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30 de agosto, 18:44

Desde el asiento del copiloto del Mustang de Sam, para Thomas el regreso a la casa de campo tenía tintes surrealistas, teatrales. La decreciente luz de la tarde revelaba las complejidades interiores de los árboles. La guerra entre la gravilla y la hierba a lo largo del arcén. El galope de las ruedas sobre el asfalto resquebrajado y abombado. Todo parecía un espectáculo imposible, punzante de tan romo, intenso de tan vulgar. Cinema verité. Casi creía que Gerard, que estaba sentado detrás de él, tenía sobre el regazo una bolsa de palomitas.

La mentira que les había contado se le había ocurrido fácilmente, gracias a su control. Gritando por encima de los rugidos de los camiones que pasaban, hasta había logrado disculparse con Sam con los ojos. «Basta de peso muerto —había dicho su mirada—. Basta de Nora». Pero ahora, mientras el mundo estaba al otro lado del parabrisas y los agentes del FBI se acercaban cada vez más a él, las implicaciones de su engaño empezaban a acumularse. «Sólo importa Frankie —se dijo una y otra vez, como una maldición o el ferviente deseo de un niño—. Nada más. Ni Gerard. Ni Sam. Ni yo…». El sol los siguió por el camino del bosque, pero pronto lo derrotó la acumulación de sombras. De repente, la última hora de la tarde dio paso al anochecer. Doblaron un recodo y Thomas vio la casa, casi idéntica a como la recordaba. El porche hondo, el segundo piso con tejado a dos aguas, los fundamentos de piedra. Había luz en las ventanas.

—Hay alguien en casa —dijo Sam aparcando el coche. Miró a Gerard, en el asiento de atrás, y después a Thomas, con escepticismo—. ¿Quién decías que es ese tipo?

Thomas les había contado una trola: que recordaba a un viejo amigo de Neil, alguien llamado Danny Marsh, que ahora vivía a las afueras de Climax. Había sido deliberadamente vago sobre por qué le parecía importante y había insistido en que tenía una rara pero fiable «corazonada». Pero había tratado de darles suficientes detalles triviales (como su apodo ficticio, Perko-Dan) para al menos retrasar sus sospechas.

La idea era llevarlos a la casa.

Allí.

—¿Hooooola? —canturreó Sam—. ¿Profesor?

Thomas sabía que su relación con Sam, fuera la que fuese, no iba a sobrevivir a ese último engaño. Quizá ya estaba muerta. El control hizo cuanto pudo, pero tuvo que cogerse los pantalones para impedir que las manos le temblaran.

—He mentido —dijo.

—Una vez más —susurró Gerard desde atrás.

Sam frunció el entrecejo y sonrió, como si no quisiera creer lo que acababa de oír. A Thomas nunca le había parecido tan hermosa.

—¿Que has qué?

—He mentido —repitió, con la voz mucho más tranquila de lo que él se sentía—. Tenía que traeros aquí.

—Te lo he dicho —le dijo Gerard a Sam—. Te lo he dicho, joder. Compruébalo todo antes del encuentro, porque este tipo está fuera de madre.

—¿Qué está pasando, Tom? ¿Por qué tenías que traernos aquí?

Señaló la casa con la cabeza.

—Porque Neil está ahí.

Un momento sin palabras.

—¡Joder-joder-joder-joder! —gritó Gerard desde atrás.

—¿Neil está ahí? —le espetó Sam con mordacidad—. ¿Qué quieres decir? ¿Cómo lo sabes?

—¡Maldito cabrón! —siguió gritando Gerard, presa del pánico.

Thomas se quedó mirando el salpicadero.

—Marcó este lugar en mi póster, del mismo modo en que escribió la dirección web en la lámpara… Creo que quiere que lo encuentre.

—Entonces, vaya y llame a la puerta —dijo Gerard.

—¿Por qué? —preguntó Sam—. ¿Por qué has hecho esto? —A diferencia de Gerard, seguía hablando con tono profesional, y eso hizo que Thomas se sintiera absurdamente orgulloso. El control lo abandonó lo suficiente para que parpadeara por un repentino escozor en los ojos.

—P-p-por m-m-m-mi hijo —dijo tartamudeando. Miró a Sam—. No confío en los demás. No confío en Atta… Ni en ti, Gerard.

Gerard soltó un bufido.

—Sólo faltaría que…

—¡Cállate, Danny! —le espetó Sam—. Crees que la idea es matar a Cassidy, no detenerlo. ¿Es así?

Thomas asintió y tragó saliva.

—Tú lo has dicho, Sam. Dijiste que conoces a esa gente, ¿te acuerdas? Si llamas a Atta y le dices que tienes al sospechoso acorralado, ¿qué crees que sucederá?

Sam miró a través del parabrisas.

—Mandarán un equipo táctico —dijo sencillamente. Cuando volvió a mirar hacia dentro, tenía los ojos brillantes de indecisión… y de admisión de la culpa. Matarían a Neil.

Lo sabía tan bien como Thomas.

—Si Neil muere —dijo Thomas—, Frankie también. Eres mi única oportunidad, Sam.

—No podemos hacerlo, Tom —dijo, parpadeando para reprimir una lágrima.

—Joder… —murmuró Gerard con un evidente alivio.

Thomas mantuvo la mirada en Sam. Los ojos de ella parecían estar descubriendo a Thomas por primera vez. Ella era fuerte, eso lo sabía. Suficientemente fuerte para hacer lo correcto, aunque eso significara sacrificar al hombre al que quería. O a su hijo.

—Pero no te lo he pedido —dijo Thomas. Alargó el brazo y le dio al claxon.

Los bosques circundantes parecieron temblar con la reverberación.

—¿Por qué ha hecho eso? —graznó Gerard—. ¡Joder!

Estremecida, Sam se quedó mirando la casa. Los tres contuvieron el aliento.

Thomas vio que una sombra se inclinaba ante una de las ventanas doradas y apartaba las cortinas.

Era él, perfilado contra unos cálidos tonos de interior, mirando la fría penumbra del anochecer. Neil. Parecía algo no del todo humano, como si mirara a través de un portal, respirando una atmósfera diferente, más brillante. Después desapareció. Un rato después, la casa quedó a oscuras.

