30 de agosto, 23:39
Se produjo un rugido y él abrió los ojos ante el frío brillo de los faros, un coche se acercaba virando bruscamente, fue demasiado fuerte para ser un choque, el metal explotó, el chasis se partió, los airbags se abrieron, esquirlas de metal volando por los aires, todo agitándose alrededor de un eje enloquecido. Un impacto y un estruendo indecible.
Él estaba húmedo e inmóvil. Empapado.
Algo le pasaba a su mandíbula. No estaba.
Thomas se despertó con el ruido sordo y la vibración de su Acura invadiendo la mediana. Gritó, apretó los frenos, sintió cómo los neumáticos aplastaban hierba y matorrales. Se quedó allí sentado un rato, distraído, llorando, hasta que otro coche que paró en la cuneta —algún buen samaritano para asegurarse de que estaba bien, supuso— le recordó a la policía.
Y a Frankie.
El coche cabeceó y vibró. Las ruedas derraparon sobre la gravilla, al cabo de un momento aceleraba por la autopista, temblando al recordar su sueño.
No significaba nada.
—¡Gracias a Dios! —gritó Mia, corriendo por el césped hacia el círculo amarillo de la luz de la entrada—. Gracias a Dios, joder.
Thomas aparcó.
—Mia… —fue todo lo que pudo decir sacando la cara por la ventanilla. El olor a gasolina de la autopista todavía pendía en el aire.
—Joder, Tommy. Joder-joder-joder-joder. —Su Vecino Número Uno agitó las manos y empezó a llorar—. Creía que estabas muerto. Jesucristo, ¡creía de verdad que estabas muerto!
Thomas asintió y miró inexpresivamente a Mia, a sus ojos frenéticos. El control era bueno, por el momento.
—Necesito… —Algo doloroso redujo su voz al silencio—. Necesito tu ayuda, Mia. No puedo hacer esto solo.
—¡Lo que sea, Tommy! ¡Lo que necesites!
—Tenemos que llevar a Frankie con Neil.
—Neil… —empezó Mia, pero se detuvo, con la expresión asombrada y horrorizada al mismo tiempo. Thomas estudió su cara: el ceño pensativo que remataba su nariz, la cínica profundidad de sus patas de gallo… todas esas cosas que Theodoros Gyges veía pero no podía reconocer.
La cara de un amigo.
Por alguna razón que ninguno de los dos habría podido explicar, cogieron el viejo Toyota de Bill.
—Es como sentarse en el lavabo —soltó Mia después de ponerse al volante. El suelo era increíblemente alto —para que los bajos estuvieran más arriba, supuso Thomas—, y ello los obligaba a sentarse con las rodillas muy subidas—. No me extrañaría que Bill se cague en mí cuando llegue a casa.
Peekskill se veía muy reposado, como esos coches relucientes que pasan ante restaurantes lujosos. Los semáforos se sucedían sobre el capó y el parabrisas, como las piernas de las chicas de un musical, reflejaba una sucesión inacabable de farolas. Mirándose las manos, curiosamente quietas, Thomas le contó a Mia los acontecimientos de la tarde como lo habría hecho un periodista: fiel a los detalles, indiferente a las consecuencias.
—¿Le has pegado un tiro? —gritó Mia en un momento—. ¡Joder, Tommy!
—Pum —dijo Thomas, apuntando con un dedo como si fuera una pistola. Todavía podía verla caer de espaldas sobre una nube de sangre y pelo. Su pistola volando hacia el techo. Sus pechos alzándose libres y bamboleantes. Parecía que ambos lloraban y reían, aunque su cara siguió profesionalmente inexpresiva y concentrada.
—¿Has tomado drogas? —gritó Mia, alzando la voz como si condujera un tanque—. ¡No es divertido, joder! —Siempre se iba a Alabama cuando se ponía frenético. Siempre volvía a sus raíces—. Has matado… oh, ¡Dios mío! ¡La has matado con mi pistola! —Se apretó la palma de la mano contra la frente—. ¡A una agente del FBI!
Thomas se dio cuenta de que sentía dentera a causa de la culpa, pese a las brumas que le provocaba el neuroléptico que había tomado. Mia era un espectador, alguien que había saltado al escenario desde la primera fila de butacas. Sólo la mano firme de Thomas lo sostenía bajo los focos. Sólo la necesidad de Thomas. ¿Y por qué se sentía obligado a ayudarlo? Aquello no era un desastre natural. No habría corresponsales en chubasquero, llevándose la mano a la oreja, ni teleprompters, ni cámaras a las que impresionar. Los días de obligaciones mutuas habían terminado hacía mucho. El tejido de la sociedad había encogido hasta el núcleo, hasta ser meras parcelas valladas; el mundo se había convertido en un gran edredón de zonas vacías. Todos los corazones estaban amputados. Todas las ventanas estaban tapadas con un burka. Los vecinos no tenían que preocuparse mientras el césped y el volumen estuvieran bajos.
Thomas estaba utilizando a Mia, lisa y llanamente. Estaba contando con la confusión entre el amor y la lógica evolutiva, el hecho de que el cerebro de Mia tomaba a Frankie como a alguien perteneciente a la misma comunidad genética. Pero no podía prescindir de su Vecino Número Uno. El Capitán Cassidy le había dado a Thomas una misión en forma de Ballena Blanca y alguien tenía que remar mientras él lanzaba el arpón.
