12

Los días siguientes fueron una neblina de horror. Nada era real. Sam, sentía Tom, estaba escindida entre consolarlo y hacer todo lo posible para encontrar a Frankie. Los de la científica habían invadido su casa de nuevo para hacer lo que Sam llamaba una «búsqueda exhaustiva» en su jardín, peinando la hierba y la tienda en busca de pelos, fibras, escamas de piel, cualquier cosa que pudiera ser «una pista». Thomas sentía náuseas sólo de pensar en esa palabra… Pista. ¿Cómo podía algo tan tonto, un trillado concepto de Hollywood, convertirse en el gancho del que no colgaban el hoy ni el mañana, sino la propia esperanza?

Aquello no podía estar sucediendo.

Pero estaba sucediendo. Thomas observó todo aquello desde la ventana del estudio, caminando arriba y abajo, tirándose del pelo y dándose cabezazos contra la pared. Incluso rezó, algo que ni siquiera había hecho de niño. Por favor, Dios… y toda esa mierda. «Deshaz lo que has hecho, hijo de puta». Observó cómo los técnicos examinaban la hierba agachados, riéndose de bromas que él no oía, frotándose las espaldas cuando se agarrotaban. Y mientras tanto, Bart seguía allí, como una mancha de aceite en el corazón de una alfombra de mal gusto. No se llevaron su cuerpo hasta última hora de la tarde. Thomas lloró entonces, lloró por su perro. Se quedó vacío, le horadó hasta tan hondo que creyó que podía dejar de respirar, de no ser por Frankie y la…

Posibilidad.

La palabra no tardó en llegarle. Sin pistas, aparte de rastros superficiales de lo que parecían ser varios pelos de Neil. La confirmación del ADN llegaría al día siguiente. El perro de la familia, determinó algún genio, había resultado muerto a causa de un disparo en la cabeza efectuado de cerca.

Caso cerrado. A cenar y a hacerse una paja.

Sam y Gerard, mientras tanto, habían recorrido el vecindario en busca de posibles testigos. Nadie vio nada. De los tres vehículos «desconocidos» de los que se tuvo noticia —un Toyota negro, una camioneta blanca y un viejo Ford Explorer— dos de ellos, la furgoneta y el Explorer, fueron comprobados. La descripción del Toyota era demasiado genérica para ser de utilidad.

Sam estaba casi llorando cuando llegó a su casa al anochecer.

—Lo siento, profesor —dijo—. Tom…

El FBI soltó inmediatamente a Nora. Sabían que cooperaría. A juzgar por lo que había dicho Sam, ella también era un caso perdido. Pero cooperó por deseo de venganza. Cualquiera que fuese la influencia que Neil tenía sobre ella, no podía compararse con su amor por su hijo. Quería la sangre de Neil, le dijo Sam.

Su tono sugería dubitativamente que él debería hacer lo mismo.

Pero nada era real. Su hijo había desaparecido y nada era real.

Excepto Ripley.

Ripley tenía dificultades para comprender lo que estaba pasando. Echaba de menos a Frankie, supuso Thomas, pero la idea de que había sucedido algo verdaderamente horrible tenía que tomarla prestada constantemente de los adultos. Thomas estaba atormentado porque sabía que el trauma de la niña provenía de las manifestaciones de pena y la estupefacción de su padre. Pero durante los tres primeros días, verla lo llenaba de una desesperación que jamás había conocido. No podía mirarla sin ver a Frankie o la sombra monstruosa de Neil, sin ver su pérdida o su fantasma. Aunque ir a trabajar era impensable, de todos modos la mandaba con Mia unas horas al día.

Ella no se quejaba.

Nora, le dijo Sam, estaba demasiado destrozada para cuidar de sí misma y, por supuesto, de su hija. Se culpaba a sí misma, Thomas lo sabía.

Y quizá así debía ser.

Valiéndose de la investigación como pretexto, Thomas se sorprendió interrogando a Sam sobre los detalles de la declaración de Nora. Como Thomas sospechaba, Nora había iniciado su relación con Neil antes, no después, de su matrimonio. Al parecer había sido algo impulsivo, arrebatado, y lo habían lamentado inmediatamente. Juraron no repetirlo debido a su amor por Thomas.

Thomas lloró en ese momento, y Sam se detuvo y le prometió llevarle una copia de la transcripción, aunque eso pudiera costarle su trabajo. Lo importante era encontrar a Frankie, dijo.

Por alguna razón, leer las palabras de Nora fue más fácil y más difícil. La intimidad de la conversación transcrita parecía al mismo tiempo sorprendente y sin embargo encajaba extrañamente con lo que se espera de una conversación entre desconocidos. ¿Qué podían hacer los desconocidos con esa pequeña y catastrófica sinceridad?

Tras una interrupción de varios años, Nora y Neil habían retomado su relación, más o menos al mismo tiempo en que su matrimonio empezó a irse a pique. Nora lo atribuyó a una coincidencia, pero Thomas sabía que no era así. Los secretos compartidos alentaban la intimidad, mientras que las mentiras la embotaban. El cónyuge engañado no tenía literalmente ninguna oportunidad, aparte de la inercia y el miedo a la ruina económica. Estaba condenado a parecer patético o demasiado severo o insensible, o lo que fuera. La gente siempre justifica sus crímenes.

La relación era, si se podía creer la descripción de Nora, casi patológicamente apasionada. Neil, decía, se convirtió en una adicción, y ella supuso que él sentía lo mismo por ella. Se veían de forma regular, pero sin una pauta, y aunque eran temerarios con los escenarios de sus encuentros sexuales —parques, cines, incluso un par de servicios de restaurantes— eran extremadamente cuidadosos con Thomas. Pobre Tommy.

Cuando los interrogadores preguntaron a Nora sobre sus sentimientos en ese tiempo, Thomas sintió que su corazón se ralentizaba a lo que parecía un latido por minuto.

