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30 de agosto, 8:55

Parecía la primera vez que dormía en años, incluso décadas. El sol matinal se reflejaba en las sábanas. Al principio se limitó a respirar, parpadeando y contemplando los juegos de la luz en el techo del dormitorio. Supo, por el lío de sábanas frías que había a su lado, que Sam ya se había levantado. Imágenes de un anuncio de Toyota que había visto en algún lugar —uno de los muchos contra la Nueva Ley de Responsabilidad Ambiental— lo acosaron mientras dormitaba. Cuando cerró los ojos, vio una flota de vehículos avanzando sobre una gran glaciar con grietas. «Porque el mañana —decía la voz en off— es el destino más importante de todos…». Entonces recordó a Frankie. Cuando apartó las sábanas, estaba temblando.

Se tomó otro lorazepram antes de meterse en la ducha. Cuando se hubo vestido, sintió la calma inducida por el fármaco recorriendo su interior, reduciendo el horror a una vaga incertidumbre, de esas que hacen que uno se compruebe los bolsillos constantemente para ver si lleva las llaves.

Thomas siempre era de los que perdían cosas en sus propios bolsillos y ponía toda la casa patas arriba para encontrarlas. Le costaba recordar.

Sam estaba sentada en la mesa de la cocina leyendo el periódico a la luz color limón de la mañana. Aunque vestida con su mejor indumentaria FBI —falda y chaqueta color carbón—, todavía tenía ese aspecto fresco de recién salida de la ducha. Su cabello se volvía rubio en las puntas a medida que se secaba.

—¿Yyyyy? —preguntó ella con una sonrisa inquieta. Iluminada desde atrás, la página que sostenía proyectaba una sombra gigante e invertida de un 0,9%.

—Me olvidé de Ripley —gruñó él mientras se encaminaba a la cafetera.

La expresión de Sam confirmó que se refería a su discusión de la tarde anterior. Estaba buscando, supuso Thomas, un destello o algo. Determinación o resolución.

No quería seguir siendo un peso muerto.

—Estoy segura de que a Mia no le importa —dijo mientras él se servía café.

—No es Mia quien me preocupa —respondió él, tratando de eliminar la acusación de su tono—. Lo último que necesita Ripley es que la dejen plantada… —Su garganta pareció sentir un espasmo al decir esa palabra—. Plantada —repitió como un idiota.

El timbre interrumpió su suspiro.

Mia, sin duda.

—Mi medicina —susurró Thomas, dejando su café. Pero oyó que el pomo giraba antes de dar el segundo paso. Mia nunca trataba de abrir la puerta. Nunca. Se detuvo mirando a Sam, alarmado. El crujido de la llave casi era atronador.

—¿Tiene él…? —fue todo lo que Sam pudo decir antes de que la puerta se abriera. Thomas no tenía que preguntarle a quién se refería por «él». La puerta se abrió dando paso a una pálida franja de luz solar, y por un enloquecido instante la sombra que reveló fue el hombre que lo perseguía en todos sus pensamientos desde esa enloquecida mañana de hacía sólo unas semanas.

Neil…

Hasta que se convirtió en Nora, buscando en su bolso al mismo tiempo que entraba en la sala de estar. Soltó un jadeo sorprendido cuando vio a Sam.

—Tommy —dijo, tragando saliva, bajando la mano sobre su esternón. Después de una pausa, añadió—: Agente Logan.

—¿Qué haces aquí, Nora? —preguntó Thomas.

Se produjo un largo, intenso silencio. Aquello era malo, pensó Thomas, quizá incluso catastrófico. Sam podía perder el trabajo.

«Nos va a joder», pensó. Eso era lo que hacía Nora. Incluso cuando su matrimonio iba bien, él solía decir en broma que si Nora fuera una potencia nuclear, el mundo habría sido destruido a principios de los años veinte. Si le daban a su mujer un látigo ella sabría utilizarlo.

Nora se rio nerviosamente.

—Estoy aquí para recoger a Ripley… Para que podamos llevarla a ver a Frankie juntos, como dijimos… —Parpadeó, se llevó un dedo a su ojo izquierdo—. ¿Te acuerdas?

Se acordaba… ahora. Ripley tenía que visitar a su hermano antes de que sus imaginaciones más salvajes se asentaran. Siempre había sido una chica maravillosamente escéptica, incluso antes de su divorcio. Habían pensado que si la llevaban a verlo juntos, podrían amortiguar un tanto el golpe. En ese momento, Thomas no tenía la menor idea de por qué había creído que serviría de algo. Quizá anhelaba la ilusión de que algo se había reparado —mamá y papá juntos— podría compensar la realidad de un hermano desquiciado.

—¿Tommy? —preguntó Nora.

—Lo siento, Nora. Me había olvidado. —Se aclaró la garganta—. Rip está en casa de Mia.

—Ya. —Miró directamente a Sam—. Estabas muy ocupado, supongo.

—No es lo que crees, Nora.

Nora se rio de esa manera cáustica que siempre le hacía cerrar los puños.

—Qué alivio —dijo ella—. Pensaba que habías dejado a Ripley en casa de Mia para poder follarte a la encantadora agente Logan.

Silencio mortal. Thomas miró a Sam y dio gracias a Dios porque ella estuviera mirando el suelo.

—Tú decides qué vas hacer, Nora.

—Ya sé que decido yo —espetó ella—. Y no sé qué hacer primero. Llamar a la agente Atta y decirle que una de sus subordinadas se está follando al padre de una de las víctimas. —Sonrió con una malicia alegre—. O escupirte a la cara.

El remordimiento lo golpeó antes de que abriera la boca.

—Eso es lo que haces siempre. Empeorar las cosas.

