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29 de agosto, 10:15

Nora apretó la mano de Thomas tan fuerte que sintió un hormigueo en los dedos. El despacho estaba pensado para ser reconfortante, para ser lo que un decorador llamaría un «ambiente emocional positivo». Los efectos personales —gorra de béisbol, fotos familiares, chucherías de la tienda de regalos— debían transmitir una sensación de privacidad, enmascarar el hecho de que en esa habitación sólo eran posibles transacciones institucionales. Los muebles —las estanterías de cerezo, la mesa antigua, la alfombra árabe— debían transmitir una sensación de abundancia, porque casi todo el mundo identificaba la riqueza con la competencia. Pero Thomas sabía que no era así. Podía ver los ladrillos al otro lado de las paredes revestidas de estuco del mismo modo en que podía ver más allá de la expresión del doctor Chadapaddai.

Aquella habitación era donde le decían a la gente que se iba a morir.

Después de teclear enigmáticamente en su teclado, el jefe de neurocirugía del hospital Saint Luke-Roosevelt se puso en pie y caminó hacia una serie de paneles que había en la pared. Cobraron vida parpadeando con una reticencia pasada de moda, iluminando los contornos ojerosos de su cara. Una resonancia magnética en tres dimensiones de Frankie se materializó en la pantalla ante él, más parecida a una ilustración de un libro de texto que al alma del pequeño Franklin Bible.

—Si miran esta imagen —dijo el doctor Chadapaddai— verán que le ha sido colocado un dispositivo de alguna clase en ambas amígdalas. —Tenía la constitución y la postura cansada de un camionero, pero iba inmaculadamente aseado y vestido, como un abogado empresarial con una bata de laboratorio.

—¿Dispositivo? —preguntó Thomas.

Unos ojos con largas pestañas lo estudiaron.

—Un dispositivo —repitió el neurólogo. Apretó el mando a distancia y un cuadrado apareció en la pantalla. Amplió la base del cerebro de Frankie reconstruido digitalmente y después hizo rotar la imagen. Algo parecido a un escarabajo ennegrecía la parte posterior de la amígdala, con forma de almendra—. Ha sido colocado en el núcleo central —dijo, sacándose un bolígrafo del bolsillo para señalar alrededor del lugar—. Por lo que sabemos está sostenido con una red de nanotubos que estimulan eléctricamente numerosas vías eferentes… —empezó a decir llevando la punta del bolígrafo a diferentes regiones del cerebro de Frankie— que llevan al hipotálamo lateral, el núcleo parabraquial, etcétera…

—Todas las regiones relacionadas con el miedo —dijo Thomas.

Le sobrevinieron el horror y el asombro en la misma medida, empapándolo en sudor, revolviendo su estómago. Pese a todas las cicatrices que Powski, Halasz y los otros habían dejado en su psique, ahora eran poco más que abstracciones. Nada podía ser más real que los gráficos color pastel que había en la pantalla. Su hijo, «¡Frankie!», reprogramado por su amigo (¡¡Neil!-qué-coño-qué-coño-qué-coño…) para experimentar un terror tras otro tras otro.

Un alma retocada como un motor… El alma de su hijo programada como la radio de un coche, el volumen a tope, reproduciendo y reproduciendo una desolación tan profunda como cualquier castigo que Dios inflija en el Infierno.

—Tienen que sacárselo —exclamó Nora—. ¡Hay que sacárselo!

La mirada de compasión del doctor Chadapaddai pareció demasiado profesional, y sin duda demasiado ensayada.

—No creo que podamos —dijo—. El sistema circulatorio del cerebro ha sido modificado para apuntar a varios subsistemas neuronales. Mediante unos nanocables tan finos que enhebran capilares…

—Vaya al grano —dijo Thomas.

El neurólogo asintió.

—Por supuesto, tendremos que intentar algo, y les aseguro que estamos estudiándolo y nos estamos preparando para cualquier opción invasiva. Pero, por el momento, señor y señora Bible, la mejor esperanza de su hijo consiste en encontrar a quien le hizo esto.

Neil. Thomas lo veía, sentado delante de él en el sofá, una aparición en el resplandor de la pantalla plana, diciendo: «Sé más del cerebro que cualquiera…». Como ninguno de los dos le dio ninguna información, el doctor Chadapaddai se mordió el labio inferior.

—Ninguno de nosotros ha visto jamás algo así. Nunca.

Thomas sabía de primera mano qué significaba que un campo del conocimiento dominara su vida: la rara sensación de propiedad e inseguridad, como instalarse en una mansión muy grande. Con la información reproduciéndose como bacterias, ningún especialista podía esperar dominar todos los detalles de su propia especialidad. Con todo, a uno le gustaba pensar que al menos tenía un conocimiento aproximado del plano de la casa. Le gustaba pensar que al menos sabía lo que no sabía.