INT1: ¿Cómo los describiría?

NORA BIBLE: ¿Mis sentimientos por Tommy? Es un buen hombre. Lo quería.

INT2: Pero si…

NORA BIBLE: ¿Pero si le quería cómo podía… traicionarlo? ¿Qué quiere que diga? ¿Que me pegaba? No lo hacía. ¿Que me psicoanalizaba constantemente y trataba de minar mi autoestima? No. No a menos que discutiéramos, pero ¿quién juega limpio en las peleas? Tommy no podía…

INT2: ¿NO podía qué, señora Bible?

NORA BIBLE: NO podía follarme como lo hacía Neil. ¿Eh? ¿Era eso lo que quería oír?

INT1: ¿Está diciendo que su marido era impotente?

NORA BIBLE: ¿Tommy? No, claro que no… Pero no era… No era Neil.

INT2: Señora Bible, sus respuestas son, bueno…

INT1: Imprecisas.

NORA BIBLE: Miren. Me casé con Tommy porque él me conocía, me conocía de veras. Pero… creo que empecé a tenerle rencor por ello. Para Tommy las debilidades hay que aceptarlas, no tenemos que castigarnos cada vez que la cagamos, sólo perdonarnos… eso, y tratar de adquirir mejores hábitos. Pero con Neil…

INT2: ¿Neil no la conocía?

NORA BIBLE: Oh, sí, Neil me conocía.

INT2: Entonces, ¿qué quiere decir?

NORA BIBLE: Creo que yo solo fui un proyecto para Tommy…

Unas lágrimas cayeron sobre la página de la transcripción al leer aquello. Por supuesto, Nora trataba de encontrar razones para lo que había hecho, eso no lo sorprendía. Confesar era caro, las razones, baratas. Las causas estaban claras: las mujeres, como los hombres, están programadas para la infidelidad. La turbia alquimia de la atracción, del flirteo al cosquilleo, al climax, era simplemente la excusa tonta para la biología de la reproducción. Dadas las enormes dificultades que presentaba la crianza de las crías del homo sapiens, las hembras humanas con frecuencia se veían obligadas a establecer una doble vinculación afectiva. Un tipo para pagar las facturas, el otro para hacerla volar.

Nora estaba simplemente representando un guión escrito en el ADN que había sido la causa de millones de años de corazones rotos y ventajas de adaptación, siguiendo inconscientemente un imperativo biológico de hacía una eternidad. No tenía ninguna razón para traicionar su confianza, para romper su corazón. Ninguna.

Al menos eso fue lo que Thomas se dijo al principio.

Se quedó todo el día en la cama, con las páginas de la transcripción esparcidas a su alrededor, antes de darse cuenta de lo que ya sabía.

Nora se follaba a Neil porque era más fuerte.

Había sido un fracaso como marido. Como hombre. Y ahora era también un fracaso como padre.

«Dios mío, Frankie…». Las cosas no podían ponerse más reales.

27 de agosto, 13:09

Thomas parpadeó. Tanto por el sobresalto como por la luz del sol. Cuando sonó el timbre, sus pensamientos saltaron a Sam y la promesa de información.

—Hola, Tommy —dijo Nora, haciendo una mueca y sonriendo bajo sus gafas de sol. Llevaba una falda negra y una blusa color perla, como si fuera a un funeral—. Estaba cerca, así que he decidido pasar para ver si Ripley quería venir a casa pronto.

Thomas quiso darle una bofetada. A ella siempre le había gustado jugar un poco, pero más desde su divorcio. «Ver lo que los niños querían» significaba cambiar unilateralmente los planes para ajustarlos a su programa. «Llevárselos a casa» significaba llevárselos a su verdadera casa. Esa mierda era ya bastante mala en los buenos tiempos. Pero ¿cómo podía hacerle eso ahora?

Thomas le dedicó una mirada feroz.

—¿Dónde está? —dijo Nora, mirando alrededor de Thomas—. ¡Ripley!

—Todavía está en casa de Mia —explicó Thomas—, ¿quieres que vaya a por ella?

Nora se mordió el labio.

—No, no, está bien. Volveré más tarde… a la hora que habíamos quedado.

Dos lágrimas emergieron de debajo de las gafas negras. Thomas se quedó sin aliento a causa del remordimiento.

«Siempre tan duro con ella».

—No seas tonta —dijo—. En Europa está muriendo gente por culpa de que cojamos tanto el coche. De todos modos, tengo que preparar sus cosas, así que… —Se encogió de hombros—. ¿Por qué no pasas?

«¡Por-favor-por-favor no menciones a nuestro hijo!».

Nora se secó los ojos y después, sin mediar palabra, lo rodeó y entró en la sala de estar.

Se quedó asombrado, en contra de su voluntad, por las diferencias entre ella y Sam. Nora era oscura y Sam luminosa. Nora tenía la ternura de una madre mientras que Sam conservaba la tensión de una universitaria. El hecho que lo inquietó no fue la comparación —ambas eran hermosas a su modo—, sino compararlas.

Nada debía ser normal.

—¿Quieres café?

Ella asintió al tiempo que se quitaba las gafas. Tenía los ojos rojos y el rímel corrido.

—¿Recuerdas cómo me gusta? —preguntó.

—Dos azucarillos, negro subsahariano —dijo con una alegría fingida—. ¿Recuerdas cómo me gusta a mí?

—Un azucarillo, blanco escandinavo —dijo sonriendo, o al menos tratando de hacerlo.

La broma le provocó una punzada en la garganta. Era una de esas bromas reiteradas que las parejas utilizan para sellar las pequeñas grietas de su intimidad. La estupidez lo hacía todo más fácil.

Se quedó en la entrada de la cocina mientras Thomas vertía el agua, inclinada precisamente en el mismo lugar en el que Sam se había inclinado la noche en que le había pedido que lo acompañara a Washington.