Las dudas de Nora le dijeron que había triunfado, que había dado en el blanco, aunque era lo último que quería hacer. Nora tenía su buen puñado de miedos que la minaban. En el matrimonio lo compartías todo, incluso las llaves del armario de las armas.

—Si fuera cierto —dijo Nora en un tono inexpresivo— le habría dicho a ella —miró decididamente a Sam— que la semana pasada tú y yo follamos.

Las dos mujeres se miraron a los ojos. Fuera pasó un camión. El rugido se introdujo por la puerta abierta, un traqueteo de viejos cilindros y ejes, después se alejó.

Todavía sentada, Sam siguió inmóvil, con la expresión inescrutable, salvo por la mirada de concentración. Nora soltó una risotada, como si la incomodara que Sam se negara a contraatacar.

—Nora… —intentó una vez más Thomas.

—¿Hooooola? —gritó una voz masculina desde el porche. ¿Mia?

—¡Mamá! —gritó Ripley. Su falda revoloteaba mientras cruzaba la puerta corriendo. Voló hasta Nora y se enroscó en su cintura—. ¡Mia me ha dejado ver Alien! ¿Es cierto que me pusiste Ripley por ella, mamá? ¿Por la protagonista? ¿Sí?

Mia la siguió tras llamar a la puerta ceremonialmente, con unos pantalones cortados y una pequeña camiseta naranja.

—Ooooh —dijo en su mejor tono gay de Alabama—, ¿qué tenemos aquí, una fiesta? —Después se volvió para ver a Thomas y Sam en la cocina—. Oh…

Nora se desmoronó en brazos de su hija. Haciendo una mueca, trató de soltarse del abrazo de Ripley. Un sollozo la estremeció, después otro.

—P-perdona, cariño —dijo entre jadeos mientras se soltaba de los brazos de Ripley—. Mamá no puede… no puede…

Salió corriendo por la puerta.

Thomas se quedó boquiabierto. En alguna parte, parecía, podía sentir el arrepentimiento, como una náusea que le iba de los dedos de las manos a los de los pies. Pero la mayor parte de él permaneció distante, como si fuera parte de un público que hacía de protagonista.

El control era bueno.

—Hola, Sam —dijo Mia, desolado. Saludó con la mano con los nervios de una niña de catorce años.

Sin saludarlo, Sam se puso en pie, se encaminó a la ventana y apartó las cortinas para ver mejor el exterior. Thomas se dio cuenta de que estaba mirando a Nora. A través de la gasa, vislumbró cómo la sombra de ella desaparecía en la sombra de su Nissan.

—¿Se pondrá bien? —le preguntó Sam a Thomas.

—Ah, joder —dijo Mia, yendo hacia la puerta abierta. Por alguna razón, a Thomas le faltó resolución para apartar las cortinas de algodón. Contempló la sombra grácil de su vecino cruzando el césped en dirección al coche de Nora. Se produjo un estallido de voces chillonas cuando la forma de Mia llegó al coche. Después el Nissan, con más gas del necesario, arrancó. Su Vecino Número Uno agitó los brazos, exasperado, después se volvió a la casa rascándose la cabeza. Tras un momento de duda, se encaminó hacia la valla y se convirtió en una figura más fantasmal a cada paso que daba.

—Ah, joder —repitió Ripley con una vocecita. Estaba sentada en el felpudo de la entrada, con las piernas echadas a un lado, los ojos abiertos de par en par y vacíos.

—No dirá nada —se oyó decir Thomas.

La agente Logan se dio la vuelta, parpadeando, con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Cómo puedo ser tan idiota? —murmuró.

De repente, el control no estaba en ninguna parte.

—¿Qué le pasa a mamá? —preguntó Ripley, no como una niña, sino como un adulto, con todas las entonaciones cínicas de «pasar».

—Sam… ¿estás bien?

Ella recogió sus cosas rápidamente, con las manos temblorosas. Se esforzó para no mirarlo a los ojos.

Thomas tendió el brazo para poner una palma contra la pared, trató como pudo de parecer tranquilo. De repente, su sala de estar parecía el borde de un acantilado.

—Deberíamos hablar, ¿no crees?

Ella sorbió por la nariz y se paró a buscar un pañuelo en su bolso. Hizo cuanto pudo para sonreír a Ripley mientras se ponía sus zapatos de tacón.

—Sam… por favor…

Se detuvo un instante, con la mirada gacha. El aura de brío artificial se disolvió. Cuando levantó la mirada, dos hilos plateados recorrían sus mejillas. Negó con la cabeza y sonrió de un modo raro, de disculpa, que a Thomas le pareció aterrador.

—Lo siento, profesor —dijo ella—. No puedo hacer esto. —Después estaba erguida, alisándose la chaqueta y la falda con las palmas de las manos—. Nunca he podido —dijo mientras salía por la puerta. Thomas oyó sus tacones golpeando el hormigón.

En lugar de mirar los ojos lastimeros de su padre, Ripley se quedó sentada con indiferencia bajo la oblonga luz del sol, cogiendo pelusa del felpudo.

—¿Qué le pasa a mamá? —volvió a preguntar Ripley, esta vez desde la seguridad que daba el brillo circense de la televisión. Había que reconocerle que había dejado pasar unos cuantos minutos antes de repetir la pregunta, al parecer tan satisfecha como él al ver las imágenes sin sonido de los disturbios.

Tanta vida desde tantos ángulos… Impresiones de un mundo a la deriva.

—Mamá echa de menos a Frankie, cariño —dijo Thomas, un tanto asombrado por poder decir el nombre de su hijo en voz alta. Al parecer, el control había vuelto.

—Pero Frankie sólo está durmiendo en el hospital. Has dicho que todavía no está muerto.

Thomas parpadeó.

Se arrodilló ante su hija.