Siguió con su relato: por qué no tenían más opción que secuestrar a su hijo, que Neil le había dado un teléfono codificado, que tenía que llamarlo para saber adónde llevar a Frankie. Respondió las preguntas subsiguientes de Mia con una adusta paciencia, como un médico que descifra los fantasmas de un cáncer en una radiografía.
Cuando Mia le hizo la pregunta, la pregunta de cómo podía confiar en un monstruo, Thomas dijo simplemente:
—Porque Frankie es hijo suyo.
Su Vecino Número Uno no dijo nada durante un largo rato. Los neumáticos traqueteaban, incómodos por no estar en un terreno montañoso o corriendo entre el barro.
Control… Thomas lo sentía, una mano fría y pegajosa que envolvía su sistema límbico. Se dio cuenta de que los hombres no eran héroes. No lo eran.
Sólo momentos de locura los convertían en eso. Manhattan se alzaba, serena en la distancia, surrealista con sus innumerables luces. Los halos de éstas se entremezclaban en el parabrisas, desplazándose lentamente en las curvas de la autopista. En alguna parte, entre las hendiduras del horizonte, un niño pequeño estaba atado a su cama, retorciéndose y gritando.
Thomas se meció en su asiento, se cogió las rodillas.
—¿Y si tiene razón? —preguntó. Era una de esas preguntas que sólo se hacían reales al formularlas en voz alta. Parte de él no quería dejar a Mia a solas con sus pensamientos.
—¿Quién? —respondió Mia—. ¿Neil?
—Creíamos que éramos el centro del universo. Estábamos equivocados. Creíamos que estábamos hechos a imagen y semejanza de Dios. Estábamos equivocados. Ahora creemos ser el centro de todo significado… Creemos que somos reales.
—Eso es sólo un punto de vista más —dijo Mia—. Otro juego de palabras. Mira a tu alrededor, Tom. Nadie tiene ni puta idea de lo que está pasando. Y Neil menos que nadie. Son sólo demostraciones de poder.
Thomas negó con la cabeza. La tragedia no era que las palabras fueran ambiguas: eso era sólo la forma que tenían los profesores de literatura de alardear ante sí mismos, pensando que el mundo era sólo Shakespeare y más Shakespeare, hecho a medida para sus habilidades. No. La tragedia es que no tenían significado.
Y eso era insoportable.
—Tenemos pistas —dijo, señalando no tanto la ciudad que se iba alzando ante ellos como la idea que la apuntalaba—. Pero no podemos soportar seguirlas.
Mia resopló.
—Eres como Woody Allen pero sin chistes, ¿lo sabías?
Thomas frunció los labios. Estaba agobiando a Mia cuando debía estar tranquilizándolo, era consciente de ello. Pero debido al hechizo creado por el fosforescente narcoléptico de Neil, aquello era natural. Algo implacable lo carcomía, algo que le permitía ver más allá…
No importaba el fin.
—No lo entiendes, Mia. Hemos llegado al límite. Estamos en el borde del precipicio. Lo estamos. Sé lo que sientes, esa sensación de hacer que las cosas sucedan, de ser responsable. Eso es sólo un producto, algo generado por nuestro cerebro. Simplemente acompaña a tus acciones, tus decisiones. Neil ha acabado con eso. No ha tomado una decisión ni ha deseado que algo suceda en años. Él experimenta decisiones, pero sin la sensación de desearlas. Simplemente, suceden.
—Ya, no me extraña que se haya vuelto majara, la verdad.
—¿Tú crees? ¿Se ha vuelto loco? ¿O se ha vuelto cuerdo en un mundo de locos? Esto no es especulación, Mia. Es un hecho. La voluntad es una ilusión. Es un hecho. No es distinta de los hechos que hacen posible este coche, o hacen posible Nueva York, o las vacunas o las operaciones de nariz o los pantalones de poliéster. ¡Nosotros somos la ilusión! Así de loco se ha vuelto el mundo. Y Neil es el primer hombre que ve más allá, que ve su camino…
—Mira, Tommy —lo interrumpió Mia. Su mirada iba de él a la autopista—. Has pasado por muchas cosas, así que voy a decirte esto amablemente, ¿de acuerdo? Cierra. La. Puta. Boca.
Thomas volvió a mirar la ciudad, que se alzaba, negra y oro, en el horizonte.
—¿Has oído eso, Tommy? ¿Entiendes lo que estoy diciendo?