El miedo lo inundó como un baño caliente.

—Creo que lo haremos a tu manera —dijo Sam. Su sonrisa era triste y fatalista. Sacó su automática y se volvió hacia Gerard—. Iré por la parte de atrás. Cubre el frente. Cuando dé la señal, entramos los dos.

—De modo que vas a permitir que este capullo nos dig…

—¿Entendido?

—Entendido —gruñó Gerard.

Se volvió hacia Thomas, con los ojos brillantes de miedo y excitación.

—Tú te quedas aquí —dijo, y después desapareció por la puerta. Thomas contempló cómo corría entre los árboles con la cabeza gacha. Pisando hojas, cruzó un pequeño claro y después dio un rodeo para flanquear el edificio.

«Nada importa».

—Eres un hijo de puta —le susurró Gerard al tiempo que abría la puerta.

—¿Por qué? —preguntó Thomas mecánicamente.

El agente se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos, honestos. Parecía distinto en la oscuridad, contradictorio, como si la piel de un hombre atractivo hubiera sido extendida sobre algo pastoso y estúpido.

—Porque nos has jodido.

Thomas observó cómo Gerard se desplazaba de lado utilizando el Mustang como cobertura, después corrió hacia la casa. Desapareció en las sombras, en el lugar donde el porche sobresalía, pero no antes de que Thomas vislumbrara el puro pánico en su cara.

Estaban aterrorizados. Eran agentes del FBI y estaban aterrorizados. En su mente vio a Sam tosiendo sangre en sus brazos, la acusación en sus ojos como una luz desvaneciéndose.

«¡Nada importa!». Thomas abrió la puerta y se puso en pie. El aire del anochecer era sorprendentemente frío; cortante, incluso. El olor a carbón se imponía a los efluvios acres de las hojas aplastadas. Durante un rato se limitó a contemplar la casa y sus húmedos alrededores, como si buscara un animal o un agente inmobiliario. Gerard, que había subido al porche y ahora se acercaba sigilosamente a la puerta, siseaba algo. Aunque Thomas no lo oía, su expresión era transparente.

«¿Estás loco?».

Parpadeando, Thomas bajó la mirada a sus zapatos y movió las piernas para desentumecerlas. Después se limitó a caminar.

—No me disparará —le murmuró a Gerard de camino a la entrada—. Es mi mejor amigo.

—Y mi tío favorito —susurró el agente—. ¡Vuelve al puto coche!

—No me disparará.

Thomas se detuvo ante la puerta mosquitera y respiró hondo. Golpeó con los nudillos el desgastado marco de madera.

—¡Neil! —gritó—. ¡Sé que estás ahí! Soy yo… —Tragó saliva con el corazón acelerado—. Soy Tom.

Silencio.

Pegado a la pared, Gerard tenía preparada la automática, a la espera de que la puerta se abriera.

—¡Neil, soy yo! ¡El profesor Biblia! He venido solo. ¡He venido para hablar!

Thomas miró el oscuro interior por la ventana, examinó las sombrías profundidades, hizo todo, excepto apoyar la cabeza contra el cristal.

—Venga ya, Neil, joder. Soy yo.

La luz del porche se encendió y tornó opacos los cristales. Thomas vio que su reflejo en el cristal retrocedía, que su cara flotaba sobre un fondo negro como de acuarela, se inclinó y golpeó el cristal.

«¿Qué estás haciendo?». La puerta interior se abrió hacia la oscuridad y Neil se inclinó para abrir la exterior. Llevaba unos pantalones cortos y una camiseta muy ajustada. Iba descalzo, tenía los dedos de los pies sucios. Por un momento, todo pareció horriblemente normal.

—Eh —se oyó decir Thomas. Su sonrisa parecía natural, auténtica, incluso mientras veía cómo Gerard alzaba el arma entre las sombras. Ajeno a ello, Neil frunció el entrecejo con una actitud que decía «serás idiota».

—¿Profesor Biblia? ¿Cómo c…?

—¡Quieto! —exclamó Gerard en un susurro, colocando el cañón de la pistola en la sien de Neil.

—¡No! —gritó Thomas porque creía que Gerard iba a disparar.

Gerard lo miró de soslayo. Neil lo aprovechó, le cogió la muñeca y le hizo soltar el arma. Se produjo un crujido y un destello. La contraventana de arriba se partió. Los dos hombres forcejearon. Por un instante, parecieron dos bailarines borrachos, después cayeron en la oscuridad. Thomas oyó gruñidos y golpes, y dio un paso inseguro hacia la puerta. La oscuridad los había convertido en dos animales enzarzados. Garras que rasgaban la madera. Gruñidos. Esfuerzos frenéticos. Baba siseando entre dientes apretados.

Temblando, Thomas entró en la habitación. «Oh, Dios mío, oh, Dios mío».

—¡Enciende las luces! —gritó de repente Gerard—. ¡Por el amor de Dios, enciende las luces! —Parecía frenético, herido.

Thomas tanteó la pared con las manos. Oyó a Sam gritando «¿Danny? ¿Danny?» en la distancia.

Apretó el interruptor. La sala cobró vida.

—¿Profesor? —gruñó Gerard—. ¿Puede dejar de mirar las musarañas y ayudarme?

Asombrado, Thomas se palpó el bolsillo de la americana y sacó el rollo de cinta aislante de Mia. Todavía parpadeaba por las luces del techo. La sala era exactamente como la recordaba: un cuadrado con suelo de madera gastada, sofás de respaldo alto y armarios barnizados en oscuro. Tapetes amarillentos decoraban las pálidas paredes.

La casa de una abuela muerta.

Gerard tenía a Neil boca abajo, con las manos a la espalda, sobre una esterilla de nudos. A su alrededor había zapatos y botas. La sala olía a barro y suelas viejas, a madera hinchada y mantas dejadas a la intemperie. Antes de que supiera qué estaba haciendo, Thomas le había dado una patada a una pesada Timberland y estaba ayudando a Gerard a inmovilizar las muñecas de Neil.

—¡Logan! —gritó el agente con la respiración entrecortada—. ¡Lo tengo, Sam!