—¿Y tú, Ripley? ¿Echas de menos a Frankie?

—No —dijo ella encogiéndose de hombros—. Normalmente tardo una semana o así en echar de menos a ese tonto… —Después se deshizo en lágrimas.

Thomas la cogió y la meció en sus brazos, susurrándole tranquilizadoras palabras de amor. Cuando finalmente dejó de llorar, se sentó con ella en el sillón reclinable un rato, sin decir nada. Pronto la tristeza se convirtió en aburrimiento y Ripley empezó a juguetear con el pulgar de su padre. Él la hizo reír simulando que era un animal que salía de la palma o se escondía en ella para refugiarse.

—Ven —dijo él al fin, levantándola en el aire mientras se ponía en pie—. ¿Quieres venir a mi despacho y pintar o algo?

—¿Tienes que trabajar? —preguntó ella.

—Sí —dijo—. Tengo que salvar a Frankie.

Al principio le pareció que simplemente se había despertado con la revelación. Pero después se dio cuenta de que se le había ocurrido hablando con Gyges el día anterior, sólo que había estado demasiado desconcertado para hallarle sentido. E incluso entonces, no estaba seguro de si podía considerarse una revelación.

Ripley se agitó en sus brazos como si fuera una cuerda sobre un estanque cuando entraron en el despacho. Corrió ante él para coger lápices y libros, y se tumbó boca abajo, en el suelo. Él se paró en la puerta y miró ausente el gran póster de la Tierra.

A Neil le encantaba. Se quedaba delante de él, de perfil, de modo que Florida colgaba como una obscena polla de duende de su cremallera, y gritaba: «¡Nora!, ¿has estado alguna vez en Disneylandia?». «Demasiadas veces», respondía ella.

Ja, joder, ja. ¿Cuántas veces se habían guiñado el ojo? Neil y Nora… Thomas se preguntó cuánto tiempo había estado reescribiendo su historia. Las vacas volarían antes de que terminara, lo sabía.

—Modo verbal —dijo, sentándose ante el ordenador—. Archivos de clase… Desde… sí, hace cinco años.

Columnas de iconos de ficheros se desplegaron en la pantalla. Thomas se los quedó mirando en busca de sospechosos potenciales.

—¡Diez años! —gritó Ripley con una risilla. Todo en la pantalla parpadeó y fue instantáneamente sustituido. Thomas le frunció el ceño a su hija. Ella jugaba, inocente, sonriendo a una mancha de rojo amapola.

—Pequeña zorra —dijo él entre dientes con una sonrisa. En la pantalla se abrió una ventana: REPETIR BÚSQUEDA—. Desde hace cinco años —dijo Thomas.

Estudió los iconos un momento. Tenía que ser en una de sus clases más grandes, decidió, las que él y sus colegas llamaban en broma «viveros», donde lo más importante era conseguir que los estudiantes de primer año hicieran la especialidad en psicología.

—Abrir Intro 104a de 2010 —dijo.

Apareció una lista de ficheros, cada uno con el nombre de un estudiante. Los recorrió con la mirada.

Nada.

—Abrir Intro 104b de 2011.

De nuevo estudió la lista. Cuando llevaba dos tercios, su corazón se detuvo en:

POWSKI, CYNTHIA 792-11-473

Había sido alumna suya.

Lo que significaba que estaba relacionado con todos ellos, con todas las víctimas de Neil.

En una ocasión había votado a Peter Halasz, en una ocasión había participado en una manifestación contra Theodoros Gyges, y en varias ocasiones había discutido con Nora sobre uno de los libros de Jackie Forrest. Supuso que no se le habían ocurrido esas relaciones por su vaguedad. Parecían azarosas. Sin significado.

Pero esa mañana se había dado cuenta. Quizá ése era el propósito. El propósito de Neil.

Sólo Cynthia Powski parecía indicar lo contrario.

—Mostrar Cynthia Powski.

Una versión juvenil e inocente de su cara se materializó en la pantalla. Aunque inmóvil, pareció inclinarse hacia atrás, con los ojos parpadeando, los labios curvándose…

Hizo retroceder la silla sobre sus ruedas y se puso las manos en la cabeza.

—¿Papá? —preguntó Ripley—. ¿Vendrá Sam esta noche?

A Ripley le gustaba Sam. Adoraba a cualquiera que la tratara como un pequeño adulto.

—No estoy seguro, cariño.

Un recuerdo, tan insustancial como una gasa en el agua, le sobrevino: una Cynthia más joven, que parecía recién salida del Medio Oeste, apoyada contra su escritorio, confesándole su confusión con el término Gestalt. Thomas recordó que había hecho una broma —algo inofensivo e inteligente, había pensado entonces— y que después lo había lamentado al instante. ¡Qué asustada pareció ella! Desconcertada y desesperada. Era fácil olvidar lo vulnerable que…

La mano del ratón le temblaba, pero Thomas se desplazó por el archivo, temeroso de descubrir lo que ahora creía que recordaba.

No lo había conseguido. Al parecer por la interrupción de sus notas, había dejado el curso sin borrarse, lo que probablemente significaba que había abandonado Columbia. Sólo una cara joven y ansiosa más en medio del rebaño.

Thomas le había fallado. Parpadeó, viendo cómo lamía una uña pintada de rojo.

¡No le sorprendía que aquella imagen le hubiera dado la lata con tanta e intensa regularidad! La conocía. La conocía sin saberlo.

Pero ¿qué significaba?

Con la excepción de Frankie, Neil había escogido a sus víctimas a partir de una azarosa e involuntaria relación con él. Había saqueado la vida de su mejor amigo en busca de gente cercana a él para alcanzar la fama. Un magnate de los negocios, un político, un telepredicador, una estrella del porno. No podía haber ninguna duda de que quería que esas relaciones no tuvieran significado, que fueran accidentales, como un pañuelo o un guante «olvidados accidentalmente» al visitar a un examante. Pero ¿por qué? ¿Era sólo parte de un mensaje más grande? ¿Una cruel ilustración del sinsentido de todas las relaciones?