«Por el momento, todo va bien —pensó él—. El fingimiento sigue intacto».

—¡Oh! —exclamó Nora—. ¿Dónde está su álbum? Sí, las fotos que le regalamos de cuando Bart era un cachorro.

—En el despacho, creo —dijo Thomas—. En una de las estanterías. ¿Crees que es una buena idea?

Nora ya estaba recorriendo la sala de estar.

—No lo sé, Tommy. He pensado que… —Thomas no oyó el resto de lo que dijo por culpa del borboteo de la cafetera.

La encontró en el despacho un rato después. Estaba ante su póster de la Tierra, con la Columbia Británica y Alaska, de un azul verdoso, encima de su hombro derecho. Estaba mirando el pequeño álbum de fotos, con los ojos visiblemente abrumados por lo que veían. Lo miró de soslayo y cerró el álbum. Lo dejó sobre el escritorio casi con reverencia.

—¿Nora?

Se apoyó en el póster y se vino abajo, no al suelo, sino en una dirección no descrita por el espacio. Las gafas de sol se le cayeron de la mano.

—Me había olvidado —dijo. Señaló débilmente el álbum—. Me había olvidado de que había fotos de… fotos de…

Empezó a llorar.

Thomas la abrazó sin darse cuenta de que había cruzado la habitación. Ella tembló y gimió.

—Oh, Tommy —dijo entre jadeos—. Por-favor-por-favor-por-favor…

—Shhh… Lo único que podemos hacer es esperar, cariño. Ser fuertes por Ripley.

—Ripley —dijo con un suspiro, respirando profundamente—. Ripley… —Como si fuera el único mantra, la única oración que le quedara.

Thomas le apartó el pelo empapado de lágrimas de la cara y miró sus angustiados y vulnerables ojos. Parecía tan abierta, tan abandonada y tan expuesta. Tan abandonada.

Se besaron. Lentamente, suavemente, pero hinchados de promesa. Nora sabía a menta.

Sus labios se tornaron desesperados, incluso violentos. Sus manos buscaban en la espalda de Thomas. Se apretó contra él. Thomas le cogió el pecho derecho y sintió el suspiro de Nora en su boca.

Subió su mano izquierda por su falda, entre los muslos, contra el cálido, suave algodón… Ella jadeó. Le bajó la cremallera y empezó a tirar de su polla con manos frías.

Él le bajó las bragas y se apretó contra su foco de calor. Ella le rodeó el muslo con una pierna y de repente, espantosamente, se estaba moviendo dentro de ella. «No», le susurró algo en su interior. Demasiado tarde.

Ella gritó, le mojó la mejilla con labios húmedos. Él apretó más fuerte.

—Agh —gimió ella—. Agh.

Se había olvidado de que ella era así, tierna, rendida, piernas y brazos como garras. Boca insaciable.

—Arriba —jadeó ella.

Él la soltó. Las cosas iban demasiado rápidas. Quería disfrutarla, acariciarla y recordarla. Quería que se corriera como Neil hacía que se corriera.

La cogió en brazos y la llevó por el pasillo hasta las escaleras. Ella lo miraba con los ojos hinchados.

—Te he echado de menos, Tommy —susurró.

Se desvistieron lentamente, con el recuerdo del calor y la dureza todavía presente entre ellos. Después ella se colocó ante él, mayor, pero todavía gloriosa. Cómo podía una mujer así…

Él la empujó hasta la cama. Las lágrimas le brotaban de los ojos.

—Quiero que vuelva mi hijito —murmuró—. Mi niño.

Era la letra de otra canción.

Thomas se la quedó mirando, de nuevo golpeado por el horror. Ella se echó a un lado y se quedó acurrucada junto a él. Él se apretó entre sus piernas, pero no la penetró. La abrazó mientras lloraba. Le peinó el cabello con los dedos.

Se quedaron tendidos en silencio un rato, la piel se volvía resbaladiza por el calor. Una arruga en la almohada se le clavaba en la mejilla, pero no se movió. El dolor era como un alfiler, un lugar en el que concentrarse, algo que lo mantenía allí, apretado contra el cuerpo tembloroso de su exmujer.

Frankie era el hijo de ambos, un vínculo que ni toda la amargura del mundo podía romper. El milagro se olvidaba fácilmente, y, cuando se recordaba, con frecuencia parecía absurdo. Un hombre derramando calor en el interior de su mujer, la biología de sangre y barro, y después la vida, otra alma estupefacta alcanzando la superficie de la negrura, una negrura que lo abarca todo.

A pesar de Sam y de la sensación de naciente arrepentimiento, a Thomas le pareció que abrazar así a Nora estaba bien. Como cerrar un círculo.

—Siempre me ha encantado este edredón —dijo ella distraídamente, pasando los dedos por el estampado de flores.

Unos gritos de adolescentes se filtraron por las ventanas. La luz de la tarde tenía un peculiar tono de cobre. El aire era pastoso y olía a culpa.

El estómago de Thomas se convirtió en arena. Las palabras de la declaración de Nora corrían libremente por su mente.

«Él no era Neil…».

Algo salvaje lo sacudió. De repente, inexplicablemente, pareció saber, con la certeza del Antiguo Testamento, que la culpa era de ella. No de él. No del padre que dormía mientras se llevaban a su hijo.

Se sorprendió preguntando:

—¿Por qué, Nora?

Ella se soltó de sus brazos y se volvió hacia él. Tenía la mirada dura, casi cruel por su intensidad.

Pero tenía la voz tranquila, el tono prosaico que utilizaba para recitar la lista de la compra y describir a los compañeros de trabajo.

—Quiero que lo mates, Thomas. Prométeme que lo matarás.

Neil. El destructor de mundos.