—¡De acuerdo! —dijo desde una habitación distante—. ¡Estoy comprobando el resto de la casa! —Thomas notó el entusiasmo en su voz. Incluso alivio. Él no sentía ninguna de las dos cosas.

Gerard estaba levantándolo del suelo. A él. A Neil.

Thomas le dio un puñetazo, duro, como quien aporrea un colchón con furia. Una, dos, tres veces. Se le hizo raro. Era casi como si se viera a sí mismo a distancia. Sólo sus puños eran reales.

—Tranquilo, profesor —dijo Gerard tambaleándose mientras Neil daba bandazos—. Lo necesitamos de una pieza. Usted lo necesita.

Neil levantó la mirada con los ojos vidriosos. Un hilillo de sangre le iba de la nariz a la barbilla.

—Profesor Biblia… —murmuró.

Thomas sintió que su cara se desmoronaba, se frotó los ojos con la manga de su americana. ¡No debía comportarse así! Tenía que ser fuerte, pero en lugar de eso se sentía de nuevo como un niño pequeño, doblado bajo la ira ebria de su padre.

—Frankie —soltó—. Neil… ¿cómo has podido?

Algo se iluminó en los ojos de Neil, su familiar brillo de depredador.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué le pasa a Frankie?

—Casi puedo entender lo de Nora. Pero mi hijo, Neil. ¿Cómo has podido hacerle eso a mi hijo?

—¿Frankie? No… no. Yo no he tocado…

—¡No mientas! Ahora no. Y menos con esto. ¡No mientas, joder!

Su voz retumbó en la habitación.

Neil escupió sangre al suelo de madera.

—Profesor Biblia, escucha. No he tocado a Frankie. ¿Por qué…?

Thomas le pegó otro puñetazo gritando:

—¡Mentiroso!

—¡No es hijo tuyo! —berreó Neil—. ¿Me oyes? ¡Es hijo mío! ¡Mío! ¿Por qué iba a hacerle daño a mi hijo?

Thomas se miró los nudillos, la sangre parecía pintura en el venoso dorso de su mano. Algo —una especie de ola— lo cubrió y se llevó toda la fuerza de sus extremidades. Su corazón le dio un vuelco en el pecho. Retrocedió dando tumbos y se vino abajo contra la pared. Gerard, con mirada de consternación, le estaba gritando algo. De pronto, sangre y tejidos explotaron en un lado de la cabeza del agente y éste se desplomó hacia delante, cayendo entre una lluvia de gotas de color bermellón y empujando a Neil con él al suelo. Cayeron junto a los pies de Thomas, parecían dos luchadores entrelazados, y muertos.

Incapaz de gritar, respirar o pensar, Thomas miró la figura solitaria que quedaba en pie en la sala.

Sam.

Sam metió un pie por debajo del cuerpo de Gerard y lo apartó de Neil.

—Hola, doctor —dijo, poniendo a Neil de rodillas.

—Jessica —respondió Neil, al parecer sin ningún miedo.

Recostado en el revestimiento de pino de la pared, Thomas observó. Una parte de él quería moverse, correr, pero su cuerpo parecía tan pesado como el de Gerard. «Como un peso muerto», pensó, inane.

Sam cogió una silla que había junto a un escritorio y la colocó detrás de Neil. Le puso un dedo bajo la mandíbula, debía ser un punto sensible, porque él gruñó y gritó cuando ella lo alzó y lo sentó. Sam le sonrió a Thomas.

—¿Bien, profesor?

—No, no… —Thomas se interrumpió y frunció el entrecejo. Sentía la boca y la lengua como arcilla—. No entiendo qué está pasando.

—No —dijo Sam—. Lo supongo. La desorientación es una respuesta común al estrés. Especialmente cuando eres débil.

¿Qué estaba haciendo? ¿Era una amenaza Gerard? ¿Un infiltrado?

Thomas contempló cómo Sam ponía los brazos de Neil tras el respaldo de la silla y lo sujetaba a ella con la cinta de Mia. Después le ató los tobillos.

—Siempre he estado orgulloso de ti —le dijo Neil mientras ella lo ataba—. Cuando esas cosas todavía me importaban, siempre te consideré… bueno, mi obra maestra.

Ella contestó con el aire distraído de una madre vistiendo a su hijo.

—Puede que no pienses así dentro de unos minutos.

Neil sonrió.

—Estoy más allá de todo lo que puedas hacerme, Jess.

—¿Sí? —preguntó Sam—. Ya veremos.

Agitó su automática en dirección a Thomas.

—Tu turno, guapo. Levántate y date la vuelta.

—¿Sam? —dijo Thomas. Se apretó la palma de la mano contra la frente—. ¿Qué está pasando? Has matado a Gerard. ¡Has matado a Gerard, joder!

Sam miró de soslayo a Gerard, flácido y gris contra el suelo de madera.

—Le dije al muy capullo que se quedara en Nueva York. Tenía la sensación de que estabas tramando algo. —Apuntó la pistola a la cara de Thomas—. Ahora levántate, date la vuelta y junta las muñecas a la espalda. Si no, esta noche cenas con Jesús.

Thomas se descubrió obedeciendo. No entendía nada.

—No es quien crees que es, profesor Biblia —dijo Neil desde la periferia de su campo visual—. Es de la NSA, un producto del Programa de Neuroplastia Afecto Plano.

Thomas comprendió las palabras, pero al mismo tiempo eran un galimatías.

¿Sam? ¿La NSA?

Ella deslizó algo afilado por la muñeca izquierda de Thomas, tiró de su brazo derecho hacia atrás, pasó lo que quiera que tuviera en la muñeca izquierda por la derecha y le dio un doloroso tirón.

—Es propiedad del gobierno, que es quien la dirige —prosiguió Neil—. Y es una psicópata radioquirúrgica.

La habitación parecía retorcerse alrededor de la cara sonriente de Sam. La voz de Neil parecía venir de rincones cada vez más estrechos.

—Yo mismo llevé a cabo la operación, profesor Biblia. Sin compasión. Sin culpa. Sin vergüenza. Yo la limpié, amigo mío.

—Sam —se oyó susurrar, pero no sentía saliva en la lengua.

