle.
El millonario entró en el emborronado círculo de su agonía. Thomas no le prestó importancia cuando levantó la palanca. No se alegró cuando Neil alzó la mirada de sus monitores demasiado tarde. No se sobresaltó al oír un ruido sordo como el de una sandía.
No le dio gracias a Dios.
La palanca cayó una y otra vez. Las pantallas y el equipo danzaban entre chispas.
Entonces el dolor desapareció.
Nora se retorció, sus ojos se volvieron hacia el interior de su cabeza. Neil estaba tendido en el suelo de hormigón con la cara doblada hacia Thomas, su cuerpo como el de una muñeca rota. Pareció parpadear y mover la boca. Thomas supo que tenía el cuello roto.
El hombre corpulento se acercó a Thomas y lo miró a la cara. Thomas trató de decir «Soy yo», pero había gritado tanto que su voz se había convertido en sangre.
Con gruesos pulgares, Gyges desenroscó los tornillos que le sostenían la cabeza. El dolor de liberar el hueso pareció casi una broma. Thomas dejó que su barbilla colgara contra su pecho mientras el hombre le soltaba del resto de sujeciones.
—Soy yo —dijo al fin broncamente—. Soy yo, señor Gyges… Thomas Bible.
El millonario asintió.
—¿Y ése es él? —dijo, señalando con la cabeza a Neil, tendido en el suelo.
—Es él… Neil Cassidy.
El millonario sostuvo a Thomas por el hombro cuando dio un paso adelante. De todos modos, cayó de rodillas.
—Me siguió.
—El GPS de mi coche —dijo Gyges.
A Thomas le pareció que lo había sabido desde el principio. Que había esperado. Todo tenía coordenadas en esos días, hasta las carreteras que no aparecían en ningún mapa. Todo podía encontrarse.
—Coja a su familia —dijo el hombre—. Y váyase.
—No, no…
—¡Váyase! —ladró Gyges—. No quiere oír… ver…
Le dio la espalda a Thomas y sacó un largo cuchillo de una vaina que llevaba en la pantorrilla izquierda. Se arrodilló y puso la rodilla derecha en la parte baja de la espalda de Neil. Utilizó el cuchillo para rascarse la barba. Thomas vio sangre seca en su filo.
No sintió ninguna sorpresa. Carecía de los neurotransmisores.
—La espina dorsal es la puerta, la conexión… —dijo Gyges contemplando la tarea que tenía ante sí. Se volvió hacia Thomas, con sus ojos porcinos redondeados por una especie de asombro—. Se corta y se preserva el alma, a buen recaudo, guardada en una caja… ¿No lo ve? —dijo Gyges, mirándolo fijamente como un viejo caudillo guerrero—. Sólo me follo la carne.
Thomas se alejó del loco, sabedor de que no había razón, ni conexión…
Él era sólo ruido. Una respuesta sin sentido más.
—¡Sólo me follo la carne!
Thomas miró la cara de Neil, vio el cerebro tras ella llamándolo con sus músculos faciales, asiéndose a primitivos indicios visuales. Lo vio mirando, observando entre ojos como cerraduras, vibrando de angustia e información, como movido por una sola cuerda.
Una sola cuerda que forzó en los labios de Neil una sonrisa triste, que formó en su cara una mueca patética.
«Profesor Biblia», pareció decir.
«Por favor…».
—Lo que yo hago —jadeó Gyges con una intensidad coital—. Lo saben… pero no lo sienten.
Imperturbable, Thomas se volvió para liberar a su exmujer. En un extremo de su campo visual, vio a Gyges encorvado sobre la espalda de Neil. Pero no se atrevió a mirar. El millonario se había convertido en un montón de sangre y sombras que aserraba. Un monstruoso horror de periódico sensacionalista… murmuraba mientras trabajaba…
—Mírate.
»Deshuesado como un ternero…
»Como una reina del baile con poca autoestima.
»Te llenaré como a una taza…
»Como algo sagrado.
La falsa premisa de la Discusión de Neil.
Después de liberarla, Thomas sostuvo la cara de Nora contra su pecho para que no lo viera.
—Mírate…
El Quiropráctico no admitía testigos.