La consternación dejó sin aliento a Thomas y casi lo tiró al suelo. Sólo Neil. Sólo Neil podía deshacer aquello. Sólo Neil podía quitar el horror que había introducido en Frankie.

«¿Tienes un brazo como el de Dios?».

—Pero van a hacer algo —dijo Nora—. ¿Verdad? Alguien puso eso ahí. Ustedes pueden sacarlo.

El neurólogo se apartó un mechón de pelo negro como el carbón de la frente, después bajó la mano con una repentina timidez. Thomas se dio cuenta de que estaba asustado. Asustado por el FBI y su exigencia de confidencialidad. Asustado por las imágenes que había en la pared tras él. Asustado por el niño pequeño que gritaba en la Unidad de Observación Neurológica. Decía mucho de su profesionalidad que recuperara el equilibrio tan rápidamente.

—Señora Bible, mire. Tiene que entender que por el momento su hijo no corre peligro. Eso significa que tenemos tiempo, y eso significa que no tenemos más opción que ser lo más cautos posibles. Quienqui…

—¡Pero está gritando! —exclamó ella—. ¡Mi hijo está gritando!

—¡Nora, por favor! —dijo Thomas—. No lo entiendes. —Miró de soslayo al médico—. La amígdala sólo controla el reflejo de gritar, sólo el reflejo, cariño.

Nora lo miró con los ojos abiertos de par en par y llenos de lágrimas.

—¿De modo que no está aterrado?

Thomas negó con la cabeza.

—Es sólo un reflejo incontrolable que lo estimula una y otra vez. Como el hipo. En el interior es el mismo niño que conocemos y queremos, asustado por todo este alboroto, frustrado por su incapacidad para dejar de gritar, pero nada más.

—No… —dijo Nora como si se regañara a sí misma por sus miedos. Bajó la mirada a sus palmas con un aire como de penitente—. No. Neil no haría eso. A nuestro hijo no. —Cuando levantó la mirada, las lágrimas le corrían por las mejillas—. Era tu mejor amigo, Tommy. ¡Tu mejor amigo!

«Y tu amante».

El doctor Chadapaddai le dio un pañuelo de papel y después retrocedió con la cara profesionalmente inexpresiva.

—Ven —le dijo Thomas poniéndose en pie—. Te llevaré a casa.

Nora se secó los ojos, riendo.

—No voy a dejarlo. —Se puso en pie, miró a su alrededor de una manera frenética y estúpida, y empezó a agitar las manos—. Yo… yo…

—Pregúntele a mi asistente —dijo el neurólogo en jefe, abriendo la puerta—. Ella la acompañará al baño, señora Bible.

Thomas se quedó y le dijo a Nora que se reuniría con ella en el pasillo. Uno de los dos tenía que ir a casa y cuidar de Ripley. Tendrían que hacer turnos o algo así…

—Sabe… —empezó el doctor Chadapaddai después de cerrar la puerta tras él.

—Lo sé —lo interrumpió Thomas. Frankie experimentaba cada pizca del terror que expresaban sus gritos. Thomas había creído que su mentira era bienintencionada, que ayudaría a Nora a soportarlo, pero se dio cuenta de que estaba principalmente interesado en gestionar su reacción, de un modo no muy distinto al de Chadapaddai, supuso. Se le ocurrió que aquello era algo que había hecho siempre. Interceptar y reinterpretar…

—Mala idea… —dijo el neurólogo.

—Si eso fuera lo único a lo que tenemos que enfrentarnos, estaría de acuerdo —respondió Thomas, secándose una lágrima—. Ya la ha visto. Saber que Frankie realmente… realmente…

El neurólogo bajó la mirada, avergonzado, y frunció los labios.

—Pero no lo entiende… Tengo que decírselo. De otro modo estaré tratando a su hijo bajo pretextos falsos. No es sólo una cuestión ética, señor Bible, es la ley.

Malditos abogados. Hasta cuando no estaban en la habitación estaban en la habitación, es decir, en todas partes.

—Yo se lo diré —dijo Thomas con brusquedad—. Nora siempre culpa al mensajero.

Cuando el doctor Chadapaddai alzó las cejas, Thomas añadió:

—Ya me odia.

Se pelearon en el pasillo. Fue uno de esos choques de alta intensidad, con el volumen suficiente para que todo el mundo pudiera simular no estar oyendo. Cuando Thomas le dijo que estaba utilizando a Frankie como excusa para sentir pena por sí misma, ella le pegó. De camino a casa, Thomas podría haber jurado que sentía la sangre goteándole por la oreja derecha, pero cada vez que se metía en ella el dedo, salía limpio.