—¿Has oído eso? —canturreó ella junto a su cuello. Thomas olió la crema hidratante que utilizaba cada mañana al salir de la ducha—. Me han retocado. Me han reducido las amígdalas a su esencia depredadora. —Le lamió el lóbulo y susurró—: Imagínate quedarte encerrado e indefenso con el Carnicero de Milwaukee.

La incomprensión se evaporó. Thomas tuvo miedo.

—Hace más o menos una década —prosiguió ella, apretándolo contra la pared— ciertos planificadores en ciertos cuarteles llegaron a la conclusión de que la raza humana estaba atrapada en una pesadilla de la teoría de juegos. La Gran Lucha, lo llamaron. Por recursos, petróleo y todo eso. Por comida ante el colapso medioambiental. Por hallar la estabilidad en medio del fenomenal cambio motivado por la tecnología. Trazaron una hipótesis tras otra, y en todas las proyecciones la mayor carga resultaste ser tú.

Le quitó una pelusa del cuello. Su sonrisa era ansiosa y esperanzada, otro falso vislumbre de la vieja Sam.

—Bueno, no exactamente, pero sí gente como tú. Gente que piensa con el corazón en lugar de con la cabeza. En todas las simulaciones, los únicos negociadores que sobrevivían eran los que actuaban sin sentimientos. La idea era crear una burocracia en la sombra para colocar a los negociadores insensibles en todos los niveles del gobierno y el ejército. Pero ¿dónde encontrarlos? ¿En la madre naturaleza? Por favor. Mira al Quiropráctico. No podíamos tener a hijos de puta como ése dirigiendo el cotarro, ¿verdad?

Por alguna razón, Thomas no tenía dificultades con esas cosas abstractas. Lo veía con la claridad de una película de serie B: los generales, los analistas, la gente del dinero, con sus whiskys, ejerciendo los talentos que Dios les había dado para confundir sus intereses con la ley natural.

—Así que recurrieron a Neil —se oyó decir Thomas.

—Nos llaman «graduados superiores» —explicó—. Gente quirúrgicamente libre de las trabas de vuestros comportamientos de la Edad de Piedra. Gente capaz de llevar a cabo negociaciones difíciles, que no necesita mentirse a sí misma cuando tiene que hacer valer el poder de Estados Unidos para disolver el parlamento israelí o en los derechos de perforación del Orinoco frente a los hambrientos venezolanos. Gente que protege a los suyos, pase lo que pase. Y gracias a nosotros Norteamérica sobrevivirá para rehacerse, créeme.

Alzó el brazo y le golpeó en la cara con la culata de la automática. Thomas cayó al suelo.

Cuando recuperó la conciencia, le estaba atando los tobillos con cinta.

—Normalmente, te pegaría un tiro en la cabeza y si te he visto no me acuerdo —estaba diciendo—. Pero creo que te debo una por lo de ayer por la tarde.

Thomas sólo podía mirarla horrorizado. Conocer a alguien era saber qué podías esperar de él. La gente era tanto una trayectoria como una cara, una forma o una voz. Y ahí estaba Sam, mostrándose con todos los rasgos de quien era. Debería estar sangrando por el esfuerzo.

—Te estás preguntando cómo es posible —dijo Sam, sonriendo como una marimacho—. Lo reconozco, no creía que lo consiguiera. Tú eras psicólogo. Pensé que me descubrirías a la primera. Pero después de verte en Washington, Mackenzie insistió en que funcionaría. «Sé quién eras antes de unirte al programa —dijo—. Todos los viejos circuitos siguen ahí». Y fíjate, el viejo pervertido tenía razón: fue más… ¡fue más revivir que interpretar! Qué bien que fuera tan idiota…

Thomas parpadeó entre sangre y lágrimas, se quedó mirándola, embotado sin entender nada… la cuidada nariz de modelo, la sonrisa de anuncio, la mejilla curvada, ideal para acariciarla. Era una cara preciosa, pensó. Era una cara preciosa y podía hacer lo que quisiera. Cualquier cosa.

«Va a matarnos». Empezó a revolverse contra las ligaduras que le había puesto y la cinta. «Joder-joder-joder-joder-joder-joder-joder». Tras comprobar que estaba bien sujeto, Sam guiñó un ojo. Levantó y dejó caer sus pies atados con cinta y después se volvió hacia Neil diciendo:

—Y tú también tienes tu lado oscuro, doctor. Estuvo muy feo manipular así la base de datos. Mackenzie casi tiene un infarto. Fuma mucho, ya lo sabes.

Neil escupió sangre y se rio.

Sosteniendo su Glock, Sam dio una palmada y contempló su obra.

—Tanta dominación me pone cachonda —dijo con un suspiro.

Se quitó la americana y empezó a desabotonarse la blusa. Thomas empezó a jadear, como si cada pieza de ropa que desaparecía de su imagen borrosa fuera a dar contra él. Los oídos le zumbaban por lo que iba a suceder.

Thomas sentía cómo le latía la sangre en la cara, las lágrimas se le amontonaban en los ojos. No importaba las veces que parpadeara, no veía más que formas e insinuaciones. Ahora estaba sobre Neil, una mancha de piel blanca sosteniendo el borrón de la pistola.

—¿Qué me dices, doctor? —dijo con picardía—. ¿Te desconectaste muchas cosas?

—Las suficientes.

A juzgar por el movimiento de las extremidades, Thomas creyó que había seguido desnudándose.

—Tu mejor amigo tiene un cerebro a lo Frankenstein —le dijo a Thomas—. Ha estado retocando cosas, ¿verdad? Ya no siente miedo. Ni amor. Claro que sigue sintiendo dolor, es un mecanismo para la supervivencia demasiado importante. Pero me sorprendería que siguiera preocupándose por el dolor. Mackenzie me advirtió que los procedimientos estándar seguramente no serían efectivos, que tenía que ser creativa. «Prueba los ojos o las pelotas» —dijo—. Algunos reflejos deben seguir intactos.

Thomas sintió cómo sus extremidades tiraban y se retorcían contra la cinta, que parecía apretar más.