Thomas se dio cuenta de que no. Había algo tórridamente personal en la naturaleza impersonal de esas relaciones. Algo pensado sólo para él. Estaba seguro de ello.

¿Qué buscaba Neil?

Obviamente quería un público; los secuestros de alto perfil y las dramáticas exhibiciones lo habían dejado claro desde el principio. También quería que Thomas sufriera, Frankie y Nora eran prueba de eso. Pero esa otra gente —Halasz, Gyges, Forrest y Powski— no significaban nada para Thomas. Ser testigo de su dolor lo había horrorizado, sin duda, pero no más de lo que garantizaban sus pequeños papeles en el guión de su vida. Eran todos desconocidos, a fin de cuentas, que no compartían, como diría Neil, «material genético familiar».

Thomas miró de soslayo a Ripley, tendida en el suelo, golpeándose el trasero con los talones, con la cabeza ladeada, concentrada, pintando.

Durante el más breve de los instantes, pareció una desconocida.

Horror. El control titubeó, como pintura arrugándose al calor de un fuego invisible. Se le puso la piel de gallina de temor.

«¿Tienes un brazo como el de Dios? —le había preguntado Neil aquella noche—. ¿Lo tienes?». Todo eso, se dio cuenta Thomas, todo lo que había sucedido, estaba dirigido directamente contra él. El FBI, los torpes intentos de publicidad, hasta la rutina del profeta del Apocalipsis Semántico no eran más que mentiras que Neil se había contado a sí mismo, mecanismos compensatorios que debían dar una apariencia racional y ocultar su verdadero motivo.

Odio. Odio psicópata. Neil quería que su mejor amigo sufriera. Nada más. Nada menos.

Thomas comprendió que había como para reír… después de atormentarse con la Discusión, después de albergar la gélida premonición de que Neil podía estar en lo cierto… Desde el principio la respuesta habría podido encontrarse en los apuntes de cualquier estudiante de psicología de primer año, o en cualquier obra literaria. Neil odiaba, y como cualquier hombre que odiaba, no quería nada más que ver destruido el objeto de su odio.

—¿Quién te odia? —preguntó Ripley, mirándolo con curiosidad.

Thomas se sobresaltó. ¿Había hablado en voz alta?

—Nadie, cariño —dijo—. Sólo hablaba para mí mismo.

Ninguno de ellos estaba seguro. Ni Ripley, ni Nora, ni siquiera Mia o Sam. Neil iba a por ellos.

«¿Tienes un brazo como el de Dios?».

«Concéntrate y piensa».

Neil no estaba interpretando a Kurtz ante Marlow, estaba interpretando a Dios ante Job. Estaba obsesionado. Por alguna razón Neil se había obsesionado con su mejor amigo. Había desarrollado, albergado y ocultado una fijación psicópata afectiva.

Thomas se cogió las manos, le temblaban.

El control había regresado. El mundo había recuperado su lugar fuera de la pecera.

Un viejo profesor suyo había sostenido que los psicólogos son los verdaderos pescadores de hombres. Grandes redes de expectativas, dijo, unían a los individuos en comunidades. Y cuando los individuos violaban esas expectativas, el psicólogo era llamado para echar más redes a su alrededor. En eso consistía el Manual de diagnósticos y estadísticas de enfermedades mentales, insistía, una forma de atrapar lo inesperado en lo esperable, de eliminar la amenaza de la sorpresa. Las infracciones se convertían en síntomas. Las abominaciones se convertían en evidencias clínicas.

—¡No hay forma de escapar! —gritaba a su clase—. Ese es el verdadero lema de toda la psicología.

No hay forma de escapar.

Por primera vez, Thomas comprendió de veras lo que aquel hombre quería decir. Por primera vez, comprendió de veras a Neil Cassidy. Neil era un acosador, poco más que un tarado en la escala de enfermedades psicológicas. Un simple obseso. Doméstico. Engañado. Muy organizado. Sin duda psicópata.

Había muchas formas de abrir esa nuez. Había un sinnúmero de puntos de vista interpretativos: el socio-cultural, el del aprendizaje, el humanista, el psicodinámico…

«Estúpido —pensó—. Estúpido. ¡Jodido estúpido!». ¿Cómo no se había dado cuenta?

Miró el cuadrado sin polvo en el que había estado su lámpara de escritorio de latón. Casi veía a Neil inclinándose sobre ella al escribir www.apocalipsissemantico.com en el cristal verde. Casi veía la sonrisa que desnudaba a las mujeres, torcida con un placer travieso. Neil gozaba sabiendo las cosas que los demás deberían saber, fueran rasgos de personalidad, profesiones, o mujeres. Nada le divertía más que la ironía. En la universidad, había convertido en un arte embaucar a los ya engañados por sus propias palabras. Thomas también había jugado, pero sólo a regañadientes. Ser testigo de un autoengaño era conocer a alguien mejor de lo que él se conocía a sí mismo. Y aunque en cierto sentido Thomas había convertido el juego en una profesión, le resultaba mucho más incómodo que reconfortante. Jugar con la ironía era jugar con las vulnerabilidades de los demás. Dado que todo el mundo, incluido Neil, era un yo y a la vez otro, jugar con las vulnerabilidades de los demás significaba jugar también con las propias vulnerabilidades. Y ésa era la cuestión. Neil desplegaba esos juegos, se dio cuenta Thomas, para cultivar una sensación de invulnerabilidad.

El mayor autoengaño de todos.