—¿Sabes ese presentador virtual de las noticias de la MSNBC? —continuó Thomas—. Peter Farmer, al que dieron forma utilizando las respuestas de la gente a imágenes cerebrales para darle una voz más agradable, una apariencia más atractiva, y…
—Cierra la puta boca —canturreó Mia—. Cierra la puta boca…
—No. Mira, Mia, joder. Sólo escucha. Nuestra sociedad es básicamente una versión gigante de Farmer: un inmenso mecanismo de respuesta al halago, una máquina diseñada para satisfacer nuestros deseos espirituales, sociales, materiales. Nuestros deseos, no nuestras necesidades. Así que vamos por ahí metiendo nuestras pollas en una boca tras otra, y cuando alguien se presenta queriendo hablar y no chupar, le decimos: «Disculpa, amigo, pero estoy aquí para que me la mamen». ¿Cómo pueden competir los hechos? Creemos que podemos creer lo que nos dé la gana, que la razón y la evidencia son simplemente secciones distintas de los grandes almacenes, que no tenemos que responder a los que se rascan la cabeza, no digamos ya al mundo. Y como no podemos ver lo que no sabemos, creemos que lo tenemos todo más o menos arreglado. No importa que dentro de tres mil años les parezcamos a nuestros descendientes tan ridículos como nos lo parecen nuestros ancestros a…
Thomas se detuvo, acallado por el rugido del Toyota al cruzar las bandas sonoras de la autopista.
Mia volvió a meter el todoterreno en el centro del carril.
—No es que no me parezca interesante, Tommy. Joder, estoy de acuerdo contigo, palabra por puta palabra. Es que ahora mismo me la suda. —Puso el intermitente, disminuyó la velocidad en la salida—. Tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos, vecino. Y esta ilusión no quiere ver su duro y atlético culo en la cárcel. —Una rápida mirada—. ¿Estamos de acuerdo?
Thomas parpadeó, sorprendido por las lágrimas calientes que le caían por las mejillas.
—De acuerdo —dijo, mirando la carretera. La basura acumulada en los agujeros del hormigón. Las incesantes manchas de gasolina, borrosas por el humo de los coches a toda velocidad. La salida pareció despojarlo de algo esencial, como cuando le quitas la piel a algo.
Ese ruido. Haría cualquier cosa por detener ese ruido. Aunque significara conducir por encima de bandas sonoras el resto de tu vida.
«No más gritos, Frankie».
«Papá te lo promete».
Cuando se acercaron al hospital Thomas casi esperó que Mia le dijera que se bajara y se largara calle abajo. No lo hizo, siguió conduciendo hacia aquel mundo blanco, la pecera tras las puertas de cristal, y Thomas sintió que el suelo temblaba.
«Ya vamos, hijo… Los dos».
—Madre mía —murmuró Mia cuando se detuvieron a la sombra gótica del hospital.
—¿Listo? —dijo Thomas mordiéndose el labio.
—Tan a punto como unos buenos espaguetis —respondió Mia.
La recepción estaba prácticamente abandonada. Thomas casi no sintió aprensión al acercarse al detector de metales y al guarda jurado, aburrido y falto de sueño. Mia cruzó el arco de seguridad rápidamente, apenas miró un segundo al hombre de pecho corpulento, que parecía más interesado en la pequeña mochila que llevaba Thomas. Este la pasó por el arco detector, la dejó en la mano tendida del guarda y cruzó. El guarda ya la había abierto cuando el detector de metales pitó de un modo discreto pero insistente.
Thomas sintió que el corazón se le paraba.
—Otra vez —dijo el guarda jurado sin ni siquiera mirarlo. Revolvió la ropa de Frankie con una gran mano negra. Thomas dio dos pasos atrás, después volvió a cruzar el arco. Sintió más que oyó un segundo pitido.
Todavía sin mirarlo, el guarda se limitó a murmurar:
—Extienda los brazos.
Y empezó a agitar su detector de mano por los contornos de su cuerpo. A Thomas le pareció que lo estaban apaleando, aunque el hombre no lo tocaba en ningún momento. El detector perfiló la «X» de su cuerpo, empezando por el brazo derecho y descendiendo hasta su tobillo derecho. El guarda jurado siguió después su perfil izquierdo. El detector soltó un pitido nervioso al pasar por el bolsillo izquierdo de su americana.
Al fin hubo contacto visual entre ellos, aunque el guarda parecía mucho más aburrido que preocupado.
—El bolsillo, señor —dijo—. ¿Lleva algo en el bolsillo?
Sin aliento e inmóvil, Thomas dijo:
—No que yo sepa…
El guarda introdujo sus gruesos dedos y sacó lo que Thomas había tomado por un pañuelo y después reconoció como las bragas de algodón de Sam.
El guarda jurado sonrió y frunció el entrecejo.
—Serás canalla —dijo Mia con la voz cansina.
Entonces una bala cayó del interior de las bragas al suelo de baldosas produciendo un perfecto tintineo de diapasón.
El guarda hizo una mueca, alzó unos ojos acerados…
El pie de Mia le alcanzó en la mandíbula. El guarda jurado dio un traspié, sin comprender, la segunda patada lo cogió totalmente desprevenido y le hizo caer. Sus llaves tintinearon. Después todo quedó en silencio.
Thomas se quedó mirando boquiabierto a su vecino, que meneó la cabeza.
—Un pequeño aviso —dijo Mia, arrodillándose junto al guarda inconsciente—. Si eres un hombre, aprendes a pegar patadas antes que a vestirte. —Tendió la mano y chasqueó los dedos con impaciencia.
—¿Qué? —preguntó Thomas, a duras penas capaz de respirar.
—La cinta aislante —dijo Mia—. ¿Recuerdas?