«¡Piensa-piensa-piensa-piensa!». Todo era una programación adaptativa, se dijo, la programación fijada por millones de años de evolución, y esa programación estaba moldeada por toda una vida de hacer frente a las circunstancias ambientales y sociales. Estaba fuera de lugar, atrapado en circunstancias que su cerebro no podía procesar. Durante toda su vida, todo el mundo había hecho lo que tenía que hacer. Más o menos.

Excepto Sam. Todo su circuito social le había sido amputado. Como Neil, trabajaba en un submundo aparte, un lugar ni descrito ni gobernado por las reglas que regían la relación cotidiana entre humanos. Y ahora estaba actuando deliberadamente contra todo lo esperable para inducir estrés, confusión, como castigo.

«¡Nada de esto significa nada! No importa».

—¿Sam? —dijo tosiendo y llorando. «Por favor, no…».

—Casi me olvidaba —dijo el borrón pálido—. Tú me quieres, ¿verdad? Oooooh… ¿Es lo que dijiste, verdad? «Te quiero, Sam».

Thomas tragó saliva, cerró los ojos. «¡No importa!».

—Por favor… no…

La voz de Sam pareció tensarse.

—Todas esas veces en que imaginaste a Nora follando… como un cuchillo en el corazón, ¿verdad? Ahora verás cómo es. Vas a ver a tu mejor amigo follándose a alguien a quien quieres… Piensa en ello como una terapia.

Suspiros trabajosos. Saliva babeando entre los labios. Thomas abrió los ojos, pero sólo percibía el ardor de la carne, un manojo de sombras vibrando al ritmo de la baba.

—¡Qué puta gozada! —dijo ella—. Todas las energías liberadas, ¡todos los límites rotos! ¿Es muy salvaje? Recuerdo cómo era yo. Es decir, la idea de hacer algo así… ¡habría tenido un infarto!

Neil jadeó en su repentino silencio.

—¡Pero ahora! ¡Qué jodido subidón! ¡Estoy empapada!

Su forma se separó de la sombra de Neil. Estaba de pie.

—Todo sirve —dijo la mancha blanca y rosa—. ¿No lo ves, profesor? Aquí, ahora… todo.

Thomas empezó a agitarse.

—Esto es una estupidez, Jess —dijo Neil—. ¿Qué crees…?

La culata negra se agitó contra el perfil de Neil. Un disparo, tan ruidoso que saltó un trozo de yeso.

«Dios-mío-dios-mío-dios-mío».

—¿Neil? —se oyó decir Thomas.

—Mira esto —dijo Sam, como si fuera una niña de siete años subida a una bicicleta. Su forma se movió, como nieve que se derramaba, convergiendo con la sombra más oscura de Neil—. Mira profesor. Mira… Ahí voy… es tan bueno. ¿Lo ves, profesor? Imagínate a Nora… ¡Imagínatela!

—Por favor —dijo él.

—¡Qué salvaje! —susurró ella—. Oh, Dios —una carcajada—, voy a correrme. Mírame, profesor. Mírame, aaaaaaah.

La sangre que manaba por Thomas se había convertido en un ácido. Sus ojos gritaban, pero no podía apartarlos del juego de luces y sombras que se mecían ante él. Sam gritó, una voz primaria para oídos primarios, después todo quedó en silencio, salvo por el revoloteo de unos párpados angustiados.

—Ha sido increíble —dijo ella entre jadeos—. Joder. ¿Lo has visto? Aún es un animal follando… ¡No me sorprende que Nora nunca tuviera bastante! —Por un momento a Thomas le pareció vislumbrarla, mirando hacia arriba, buscando el techo con los ojos—. Oh, sí, ahí viene otro. ¿Cuántas veces decía tu mujer que se corría? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Qué dices, profesor? ¿Quieres verme descargar otra vez?

—No.

Risas.

—¡Claro que sí! Veo tu erección desde aquí. Los hombres estáis hechos para esto. Sexo y violencia. Fluido y penetración. Horror contra fantasía, ¡y gana la fantasía! Cielos, hasta Gerard tenía una puta erección…

Otro disparo.

Más sangre que no pudo apartar, acumulándose en las cuencas de los ojos. Poco más que un borrón de color excesivo, Sam y Neil empezaron a mecerse de nuevo. La silla crujió.

—Qué salvaje… —oyó que murmuraba ella—. ¡Qué calentón! No me extraña que tantos hombres sean violadores… —Aunque no podía verla, se convirtió en Cynthia Powski lamiéndose el labio inferior—. Pero no es lo mismo, ¿verdad? Si yo fuera un hombre y vosotras tías, sería más, ¿verdad? El morbo sería aún mayor…

Un óvalo apareció entre las brumas, y supo que ella lo estaba mirando con la mirada vacía, letárgica.

—Quizá —dijo ella con un susurro— cuando empiece con los cuchillos…

Eran como sombras tras el velo de una viuda… Respiraciones, un contraste, lo masculino y lo femenino, resollando entre el crujido de la madera.

—A pesar de todo —dijo ella entre jadeos— es increíble… —Su voz estaba drogada de placer, sus palabras se atropellaban entre respiraciones compulsivas—. Quiero decir… Era… bueno, no una mojigata, pero… sí, como todo el mundo. Cosas así… como el asesinato y follar, me ponían los pelos de punta. Me sentía tan culpable que no podía pasar junto a un puto vagabundo sin buscar en mi monedero. No… no estaba hecha para este trabajo. Y yo lo quería. Lo deseaba. Ser una agente. Una Lara Croft del mundo real… ¡Quería ser fuerte!

El sonido de la madera quejándose bajo los dos cuerpos en movimiento, el aire soplando entre labios flácidos.

—Recuerdo… fue lo más raro del mundo. Después de la operación… me desperté… y de repente no me importaba. Era como si siempre me hubiera acobardado… toda mi vida acobardándome… encogiéndome como un perro apaleado, y entonces… podía respirar hondo, ¿sabes? Como… esos primeros días de primavera… o esa primera raya de coca. Y me di cuenta: la gente… La gente era mi problema. Me acostaba preocupándome por la gente… iba a trabajar preocupándome por la gente, ¡hasta me preocupaba en la puta ducha! Pensaba… ¿Por qué he dicho eso? O… ¿por qué esa hija de puta me ha mirado así? O… ¿Y si Tom le dice a Dick… que me follé a Harry? Acobardada. Retorciéndome las manos. Con la respiración entrecortada. Preocupada, preocupada, preocupada… Pero ahora… mmm Ahora todo es… —Líneas pálidas se bamboleaban entre las sombras, y gritó—: ¿Qué puedo decir? —siguió hablando, parecía como si quisiera recuperar su propia baba—. Todo sirve, profesor… todo.