Thomas había tratado de decírselo en una ocasión, pero era parte de la peculiar ceguera de Neil creer que lo veía todo. Nunca había dejado de jugar, nunca había dejado de sonreír ante la inconsciencia de los demás, ante la verdad oculta allí mismo, donde cualquiera podía verla… en una sonrisa coqueta de una esposa, en el silencio avergonzado de un amigo…

Thomas se estremeció. Se volvió hacia la izquierda, hacia el maltrecho póster de un mundo igualmente arrasado. Un paisaje de agujeros y luz reflejada oscurecía las negras masas terrestres del satélite. Vislumbró una «X» dibujada con rotulador en un extremo en forma de dedo. ¿Cómo?

«Oh, Dios mío…».

—¿Ripley?

—¿Sí, papá?

—Recoge tus cosas, cariño.

Thomas apresuró a Ripley por la hierba. Corrieron hasta el porche de la casa de Mia y Thomas llamó fuerte a la puerta mosquitera.

—¡Mia! —gritó.

Ripley estaba asustada.

—¿Qué pasa, papá?

Thomas se puso la americana negra y gris que había cogido. El aire traía un frío seco y preotoñal.

—Cuando entremos, Rip, quiero que vayas a la parte trasera a mirar la tele, ¿de acuerdo?

—Pero si no hacen nada.

—Juega con su Juegosfera. O mira una película. Pide la película que quieras.

Ella alzó la mirada con los ojos entrecerrados, tan adorable que Thomas sintió que el control le flaqueaba un instante.

—¿Cualquier película?

—Cualquier película. Siempre y cuando no…

—Hola, hola —dijo Mia, poco más que una aparición tras la pantalla. Abrió la puerta y Ripley pasó corriendo a su lado.

—¡Pasa, por favor! —le gritó Mia. Se volvió hacia Thomas, perplejo y quizá un poco enfadado.

—Ya sé que no te he avisado, Mia, pero necesito que te la quedes un rato.

—Por supuesto. ¿Qué pasa?

—He sido un idiota. Un jodido idiota.

Mia lo miró con aprensión. Miró al otro lado de la calle.

—Pasa.

Thomas lo siguió como ido hasta la cocina. Los restos de una cena abstemia —una cazuela y dos platos, un cuenco de madera con restos de ensalada— se acumulaban sobre la encimera de cerámica.

—¿Un idiota?

Thomas se sentó en la maltrecha mesa antigua.

—Con Neil. He sido un idiota con Neil.

Mia hizo una mueca.

—Tenía la sensación de que ibas a decir eso. ¿Por qué?

—Todo este tiempo he estado juzgándolo todo por las apariencias. Interpretando las señales como él quería que las interpretara.

Mia se encogió de hombros.

—¿Y? Es un hombre que tiene un mensaje. Un psicópata que quiere proclamar sus ideas.

—No es tan sencillo como eso. La gente da una explicación racional a todo lo que hace. Cuanto más desviada es la conducta, más imaginativa es la explicación racional. Y casi siempre es una trola, como dijo Freud.

Thomas todavía no había conocido a un marxista sin ciertas nociones de psicoanálisis.

—¿Estás diciendo que lo que Neil dice no es exactamente lo que quiere decir?

—Eso es. La Discusión, la muerte del significado… ¡todo mierda! Nada más que la forma desquiciada y demente de Neil de ocultar sus verdaderos motivos.

—Sus verdaderos motivos…

—¡Sí! ¡Es tan sencillo, Mia! —Thomas se interrumpió, trató de recomponer su compostura, sus pensamientos—. Neil está «discutiendo» para negar su odio. El nihilismo es solamente una excusa, una forma de legitimar que quiere herirme.

—¿Odio? —Mia se pasó una mano por su cabeza casi rapada—. Pero ¿por qué te odia?

—Para reprimir su vergüenza.

—¿Y por qué está avergonzado?

—Porque está enamorado.

—¿Enamorado? ¿De quién?

—De mí.

Mia frunció el entrecejo, con un codo levantado y la mano todavía en la cabeza.

—¿Estás seguro?

—Sé cómo suena. Pero esos tres años que pasamos juntos en Princeton fueron muy intensos. Da miedo, al pensar en ello, la cantidad de niveles en los que conectamos. Yo llegué a quererlo como si fuera un hermano, pero Neil… llegó a quererme más, creo… Como un amante. —Se sorprendió inclinándose hacia adelante, como si quisiera coger a Mia por los hombros—. ¿No lo ves? Esa es la razón por la que sedujo a Nora. ¡Para vengarse y para demostrarse que no era necesaria ninguna venganza!

Mia lo miró con escepticismo, se pasó la mano por la mejilla cubierta de barba incipiente.

—No sé, Tommy…

—¿Qué quieres decir? —La respiración estridente que acompañó a estas palabras le hizo darse cuenta de lo desesperadamente que necesitaba estar en lo cierto.

—¿Neil? ¿Gay? —Mia negó con la cabeza—. No… nunca recibí una señal suya, y créeme, Bill y yo las buscamos casi siempre.

—Venga, Mia. Vosotros mismos siempre habláis de gente que come carne y pescado.

—Pero eso es lo que quiero decir: nunca hubo ninguna duda de si era hetero o gay, al menos para nosotros. —Mia se interrumpió y se encogió de hombros—. Podría ser una especie de homo súper sigiloso, supongo… —Se detuvo, se quedó mirando a Thomas—. Pero ¿qué tiene esto que ver con dejar a Ripley? ¿Por qué no llamas a Sam y le dices que has descubierto un nuevo motivo?

Thomas tragó saliva, juntó lo que parecía su último aliento.

—Creo que sé dónde está, Mia.

Mia se cogió al antiguo respaldo de una de sus sillas, como si quisiera mantener el equilibrio.