Desconcertado, Thomas se palmeó el vacío bolsillo derecho y miró a su vecino con impotencia Se la había olvidado en la casa de campo. Maldiciendo, Mia cogió las bragas y las blandió como si quisiera dejar claras sus prioridades.
—Los bóxers son demasiado grandes, no caben en los bolsillos —dijo—. Venga. Tenemos que esconder a este bruto. Si alguien está viendo lo que esas cámaras graban —señaló con la cabeza un punto abstracto situado en lo alto, detrás de Thomas— puede que ya estemos jodidos.
Metieron al guarda en un lavabo apartado.
—No es como en las películas —dijo Thomas, poniéndose en pie junto al cuerpo inconsciente—. Tiene que verlo un médico en seguida. Podría estar realmente…
—No sé tú —dijo su vecino—, pero yo he venido a por Frankie.
Thomas no pudo más que asentir. El control lo estaba abandonando.
Pasaron junto a dos enfermeras del turno de noche que parecían demasiado absortas en sus cotilleos para percatarse de su presencia. El aire en el ascensor era caliente como la fiebre. Se quedaron mirando como idiotas el anuncio de Air France en la pantalla. Thomas se sorprendió mirando los reclamos sexuales que todos los anunciantes utilizaban para llamar la atención. La falda de una viajera de business se levantaba un milisegundo. Al fondo, el escote de dos mochileras adolescentes guardando su equipaje en los compartimentos. Todo ello rubricado con una sonrisa familiar.
Como un idiota, Thomas se sorprendió pensando: «Vuela por el cielo y a follar…».
Las puertas del ascensor se abrieron con un traqueteo.
Thomas dedicó una sonrisa cansada a la enfermera de guardia de la unidad de observación neurológica, una mujer llamada Skye, si no recordaba mal, que alguna vez había sido guapa. Se inclinó sobre el mostrador para ver qué podía ver ella por las pantallas. No oyó ni vio a Mia, lo que era una buena cosa.
—Profesor Bible —dijo, con la voz sedosa de la compasión. Sabía que estaba divorciado, y ahora que las mujeres profesionales eran muchas más que los hombres —la Gran Inversión del Papel de los Géneros, lo llamaban los contertulios— los tipos como Thomas, que habían estudiado en la universidad en lugar de vagabundear en una bruma de droga y videojuegos, eran una mercancía infrecuente.
Thomas interpretó su papel. El padre exhausto, apenado, desesperado por consuelo y apoyo femeninos. Que flirteaba porque no tenía nada más, ninguna otra chispa que le calentara sus manos gruesas y sin anillo…
Un monitor alertó de que Frankie había sido desconectado. La enfermera levantó la mirada con una alarma casi cómica.
—¿Es ese Frankie? —preguntó él con fingido horror.
—Debe de haberse acabado el efecto de la sedación.
Thomas escogió ese momento para colocar la mochila sobre el mármol, ante ella.
—¡No se mueva! —ladró.
Obviamente ella se quedó inmóvil, por instinto.
—¿Sabe lo que son los detectores de movimiento diseccionados, verdad, Skye? ¡No asienta! Sólo parpadee si me entiende.
Dos lágrimas le cayeron al hacerlo, manchando sus mejillas de rímel.
—Bueno, uno de ellos la está apuntando… y está conectado a una bomba que hay en esta mochila. Cualquier movimiento o ruido la disparará. Incluidos los labios. ¿Lo entiende?
De nuevo las lágrimas acompañaron su parpadeo. Se agitaba como una centrifugadora humana, lo suficiente para activar las células fotoeléctricas de una docena de puertas de centro comercial. La náusea recorrió a Thomas. Por la vergüenza, supuso, aunque las pastillas de Neil habían embotado todas sus emociones.
Dio un paso alejándose del mostrador, lentamente, como si estuviera asustado por su diabólico artilugio. Vio a Mia corriendo por el pasillo con Frankie. Cogió en brazos a su hijo inconsciente.
Apretó con fuerza al niño. Lo besó en la mejilla. Sollozó contra su cabeza rapada.
«Mientras lo abrace… Mientras no lo deje ir…».
Vistieron a Frankie con un desespero patoso. Thomas agradeció en silencio haber recordado llevar las zapatillas de velcro. Consiguieron salir de una manera bastante discreta, sin llamar la atención. Todas las enfermeras con las que se toparon sonreían al ver a Frankie durmiendo en sus brazos. Un hombre, un conserje, susurró: «Un día largo, ¿eh?». Una atractiva doctora dijo: «Qué mono». Hasta se rio y le limpió a Thomas un poco de saliva que llevaba en el hombro. «Qué bien duerme». Thomas agradeció de nuevo haber previsto llevar consigo la gorra de Frankie de los Jersey Devils. Con la cabeza afeitada y vendada, la doctora habría notado que algo pasaba.
Era raro, caminar tranquilamente y sonreír cuando su corazón estaba a punto de salírsele del pecho. Thomas sentía un cosquilleo en la piel, como si las catastróficas posibilidades que lo rodeaban lo hubieran dejado en carne viva. Pero en el momento en que llegaron a la recepción vacía, Thomas sintió algo parecido a la alegría criminal.
«Veinte pasos —pensó, mirando las puertas y el hormigón tras ellas— y somos libres…».