Thomas no podía ver más que dolor, el mordisco de la sangre, su frente cayéndole sobre sus mejillas, los ojos como un mármol aceitoso. Sin embargo, era como si una gran mano apretara su cara hacia atrás y a un lado, su sien contra la pared, lejos del horror que sus oídos podían distinguir claramente. Sam. Sam.

El crujido se interrumpió.

—¿Ya te viene, doctor? —dijo susurrando, con una voz que tenía la ternura de una madre—. ¿Por qué es… todos parecéis tan… tan adorables justo antes?

Un débil sonido, como una palmada, implacable entre el coro de tres humanos respirando.

—Hay una manera… de conseguirlo… ya sabes. Dime… sólo dime… dónde escondiste los datos…

Su voz se había convertido en un hilo tembloroso.

—Sólo… dime…

De nuevo, Thomas estaba parpadeando, tratando de ver a través de la oscura sangre.

—Nunca —gruñó Neil.

Otro disparo. Un raro sonido emergió del pecho de Thomas. ¿Un grito? Inmediatamente, el sonido de una bofetada, fofo, húmedo.

—¿Estás…? —murmuró Sam—, ¿estás seguro?

—¿Creías que…? —respondió Neil, la voz como ida—. ¿Creías que follando conmigo lo conseguirías? —lo dijo entre sorbos de baba.

Las cachetadas cesaron. Unos jadeos llenaron el silencio.

—Mackenzie… —dijo Sam casi boqueando como un atleta tras un largo esfuerzo—. Fue idea de Mackenzie. Arriesgaste demasiado follándote a la mujer del profesor… Creía que todos los retoques podrían haber dejado tus funciones ejecutivas vulnerables a los estímulos sexuales… Así que pensé, qué coño… —Se rio al decir eso y el ruido de palmas se reinició, el tempo más furioso—. Pero, mmm, no tenía ni idea de que sería tan delicioso.

Thomas miró pero no vio nada.

—Te has condenado —gruñó Neil—. ¿Te das cuenta? Todos los neurópatas que tienen una conducta sexual violenta se vuelven seriales. Caen en un bucle obsesivo. Cuando empiezan, ya nunca tienen bastante.

—¿Umbral de compensación? —preguntó Sam.

—Exactamente. Una vez sube el volumen, no puede bajar.

—A la mierda…

Un ruido seco de madera procedente de la silla. El suelo volvió a crujir bajo aquellas extrañas formas, blancas para la piel femenina, azul oscuro para la ropa y las sombras, todo con filamentos de luz reflejada.

—Mira… —oyó Thomas que decía Sam en un susurro concentrado—. Voy a… dispararle… cuando se corra… Voy a montarlo… a llevarlo al otro lado…

Thomas se había quedado inmóvil. Parecía que un ligero manto de nieve lo cubriera, una acumulación silenciosa. Muy clara.

«Sam —pensó—. Frankie».

Con los dedos entumecidos a su espalda, se puso a manosear su americana.

—De modo que todo era una farsa —dijo débilmente—. Todo.

—Mira… —gimió Sam—. Dura como el acero… Qué puto subidón… aquí… aquí… ¡ah!

La sangre había dejado de manar, se había convertido en una corteza pegajosa alrededor de sus todavía ardientes ojos. Y al fin Thomas pudo ver, verla arquear su espalda, ver sus espasmos silenciosos, verla arrojándose hacia delante, arrastrar el cañón de su Glock por la mejilla de Neil.

—Dios… —jadeó. Su pecho se hinchaba. Líneas y formas de luz blanca refulgían en su espalda sudorosa—. ¿Qué es esto? ¿El poder? —Echó la cabeza hacia atrás con una larga y floja sonrisa—. Mirad, chicos, vais a morir, a desangraros, ¡y lo único que yo quiero es follar y follar!

—Te lo he dicho, Jess —dijo Neil, sin aliento—. Cuando hayas hecho esto, no habrá vuelta atrás…

Otro disparo, esta vez en la cara gris de Gerard. Se dobló por donde entró la bala, pero no sangró.

—¿Qué es? —gritó Sam—. ¿Qué lo hace tan… tan…?

Thomas se quedó mirando el borroso y desmadejado horror que tenía ante sí. La piel que amaba. Las extremidades que amaba. Un cuerpo que había reverenciado, frotándose contra el pulso de otro hombre.

—De modo que todo era una farsa —repitió con voz inexpresiva—. Una forma de embaucarme para que te encontrara a Neil.

Había recuperado el control. Ahora sólo había una pregunta.

—Por supuesto que sí —dijo Sam, recostándose contra el pecho de Neil debido a la fatiga postcoital—. ¿Qué? ¿Todavía tenías la esperanza de que te quisiera? ¿Que podrías despertar una pequeña chispa de pasión en mí? —Se rio y bajó la mirada hacia sí misma, como si estuviera sopesando las cosas—. ¿Hablabas en serio?

—Hablaba de Frankie.

Su mirada se volvió evaluadora. Utilizó la camisa de Neil para limpiarse los dedos, del nudillo a la uña, como si fuera una servilleta a la hora de la cena.

—Ah, eso. ¿Inteligente, eh? Tenía que motivarte, profesor. Eras un puto peso muerto. Tenía que darte una motivación rápida ¿Qué quieres que diga? Me gustaría decir que fue cosa mía, pero el protegido del doctor, Mackenzie, fue el que llevó la iniciativa en eso. El viejo perro te caló bien, ¿eh? Por el amor de Dios, ¡los alaridos del niño hacían que hasta a mí se me pusiera la carne de gallina!