Thomas contempló a Nora desde la puerta de entrada. Había metido las cosas de Ripley en su Nissan y después, tras un tímido saludo con la mano, se encaminó hacia casa de Mia para recoger a Ripley. Quería «saludar al viejo marica», había dicho, haciendo que Thomas frunciera el entrecejo. Por alguna razón ella siempre insistía en que podía utilizar ese término porque era una mujer.

Thomas le había pedido que le diera un beso a Ripley de su parte. No se sentía lo suficientemente fuerte para despedirse.

Por costumbre, abrió el buzón al volver y recogió varias facturas y lo que parecía otra grabación basura de un servicio de noticias. ¿Por qué no se morían? Pero la ausencia del logotipo y los colores en la caja le llamó la atención. La abrió y se quedó helado.

En rotulador azul oscuro, alguien había escrito

PROFESOR BIBLIA

en el plástico transparente. El disco brillaba debajo como un cuchillo.

Thomas retrocedió a través de la puerta con las manos temblorosas.

«No-no-no-no-no-no-no…».

Las imágenes de Frankie inundaron sus ojos de lágrimas.

«Por favor, Dios… ¡Por favor!». Tropezó con una alfombra. Los sobres cayeron al suelo.

«A mi niño no…».

El disco parecía al mismo tiempo ligero e increíblemente pesado. Corrió a la cocina, tiró del cajón de los cubiertos tan fuerte que lo sacó de los ejes. Cuchillos, tenedores, cucharas esparcidas por el suelo, formando dibujos semejantes a esos huesos que lanzan los adivinos para leer el futuro. Thomas cogió un cuchillo de trinchar carne con la mano temblorosa y rompió la cinta de plástico.

«¡Pruebas! ¡Pruebas!», gritó algo en su interior.

Se detuvo. Se pasó una mano por el pelo. Corrió al teléfono.

—Logan —respondió la voz en el otro extremo.

—¡Sam! Me ha mandado un disco. Otro puto disco.

—¿Tom? Tranquilo. ¿De qué estás hablando?

—Joder, joder. ¿Y si es él, Sam? —«No-no-no-no-no»—. ¿Sam? ¿Y si es él?

«Mi niño no, por favor…».

Se quedó mirando esa cosa plateada que refleja la cara angustiada de un desconocido.

—Escúchame bien, Tom. No toques ese disco bajo ninguna circunstancia. ¿Me entiendes? Podrías…

—¿Y si es él, Sam? —susurró Thomas.

Colgó, dejó caer el teléfono en el sofá y caminó trabajosamente por la alfombra de la sala de estar. Quitó la cinta y el plástico que quedaban antes de agacharse ante su reproductor. El teléfono sonaba constantemente, pero por alguna razón resultaba casi inaudible. Una calma sobrenatural lo había poseído.

Arrodillado ante la tele, manipuló el mando a distancia con los dedos entumecidos.

El teléfono dejó de sonar. Respiraba superficialmente. El disco entró chirriando en su gélido útero.

La pantalla cobró vida con un parpadeo.

El sofá estaba duro, como acero inoxidable, como la mesa de un juez.

—¿Tom? —preguntó alguien suavemente.

Sam.

Se apartó las manos de la cara. Sam se arrodilló junto a él con los ojos llenos de lágrimas. Gerard pareció hacerse inmenso a su lado, con una expresión entre la distancia severa y… ¿Cuál era su expresión?

—¿Era él, Tom? —preguntó Sam—. ¿Era Frankie?

Se encogió de hombros, exhaló, sintiendo algo como dos incisiones gemelas en los pulmones. ¿Cuánto más iba a poder soportar? «Tendría que ir a tomarme la presión», pensó inanemente.

—¿Tom? —Casi un susurro.

—No —gruñó.

«Todavía no». Recordaba a Neil regañándolo durante los exámenes. «Tu memoria no está diseñada para llevar a cabo varias tareas al mismo tiempo, maldito idiota. No está tan avanzada como Windows. Tienes. Que. Hacer. Una. Sola. Cosa. Cada. Vez».

—El telepredicador —explicó—. Jackie Forrest.

«Después vendrá mi hijo». A Sam le corrían las lágrimas por las mejillas. Miró nerviosamente a Gerard, que seguía con el rostro impertérrito. ¿Cuántas reglas había roto Sam, se preguntó Thomas, al acostarse con él? Sin duda menos que enamorándose de él.

—¿Qué hacemos? —preguntó Sam, que parecía extrañamente indefensa.

Gerard frunció el entrecejo.

—Esperar a Atta —dijo—. ¿Qué, si no?

La agente Atta no tardó en llegar. El calor de agosto pareció entrar con ella. No la luz, sólo el calor.

—Dime que no lo has puesto.

Thomas estaba sentado en el sofá con Sam a su lado. El agente Gerard se puso en pie. Estaba junto a la base de las escaleras, rascándose la nuca.

Thomas se miró las palmas de las manos en lugar de a la agente especial.

—¿Qué habría hecho usted, agente Atta? ¿Qué haría usted?

—Últimamente no para de repetir eso, profesor —respondió Atta—. ¿Dónde está?

—Todavía en el reproductor —dijo Gerard.

Zarba —susurró Atta, arrodillándose ante la base de la gran pantalla. Su cartuchera quedó a la vista, llevaba una pesada pistola metálica. La luz de la pantalla refulgió en sus mejillas sudadas, después la encuadró en un negro luminoso. Las formas parecían flotar, enfocarse y desenfocarse, como cosas batallando bajo sábanas de satén negro. Se produjo un rápido vislumbre… un saco en la sombra, de cemento o quizá no, pero Thomas estaba seguro de que había visto el nombre de alguna empresa de provisión de granjas.

—Ahí… ¿Lo han visto? ¿El nombre en ese saco?

—Lo comprobaremos —dijo Atta, nada impresionada.

Thomas miró a Sam frunciendo el entrecejo.