«Quince pasos y somos libres…». Bajaron trotando las escaleras.
«Diez pasos…». Cruzaron el detector de metales, pasaron por el torniquete.
«¡Lo hemos logrado, Frankie! ¡Esto va a funcionar!». Salieron corriendo a la cálida noche y se quedaron inmóviles. Lo único que oían era el zumbido de la ciudad.
Las luces del coche de policía parecían pestañear al girar, pero era sólo un efecto visual.
—¡Perdón, perdón! —gritó Mia, corriendo hacia la acera. El agente, que estaba mirando el interior del Toyota con una linterna, se volvió alarmado.
Thomas no pudo más que abrazar con fuerza a su hijo. El control se había evaporado. Besó su cálido cuello, gimoteó contra su pequeño hombro. Oía la voz insistente de Mia, después, de repente, parpadeó contra la linterna.
—Eso no está bien —oyó que le decía Mia al agente—. Nada bien.
—Lo siento —dijo el agente—. Vayan con cuidado.
Después Mia estaba a su lado, cogiendo a Frankie de entre sus brazos.
—Venga. Está bien, Tom. Arriba.
De alguna forma, Thomas acabó tras el volante mientras Mia trataba de asegurar a Frankie en el asiento de atrás. Limpiándose la nariz con la manga de su americana, Thomas aceleró lentamente. Se sentía como una araña alejándose de una tumba. «Por favor…». El primer coche de policía los alcanzó antes de que llegaran a la cuarta manzana. El sonido de la sirena le cortó la respiración a Thomas de golpe.
—Mal-mal-mal-mal-mal —susurró Mia.
Thomas giró lentamente, incapaz de procesar lo que estaba pasando.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Mia.
—He puesto el intermitente.
—Eso ya lo sé. ¿Tienes miedo de que los perdamos o algo?
Thomas aceleró por una calle lateral. Después giró a la derecha. De nuevo puso el intermitente.
—¿Me estás tomando el pelo? ¿Tienes miedo de que te pongan una multa?
—¡No puedo evitarlo! —gritó Thomas—. Es un hábito. Condicionamiento.
Giró a la izquierda derrapando, esta vez sin poner el intermitente.
—¡Más rápido! —gritó Mia—. ¡Más rápido!
Thomas le dio al intermitente y giró a la derecha.
—¡Joder! —aulló Mia—. Tommy, te quiero como vecino, pero te juro que te voy a hacer otro culo como no aceleres. ¡Ya!
—¡No puedo evitarlo! Soy un poco neurótico cuando se trata de conducir.
—¿Un poco? ¡Estás huyendo de la policía como un ciudadano ejemplar!
—Soy un pedazo de neurótico.
—¡Pero si eres psicólogo!
—¿Y qué? ¿Crees que fui a la universidad para descubrir por qué estaban chiflados los demás?
—¡Métete en ese callejón! ¡En ese callejón!
Al menos no puso el intermitente. El callejón era estrecho, demasiado para abrir las puertas. Thomas arañó el muro de la izquierda y gritó cuando el retrovisor del Toyota se rompió. La salida del callejón se acercaba.
—¡Frena! —gritó Mia—. ¡Frena el puto coche!
Thomas pisó el pedal a fondo. El coche de policía dio un frenazo detrás de ellos.
—Ahora, sigue adelante hasta que podamos abrir las puertas —dijo Mia—. Sigue.
Thomas obedeció. Cuando pudieron abrir las puertas, Mia salió.
—Sal del puto coche —gritó—. ¡Cambiemos de asientos! ¡Corre!
Thomas saltó del asiento del conductor y miró a los policías que estaban tras ellos. Parecían asombrados bajo el halo de luz de una farola. Corriendo, se cruzó con Mia ante los faros, rodeó el capó, cogió la puerta y sintió que ésta se alejaba de su mano. Oyó el crujido y los chirridos de unos neumáticos, después cayó al suelo. Los policías habían decidido no esperar y habían embestido el cuatro por cuatro. Mia giró el Toyota a la derecha. Thomas se puso en pie justo a tiempo para ser derribado sobre el capó del coche patrulla.
«Frankie», gritó algo en su interior.
Rodó sobre el capó cuando el coche frenó. Se preparó para caer al suelo como un gato. Pero entonces se produjo un impacto, el crujido de un cristal rompiéndose, y los faros del coche fueron sustituidos por el perfil del Toyota.
—¡Sube! ¡Sube! —gritaba Mia—. ¡Sube, joder!
Después se halló en el asiento del copiloto. Le temblaba todo el cuerpo, el mundo entero pasaba en un destello por el parabrisas. Otro coche patrulla derrapó en el cruce que tenían ante sí, bloqueándolo. Mia embistió con el todoterreno.
—¡Nooooooo! —gritó Thomas.
El impacto lo arrojó contra el salpicadero, pero el golpe que recibió le pareció leve. El Toyota se tambaleó y después siguió calle adelante, estable como una pelota de cuero.
—¡Frankie! —gritó Thomas, casi lanzándose a la parte trasera. Frankie se había escurrido de los cinturones y caído al suelo tras el asiento de Mia. Seguía inconsciente, pero parecía ileso. Thomas lo sentó e hizo lo que pudo para volver a ponerle el cinturón. Miró por la luna trasera y vio luces refulgentes en la oscuridad, calles estrechas como cañones.