Le pareció poder verlo. Una figura de negro, ágil, sin miedo, deslizándose sigilosamente por el modesto escenario del jardín de una casa. Las garras de Bart rasgando la madera mientras caminaba tranquilamente hacia el olor familiar. Después levantó la mirada, con la lengua colgando, hacia el estallido silenciado del cañón. Y allí estaba ella, una trampa para los ojos, una criatura diabólica, mirando al padre dormido en el suelo, riéndose de la patética sensación de valentía que él debía de sentir vigilando a sus hijos, a su hijo. Sólo otro ignorante acurrucado en el último círculo de sus posesiones, cosas valoradas una hora antes de sumirse en la neblina de la vergüenza por lo que había ocurrido. Sólo otro padre lleno de fanfarronadas, ciego a los planes que otros habían trazado en su casa.

Parecía poder verla: Sam, arrodillada ante el resplandor naranja de la tienda de los niños.

—¿Mackenzie manipuló a Frankie? —preguntó Neil de manera cortante.

El primer disparo le cruzó limpiamente el cuello. Sam aún pudo darse la vuelta y mirar a Thomas con el asombro reflejado en sus ojos como platos. El revólver de Mia se agitaba en sus manos retorcidas. Alzó su Glock con rigidez. El segundo disparo le dio en el lado izquierdo de la nariz y la derribó sobre Neil, y después al suelo. Cayó como una maleta. Su cuerpo desnudo se convulsionó unos segundos y después se quedó muy quieto.

Thomas se había dado la vuelta para apuntar con sus manos esposadas. Sentía un cosquilleo en la mano derecha, como si hubiera estado apretando una pelota de golf o un clavo.

Thomas jadeó y tosió. Escupió sangre y baba.

—No todo —gruñó—, no todo sirve.

Un agudo coro de ranas se oía a través de las ventanas. El contrapunto era el chirrido de los grillos en la reseca hierba. Dos mosquitos bailaban como pelusa de dientes de león en la luz amarilla.

La pistola golpeó como un martillo la madera del suelo.

Lentamente, con mucho cuidado, Thomas se puso en pie. Después de llegar a saltos a la cocina y liberarse con un cuchillo para la carne, regresó, recogió las pistolas y liberó con cuidado a Neil. Empuñó la Glock de Sam todo el tiempo. Neil lo miró con cara expectante. Ninguno de los dos dijo nada. Respirar era suficientemente elocuente.

Una vez libre, Neil se puso en pie y se frotó las muñecas. Thomas vio que lo miraba a los ojos, aunque no sabía por qué lo estaba haciendo. Desconcertado por el inexpresivo candor de su mirada, bajó los ojos hacia Sam. Despatarrada como una muñeca. Largas manchas de sangre se filtraban por las ranuras del suelo de madera, brillando como sirope de cereza. Su cara estaba empezando a hincharse.

¿Podía ser ella? Parecía imposible. Una vez más, su aspecto no tenía nada que ver con lo que él sabía. Una vez más ella había ido más allá de sus expectativas.

Thomas empezó a agitarse tan violentamente que cayó dando tumbos en una silla acolchada. Se le tensó el rostro, como si lo tuviera sujeto con gomas elásticas. A cada gemido, algo parecía partirse en su interior.

—Yo… yo… —trató de decir entre jadeos.

—Tranquilo, profesor Biblia.

Thomas levantó la mirada, sin comprender.

—¿Frankie? —dijo entre dientes.

—Es mío —respondió Neil.

—Y Rip… Rip…

—¿Ripley? Toda tuya.

Thomas pudo oírlos: «¡Pero papááááááá!».

—Pero, pero… —Se le escapó un lamento agudo. Escupió entre los dientes apretados.

—Todavía eres el padre de Frankie —dijo Neil—. Lo sé.

Thomas levantó la Glock de Sam y apuntó a la imponente y amenazante mancha que era su amigo.

—Suéltala, profesor Biblia. Me necesitas. Me necesitas porque Frankie me necesita.

—¿Nora? —dijo Thomas, dándole el arma—. ¿Te lo dijo?

Neil pareció impertérrito, terriblemente impertérrito.

—Les hizo pruebas a los niños. Pero dijo que lo sabía desde el principio.

Por alguna razón, esa explicación tranquilizó a Thomas. Se quedó mirando a su mejor amigo, incapaz de reconocerlo, aunque podía dibujar de memoria su cara. ¿Quién era ese hombre, ese monstruo, ese amigo al que conocía mejor que a sí mismo?

—Toda mi vida… —Se detuvo, sintiéndose extrañamente vacío. Demasiado trauma. Las murallas habían sido derribadas. No sentía nada—. Toda mi vida ha sido una mentira.

—Ahora estás empezando a ver —respondió Neil.

La desolación como revelación. ¿Se trataba de eso? Mortificación, no del cuerpo, sino del alma.

—No me odias, ¿verdad?

Neil se lo quedó mirando sin parpadear, sus ojos negrísimos a la luz lóbrega.

—No. Nunca. Ni cuando todavía podía.

—¿Entonces todo esto tiene que ver con la Discusión?

—Todo tiene que ver con la Discusión, profesor Biblia. Todo.

Neil pareció un personaje bíblico en el silencio que siguió, los rasgos afilados, como una estatua. El hombre que había ido más allá de la gente que vivía entumecida hacía un llamamiento a que fuera consciente de ello. Parecía imposible que los crímenes que Thomas había visto pudieran ser obra de su mano. Imposible e inevitable. Neil siempre había hecho eso. Saltarse las reglas apelando a la más estricta moralidad, arrasando con todo como si fueran telarañas.

—¿Y ahora qué? —preguntó Thomas.

—Ahora vamos a salvar a Frankie.

—Creía que ya nada te importaba. ¿Por qué iba a preocuparte Frankie?

—Porque es mi hijo.

—¿Y eso significa algo para ti?

Neil le dedicó una extraña mirada.

—¿Por qué crees que el sexo proporciona tanto placer? Es el modo en que nos conectamos con el futuro, profesor Biblia. Todo ese calor. Todos esos fluidos. ¿Crees que nuestros genes replican por arte de magia dos mil millones de años de información? El sexo es supervivencia, tío. Qué eres, quién eres, es el producto de un millón de millones de polvos. Somos máquinas de follar.

—¿Qué tiene eso que ver con mi hijo?

Neil se encogió de hombros.