—La grabación con Halasz tenía también imágenes fugaces —dijo ella—. Etiquetas, productos que parecían de tiendas no pertenecientes a ninguna cadena. Pero cuando las comprobamos, procedían de todos los rincones del país. El hijo de puta está jugando con nosotros, profesor. Arrojándonos pistas falsas para despistarnos.

Cada vez más formas aparecían y desaparecían en la penumbra. La imagen se sacudía, como si la cámara tanteara las entrañas de un barco hundido en el fondo del mar. Thomas se dio cuenta de que estaba tan ansioso como la primera vez que lo había visto. Por alguna razón, saber que no vería a Frankie empeoraba las cosas.

Como si él…

«Nada de esto es real. Sólo cosas y gente en una cabeza, todo está en mi cabeza…».

El enfoque se estabilizó de repente. Entrecerrando los ojos, Thomas vio lo que parecía una caseta hecha de tela metálica. Una caseta en un sótano lleno de trastos. Un hombre arrastraba los pies en el lúgubre interior, al parecer ajeno al ojo de la cámara. «Aleluya», sisearon los altavoces, entre la estática. La figura se tambaleó hacia atrás y después cayó, como ebria, de rodillas. Ahora estaba llorando. «Aleluya». La luz salpicó la escena, repentina y brillante como una emboscada de carceleros. La figura se volvió hacia la cámara. Thomas se oyó gemir, como lo había hecho cuando se dio cuenta de que no era Frankie…

… sino Jackie Forrest, con las manos tendidas, como si quisiera alejar a unos paparazzi. Tenía la cabeza vendada, como Halasz. Unos aparatos plateados le sobresalían de la cabeza, sostenidos por lo que parecían tornillos de ferretería.

—¡Tú! —espetó con indignación—. ¡No puedes hacerme daño! ¡Sé adónde voy! ¡Lo he visto!

—¿QUÉ HAS VISTO?

La pregunta pareció estremecer al predicador. Por un momento, la ira y el terror se debatieron en su expresión.

—¡Estoy movido por la fe! —Se frotó la quijada, sonrió como un maniaco—. La fe es la sustancia de las cosas que se esperan —exclamó con esa temblorosa voz de barítono que tantos sacerdotes reservan para las citas bíblicas—, ¡la prueba de las cosas no vistas!

—¿CREER SIN PRUEBAS ES UNA PRUEBA?

—¡Nunca lo sabrás, hijo de puta! —dijo Jackie—. ¡No hasta que te retuerzas en el fuego del Infierno! ¡Entonces tu agon…!

—¿AGONÍA? ¿TE REFIERES A ALGO ASÍ?

Un escupitajo emergió de la boca de Jackie. Se quedó rígido, como una percha, después cayó al suelo. Heces y orina oscurecieron su ropa. Su grito se vio asfixiado por el vómito.

Jackie quedó flácido.

—Hijo de puta —dijo entre lloros—. Hijo de puta.

—LLÁMALO.

Jackie se enroscó en posición fetal.

—¡Por favor! —dijo.

—LLÁMALO.

—¡Por favor, Dios! —aulló—. ¡Por favor!

Un momento de silencio servil. Después, el predicador saltó, como si alguien le hubiera dado por sorpresa un golpecito en la espalda. Miró a su alrededor de una manera salvaje, después, lentamente, volvió la cara en dirección a la luz de la cámara. Se frotó la nariz con el antebrazo, ajeno a la mierda que tenía en él.

—¿VES?

—¿C-cómo? —preguntaron sus labios temblorosos—. ¿Cómo es posible?

—¿ES DIOS?

Su cara se arrugó y después quedó inexpresiva.

—¡Ssssí! —dijo jadeando—. No puedo ver… pero lo siento… aquí… muy cerca.

—¿CÓMO PUEDES ESTAR SEGURO?

—Esto está más allá de tus estúpidas preguntas… más allá…

La cara del predicador flotaba en la pantalla, sudorosa e hinchada a la luz refulgente. El acero quirúrgico brillaba. La sangre goteaba de los tornillos. Su expresión se volvió quejumbrosa de una manera servil, congraciadora, que a Thomas le resultó difícil contemplar. Quejumbrosa y alegre.

—Lo sabía… ¡Siempre lo he sabido!

Un profundo jadeo tembloroso. Los párpados agitándose. Una voz zozobrando en éxtasis.

—¡Buen Jesús! ¡Alabado-seas-alabado-seas…!

—Mierda —murmuró Gerard, sólo para ser silenciado por el fiero entrecejo de la agente Atta.

—Perdóname… por-favor-por-fav…

—Sigue así —dijo Thomas por encima de la voz del balbuciente sacerdote—. Sigue y sigue hasta que termina el disco.

—No quería… Noooo… Noooo…

El aire se había vuelto de una densidad irrespirable.

—Eso no puede ser real —dijo Gerard al cabo de un momento. Parecía asustado.

—¿Por qué no puede ser real? —preguntó Thomas.

—No puede hacer que alguien vea a Dios.

Thomas se encogió de hombros.

—¿Por qué no? Ahí está la clave: la experiencia, toda experiencia, es simplemente una cuestión de circuitos neuronales. ¿Por qué no la experiencia religiosa? De hecho, esas experiencias son muy vulgares a ojos de los neurocientíficos, están entre las primeras en ser estimuladas artificialmente.

Gerard no parecía convencido. No, no es que no estuviera convencido, es que no quería estarlo. Había sido capaz de ignorar lo sucedido a Powski y a Halasz, pero eso no. Debía de ser un cristiano renacido, pensó Thomas, orgulloso poseedor de una relación personal con Jesucristo.

Pero si la revelación era una simple cuestión de circuitos…

—Tiene que ser una trampa —dijo Gerard—. ¿Me está diciendo que podría hacerle eso a usted, a mí, a cualquiera?