—Joder —estaba diciendo Mia—. ¡Nos están poniendo los semáforos en verde!
—¿Qué?
—Ahora todos los semáforos de Manhattan están dirigidos por inteligencia artificial. Para mejorar los tiempos de respuesta se ponen rojos para el tráfico que interfiere y en verde para los vehículos de emergencias. Y en situaciones como la nuestra…
—Pero eso es bueno, ¿verdad? Significa que no le haremos daño a nadie.
—Pero también significa que estamos jodidos. Mientras nos sigan abriendo los semáforos sabrán exactamente dónde estamos y adónde vamos.
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Ves una maleta de piel ahí detrás? Es la maleta de Bill.
—¿Sí, por qué?
—Ábrela.
Thomas buscó detrás de su asiento y cogió la maleta. La abrió.
—¿Está ahí su tele?
Thomas sacó la pantalla, parecía una vieja Palm Pilot.
—¿Una tele? —preguntó.
—Regalo de cumpleaños —dijo Mia—. No preguntes. Enciéndela.
Vio una toma de Manhattan desde un helicóptero que se alternaba con la escasa luz natural y los blancos y grises del radar infrarrojo. «En resumen —estaba diciendo una vocecita—… estamos siguiendo un modelo viejo, un Toyota cuatro por cuatro negro por…».
—¿Cómo lo sabías?
—Otra mala vibración —dijo Mia con amargura—. Pero está bien. Nos da información.
—¡Están colocando algo delante de nosotros! —gritó Thomas—. Algo para pincharnos las ruedas.
—Como siempre decía mi padre —gritó Mia—: «Hijo mío, no puedes correr más que la maldita radio». —Sin mediar aviso, giró bruscamente a la derecha y Thomas casi rodó sobre su regazo—. «A menos que tengas una tú…». La ciudad era un túnel zumbante, un enjambre cilíndrico de luz y franjas negras.
—¡Mia! ¿Qué coño estás haciendo?
—¿Esto va en serio? —gritó Mia—. ¿Vamos en serio?
—Mi hijo… ¿De qué estás hablando?
—Vamos en serio, ¿verdad?
—Sí… ¡sí! Pero ¿qué estamos…?
—Mira, tengo tanto miedo que me salen burbujas por el culo, pero si esto va en serio, si de veras tenemos que hacer esto para salvar a Frankie, entonces vamos a tener que correr algunos riesgos.
—¿Correr algunos riesgos? ¿Cómo diablos llamas a esto?
—Un juego de niños —susurró Mia girando de nuevo bruscamente a la derecha.
«Oh, madre mía», gorjeó una vocecita.
—¿Qué te parece esto, Dolores?
—Bueno, Jim, parece que la situación se ha vuelto más desesperada. Es como si hubieran percibido la trampa que la policía les había puesto. Tengo que decirte, sin embargo, que el hecho de que vayan en un cuatro por cuatro me pone mucho más nerviosa.
—¿Por qué?
—Por el elevado centro de… ¿Jim? ¿Tienes esa vista de pájaro? ¿Qué están haciendo?
—No estoy seguro, Dolores. Parece que estén…
Estática interrumpida por voces al fondo.
—¿Jim? ¿Jim? Para los que se incorporan ahora mismo, el helicóptero de Fox 5 está cubriendo una terrible persecución policial por el Upper West Side. Las fuentes dicen que los dos hombres del vehículo han secuestrado, repito, secuestrado, a un niño ingresado en el…
—¿Dolores? ¿Dolores?
—Sí, Jim, te oímos.
—Acabo de preguntarle a Johnny Pharo, nuestro experto piloto de helicópteros, y está de acuerdo en que sí, es cierto, el vehículo ha entrado en la boca del metro de la calle 207.
—¿Por qué lo han hecho, Jim?
—No estoy seguro, Dolores… quizá para aprovechar su tracción en las cuatro ruedas.
—Los veo, Jim. Madre mía, ¿van por las vías?
—Sí, Dolores, parece que van por las vías. Johnny cree que…
—Pon a Johnny un momento si puedes, Jim. Johnny Pharo, para los que no estén familiarizados con el equipo aéreo de Fox 5, es un piloto experto y un veterano condecorado de Irak…
—Oh, Dios… ¿puedes verlo, Dolores?
—Sí, Jim. ¿Qué ha pasado? ¿Los has perdido?
—No, Dolores. ¡Nos han perdido ellos a nosotros! Parece, damas y caballeros, que han entrado en el metro. Repito, el Toyota cuatro por cuatro negro que está siendo perseguido por los mejores hombres de Nueva York, ha entrado en el metro.