Todo se estaba desmoronando.

El plan era ir a casa de Mia a recoger a Ripley. Era importante, había dicho uno de los médicos, que al menos uno de ellos estuviera con ella, así que Nora y él habían acordado quedarse con Frankie por turnos. La mera idea de que su hijo estuviera solo y abandonado en el hospital lo abrumaba. Era como si alguien le estuviera tirando paladas de arena de playa caliente encima. Una palada tras otra. Una palada tras otra.

«Ripley —se dijo—. Sé fuerte por Ripley».

Pero después de aparcar en el sendero de entrada, se sorprendió andando hacia la puerta de su casa, adentrándose en la penumbra con aire acondicionado de su sala de estar. Se sentó en el sofá, bañado en una angustia que le abarcaba todo el cuerpo, una angustia conectada a sus frágiles ojos. Se le perdió la mirada, se quedó en silencio. La nevera hizo clic en la cocina.

Algo… tenía que hacer algo. Guardar vigilia no era una opción.

Al principio no oyó que llamaban a la puerta, aunque después le pareció que se había sobresaltado con el sonido. Contuvo el aliento al vislumbrar una sombra por la ventana. Se pasó las palmas de las manos por la cara y peinó con los dedos. El médico que había en él se rio pensando en que eso era lo que la gente hacía cuando estaba a punto de derrumbarse: asirse a sí misma.

Abrió la puerta de un tirón, recorriéndole un sudor frío.

Theodoros Gyges se lo quedó mirando. Ahora era una versión más pulcra del desecho humano que Thomas había conocido hacía unos días. Llevaba la típica indumentaria demasiado estudiada de un rico que trataba de mezclarse con la clase media: una camisa amarilla de manga corta, unos vaqueros demasiado altos en la cadera. Se veía y olía limpio, como un cristiano renacido.

—¿Podría hablar con el profesor Thomas Bible? —dijo educadamente.

Pasó un momento surrealista, silencioso excepto por el bullicio de los pájaros, los niños y el tráfico, un ruido que oía cada vez que abría la puerta en verano.

—Sí —respondió Thomas—. Soy yo, señor Gyges.

Algo como una sonrisa angustiada cruzó la barba de Gyges, parecida a un cepillo de púas.

—Esperaba que volviera —dijo, señalando con la cabeza un Porsche aparcado en la calle bañada por el sol—. Sabía que era usted, pero cuando he visto su cara… —Dudó—. Como sabe, sólo veo desconocidos.

—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó Thomas.

—He sabido lo de su hijo, profesor Bible. Yo… —El millonario se lamió los labios dubitativamente—. Quería decirle que lo siento.

Thomas parpadeó y se dio cuenta de que despreciaba a ese hombre.

—A decir verdad, no creí que fuera usted un hombre de los que lo sienten, señor Gyges.

Los ojos de Gyges se entrecerraron, valorativos.

—Lo entiendo, profesor Bible. De veras. Acudió a mí en busca de ayuda y yo lo rechacé. —Soltó un suspiro débil, patricio—. Pero…

—Pero ¿qué, señor Gyges?

—Mire. Usted y yo sabemos que esta investigación, este grupo de trabajo, son una mierda. Quieren a su amigo, sin duda, pero quieren todavía más que siga siendo un secreto. Esto no tiene nada que ver con la justicia… —Miró a ambos lados, como si de repente se hubiera dado cuenta de que había alguien escuchando. Se acercó a él—. Es una cuestión de higiene.

Thomas asintió y sintió que el odio lo colmaba.

—¿Qué me sugiere? ¿Que acudamos a los periódicos? —Parte de su pelea con Nora había venido por su idea de acudir a los medios y a la red con su historia, algo que Thomas había rechazado desde el primer momento. Lo único que tenían era el FBI, y él no iba a caer en la convicción engañosa de «saber más que ellos…». La gente siempre creía que sabía más que los demás a pesar de la astronómica improbabilidad de ello.

—¿Cree que no he movido algunos hilos? —dijo Gyges—. Soy un hombre bien relacionado, señor Bible, un hombre con influencia. Lo de tratar a la gente como te gustaría que te trataran funciona, pero necesitará los brazos de Dios para que en este caso suene la campana. Tengo viejos amigos, senadores, que me han dicho que no vuelva a llamarlos nunca más. Y me han dicho…

Gyges se detuvo, se quedó en silencio con el entrecejo fruncido.

—¿Qué le han dicho? —Un picor se había apoderado de sus mejillas—. ¿Qué quiere decir?