—Me conecté con Frankie cuando dejé embarazada a Nora. Frankie es mi futuro y yo soy su pasado… ¡mil millones de años de datos! Mi cerebro está programado para cerciorarme de que sobrevive.

Esa frase, «dejar embarazada a Nora», fue como un puñetazo en la barriga.

—¿Eso es una razón? —exclamó Thomas.

—Todavía no lo entiendes, ¿verdad? No hay razones, profesor Biblia.

Thomas tuvo ganas de escupir.

—Sólo causas.

Neil sonrió como siempre lo hacía cuando las mujeres le hacían proposiciones: como si se hubiera confirmado una verdad evidente. Se encaminó hacia el escritorio y tendió el brazo para coger la automática de Gerard. Thomas trató de gritar, pero tosió. Alzó la Glock de Sam. Pareció oscilar en su mano.

Neil se detuvo y se volvió hacia su viejo amigo.

—Vas a ayudarme a salvar a mi hijo —dijo Thomas, tenso. La frase sonó como un llanto, un ruego.

Neil parpadeó.

—No. Voy a ayudar a salvar a mi hijo. —Cogió la pistola y se la metió en el cinturón.

Desde Princeton, así evitaba Neil las confrontaciones: simulando que no existían. Se situaba como objeto de la condenación de los demás y actuaba como si la cosa no fuera con él. «La gente es alérgica al conflicto —decía—. Yo sólo les reto a estornudar». Jugaba en su favor con los márgenes del miedo y la vergüenza. Eso era un síntoma de psicopatía, ¿no?

Thomas pensó en Cynthia Powski masturbándose con cristales rotos.

«¿Qué estoy haciendo? ¡No puedo confiar en él! Ni siquiera…».

—Tenemos que ponernos en marcha —dijo Neil de pronto—. Probablemente ya los tengamos encima.

Thomas negó con la cabeza.

—Nadie más sabe que estás aquí. Los he engañado —dijo, señalando los dos cuerpos en el suelo—. Sabía que no podía confiar en que no te mataran, así que los engañé.

—¿Tú me encontraste?

—Sólo porque tú querías que lo hiciera.

—¿De qué estás hablando?

—Marcaste este lugar en mi póster… Del mismo modo en que pusiste la dirección web en la lámpara.

—¿Póster? ¿Te refieres a esa imagen por satélite de la Tierra?

—Sí. Señalaste Climax con una «X».

Neil negó con la cabeza.

—No fui yo.

—Ya —dijo Thomas, escéptico. Por un segundo pareció que eran solo versiones más viejas de ellos mismos, fascinándose y discrepando al igual que siempre.

—Tú marcaste esa «X». ¿No te acuerdas? En el dormitorio, hace años. Teníamos a esas dos tías… ¿cómo se llamaban? Sandra y Gunny o Jenny o algo…

—Jenny —dijo Thomas.

—¿Te acuerdas? No parabas de repetir que el «mundo es tu coño» o algo así.

Thomas lo miró con una expresión neutra.

—¿Te acuerdas? —repitió Neil.

Sí. Todo era una patraña. Cada centímetro de su vida.

Hasta sus revelaciones.

Durante un rato, lo único que Thomas pudo hacer fue quedarse sentado y apuntar con la pistola. Cuando Neil desapareció en otra habitación, se limitó a seguir sentado y parpadear, apuntando con la pistola al metal y al linóleo que había al otro lado del marco de la puerta, esperando a que Neil regresara. A veces traía sacos, otras, cajas de aluminio; Thomas miraba asombrado cómo lo seguía el cañón, sin sentir la amenaza que eso implicaba, aunque su mente no dejaba de hacer conexiones.

Neil se limitó a recitar instrucciones. Los equipos tácticos no tardarían en llegar, tanto si Jessica —insistía en llamar así a Sam— los había alertado como si no. Más pronto o más tarde, dirigirían un satélite a las coordenadas del GPS de su coche, sólo para ver qué pasaba. Los dos tenían que escabullirse antes de que los encontraran. Del mismo modo en que los hombres habían desarrollado una preferencia por las mujeres jóvenes por su mayor expectativa de reproducción, los equipos tácticos se sentían atraídos por idiotas indecisos por su mayor tardanza en actuar. Era el momento de organizar, de marcar pautas.

Al parecer, Thomas estaba siendo un idiota indeciso.

Un peso muerto.

—¿Qué estás tomando? —preguntó Neil de sopetón.

—Lorazepram —dijo Thomas dócilmente.

Su mejor amigo buscó en uno de los sacos, sacó un frasco de pastillas del color de la cerveza y se lo apretó contra el pecho. Le cayó en el regazo.

—Un neuroléptico —explicó Neil—. Experimental. Considéralo un peptobismol para el cerebro.

—T-tengo… —dijo Thomas—. Tengo que aclararme.

Aún tenía la pistola apuntándolo.

—Exactamente. Tienes que conducir hasta Nueva York y coger a Frankie. Tienes que traerlo aquí cuanto antes.

—¿Esta noche? —preguntó Thomas, casi abrumado por un extraño mareo. Le pesaban las extremidades, le pesaban como a alguien que se está ahogando.

«Estrés por incidente crítico. Tengo que… que…».

—Escúchame, profesor Biblia. Esa gente es lista, se imaginarán lo que ha pasado enseguida. Ahora mismo, nuestra única ventaja es su desorientación. Pero en lo que hay que pensar es en Frankie. Conoces la teoría. Las neuronas que se conectan entre sí forman circuitos nuevos. Mientras hablamos, el implante de realimentación afectiva de Mackenzie está trazando vías más y más profundas en su cerebro. Tenemos que sacarlo ya.

Y Sam estaba allí, fría y desnuda e inmóvil en el suelo. Reflejos de paredes y muebles brillaban en su sangre. Las vidas, pensó, eran parcelas valladas a los demás. Y Neil estaba echando abajo esas vallas. ¿Quién podía decir dónde pararía?

—Pero estás loco —dijo Thomas.

—Sabes que no es cierto —respondió Neil encogiéndose de hombros—. Sólo lo dices porque tu cordura te resulta insoportable.

«Aprieta el gatillo. Jesús-jesús aprieta el PUTO GATILLO…».

Bajó la pistola.