Descendieron la Décima Avenida tan rápido que el Toyota empezó a estremecerse. Después Mia giró a la derecha por una calle, después a la izquierda, llevándose por delante la puerta de un aparcamiento al aire libre. Thomas gritó mientras corrían como una bala entre los coches aparcados y derribaban lo que parecía una enorme valla metálica. Esta cedió como tejido podrido, aunque por un instante el metal se combó y golpeteó el capó y el parabrisas. Se produjo un momento de gravedad cero, el horizonte de Harlem se hundió y quedó fuera de su visión, después un golpe ensordecedor y un impacto contra gravilla y arbustos, entre ristras de plantas industriales, vías traqueteantes, vagones de metro color plata. Mia volvió a girar a la izquierda, hacia unas fauces negras abiertas en una pared de carbonilla…
El todoterreno brincó como un potro salvaje. Ante ellos una hilera de luces se alejaba como perlas lanzadas a un abismo. ¡Estaban en el metro! Cada vez que cruzaban a toda velocidad una pared vibraba el cristal y el mundo gritaba.
—¡Mia-Mia-Mia-Mia-Mia! —gritó Thomas.
—Cállate-cállate-cállate-cállate —exclamó—. ¡Estoy tratando de pensar!
De repente, cruzaron una estación. Se abrió como un milagro de baldosas blancas. Thomas vislumbró un puñado de caras asombradas, boquiabiertas bajo la luz gris.
—¿Lo has visto? —exclamó Mia.
—¿El qué?
—¡La puta estación! ¿Qué estación era?
—No…
—¡Mierda! —Mia empezó a saltar en su asiento, dando puñetazos y palmadas al volante—. ¡Estamos jodidos! —gritó. Lágrimas de frustración brillaron en sus ojos—. Estamos jodidos de verdad.
Entonces Thomas lo recordó.
—Para —dijo.
—¿Qué?
—¡Para el puto coche! ¡Para!
El Toyota se deslizó hacia un lado. El metal se aplastó. Se detuvieron de golpe.
—Tenemos una ruta de escape —dijo Thomas, volviéndose para quitarle el cinturón a su hijo—. Démonos prisa.
Fue pura suerte. Dejaron tras de sí el Toyota, convertido en una ruina, en una bomba que hacía tictac, con los faros aplastados contra el inmenso muro del túnel. Se encorvaron para cruzar las vías cubiertas de hollín, después siguieron por una serie de túneles de servicio cerrados hasta una puerta milagrosamente abierta. La siguiente estación. Tratando de no parpadear contra la fría luz, caminaron tranquilamente bajo las cámaras de seguridad junto a los demás viajeros que salían.
Emergieron en la impresionante superficie, Nueva York, y caminaron con resolución urbana.
Sin aliento, se refugiaron en un callejón, cerca de lo que parecía un bar cerrado. Las sirenas parecían morder el aire en todas direcciones. Mia sostenía a Frankie contra el pecho, meciéndole y frotándole la espalda. Contempló a Thomas con aprensión. Como él, ahora los veía —quienquiera que fueran— en su imaginación. Estaban llevando a cabo búsquedas biométricas valiéndose de distintos métodos, reproduciendo imágenes de todas las cámaras de tráfico que rodeaban la salida del metro… que sabían que habían cogido gracias al sistema de seguridad por inteligencia artificial instalado en los metros tres años antes.
Medidas contra el terrorismo. El mundo estaba preso, como una mariposa atravesada por una aguja.
Thomas sacó una tarjeta color marfil de su bolsillo interior y llamó al número impreso en ella con el móvil que Neil le había dado.
—Señor Gyges —dijo, estremecido al oír su propia voz distorsionada en el auricular—. Soy yo, Tho…
—¡No diga ni una palabra! —le espetó el millonario—. Sus redes pueden reconocer los nombres, hasta contenidos rudimentarios, con la misma facilidad que las voces. Y trate de mantener la calma. Pueden detectar patrones vocales de estrés. Estarán rastreándolo todo. Todo.
—N-no lo entiendo.
—Creo que sí lo entiende. De lo contrario no estaría utilizando un modulador.
—Mire… señor Gyges, lo que dijo…
—No quiero que me lo diga. Ahora no.
Sus pensamientos se aceleraron. «Di algo-di algo…».
—¿Entonces qué hace despierto? ¿Por qué está viendo las noticias?
Silencio.
—Mire… señor Gyges, no sé dónde está, pero muy pronto, yo…
—Dígame dónde está —dijo la voz ronca del millonario—. Le mandaré un coche.
Thomas le indicó el cruce más cercano y una descripción del bar con las ventanas tapiadas con tablones.
—Por favor —añadió Thomas—. Dese prisa.
Pero la línea ya se había quedado en silencio.
Se acurrucó en la oscuridad, asombrado de que la ausencia de luz fuera ahora un consuelo. Después sollozó, pensando en lo que Sam había dicho no hacía ni tres días.
«Ya sólo quedan mártires…».
—Shhhh… —le dijo Mia a Frankie—. Shhhh, colega.
La mirada que le dedicó a Thomas era desorbitada y asustada. Sabía que nada sería igual después de eso, se percató Thomas. Sabía lo que estaba en juego.
—¿Confías en ese gilipollas?
—Sí —dijo Thomas al cabo de un momento—. En cierto sentido, ha perdido más que yo.
Oyeron el rugido de un seis cilindros a baja velocidad. Un coche patrulla pasó refulgiendo ante la boca del callejón, levantando tras de sí basura como si fuera hojarasca.
—Tengo una corazonada —dijo Thomas sin convicción.