La cara de Gyges, que era tan atractiva como un guante de béisbol con barba, se quedó inexpresiva.

—Nada —dijo.

—Entonces, ¿por qué está aquí?

Gyges se pasó la lengua por los dientes.

—Yo solo fui una apuesta —dijo finalmente—. Pero usted, señor Bible, usted ha jugado una mano en esta partida.

—¿Y?

—Soy un hombre con recursos. Más de lo que la gente como usted puede creer. Sólo quiero que sepa que para mí sí es una cuestión de justicia. A la mierda la higiene social.

Sacó una tarjeta color marfil del bolsillo del pecho y se la dio a Thomas.

—Todo jugador necesita un banquero, señor Bible. Todo jugador serio.

Gyges se volvió y bajó los escalones. Lamentando su hostilidad, Thomas lo llamó mientras cruzaba el césped.

—¿Cómo está, señor Gyges?

El hombre se volvió y lo miró como si fuera un desconocido.

—Mejor, profesor Bible. —Su sonrisa era grande, e indescifrable—. Estoy tratando de recuperar mi vida.

—¿Corrigiendo cosas?

Un ceño fruncido oscureció la ancha cara de Gyges.

—Usted no es sacerdote.

Sin aliento tras esa conversación, subió a la habitación de los niños y se acurrucó como una pelota en la cama de Frankie. Se abrazó con fuerza a las sábanas, como si sostuviera una piel muerta. Lo olía… su niño, su pequeño cuerpo danzarín, fresco al salir de la ducha, todo preguntas y ocurrencias de películas. Al cerrar los ojos, le parecía flotar en algún raro mundo de amebas, un lugar en el que no había nada más que tacto y dolor.

Tanta oscuridad… ¿hay algo más pequeño que un padre impotente?

Una vez más, rezó o rogó o regateó o como se llamara, ofreció cualquier cosa en el gran Ebay del alma. Y aunque no creía en nada de eso, lo hizo con más convicción que cualquier otra cosa en su vida. «Por favor», dijo con tanta fuerza interior que le pareció que su pecho, su cabeza y sus extremidades se abrirían, se volverían del revés. ¡Cualquier cosa! Por supuesto que conocía las razones. Sabía que algún antepasado sin nombre había sufrido una mutación, una feliz locura que le permitía extender categorías sociales y psicológicas al mundo, teorizar. Sabía que Thomas Bible era un humano y que los humanos estaban programados para antropomorfizar.

Ver gente en cosas muertas.

«Por favor… Devuélveme a mi hijo».

«Devuélveme».

«A».

«Mi».

«Hijo».

Se quedó un rato tendido sin pensar, inhalando oxígeno, metabolizando. Se removió cuando las imágenes de Cynthia Powski empezaron a poblar sus pensamientos. Con un mohín de placer, los pezones duros contra el lino tenso…

Se sorprendió a sí mismo en el sofá de la sala de estar, viendo las noticias. No había nada tan desolador como mirar la tele por una pura sensación de inanidad. Las pupilas secas, las extremidades nerviosas. La demencia del mundo fija allí, parpadeando con tanta luz y tanta rapidez en las habitaciones en silencio y penumbra. Y la pantalla, ágil e insidiosa como el lenguaje, pero sin ninguna regla que preservara la verdad, acumulando una imagen tras otra, programando y reprogramando un billón de córtices cerebrales.

Incluido el suyo.

De nuevo, el Quiropráctico copaba los titulares, aunque en otras partes estaban muriendo miles de personas. Al parecer, se habían hallado en un vagón de metro varias vértebras empapadas de sangre. En la obligatoria rueda de prensa, un agente del grupo de trabajo describió el hallazgo como un «gran paso». Estaban recopilando los datos biométricos mientras hablaba, dijo, y todos los que iban en ese vagón serían interrogados en cuestión de días.

Thomas sintió ganas de escupir.

Una rápida búsqueda lo llevó a un corte de cuarenta y cinco segundos sobre Peter Halasz. Ahora estaban tratando el caso como un homicidio, dijo el agente federal. Creían que el «telegénico congresista» había sido víctima de un «acto violento casual». Una trola inteligente. Pocas cosas tenían ya tan poco significado como la «violencia casual». Thomas se preguntó si alguien en el FBI apreciaría la ironía.

Después de navegar un rato, se detuvo en la CNN atrapado por unas espeluznantes imágenes del postapocalíptico sur de Moscú. La noticia daba cuenta del furor desatado por una empresa llamada EA Games, que estaba «tecleando» las imágenes para utilizarlas en su último juego de aventuras «en tiempo real». Pronto, por 74,95 dólares podrías perseguir a daguestaníes (o rusos, dependiendo de tus simpatías) por los escombros antes de que la enfermedad provocada por la radiación se llevara a las últimas víctimas del mundo real. Se preguntó cuál podía ser la diferencia entre eso y las propias noticias.