—¿Se lo has dicho a alguien?

Algo en esa pregunta le escoció.

—No, todavía no.

—Joder, Thomas. Joder, joder. Espera un momento. Un momento. Explícame cómo el hecho de que se la pongas dura a Neil se traduce en que sepas dónde está.

Thomas apoyó la frente en su mano derecha. Le contó a Mia que se había dado cuenta de la relación que mantenía con las víctimas de Neil, que había descubierto que Cynthia Powski había sido alumna suya.

—Todos ellos, Mia… Neil no sólo está secuestrando a gente medio famosa, sino que está secuestrando a gente medio famosa que ha tenido contacto accidental conmigo.

—Pero eso no tiene sentido.

—No, a menos que haya ido a por mí desde el principio.

Mia asintió, pero Thomas no supo si fue porque lo entendió o solamente para reconfortarlo. Sus ojos seguían escépticos.

—¿Por qué crees que sabes dónde está?

—Porque después de darme cuenta de esto, pensé en la dirección web que había escrito en la lámpara de mi despacho. Después pensé en mi mapa, la fotografía por satélite de Norteamérica que hay en mi despacho, pensé que a Neil le encantaba. Neil está jugando, pensé, riéndome para mí, bailando en la oscuridad, donde no puedo verlo. ¿No sería muy propio de él revelar el lugar en el que está ante mis narices, ante las narices del FBI? Así que miré el póster y ¿qué vi? Una pequeña «X» junto al Hudson, del mismo color que utilizó para escribir la dirección web. —Lo asaltó el miedo—. Increíble… joder.

—Tengo la piel de gallina. Esto es demasiado raro, Tommy.

Thomas se quedó con la mirada perdida durante un momento.

—Sí —dijo al fin.

Ambos se quedaron sentados en silencio.

—Esto es una locura —exclamó al fin Thomas, palmeándose la camisa y los bolsillos de los pantalones como si buscara las llaves.

—Tengo que llamar a Sam.

Mia lo miró con dureza.

—Espera, Tommy. Piénsalo.

—¿Qué tengo que pensar?

—Necesitas a Neil… para Frankie. Has dicho que Neil es el único que puede curarlo.

Thomas se rascó el pecho. Pensó en lo que Gyges había dicho el día anterior, en la higiene.

—Piénsalo —prosiguió Mia—. Sam es Sam, pero ¿qué hay de los demás? Si están tan deseosos de que no se sepa nada de Neil. ¿Crees que tienen planeado detenerlo?

—Pero tienen que hacerlo —dijo Thomas, parpadeando para retener las lágrimas. «Frankie…».

—¿Tienen que hacerlo?

Se miraron a los ojos.

Thomas apartó la mirada y la llevó a sus manos vacías.

—¿Pues qué coño se supone que debo hacer?

Mia miró frenéticamente por la cocina, como si buscara un utensilio que pudiera solucionar su problema.

—Tienes que hacerlo tú mismo —dijo con decisión, como si el asunto ya hubiera quedado cerrado. Antes de que Thomas pudiera protestar, su vecino se encaminó al otro extremo de la cocina y abrió la puerta del sótano. Sin una palabra, desapareció de la vista.

Thomas lo siguió por los escalones. Oyó que arrastraba cajas, pero no veía más que sombras en la luz amarilla y polvorienta de abajo.

—¡Aquí está! —gritó Mia, apareciendo en la base de la escalera. Tiró algo por el aire enrarecido. Thomas lo cogió a pesar de que tenía las manos como congeladas. Un rollo de cinta aislante.

—¿Qué es esto? ¿Es un arma de destrucción masiva?

—No, para inmovilizarlo. Tendrás que traerlo vivo, ¿no?

—¿Y? ¿Me deslizo tras él a hurtadillas y le ato con cinta? Es un asesino armado y peligroso, Mia, no un puto regalo de Navidad.

¿Estaba de veras pensando en esa locura?

«Frankie…». Gritando y gritando.

—Espera —dijo Mia desapareciendo de nuevo. Esta vez regresó al cabo de un momento. Empezó a subir las escaleras. Thomas retrocedió de espaldas. Su vecino tenía un arma.

—Mia, ¿qué coño…?

—Cógela —dijo Mia, ofreciéndosela. El metal del arma parecía curiosamente triste a la luz de la cocina, como los ojos de un animal muerto—. Cógela, Tommy. Estamos hablando de Frankie. Frankie.

El corazón le martilleaba. Thomas alargó la mano y cogió el revólver. Tenía el tacto del sudor frío, pero pesaba menos de lo que parecía. Era tan ligero que daba vértigo, a pesar de parecer hecho de uranio.

Thomas empezó a estremecerse. ¿Adonde había ido su control?

«Tu bolsillo», dijo una voz.

—Así que yo te doy a mi hija —dijo, tragando saliva— ¿y tú me das cinta aislante y una pistola?

Mia alzó un dedo de reprobación, pero lo bajó.

—Tienes razón —dijo. Sin mediar explicación, volvió a desaparecer en el sótano y casi bajó rodando los últimos escalones.

—¿Mia? —Thomas se había quedado arriba, estupefacto—. ¡Mia!

Un instante después, el hombre nervudo reapareció por los escalones.

—Toma —dijo sin aliento. Formaba un cuenco con las manos y en su interior llevaba balas, como si fueran pistachos—. Toma.

Thomas las cogió y se las metió torpemente en los bolsillos de su americana.

—Así hay que hacer las cosas, supongo.

«¡Tengo una pistola en las manos!». No tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Pero lo estaba haciendo. Un peso muerto en movimiento.

Mia lo observó con el rostro pálido y un ademán sorprendentemente severo.