Thomas asintió. Un tono frenético se había apoderado de la voz del agente.

—Tranquilo, Gerard —dijo Atta—. Nuestra sola preocupación, la única, es cómo podemos utilizar esto para detener a ese hijo de puta lunático. ¿De acuerdo?

Gerard la miró con una desganada incomprensión, la mirada de un hombre conmocionado más allá de la comprensión.

—Pero si todo está en nuestras cabezas, entonces… entonces…

—¿Entonces, qué? —preguntó Atta.

—Entonces tiene razón, ¿no?

Atta se frotó la nuca.

—¿Profesor?

Thomas apartó la mirada.

—Me vendría bien un poco de ayuda, profesor.

—Neil se está limitando a mostrar hechos —dijo Thomas—. Cuando nuestros cerebros se disparan en una dirección determinada, tenemos lo que se llaman «experiencias espirituales». Es tan directo como eso.

—¡Cree que tiene razón! —exclamó Gerard—. Está de acuerdo con…

—No estoy de acuerdo con Neil —le espetó Thomas—. No nos está engañando ni poniéndonos un velo ante los ojos. Nos está mostrando cómo son las cosas. Si usted fuera Halasz no pensaría: «Oh, ese hijo de puta me está obligando a hacer esto». No experimentaría su manipulación como una coacción, como algo externo a lo que no podría resistirse. Usted, usted, sería como Cynthia Powski. Querría hacer esas… esas cosas. ¿No lo ve? Eso es lo que escogería. Felizmente. Libremente, tan libremente como haya escogido cualquier otra cosa a lo largo de su vida. No son punciones lumbares que alteran su cuerpo mientras está sentado indefenso, paralizado. Sólo usted, porque ha manoseado su cerebro, y su cerebro es todo lo que usted es.

—Y una mierda —dijo Gerard, el rostro pálido y encendido al mismo tiempo—. Eso no es más que mierda.

Thomas negó con la cabeza.

—Todo el mundo cree que es una excepción, ¿no? Incluso después de que le diagnostiquen esquizofrenia o Alzheimer. «Si me concentro lo suficiente —dicen— puedo vencerlo». ¿No lo ve? ¿No ve lo que nos está mostrando? No hay nada semejante al «triunfo del espíritu humano». ¡No hay nada semejante al «espíritu humano»! Todos ellos, Gyges, Powski, Halasz, Forrest, se han abierto camino hasta el éxito, un éxito mayor del que cualquiera de nosotros podría esperar razonablemente. Eso requiere valor, ¿no? Eso requiere la voluntad de triunfar, mucha más de la que usted podría tener, agente. Así que, ¿qué le hace pensar que usted es la excepción?

—Mire, profesor —dijo Atta en un tono cortante—. He investigado sobre esto. No es tan indiscutible como usted lo plantea…

—¿Ha investigado, Shelley? Entonces dígame, ¿cuál es el argumento de Neil?

Ella le miró cansinamente.

—Que somos fundamentalmente biomecánicos. Que nuestras elecciones son el resultado de procesos físicos sobre los que no tenemos control y que, en consecuencia —se encogió de hombros—, no son verdaderas elecciones.

—Y dígame, ¿cuál es el argumento contrario?

—Bueno… —Atta se detuvo. Parecía airada e insegura al mismo tiempo.

—Es difícil de expresar, ¿sabe? Requiere estudio, formación. Todas esas inútiles redefiniciones de la libertad. Todas esas especulaciones confusas y casi cuánticas del funcionamiento cerebral. Bla, bla, bla. Por un lado, uno tiene una engañosa esperanza y la «redefinición de las categorías tradicionales a la luz del conocimiento científico», cualquier cosa puede ser redefinida; y por el otro lado está la afirmación de Neil que, a pesar de ir en contra de nuestras más queridas intuiciones, es clara, directa y poderosa: la conciencia nos engaña hasta el punto de hacer sospechosos todos nuestros conceptos, sospechosos o estériles. Los que discuten sobre esto pasan mientras la conclusión insoportable permanece. No soy un hombre al que le guste apostar, agente, pero…

Atta había empezado a agitar las manos.

—Está bien, está bien, mire —dijo— tiene que…

—Me ponen enfermo —le espetó Gerard a Thomas.

—Danny… —dijo Atta—. ¿Quiénes, Ger?

—Los listillos, sabihondos, capullos arrogantes con simpatías por los terroristas y sus vecinos homosexuales…

—¿Homosexuales?

—¡Enculadores! ¡Maricones!

—¿Estás hablando en serio?

—¡Esto es lo más serio en este planeta enfermo! Las cosas van a cambiar muy pronto, créame. ¡Las cosas van a arreglarse!

—¡Danny!

—Arreglarse… —dijo Thomas riéndose—. Y déjeme adivinar en qué lado va a acabar usted. —Una carcajada de desdén—. Siento pena por usted, Ger. —Miró de soslayo a Sam, cuya mirada decía: «Déjalo en paz».

—¿Pena? —dijo el agente Gerard con un falsete burlón—. ¿Por mí? Lo que faltaba.

Thomas se encogió de hombros.

—¿Sabe cuántas religiones se han inventado los humanos a lo largo de las eras? Miles… ¡Miles! ¿No le preocupa eso? ¿No le da vergüenza? Piense en ese sentimiento suyo, esa sensación de justa indignación a la que ahora está tratando de agarrarse, que está utilizando para disipar su confusión y su miedo. No me gusta tener que decírselo, amigo, pero es un recurso barato. Todo el mundo lo usa. Todo el mundo cree que el gran Capitán del Cielo lo ha elegido para el equipo ganador, y ¿por qué no? A falta de pruebas, lo único que tenemos es nuestra psicología, nuestras necesidades, para afirmar nuestras creencias. Para sentirnos seguros. Para sentirnos especiales. Puede patalear todo lo que quiera, agitar las manos, rezar y rezar y rezar, pero al final, no es más que otro maldito cristiano-musulmán-hindú-budista-judío, sólo otro humano desventurado y corto de luces gritando: «¡Yo, yo, joder, yo! ¡Yo soy el especial!».