La siguiente noticia explicaba el último giro en la disputa sobre propiedad intelectual de Las pelotas de Liculle, una película porno de gran éxito que utilizaba imágenes generadas por ordenador de Lucy y Ricky[4] para explorar los misterios de la eyaculación femenina. Como no se encontraba a los creadores del archivo, los demandantes pedían daños y perjuicios a los fabricantes de juguetes sexuales que habían pagado, en cuentas de paraísos fiscales, para hacerse con sus productos.

Algo en eso le hizo reír.

Se detuvo a ver cómo Peter Farmer, el famoso presentador de la MSNBC generado por ordenador, entrevistaba a un senador sobre la reciente aprobación de la Ley de Integración Biométrica, que vincularía todas las cámaras de vigilancia públicas a datos online a tiempo real. Sin duda el reciente desastre de Moscú, afirmaba el senador, subrayaba la necesidad de más vigilancia. «Imagine —dijo— que hicieran videojuegos con Nueva York o Washington».

Thomas se quedó sin aliento, atrapado por la interacción de imágenes furiosas y bromas ligeras, haciendo acopio de voluntad para recoger a Ripley. Marines con sus fusiles de asalto al hombro. Formaciones de helicópteros zumbando, recorriendo las colinas iraníes. Botellas de coca cola convirtiéndose en deportistas de élite. Buscó algo sobre Jackie Forrest y encontró una noticia en la cadena local de Nashville. Sí, respondía una portavoz de la policía de Nashville, estaban tratando su caso como un homicidio. Temían que el «popular predicador» hubiera sido víctima de «un acto violento casual».

Thomas casi se rio. ¿Por qué tomarse la molestia de ser creativo o ingenioso cuando no era necesario?

Cuando tenía trece años su madre lo arrastró a la iglesia en varias ocasiones, al parecer abrumada por la necesidad de domesticar a su precoz hijo. Le pareció que podía oler a la gente y los bancos. Ella lo obligaba, pese a su timidez, a cantar los himnos con los demás. El truco, había descubierto Thomas, consistía en confundir la propia voz con el zumbido de fondo, como murmurar al unisono que los neumáticos del coche. Así, nadie podía oírte.

Especialmente, Dios.

Sueños de omóplatos y bisturíes. Se despertó desorientado, asustado.

«¿Frankie?».

—Shhh —dijo una voz cálida—. Soy yo. Todo va bien.

Sam estaba arrodillada junto al sofá, acariciándole el pelo, mirándolo desde arriba como si fuera un estanque. Sonreía con tristeza.

—¿Qu…? —Se aclaró la garganta—. ¿Qué hora es?

—Las cinco y media, más o menos —respondió Sam—. ¿A qué hora te has quedado dormido?

—No lo sé —gruñó Thomas frotándose la cara. Se volvió sobre su espalda—. Oh —dijo avergonzado—. Todo se ha ido a la mierda. A la mierda.

—¿Por qué?

—Una erección a primera hora de la tarde… ¿Lo ves?

Ella se rio y alargó la mano, se la puso encima de los Dockers.

—Esto está mal —dijo ella.

—Bueno, tú eres la agente del FBI.

—¿Y?

—Ese es tu trabajo, ¿no? Arreglar lo que está mal.

Se desvistieron y ella se sentó a horcajadas sobre él. Hicieron el amor con ternura, como la gente cansada, con la excitación atenuada por la familiaridad, cada movimiento con valor por sí mismo, cada roce carente de timidez, como los exhaustos visitantes de un museo que pasan la mano por el marfil o la diorita, no para acercarse, no para sentir, sino solamente para confirmar.

Sam empezó a murmurar: «Así, así», una y otra vez. «Así, mm», como si él fuera un hijo que no estuviera seguro de cómo llevar a cabo una tarea larga e imponente. Por alguna razón, esto le irritó y lo apasionó al mismo tiempo. Empezó a embestir más fuerte, más rápido, hasta que ella jadeó:

—Agh… no tan fuerte, Tom, por favor…

La cogió por las caderas y, levantándose, barrió todo lo que había sobre la mesilla de café. La alzó del sofá y la tendió sobre ella.

—¡Tom! —gritó.

Pero ahora se la estaba follando, haciéndola gemir y retorcerse con embestidas de hierro. Cuando ella empezó a gritar, él le tapó la boca con una mano y la embistió una y otra vez.