—Ahora dime —dijo—, ¿dónde crees que está Neil exactamente?

Thomas no estaba totalmente seguro, y el lorazepram no estaba facilitando las cosas: hacía que sus ojos parecieran cojinetes. Le resultaba difícil concentrarse en el tráfico circundante. La I-87 se extendía como una infinita pista de aterrizaje ante él.

Había comprobado en dos ocasiones la «X» de Neil en un mapa de carreteras y sí, seguro, estaba al norte de las Catskills, cerca de una aldea llamada, apropiadamente, Climax. En sus días de Princeton, unos amigos íntimos de los abuelos de Neil tenían una gran casa de campo allí que ellos habían visitado tres o cuatro veces con distintas mujeres. Durante un verano entero, frases de borracho como «¿Quieres que te lleve a Climax?» habían sido su herramienta preferida para entrarles a las chicas en los bares. A pesar de los ojos como platos y la indignación, no pocas habían mordido el anzuelo. (La clave, como decía siempre Neil, era hacerlas sentir como si estuvieran al margen de un simpático chiste privado). Thomas había tenido varios clímaxs en Climax. La fiesta terminó cuando la abuela de Neil encontró varios condones usados (que, decía la anécdota, había recogido al tomarlos por pieles muertas de serpientes) tras una de las camas. Neil y él se acusaban en broma mutuamente, pero ambos sabían que eran de Neil.

Eso había sido hacía mucho tiempo. Climax estaba justo al lado de la I-87. Thomas había pasado junto a la salida en varias ocasiones durante los años siguientes, y en cada una de ellas se había sentido sacudido por un raro vértigo al pasar ante una carretera que había tomado en el pasado, la sensación de dejar atrás algo que debería ser revisitado. La pregunta era adónde ir una vez que llegara a Climax: sus recuerdos del camino tenían la imprecisión propia de quien sólo había ido de pasajero. Su única posibilidad era ir recordando sobre la marcha.

Conducir le resultó tranquilizador y desconcertante al mismo tiempo, y se distrajo pensando en esa paradoja. Nunca le había gustado conducir, pero había algo en la autopista, la sensación surrealista de cruzar a toda velocidad ciudades, campos y bosques intactos, anónimos; la sensación de ejercer poder sin estorbos, deslizándose por el borde catastrófico de la vida. En una partida de póquer de hacía años, un bombero voluntario lo había horrorizado con historias de accidentes de coche en carreteras rurales, de miembros estirados como plastilina entre metal retorcido. «En la física de los accidentes de coche —había insistido aquel hombre—, nuestro cuerpo es poco más que una bolsa de goma llena de sangre. Si vas rápido, es como tirar globos de agua». En ese momento, el comentario había dejado a Thomas completamente paranoico. Pero pasaron los años y el tráfico —a pesar de los borrachos, los malos conductores y los adolescentes temerarios— seguía resplandeciendo en ordenadas filas y su paranoia se convirtió en una rara euforia. De alguna forma, conducir por la autopista se había vuelto una forma de escabullirse, o una racha ganadora que no podía terminar.

De manera que no era sorprendente que la carretera se hubiera convertido en el símbolo. En la carretera todo el mundo era libre, poderoso, carecía de miedo. En la carretera, todo el mundo era norteamericano. Lo que le desconcertaba, pensó Thomas, era el destino.

Neil Cassidy.

Su revelación de la mañana había sido una especie de indulto. Antes, Neil parecía algo elemental, más un principio que un ser humano. Cada año, Thomas empezaba sus cursos de primero leyendo en voz alta la Riada y señalando que Héctor, el gran héroe de Troya, no moría a manos de Aquiles como la mayoría de gente creía, sino en manos de Aquiles por obra de Atenea, la de los ojos fulgurantes. Para los antiguos, explicaba, no poseías tus palabras y tus acciones, al menos no como los estudiantes de primero creían monopolizar las suyas. Para los antiguos griegos, egipcios, sumerios y demás, uno era más una estación intermedia que un punto de partida, un canal a través del cual los actos de unos actores ocultos podían expresarse. Esa era la razón por la que consideraban la locura con tanto pavor como irrisión. Algunos locos eran sin duda idiotas, pero algunos eran también profetas. A veces Dios hablaba a través de ellos.

Eso era lo que Neil le había parecido a Thomas: un loco en el sentido antiguo.

Un poseído.

Neil había abrazado la implacable verdad de su existencia, y abrazando esa verdad, había abrazado no sólo la materialidad de la que dependía toda experiencia, sino todos los procesos evolutivos, geofísicos o cosmológicos que imponía esa materialidad. Se convirtió en la expresión de un billón de soles apagándose, la manifestación de un millón de nacimientos entre lágrimas a lo largo de un millón de años no presenciados. Se convirtió en el conducto de algo completamente carente de propósito, indiferente e incalculablemente vasto.

Antes Neil parecía el término de una línea que se remontaba hasta los límites del universo observable, el mismísimo principio. Un hombre en consonancia con su miríada de circunstancias sin sentido.

Una declaración cruel y horripilante: «no eres de verdad».

¿Y ahora? Ahora simplemente parecía un idiota triste y peligroso.

O eso se dijo Thomas.

La mayoría de las señales —autopista, calle, rótulo de tienda— se disolvían en el caos de la carrera de ratas que era la vida cotidiana. Todo era En Venta o Gire a la Izquierda o Velocidad Máxima 100, todo tenía un dedo que podías seguir. Pero, por alguna razón,

Salida 21 B

Climax

a 3000 metros

escrito en blanco sobre verde, le pareció a Thomas completamente distinto. No simplemente ambiguo o rebosante de asociaciones, como una antigua parábola, o un dibujo grabado en un orinal, también indefinible a la manera de las cosas inteligentes y cínicas. Si hubiera poseído ojos, Thomas estaba seguro de que le habría hecho un guiño.