El coche llegó varios minutos después. Era un BMW con los cristales tintados. Se detuvo en la entrada del callejón. El conductor era hindú y vestía muy elegante. Salió del coche sin apagar el motor y echó a andar.
—Yo conduzco —dijo Mia alzando a Frankie para que lo cogiera.
—No —dijo Thomas—. Cuando salgamos de la ciudad, te bajas.
—¿Estás brome…?
—No puedo permitirme asustar a Neil. Lo sabes.
Mia asintió, se subió a Frankie al hombro y se encaminaron hacia el coche.
Neil tenía razón. Tardaron un tiempo en hacer cálculos y organizarse. Pero podían hacerlo siempre que no dudaran. Utilizaron la televisión de Bill para guiarse a través del cordón policial antes de que éste se cerrara del todo. Después la tiraron por seguridad. ¿Quién sabía lo que eran capaces de hacer los federales?
Quizá fuera el sistema de insonorización del BMW o su cansancio tras el subidón de adrenalina, pero una engañosa sensación de normalidad se apoderó de ellos mientras salían de la ciudad. El cielo se iluminaba al este. Los trabajadores de primera hora empezaban a poblar las calles. De repente, el mundo parecía ordenado, incluso servil.
Thomas se sorprendió pensando en café a pesar de que sabía que el auténtico horror, probablemente, acababa de empezar.
—Espero que elijan una bonita —murmuró Mia, mirando el oscuro Hudson.
—¿Bonita qué? —preguntó Thomas.
—Foto. Tarde o temprano empezarán a sacar fotos mías y de mis viejos tiempos. Thomas se quedó mirando a su Vecino Número Uno.
Mia soltó una risotada.
—¿Qué crees? Que el Post de la mañana dirá: «PSICÓLOGO Y VECINO SECUESTRAN A HIJO CON DAÑOS CEREBRALES». Dirá: «PSICÓLOGO Y TRAVESTÍ», créeme.
—No había pensado en eso.
—Me juego mi presupuesto para braguitas rosas. ¿Y los psicólogos? Todo el mundo sabe que no se puede confiar en ellos. No se puede confiar en nadie que conozca las reglas. Cuando las conoces, puedes manipularlas. Y los travestís… Bueno, para empezar están jodidos. Ni siquiera saben vestirse bien, no digamos ya apuntar al agujero correcto.
Thomas se quedó mirando el tramo de carretera iluminado por los faros, las líneas de los carriles a ambos lados, pensando en esa palabra, «correcto». Los humanos eran máquinas de juzgar, programados para conservar las creencias y las actitudes necesarias para mantener a flote las comunidades de la Edad de Piedra. Condenan tan rápidamente, tan regularmente, porque en el pasado fue imprescindible para la supervivencia. Ahora, era poco más que un psicodrama, otra serie de reflejos mal adaptados. La gente como Mia no era caricaturizada y ridiculizada por no amar lo correcto, sino porque había que caricaturizar y ridiculizar a alguien.
—Podría ser algo bueno —dijo Thomas después de una pausa.
—¿De qué estás hablando?
—No el ridículo. Me refiero a la publicidad. Si nos entregamos, no creo que todo esto llegue a los tribunales. —Thomas respiró hondo, parecía que por primera vez en semanas—. Habrá amenazas, seguro. Pero hay muchas posibilidades de que podamos salir indemnes de esto. —Sonrió, apartando la mirada de la carretera—. Gracias a tu peculiar elección de indumentaria.
Mia no parecía convencido.
—Tú no tienes familia en Alabama —dijo.
El sol había salido ya por completo cuando dejó a Mia en una estación de servicio Exxon junto a Tarrytown. Todo, los monótonos y brillantes surtidores, el pavimento lleno de chicles, tenía el aire de las cosas que están calentando motores para la agitación de la vida diurna. Pasaban coches a toda velocidad, rugiendo como si avanzaran entre engrudo.
—Cuídate, Tommy —dijo Mia, metiendo la cabeza por la ventanilla. Miró a Frankie, desplomado en el asiento de atrás—. Esto también va por ti.
—Lo haré. —Thomas tragó saliva para sofocar un pinchazo en la garganta—. Recuerda, trata de pasar desapercibido un día o dos. Aléjate de las cámaras, de cualquier cosa conectada. Después, entrégate.
Un asentimiento pensativo, incluso reacio.
—Cuidado con ese cabrón. Recuerda que el Neil que conociste está muerto.
Thomas se lo quedó mirando. Se sorprendió, implorándole con los ojos.
—Dime que esto va a funcionar…
Mia se estremeció. Por un momento logró sonreír consoladoramente, pero su expresión dudó y puso cara de desconcierto. Parecía que ya no tenía nada que ofrecer.
—Y yo qué coño se, Tommy…
Un asentimiento mecánico, sin aliento.
Mia apartó las manos de la puerta y retrocedió.
—Esto es una locura —dijo con los ojos llenos de lágrimas. Se pasó una mano por el pelo. Aunque estaba erguido e inmóvil, parecía estar cayendo—. Una locura.
Thomas subió el cristal de la ventanilla y vio cómo los vidrios tintados se tragaban a su Vecino Número Uno. Puso primera y arrancó. No se dio cuenta de que Frankie había abierto los ojos hasta que se puso a gritar.