Ella se puso a golpear y morder. Él se apartó. Cogió la mesilla de café y la volcó. Ella cayó al suelo dando vueltas.

«¿Por qué no llevas ropa interior?», preguntó Frankie.

—¡NEIL! —gritó Thomas—. ¡NEIL!

Después cayó sobre las manos y las rodillas, se derrumbó sobre la alfombra, llorando.

«Creo que yo siempre fui sólo un proyecto para Tommy…».

Sam se acurrucó en el sillón reclinable, con la blusa y las bragas puestas. Con los ojos hinchados, contempló el whisky que Thomas le había dado. Se secó las lágrimas con el pulgar.

—Me han follado con odio antes —dijo—, pero esto ha sido horroroso.

Thomas estaba sentado desnudo en el borde del sofá, con los codos sobre las rodillas, la cabeza colgando.

Ella lo miró, enfadada e indecisa al mismo tiempo.

—¿Qué estás haciendo, Tom?

—No lo sé —susurró él.

—¿No lo sabes? —exclamó Sam—. ¿Tú no lo sabes?

—Eso he dicho.

—Pero tú eres el puto profesor de psicología, ¿o no?

Él la miró con ira.

—¿Que me cure a mí mismo? ¿Es eso?

Se acurrucó ante otro temblor.

—Tom…

—Estoy perdiendo la cabeza, Sam. —Se secó los ojos con el dorso de la muñeca—. Estoy perdiendo la puta cabeza.

Sam dejó su vaso y le cogió las manos a Thomas.

—Tom. Tienes que controlar esto. Tienes que distanciarte. Tienes que mirarte como la anécdota de un libro de texto, un caso de estudio o algo parecido.

—¿Tengo que controlar esto? —respondió frotándose la nuca—. Estás de broma.

—¿Qué quieres decir?

Thomas la miró irritado.

—Sabes exactamente lo que quiero decir. Él único modo que tengo de controlar esto es que tú, Atta y ese payaso de Gerard cojáis a Neil.

—Eso no es justo, profesor. Lo sabes.

—¿Ah, sí? Tenéis a centenares buscando al Quiropráctico y sólo un puñado…

—Quiero decir que no es justo hacernos responsables a nosotros. ¿Sabes cuántas horas estamos durmiendo?

Thomas la miró a sus ojos encendidos.

—Entonces, ¿quién es responsable, Sam? ¿Los culos invisibles que Atta siempre parece estar lamiendo?

Se encogió de hombros.

—No lo sé. Quizá. La clave es que…

—¿Sabes qué? —exclamó Thomas—. A la mierda. He sido un idiota al escucharos. Mi hijo no es un asunto de Seguridad Nacional. ¡Qué puta broma! Esto no tiene nada que ver con proteger los intereses nacionales en tiempos de crisis, no sois más que un puñado de burócratas tratando de salvar el culo. Debería haber ido a la red con esto la misma mañana en que desapareció. ¡O antes!

—No —dijo Sam—. No deberías haberlo hecho.

—¿Cómo puedes decir eso? —gritó Thomas—. ¿Cómo puedes decir eso? ¡Sabes perfectamente que esto se habría convertido en noticia en todo el mundo! Sam. Sam. ¿Qué es más importante para ti, Frankie o…?

—No lo entiendes —dijo Sam con una expresión neutra.

—¿No entiendo el qué? ¿Que toda la nación podría estar buscando a Neil ahora mismo en lugar de una banda de pringados segundones? Que Frankie… —Su voz se quebró—. ¿Que Frankie podría estar arriba peleándose con Ripley ahora?

Él la miró con un aire suplicante. «Por favor, sé quien creo que eres».

—No seas ingenuo —dijo ella con una voz curiosamente hueca—. Nada de esto habría sucedido. Todo ha sido analizado. Todo ha sido marcado. Todo, Tom. Nada sobre Neil habría llegado a los medios ni a la red. Nada lo hará. —Dio un sorbo, lo miró airada—. Y tú habrías sido castigado por molestarlos, créeme. Porno infantil en tu ordenador. Metanfetaminas en tu coche. O peor, considerado un ecoterrorista, procesado y condenado en un tribunal a puerta cerrada. Después, pum, desaparecido. Créeme, Tom, conozco a esa gente, he trabajado con los de contrainteligencia.

Thomas se la quedó mirando, estupefacto tanto por su voz como por lo que decía.

—Estás diciendo…

—No, Tom —le interrumpió—. No puedes contrariar a esa gente, al menos al viejo estilo, y menos aún acudiendo a los periódicos. Estamos en el siglo XXI, por el amor de Dios. Sus rastreadores pueden acumular y cotejar un billón de conversaciones por segundo. Y la efectividad de sus herramientas se multiplica por dos cada dieciocho meses, mientras los humanos siguen igual. Mira las noticias. Ahora sólo hay mártires. Es la única forma que queda. Todo lo demás son sólo representaciones de conflictos.