Los tres agentes del FBI se lo quedaron mirando.

Gerard no parecía convencido ni airado, sólo… tranquilo.

—¿Y qué le hace diferente a usted?

—Sé que no sé nada.

—Pero cree que Cassidy tiene razón.

Thomas respiró hondo.

—Mire… ¿cómo se discute con la ciencia? Piense en la sensación que tiene cuando uno de sus amigos le dice «dile la verdad». ¿Alguna vez le dice la verdad? Normalmente, no. ¿Por qué? Porque sabe que es como usted, que necesita oír algo que tranquilice su ego, que sólo quiere oír una confirmación de sus halagadores prejuicios. Si podemos hacer lo que queramos, mentimos, fin de la historia. Los humanos son mentirosos. Así que, aparte de que la ciencia nos ha permitido crear un sol a partir de unos pocos gramos de plutonio, la clave es que es la única institución que hemos creado que nos ha dado verdades desagradables. Es el desconocido cruel, el que dice las cosas como son. Así que dígame, Ger, ¿por qué iba a querer discutir contra ella? ¿Cómo puede creer honestamente que su zarza en llamas puede ganar a las pruebas termonucleares en el atolón de Bikini?

—Lo cree —dijo Gerard—, ¿verdad? Cree que Cassidy tiene razón. Que esto no tiene ningún sentido.

Thomas tragó saliva. La necesidad de mentir era casi abrumadora.

¿Era eso lo que Neil quería? Alguien que cantara el aria de su delirante ópera.

—No sé qué pensar —dijo sin convicción.

Gerard soltó una risotada.

—Entonces ¿por qué deberíamos, nosotros o hasta usted mismo, tomarnos la menor molestia por su hijo?

Silencio.

Las lágrimas llenaron los ojos de Thomas.

«Eso no, por favor…».

—Imbécil —susurró Sam—. Imbécil patético.

—Déjame en paz, Logan.

—Tiene razón, Danny —dijo Atta—. Sabes que tiene razón.

Thomas se sentó en el sillón reclinable, entumecido como no lo había estado nunca. Entumecido hasta la punta de los dedos. Entumecido en el corazón. Hasta sus párpados parecían insustanciales. Sabía que tenía un aspecto derrotado, pero la derrota requería sustancia, y él no la tenía. Había tenido miedo de llorar ante esos desconocidos, pero ya no podía llorar. Era como si se hubiera convertido en una versión condensada de sí mismo, un compendio de todas las crisis y los éxtasis.

Pensó en Nora, en su semen manchando sus muslos.

La mano de Sam se posó indecisamente en su hombro. Quería tranquilizarlo, él lo sabía, pero tenía miedo de lo que pensaran los demás. Sam era frágil, como todos.

Sólo Neil era fuerte.

Sam le dijo algo, se puso a reprender a Gerard, enumerando una serie de meteduras de pata recientes, incluido su interrogatorio a Nora.

—Gerard el Retrasado —terminó, asqueada—. ¿No te llamaban así en Quantico?

—Venga, Sam —dijo Atta—. ¿Danny? Los dos…

—Eres una zorra —gritó Gerard—. ¿No ves lo que está pasando? ¿No sabes lo que significa esto?

«Mi hijo está muerto».

—¡Danny! —ladró la agente Atta. Lo cogió por el codo y se lo llevó al otro extremo de la sala.

Sam extendió el brazo y le apretó la mano a Thomas. Trató de sonreír.

—Creía que nada te hacía perder los nervios, Danny —dijo la agente Atta en voz baja, en tono de terapia—. ¿Qué es eso que dices siempre?

—Que si te cagas en mi plato, me limitaré a apartar la mierda.

Atta se rio, pero sonó forzado.

—Ese es el Danny Gerard que conozco…

Después, con las vagas revelaciones dejadas atrás por la catástrofe, Thomas lo comprendió. Neil. Neil estaba tratando de debilitarlos. Carentes de recursos a causa de la histeria colectiva provocada por el Quiropráctico, imposibilitados para buscar ayuda en el pasado de Neil en la NSA, desconcertados y burlados… Los agentes del FBI estaban fuera de su terreno. Habían estado caminando sobre aguas cenagosas, y ahora que Thomas se ahogaba, ya no podían seguir simulando que veían la costa.

La agente Atta se volvió con un aire resuelto y desdeñoso, al parecer mucho más alentada por sus palabras de aliento que Gerard.

—Mire, profesor…

—Ahórreme el discurso, agente. No soy uno de sus soldados.

Se lo quedó mirando un momento, pensativa, después asintió.

—Sólo una pregunta antes de irme.

Thomas se frotó la nuca.

—Dispare.

—Sabemos que estos secuestros no se deben al azar.

Thomas asintió.

—Está escogiendo símbolos, gente que representa algo.

—Exactamente. Con Gyges sugirió que trataba de minar la noción de personalidad. Con Cynthia Powski, obviamente, su objetivo era el placer, o el sufrimiento, depende de cómo se mire. Con el congresista Halasz atacaba la voluntad y la responsabilidad. Y ahora con el reverendo Forrest, la espiritualidad.

—Humanidad —dijo Thomas—. Cada uno representa una característica fundamental de lo que creemos que significa ser humano. Pero todo esto es ya viejo, agente, ¿por qué volver a ello ahora?

—Porque significa que podríamos ser capaces de anticiparnos a él. Si podemos adivinar que característica o rasgo o lo que sea va a atacar, podríamos crear una lista de potenciales… —Se detuvo, al parecer alterada por la expresión de Thomas.

—¿Qué pasa, profesor?