Se cogieron de la mano mientras subían las escaleras del sótano. Una serie de imágenes incoloras asaltaban a Thomas cada vez que parpadeaba. Vio a Cynthia Powski, con la tapa del cráneo abierta como el telón de un teatro. Vio el diorama del Museo de Historia Natural que tanto le había impresionado de niño: un Australopitecus macho y una hembra caminando por una gran llanura de ceniza volcánica. Recordó haberle preguntado a su padre qué les había pasado, si se habían ido al cielo.
—¿Ves que tengan alas? —le espetó su padre.
«Mi hijo…», pensó Thomas cuando llegaron a los últimos escalones.
«Mi hijo y mi hija están muertos».
Todo estaba oscuro arriba. El rostro de Nora, amoratado y ensangrentado por los tornillos de María, parecía flotar en la negrura. Cuando encendieron las luces, no pudieron ver mucho. Telarañas en los rincones. Suelos de madera que parecían crujir bajo el peso de su mirada. No había muebles. Ni cuadros. Ni las obligatorias antigüedades. Thomas se arrodilló y cogió una pequeña tarjeta blanca del suelo, estudió al agente inmobiliario allí dibujado, sonriendo en la foto.
«¡BIENVENIDOS A CASA!», gritaban las palabras impresas en oro.
Dejó que la tarjeta cayera revoloteando de entre sus dedos. Después se preguntó dónde habría ocultado los cadáveres Neil.
Nora empezó a probar las puertas, con cautela, como si percibiera fuego al otro lado de los paneles de madera. Thomas la siguió, más por instinto de imitación que por acuerdo.
Encontraron a los niños tirados como maletas sobre el suelo de un dormitorio desnudo. Ambos tenían las cabezas cubiertas, Ripley con gasa manchada con pequeñas motas de sangre, Frankie con las vendas del hospital. Sintiendo el revoloteo de sus pulsos, Thomas quiso llorar, pero había un inmenso hueco allí donde deberían haber estado su alegría y su angustia. Contempló a su hijo inconsciente en sus brazos, meciéndolo como hacía Nora con Ripley.
Ambos estaban sedados.
Los llevaron al coche de Nora, que Neil había aparcado detrás. Thomas estaba demasiado entumecido para pensar en que ella había llevado a su hija al amante monstruo por propia voluntad.
Del mismo modo en que él había llevado a su hijo a su monstruoso amigo.
Nora se sentó en la parte trasera con los dos niños, llorando en voz baja. Parecía falso. Thomas condujo, hechizado por las apariciones que barrían sus percepciones.
Los faros iluminaron una pequeña carretera, una superficie de gravilla bordeada por helechos y árboles retorcidos. Se adentraron en la oscuridad. Todo se lo tragaba la oscuridad que había más allá y detrás de ellos.
—Gyges es el Quiropráctico —susurró Thomas a la imagen de Nora en el espejo retrovisor—. Neil lo creó… Una distracción, una forma de reducir los recursos dedicados a encontrarlo a él.
Aunque las explicaciones no importaban.
—¿Cómo? —gimió Nora.
Todo serían sombras después de eso, simulaciones. Ningún miedo, ningún dolor, ninguna alegría, ningún amor serían tan profundos, tan verdaderos, como los que les había mostrado María. Neil se había ido y el mundo estaba de nuevo tras los controles. Sólo la familiaridad de las cosas que Thomas pensaba y sentía les hacía distintos. Él era la diferencia, lo que significaba que no era nada en absoluto.
Como ese mismo momento.
—¿Mamá? —susurró la vocecita de una niña.
Thomas oyó que Nora cogía aire ruidosamente.
—Te quiero, mamá.
—Yo también te quiero —dijo ella con aspereza.
—Sí —dijo Ripley—, te quiero, te quiero de verdad…
Las palabras eran las correctas, pero el mundo que les daba significado era totalmente incorrecto. Pronto, pensó Thomas, se despertaría también su hijo.
Entonces empezarían los gritos.
—Te quieeeeee… —canturreó su hija con una voz sonriente y de ojos llorosos.
—Shhhh —dijo Thomas—. A dormir, cariño.
La experiencia se sucedía como una película, dudas en lugar de colores, esperanzas en lugar de realidades, decisiones en lugar de la ilusión de movimiento, a la espera del interruptor que encenderá la bombilla, para que el celuloide se queme formando anillos negros, para que todo pueda desvanecerse en el marco oculto de las cosas, dejando solo silbidos y una luz blanca en una pantalla blanca.
—Te quiero tanto que me duele, mamá.