Thomas abrió la boca para responder, después la cerró. ¿Qué estaba diciendo? ¿Que estaba viviendo en un estado policial? Se habían tomado medidas, sin duda, pero no podía ser que…

—Tom, tenemos todo lo que hay y no vas a conseguir nada más. Así que si en serio quieres atrapar a Neil, si en serio quieres salvar a Frankie, tienes que controlar la situación. ¿Nos llamas segundones? Puede. Pero por el momento has sido poco más que un peso muerto para esta investigación. ¿Me oyes? Un peso muerto.

Thomas parpadeó, tan avergonzado por el «segundón» que llevaba dentro como por la acusación de Sam. Hundió la cara entre las manos. Las mujeres, parecía, a veces se desesperaban en su ira, como si les doliera la sospecha de que los hombres necesitaban menos y por eso tenían menos que perder. Pero no siempre. A veces hacían gala de una certidumbre que no se podía distinguir de la sinceridad, la sinceridad absoluta.

Para los hombres, la sinceridad siempre era una cuestión de grado.

La expresión de Sam era inescrutable, su porte cruel, muy distinto de la indecisión y la ambición que la habían caracterizado hasta entonces.

«La he violado», pensó Thomas.

No, algo distinto. Y lo mismo.

—Mira, Tom —dijo ella—. Soy una mujer distante. Estoy constantemente en guerra con el impulso de complacer a todos los hombres por los que siento atracción. ¿Y sabes qué? Normalmente me resulta sencillo. Con la mayoría de los tíos, todo puede reducirse a dame de comer, fóllame o halágame…

—¿Qué tal —se sorprendió Thomas diciendo— si te digo cásate conmigo?

«Estoy perdiendo la cabeza…».

Sam apartó la mirada, parpadeando.

—Esa es la versión condensada —dijo.

Neil estaba haciendo eso. Neil. Neil. Neil.

—Me estás dando miedo, Tom. Eres tan complicado… No sé qué hacer, no sé qué decir… Joder, ni siquiera sé cuáles son mis motivaciones.

Como por arte de magia, ahora estaba arrodillada ante él, con la mejilla sobre su rodilla desnuda. Tan hermosa…

«Distánciate. Concéntrate y piensa». Tenía razón. Thomas sabía que Sam tenía razón. Había permitido que la autocompasión lo dominara. Había empezado el duelo por su hijo.

El duelo… cuando debería haber estado luchando.

Respiró hondo, se apretó las palmas de las manos contra las rodillas.

—Estoy sufriendo un episodio depresivo grave —dijo, tragando para aclararse la garganta—. Una respuesta común a la pérdida —volvió a tragar— caracterizada por pensamientos mórbidos, abatimiento, sueño irregular…

«Sensación de inutilidad».

Sam negó con la cabeza.

—Una cosa es la pena y otra el dolor. Pero en tu caso… Neil sigue dándote patadas y más patadas, y tú sigues ahí tendido. Es como si sufrieras el síndrome de las maltratadas o algo parecido.

«Peso muerto».

Thomas parpadeó para reprimir más lágrimas.

—Se llama «impotencia condicionada» —dijo.

—¿Cómo?

—Impotencia condicionada —repitió—. La gente atrapada en circunstancias sobre las que no tiene control finalmente se ve condicionada para pensar que es impotente. Incluso cuando las circunstancias cambian. —La miró, sentía en el corazón un vacío como provocado por el asombro. Durante todo ese tiempo había sabido qué estaba mal sin saberlo—. Es un componente crucial de las depresiones.

—Bueno, entonces ya está —dijo Sam—. Las circunstancias han cambiado. ¡Tienes que deshacerte de eso!

Thomas se rio amargamente.

—Pero ésa es la ironía, Sam. La gente da por hecho que la depresión altera el punto de vista de los individuos. Pero no es así.

—¿Qué quieres decir?

—Uno creería que los deprimidos subestiman constantemente el control que tienen sobre los acontecimientos, pero lo cierto es exactamente lo contrario. En las pruebas, son sorprendentemente precisos en sus estimaciones. Son los equilibrados los que están engañados. Constantemente sobrestiman su control sobre los acontecimientos.

Sam le dedicó una sonrisa de asombro.

—¿Es así?

Thomas bajó la mirada.

—Resulta que para ser feliz hay que estar engañado.

¿Podía el mundo estar más jodido?