—Amor —dijo Thomas en voz baja—. Su próximo objetivo es el amor.

Se apretó el pulgar y el índice contra los ojos.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Porque —le dijo Thomas a la palma de su mano— ya tiene su símbolo.

«Mi hijo».

Esa noche sufrió uno de esos sueños en que uno entra y sale de ellos, algunos raros, otros aterrorizadores. Todos pesadillas. Se despertaba, sentía que la cabeza y la cara le latían, después volvía a sumirse en una larga discusión con Neil sobre nada en concreto, nada que tuviera que ver con lo que estaba sucediendo en el mundo real. El capullo se encogía de hombros y sonreía con su sonrisa de qué-voy-a-hacer-contigo. Después la pesadilla empezaba de nuevo. Disparos. Niños pequeños muertos, negándose a portarse bien, siempre negándose…

Después un timbrazo.

Sus pensamientos se tambalearon al volver confusamente a la conciencia. Dio un manotazo al despertador, pero se dio cuenta de que era el teléfono.

Le escocían los ojos, sentía la cara hinchada y como quemada por el sol. A causa de las lágrimas, supuso. Se revolvió en la oscuridad, logró coger el aparato.

—Hola. —Tosió para aclararse la garganta.

—Tom, ¿eres tú? —Alguien. Sam—. ¿Tom?

—Sí, soy yo, Sam. —Se aclaró la garganta—. ¿Qué te pasó an…?

—Escucha, Tom, lo han encontrado.

Sin aliento.

—¿A Frankie?

—Lo han encontrado, y está vivo. Los médicos creen que se pondrá bien.

—¿Habéis encontrado a Frankie? —gritó Thomas con la voz resquebrajada.

—Ahora mismo lo están llevando al hospital Saint Luke-Roosevelt.

—¿Al Saint Luke? —Su mente se aceleró. ¿Por qué lo llevaban allí? Después recordó la noticia del periódico de la universidad. Saint Luke acababa de inaugurar una unidad de neurocirugía líder en el mundo.

«No-no-no…».

—¡Voy ahora mismo!

Un suspiro audible.

—Escucha, Tom… Creo que será mejor que esperes.

—¿Que espere? ¿Qué coño quieres decir? Has dicho que está bien.

—Por favor, Tom. Confía en mí. Da a los médicos…

—¡Has dicho que estaba bien!

—Se pondrá bien. Te lo juro. No está en peligro. Pero…

—¿Ese hijo de puta le ha hecho algo a mi hijo? ¿Ese cabrón le ha hecho algo?

—Shhhh. Por favor, Tom. Estará…

—¿Qué coño le ha hecho a mi hijo?

—Nadie lo sab…

Thomas tiró el teléfono y bajó corriendo las escaleras.

Conducir el coche, después de eso, parecía poco más que una abstracción enloquecida. Luces, líneas y amenazas.

La ciudad, ese laberinto serpenteante, terco y tenebroso, se reía de un padre más con los nudillos blancos. El aparcamiento. El humeante hormigón. La estúpida y hosca enfermera pidiéndole que se contuviera.

—¡Dígame dónde!

Las puertas del ascensor se abrieron como un telón.

¿Qué era ese ruido?

Sam estaba al fondo del pasillo fluorescente, mirando, volviéndose, disponiéndose a prepararse, a advertir. Gerard mirando el suelo.

—Tom… Tom… Tom…

Apartándola a un lado, apartando las caras profesionales, los zapatos elegantes, las batas blancas.

—Tom… Está bien. Bien. Ha…

Ese ruido…

Venía de una puerta, en un pasillo con ventanas.

—¡Tom, por favor!

Apartó a varios médicos de rostro pálido.

Se frenó de golpe, como si llevara una correa atada al corazón.

Las luces. La cama. Las sábanas almidonadas de suave algodón. Las correas.

Su hijo, sus ojos redondos, como asombrados por un truco de magia, la boca abierta en una «O», el cuerpo crispado, retorciéndose por un fuego invisible.

Frankie.

Sam lo cogió por los hombros.

—No puede parar de gritar, Tom. No puede parar de gritar.

Ese ruido.

El hombre débil se pregunta por qué ha sido escogido. El hombre fuerte lo sabe.

Por supuesto que no hay palabras para este conocimiento. Ni libros.

Me parece lógico.

Gritas cuando te toco. Te ahogas cuando te ahogo. Tratas de cubrirte con tus manos, son demasiado pequeñas. Es raro el poder que tengo sobre ti, te envuelvo como un líquido. Cada una de tus superficies está indefensa, incluso las que están ocultas en tu interior. Y sin embargo sólo puedo golpear las formas de tu materia.

Te revuelvo el estómago, como siempre hago. Paso un dedo por la hendidura de tu espalda. Mi erección es inmediata y duradera.

Cojo las tenazas con los dedos pegajosos. Te parto la columna a la altura de las lumbares. De repente, eres una muñeca de cintura para abajo. Una muñeca que grita y llora.

No sientes cómo te follo.

Te vuelvo a partir la columna, esta vez a la altura del cuello. Con cuidado, con cuidado, tengo que asegurarme de que puedas seguir respirando. Te doy la vuelta, te empapo las manos en tu propia sangre. Las utilizo para dejar huellas en mi cuerpo, parecen morados, pero están donde tú nunca has golpeado.

¿Alguien tiene alguna teoría, por favor?

Me masturbo con tus manos flácidas, con tus palmas resbaladizas.

Veo cómo me ves. Nuestro silencio lo cubre todo. Veo que te das cuenta. Antes has sido opaca, ahora eres una ventana, transparente a mi deseo. Oh, sí, te veo. Quieta como una portada de revista. Inexpresiva como una estrella del porno entre tomas. Tan dulce. Tan dulce. Al fin, sólo dices lo que quieres decir…

Tu sangre no está tan caliente como mi semen.