Tardó un rato, pero pronto reconoció una tienda junto a la carretera. Encontró la salida poco después, una abertura oscura entre muros de vegetación. Giró lentamente, los neumáticos aplastaron la gravilla. Las sombras se lo tragaron y se abrieron huecos boscosos, umbríos pero secos bajo el cielo de finales del verano. Aunque el suelo era regular, parecía que el Acura corría fuera de control. «Colina magnética», pensó inconscientemente. Como recordaba, el camino giraba a la izquierda y desaparecía gradualmente entre pantallas verdes. Apartó la mirada hacia el dosel de los árboles que se reflejaba en el pulido capó, vio retazos del cielo entre las pinceladas de color verde oscuro. Frenó.

«Tengo que parar. Tengo que sorprenderlo. Tengo que…». Sopesó la pistola con la palma sudada.

«Frankie». Le faltaban fuerzas. ¿O las tenía?

«No. Dios mío, no…».

Apoyó la cabeza en el volante. Se le escaparon uno o dos sollozos.

«Mi hijo. Tengo que recordar a mi hijo». Se secó los mocos y las lágrimas.

Pero ¿y si las cosas salían mal? Imágenes desastrosas se sucedieron en cascada por su mente. Thomas no era estúpido ni débil, pero en todos los años que hacía que conocía a Neil, casi siempre perdía cuando jugaba con él. Perdía al ajedrez, al squash… Y a Nora.

Neil siempre ganaba. Lisa y llanamente.

«¡Pero no en esto!». Él era quien tenía la justicia de su lado, ¿no? Un padre luchando por salvar a su hijo. Un padre luchando…

Abrió la puerta y esperó. El bosque circundante parecía cubierto de musgo, humus y matorrales inmóviles. Los árboles disimulaban las distancias, borraban todo vislumbre de la casa de campo.

Thomas apagó el motor. Cogió el revólver.

«Por favor —susurró—. Por favor…». Todo iría bien. Era un padre luchando por salvar a su hijo.

Lo asaltaron más imágenes de desastres, pero apretó los dientes y sacó los pies del coche. «¡Joder —pensó—. Joder!». Correría entre los árboles e irrumpiría en la casa. ¡Le daría un patadón a la jodida puerta! ¡Se lanzaría de cabeza a la catástrofe! ¿A quién coño le importaba lo que pasase? Al menos se acabaría. ¿Verdad?

«Para mi hijo… no».

Una vida de horror. Una vida sintiendo arcadas entre gritos.

«Frankie». Ese nombre, de alguna manera, se había convertido en una plegaria.

Thomas volvió a meter los pies dentro del coche, alargó el brazo y cerró la puerta.

«¡Qué idiota!».

Dejó la pistola en el asiento del copiloto. Parecía que podía saborear su metal, oler su engrasada amenaza.

«¡Idiota, idiota!». El mundo era como una gran trilladora sin sentido. Cada segundo, espíritus doblegados, cánceres no advertidos, hijas violadas, mujeres maltratadas, niños asesinados. Cada puto segundo se destrozaban las reglas de la lógica. Cada segundo durante mil años, ¡durante un millón! Hasta sus antepasados homínidos habían llorado, ¿no? Alzaban sus manos impotentes contra la desolación de sus vidas. Hasta los Australopithecus lloraban.

¿Qué se había hecho de sus nombres?

«Concéntrate y piensa. Piensa… ¡Razona, por el amor de Dios!».

Con la mano temblorosa, Thomas puso el Acura en marcha atrás. Salió del camino derribando arbustos, lo mismo que si fueran parasoles hechos trizas.

Cada segundo algún padre fallaba a su hijo.

El mundo no era una fábula ni un poema épico, ni siquiera una tragedia cómica.

Era un psicópata.

Un Acura rojo, parado en el lateral de una carretera rural. Dentro, un hombre se inclina sobre un móvil. Se cubre la otra oreja cuando pasa un camión rugiendo.

—Sam… Sí, soy yo.

Baja la mirada a su regazo.

—Estoy parado junto a un sitio llamado Climax.

Mira nerviosamente su parabrisas, sonríe nerviosamente.

—No, no estoy bromeando. Está al norte del estado, después de las Catsk…

Frunce el entrecejo, se rasca la barbilla.

—¿Solo?

Parpadea para retener las lágrimas.

—Sólo estoy siguiendo una pista. Un peso muerto corriendo por un callejón sin salida. —Otro parpadeo—. Tendrías que venir. Me vendría bien tu ayuda.

Se pasa una manga por las mejillas.

—No. Por teléfono no.

Vuelve a bajar la mirada, un antiguo gesto de concentración.

—¿Me estás llamando paranoico? Eso está bien. Mira, podría ser importante. Probablemente no, pero podría serlo. De todos modos, tienes que echarle un vistazo.

Sus ojos pierden la concentración, como si estuviera tomándose el pulso.

—Está sólo a dos horas y media. Al norte por la I-87.

Mira un turismo plateado que pasa como una exhalación.

—Claro, estoy bien. Pero ven, por favor. Ten un poco de fe, por el amor de Dios.

Se rasca un lado de la nariz.

—Sí, al norte por la I-87, toma la salida 21B. Me verás. Estaré esperando en el coche.

Niega con la cabeza, de lado a lado.

—Sí, sí. Mira, tengo que dejarte. Nos vemos en un rato, ¿vale? Ah, y Sam. —Se echa hacia atrás, se ve en el espejo retrovisor—. Te… te quiero.

Se queda inmóvil.

—¿Qué quieres decir?

Se pasa una mano por el pelo.

—No, no… Hablaremos de eso luego. Conduce con cuidado.