Ahora estaba llorando, y ella lo miraba. Estaba bien. Era esperable. Estaba la pena que te apretaba y la pena que te soltaba, la pena que abría todas las pequeñas habitaciones ocultas en nuestras almas. Parecía que podía sentir cómo las cosas caían sobre él, poco a poco, el remordimiento, la vergüenza, la ira… Todas esas pequeñas bestias.

Se sentía vacío.

Sam lo contempló. Cuando él la miró, ella pareció brillar como el sol que ilumina las altas cumbres. Él le tendió la mano como un pedigüeño, su cara lo decía todo.

Ella se rio e hizo lo que siempre hacía.

Cedió.

Se despertó por la luz de la televisión, con el cuerpo desnudo de Sam contra el suyo, en el sofá. Imágenes de lo que debía ser la última escena del crimen del Quiropráctico flotaban en la oscuridad. Durante un rato se quedó absolutamente inmóvil, mirando el desfile de imágenes como a veces lo hacen los niños cansados, parpadeando y mirando sin pensar, como atrapado entre canales.

Se acordó de Ripley, se maldijo por idiota, aunque estaba demasiado adormilado, demasiado entumecido para sentir una pena real. Mia lo entendería, incluso con el coche de Sam en la entrada. Una imagen de un pastor alemán con arnés que gruñía a un ecoprotestante francés hizo que le vinieran imágenes de Bartender. Se frotó los ojos para no llorar. Pobre Bart. ¿Qué iba a decirle a Frankie?

«No pude salvarlo, hijo. Como no te pude salvar a ti. Tu viejo estaba demasiado ocupado follando». La vergüenza lo golpeaba como un martillo contra el pecho. Fría y dura.

«Demasiado ocupado siendo un peso muerto…».

Sollozó en el pelo de Sam.

—No… —susurró.

«Tienes que tomar el control…». Sam gimió y se arqueó contra él.

—A la cama —murmuró.

«Tienes que pensar… Tomar el control».

Ella se incorporó y lo miró con ojos que se negaban a centrarse. Le pasó la palma de la mano por la mejilla.

—¿Vienes?

«¡Control! ¡Control!».

—Sí —dijo jadeando.

Apagó la pantalla y lo ayudó a subir las escaleras con una mano. Pero cuando ella se volvió hacia el dormitorio, él siguió hasta el baño. La luz le hirió los ojos. Abrió el armario de medicamentos y buscó con dedos torpes entre las viejas medicinas recetadas y los remedios improvisados, recordando que Nora había casi vaciado el armario al irse, y preguntándose cómo diablos había logrado llenarlo de nuevo.

Al fin lo encontró. Control.

La etiqueta decía:

BIBLE, THOMAS

Lorazepram 1 mg.

90 TAB APX DR BRUNO, GENE

Tome media tableta cuando necesite animarse tres veces al día.

En una ocasión, cuando las cosas con Nora estaban realmente mal, Ripley lo sorprendió tomando una.

—La pequeña ayuda de papá —le había explicado Nora a su hija, dedicándole a él una mirada de reproche. En ese momento todo se había convertido en un pretexto. Si no estaban disparando, estaban acumulando munición.

Thomas abrió la tapa y dejó caer una pastilla en su sudada palma. Una joya de polvo condensado contra espiras de piel. Se la metió en la boca y la hizo bajar con agua del grifo. Metió la botella detrás de un bote de Deep Ice y cerró la puerta de espejo.

—Vas a tener nervios de puto acero —le prometió a su ojeroso reflejo.

Cómo se reiría Neil.

Hay tantas palabras proféticas en las cosas pequeñas.

Primero oyes cómo muere el perro, aplastado como una lata bajo mi duro, duro talón. Se retuerce como un juguete chino. Vienes corriendo. ¿Dios mío, qué ha sucedido? Te detienes, estupefacta, cuando me ves en la sala de estar, incapaz de encontrarle el sentido a eso, a mí, el desconocido en tu casa. Tu boca se abre, húmeda y hueca y yo decido llenarla cuando estás muerta. ¿Quién? Quieres llorar, pero ya lo sabes. Ambos nacimos con el conocimiento del yo, como todo el mundo. ¡No!, quieres gritar, pero la verdad no admite que la contradigan.

La verdad no admite que la contradigan.

Digo las palabras, sabedor de que su significado se te escapará hasta tu último estremecimiento postcoital. Sólo cuando tus pupilas pierdan vida verás su carácter definitivo, de buldózer, como una palanca que mueve las cosas…

He irrumpido en ti. Ya no hay refugio.

Nunca lo hubo.

Digo las palabras. «Sólo la carne… lo prometo.». Después vienen los golpes. Después viene la sangre.